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Cuentos no eróticos: El inventor de palabras

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El inventor de palabras

Tendría yo once o doce años cuando aquel extranjero vino al pueblo. Ahora es corriente ver extranjeros - los hay por todos lados -, entonces no. Su llegada fue novedad que corrió de boca en boca. Nadie sabía de dónde venía ni por qué se le había ocurrido recalar en el pueblo, pero allí se quedó.

Era danés. Lo supe porque me enseñó el pasaporte. Vivía haciendo un poco de todo, pero en el fondo era escritor. Cada día, al caer la tarde, se sentaba en el café y comenzaba a emborronar cuartillas. Simpatizamos pese a que no podíamos entendernos sino por señas. Solía sentarme frente a él y contemplarle mientras escribía. Era rubio y tenía los ojos como de agua. Me parecía muy mayor, aunque, visto desde ahora, no creo que pasara de los veinticinco años.

Un día me atreví a indicarle, por señas, mi curiosidad por saber lo que escribía. El sonrió y me alargó una cuartilla. La tuve un buen rato delante de los ojos, sintiéndome importante porque solo yo, entre los habitantes del pueblo, había merecido la confianza del danés hasta el punto de que me mostrara su obra. Y su obra era maravillosa. Alineadas en el papel había palabras desconocidas para mí. Las letras sí las reconocía. Eran letras corrientes y normales, como las que todos empleamos, aunque nosotros nunca hemos tenido la audacia de combinarlas como el danés lo hacía. Nosotros somos vulgares –vocal, consonante, vocal, consonante, todo lo más dos consonantes juntas-, él no. Él creaba palabras nuevas y maravillosas, imposibles de pronunciar. Y, si alguien hubiera podido pronunciarlas, unas hubieran sonado como truenos y otras como el rumor de un río. Sí. El danés me había descubierto, con aquella simple cuartilla, la existencia de un mundo mágico que nunca había imaginado.

Estaba contemplando la cuartilla cuando mi tío Blas entró en el café. Se acercó a la mesa.

"¿Qué haces?" -preguntó.

"Me ha dejado ver lo que escribía –le indiqué señalando al extranjero- Es muy bueno ¿sabes? Inventa palabras".

Mi tío echó una ojeada al papel.

"¡Que va a inventar palabras! –rió – Es danés. Todos los daneses escriben así."

Me molestó su seguridad. No pude evitar replicarle:

"¿Y cómo sabes tú que esto es danés? ¿Acaso has aprendido alguna vez danés? ¿Has visto siquiera a un danés aparte de a éste? ¿Cómo puedes saber cómo escriben? ¿No puede él haber inventado estas palabras?

Tío Blas se rascó la cabeza y no supo qué contestar. Dio media vuelta, se acercó a la barra y pidió un cortado.

Todavía conservo aquella cuartilla. Es uno de mis más preciados tesoros. ¡Ahí es nada tener el trueno y el río encerrados en un trozo de papel! De vez en cuando la contemplo. Recuerdo entonces a aquel danés que un día se fue del pueblo como vino, sin que nadie supiera por qué. Recuerdo sus ojos de agua y su seriedad, y la expresión de su rostro cuando me regaló la cuartilla.

Aunque me ofrecieran una fortuna por hacerlo, nunca aprenderé danés. Prefiero ignorar el significado de las palabras que llenan la cuartilla. Tal vez, entendiéndolas, pierdan todo encanto. Así siguen pareciéndome maravillosas.

Lo repito: Aunque me ofrezcan un millón, no aprenderé danés.

Todavía quedan cosas que no pueden comprarse con dinero.

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