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Tríos de doses

en Trios

Tríos de doses

 

A estas alturas he hecho de todo. ¿Tríos? Unos cuantos. Aunque, puestos a contar, os hablaré del que hice con Ascen y Pilar. Resultó curioso.

Primero presentarme: Soy Mauro Fernández, cuarenta y seis años, casado, aunque siempre con una amiga u otra en plantilla. La fidelidad conyugal no se hizo para mí. Me aburre comer años y años en el mismo plato. Necesito espacio. Horizontes. Mujeres. Ascen fue una de ellas. Estuvimos liados cuatro años. Era menuda y alegre y tenía un movimiento al caminar que se la levantaba a un muerto. Morena, chatita, pechos pequeños pero deliciosos y caderas de guitarra. ¿El culito? De cine. Ascen era -¿cómo lo explicaría?- como una trufa de chocolate.

Cuatro años de relación son muchos años. Los tres primeros estaba deslumbrado. Le tocaba la mano y subía al cielo. Después –esas cosas pasan- me acostumbré a Ascen. Dejó de sorprenderme. Al tocarla ya no subía al cielo. Todo lo más llegaba al piso de arriba de mi misma casa para buscar un paquete de cigarrillos.

Cuando se esfuma la ilusión hay que inventar algo para no echarlo todo a rodar. Conseguí inventarlo. ¿Por qué no hacer un trío? Ascen, otra chica y yo. Cuanto mas lo pensaba, más me apetecía la idea. Tenía su morbo.

Se lo propuse a Ascen. Se resistió. Decía que le daba apuro. Me costó un par de meses convencerla. La única condición que me puso fue que no conociéramos de nada a la chica. Pusimos un anuncio en la sección de contactos de la prensa:"Pareja universitaria busca chica liberal para trío. Abstenerse profesionales". Tuvimos una llamada. Nos citamos en una cafetería céntrica. La chica llevaría una bufanda verde y yo una corbata color rojo sangre. No me puse esa corbata. Quería verla sin que ella me identificara. Ella debió pensar lo mismo: ni una bufanda verde en toda la cafetería. Había cinco chicas solas. Las puntué de cero a diez. La que en la siguiente cita resultó ser la que buscábamos fue la segunda mejor puntuada. Se llamaba Pilar. Era alta y lucía unos pechos de impresión. Su nariz quizá resultara un poco larga pero ¿quién iba a fijarse en su nariz con unas tetas como aquellas? Nariz aparte, no era fea la condenada. Tenía una boca que invitaba al bocado y los ojos grises. Los jeans sugerían que su trasero era de los de toma pan y moja.

A lo que iba. Nos presentamos mutuamente, charlamos, nos caímos bien y quedamos para la tarde siguiente en el mismo lugar. Y la tarde siguiente llegó.

Ascen y yo recogimos a Pilar y nos dirigimos en mi coche al apartamento que compré para "mis cosas" hace años. Estábamos un poco nerviosos. Igual callábamos como rompíamos a hablar los tres a la vez. Llegamos al apartamento. Entramos. Puse unas copas y música suave. La música suave relaja. Calma los nervios. Elimina barreras. Te va poniendo a gusto.

Nos sentamos en el sofá. Ascen a mi derecha, Pilar a mi izquierda. El sultán y sus favoritas. No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta. Comencé a acariciarlas. Ascen me interrumpió cuando todavía paseaba por encima de la ropa:

"Estaríamos más cómodos en la cama".

Me pareció una buena idea. Pasamos al dormitorio y empezamos a desnudarnos.

Me encanta ver como se desnuda una mujer. Si son dos, para qué os voy a contar. Los sueters iban hacia arriba y ocultaban los rostros en tanto dejaban al descubierto los estómagos. Miraba con gula cada centímetro de piel recién descubierta, los ombligos emergidos de faldas que se deslizaban por sobre muslos y quedaban en el suelo como flores abiertas, los glúteos blancos y adorables. Luego, cuando las chicas se quitaban los sujetadores, me concentré en Pilar, en sus pechos grandes, nuevos para mí, de areolas amplias y afresadas y gruesos pezones. No engañaba. Cumplía sin ropa lo que prometía vestida. Abajo los tangas. Las mujeres son –lo decía Jardiel Poncela- como las espadas: Cobran toda su importancia cuando se desnudan.

Me quedé embobado mirándolas. Se acostaron y yo aun llevaba puesto el pantalón. Me desabrochaba el cinturón y ya Ascen y Pilar se abrazaban y se besaban en la boca. Ignoro el por qué, pero a los hombres nos encanta ver como dos chicas se acarician. Seguí admirándolas, todavía en pie, con los pantalones a medio quitar. Estaban excitadas de veras. Se restregaban pezón contra pezón, se pellizcaban las nalgas, frotaban entre sí sus vientres y enredaban sus muslos en nudos imposibles. Se buscaban con hambre, como amantes que se reencontraran tras años de separación. Se agarraban como si la vida les fuera en ello. Se bañaban las pieles en sudor contrario. Gemían. Yo las miraba y seguía mirándolas cuando, tras mil y una contorsiones, se acoplaron, la lengua de cada una en el clítoris de la otra, y se engolfaron en una caricia profunda, lentísima, agotadora.

Ascen estaba sobre Pilar. Me acosté y puse la mano en la cintura de mi amiga. Ella apartó un instante la boca de la entrepierna de Pilar: "Déjame. No quiero que me distraigas", y volvió a su gozosa ocupación. Intenté una aproximación a Pilar con idéntico resultado. Y allí me tenéis, desnudo como vine al mundo, y en la cama con dos mujeres que se lo estaban pasando en grande y que no me hacían ni caso. Menudo trío de dos. No me lo pensé más. Me levanté, me vestí y me fui. Ascen y Pilar ni se enteraron. Siguieron a lo suyo. Jamás volví a ver a ninguna de las dos. Quizás hoy vivan juntas. Aunque esa es otra historia.

Volví a casa. Tenía que echar la calentura del cuerpo, de modo que busqué a mi mujer en la cama. Era curioso: Ascen, mi mujer y yo conformábamos otro trío que se resolvía ahora siendo solo dos. Busqué a mi mujer en la cama y debí de quedar con ella como los propios ángeles, porque estuvo de buen humor toda una semana.

Encontré pronto una sustituta para Ascen. Es una rubita muy simpática con la que sigo todavía. Aun no me apetece proponerle un trío.

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