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Al día siguiente de la final

en Trios

Al día siguiente de la final

Desperté y nadaba en dolor de cabeza, me escocía cada centímetro de piel, notaba las muñecas en carne viva y no me atrevía a abrir los ojos. Incluso ignoraba quién era. Me pareció oír voces que hablaban en italiano. "Pero ¿dónde estoy?" me angustié. Al cuarto o quinto intento reuní las fuerzas necesarias para despegar los párpados. El sol entraba por una ventana que no reconocí. No era mi dormitorio. Me hallaba solo en una habitación desconocida, no recordaba mi nombre y alguien me clavaba alfileres en las zonas más sensibles del cerebro: un buen principio. Miré el reloj. Las once y veinticinco. Casi mediodía.

Intenté tragar saliva y no lo conseguí. Tenía la boca completamente seca y la garganta de madera. Volví a intentar recordar y, ahora sí, me llegaron retazos de luz desde el subconsciente. Mi nombre era Marc. El Barça. La final de la Champions League. Roma. El Manchester. Sí, eso era. Fui reconstruyendo trabajosamente las hechuras del mundo y de mis últimas horas. La noche anterior el Barça había ganado su tercera Copa de Europa en el Estado Olímpico. Clara –recordé que mi mujer se llamaba Clara- y yo habíamos venido a ver el partido. El partido fue en Roma, así que estaba en Roma.

Cuando se estira del hilo de un recuerdo, los demás vienen en cascada. Cada pieza fue encajando en su lugar. La semana anterior estábamos en Barcelona y a través de un amigo conseguí un par de entradas para la final de la Champions. Convencí a mi mujer para que fuéramos. Reservé hotel cerca de Via Veneto, que Clara hizo de eso una cuestión de estado. Era un hotel modesto, pero se cotizaba como un cinco estrellas. La final era en miércoles y el lunes anterior volamos a la capital de Francia. Martes y miércoles hasta media tarde hicimos turismo, luego nos pusimos las bufandas –"Visca el Barça. Som una nació"- y nos acercamos al estadio.

El trayecto fue una fiesta. Las proximidades del campo eran un hervidero de gentes con camisetas y bufandas rojas del Manchester y azulgranas del Barça y, pese a nuestros temores, no hubo incidentes. Cantos sí, los británicos vociferaban en su enrevesado idioma –nunca supe una palabra de inglés, con catalán y algo de castellano voy que me mato- no sé qué himnos, y aunque nosotros lo intentamos, no pudimos con ellos, porque no hay quien gane a berrear a un británico desmadrado, y allí no había uno, sino miles.

Del partido no voy a hablar. Si quien me lee es aficionado al fútbol ya sabe que le ganamos al Manchester por dos a cero y lo que ocurrió en cada minuto, y si el fútbol le trae al fresco no voy a aburrirle con detalles. Diré, eso sí, que, cuando Messi marcó el segundo gol del Barça, di un tremendo salto en el asiento y me volví para abrazar a mi mujer. Llegué tarde: el que estaba a su a otro lado se me había adelantado y le estaba pegando un achuchón muy mayor en plan pulpo tocatetas y palpaculos y disimulaba su cachondez gritando "¡gol, gol, gol!". No me importó. Es más, les abracé a los dos, y, llevados por el delirio colectivo, permanecimos así un rato, sin caer yo en la cuenta que cuanto más apretaba, más empotraba a Clara contra el desconocido. Luego recuperamos la cordura y el resuello, y ya éramos amigos de toda la vida, nos tuteábamos, cantábamos a tres voces lo de: "Tot el camp es un clam. Som la gent blaugrana…" y se nos saltaban las lágrimas de la emoción, porque no hay música ni letra mejores en todo el mundo. Nuestros chicos daban la vuelta al campo con la Copa y se nos caía la baba, palabra.

Decidimos celebrarlo por todo lo alto. "¡Roma es nuestra!" reía Jordi, nuestro nuevo amigo, del bracete de Clara. "¡Somos los mejores!" apostillaba yo agitando mi bufanda azulgrana. Unos cigarrillos que no eran de tabaco. Un sitio de copas abierto. Un trago. Dos. Tres. A partir de ahí los recuerdos se enturbiaban. Clara y yo debimos despedirnos de Jordi y volver al hotel, pero ¿cómo? ¿En metro? ¿En taxi? Ni idea. Ni pajolera idea. No recordaba más. Había despertado solo en la cama, con un tremendo dolor de cabeza y las muñecas magulladas. Eso era todo.

Bueno, había algo más. Estaban los sueños.

No debió sentarme bien la bebida, porque los sueños fueron agitados, absurdos, imposibles. Soñé que estaba tumbado en la cama y que Jordi, nuestro nuevo amigo, desnudaba a mi mujer muy lentamente, y que ella reía y le besaba en el cuello. Soñé que yo decía: "Fóllatela, es tuya, somos azulgranas los tres" y que Clara seguía riendo y movía el trasero como la más puta de las putas y encelaba a Jordi. Soñé que él se quitaba los pantalones y tenía una verga tremenda y que Clara se la chupaba, y que los dos se acostaban conmigo y que alguien, no sé quién, me masturbaba. Todo era confuso, lejano y a la vez tremendamente próximo. Soñé que soñaba y que cuatro manos me recorrían el cuerpo, me pellizcaban las tetillas, cosquilleaban mis testículos, exploraban mi agujero más íntimo, y soñé que Clara me susurraba al oído que yo era el cabrón más cabrón de todos los cabrones, y luego se sentaba a horcajadas sobre la boca de Jordi, los labios vaginales en los labios del hombre, el clítoris hambriento de ración de lengua, "apriétame las tetas, Marc, estrújame las tetas", Jordi en su coño y yo en sus pechos, lo que Dios ha unido no lo separe nadie, "luego me follarás, has de enseñarle a mi marido como se folla".

Soñé que la mano de Clara tomaba la mía y la ponía sobre la verga de Jordi, y que me decía: "Menéasela, verás como te gusta" y que mi mujer y yo acariciábamos a nuestro compañero de cama y Clara le restregaba los pechos por la cara, y que luego él le hincaba la polla en el culo de mi mujer y yo le jaleaba "¡Barça, Barça, Barça!" y él, cada vez que oía el nombre del club de nuestros amores, ahondaba más y más en Clara y ella nos suplicaba "llamadme puta" y nos hacía gestos obscenos.

Soñé que Clara nos besaba a Jordi y a mí a la vez y que nuestras tres lenguas mezclaban sus salivas. Soñé que de pronto mi mujer interrumpía sus caricias, bajaba de la cama y tomaba las tres bufandas –"Visca el Barça. Som una nació"- y las anudaba una con otra, y luego me hacía poner las manos en la cabecera de la cama y, con las bufandas, me anudaba las muñecas a los barrotes. Después corría a cuatro patas por la habitación y Jordi le palmeaba el trasero, y volvían a la cama y jugaban al más cruel de los juegos. Me masajeaban la verga por turnos y, cuando me veían a punto de estallar, dejaban de tocarme y aguardaban a que mi excitación menguara y así una vez y otra y otra, hasta que los testículos me estallaban de dolor. Soñé que yo intentaba desatarme las manos para acabar con la tortura y conseguir eyacular, pero que no lo lograba, y que después Jordi poseía a mi mujer lenta y poderosamente y que ella gritaba que por fin sabía como follaba un hombre.

Eso soñé, y eso me zumbaba en el cerebro cuando, ya despierto, me esforcé en recordar. En aquel momento se abrió la puerta de la habitación y entró Clara, fresca, lozana, sonriente, con una bolsa en las manos.

- ¡Hola, dormilón! –me dijo- ¿Ya has amanecido?

Ni sé qué contesté.

- He comprado una blusa monísima., y muy bien de precio. Luego te la enseño.

Volvía la normalidad. Habíamos ganado la Champions y me había pasado de copas. Eso fue todo. Fui tranquilizándome.

- ¿Estás bien? Tienes mala cara – las mujeres, siempre, tan en madre.

- Me tomo un café y estaré como nuevo.

- Te pido el café. Mientras ve recogiendo.

Me levanté. Tenía la ropa tirada por la alfombra. La camisa. Los pantalones, Un zapato. La bufanda. Otra bufanda. Otra bufanda. Tres bufandas azulgranas atadas una con otra. Tres bufandas enredadas.

No me atreví a preguntar sobre la tercera bufanda. Hice como si no la hubiera visto y me repetí que solo había tenido un mal sueño. Tres copas de Europa y tres bufandas. ¿Para qué investigar más si al fin y al cabo ganamos el partido y todo quedó en casa?

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