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Cuentos no eróticos: Descansar en paz

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Descansar en paz

Despertó. No necesitó mirar el reloj para comprobar la hora. Sabía que eran las ocho de la mañana.

Siguió acostada, flotando en la oscura frontera del duermevela y acunada por el ruido.

"Eso es el compresor –pensó-. Eso la pulidora grande. Ya empiezan a cortar el mármol. Eso es la muela. Se ponen a trabajar, como cada día, a las ocho en punto. Hacen lápidas. Muere gente y cada muerto quiere su lápida."

Su pensamiento iba y venía. Tan pronto era susurro como estrépito.

"Se ha de cortar el mármol. Se ha de extraer el mármol de la cantera y grabar en él, una a una, las letras de nombres y apellidos de los recién muertos".

"El mundo es un inmenso cementerio –siguió- Buscamos en él un hoyo que nos acomode. Si lo encontramos, no tiene sentido seguir vagando. Mejor acurrucarnos en él y aguardar a la muerte."

"Mi hoyo es éste. Esta casa vieja y pequeña. La cama que aguanta mis ochenta años y mis achaques. El misal y el rosario con los que intento quitarme de la boca la amargura. La corta pensión de la que malvivo. Es un hoyo pequeño y húmedo, pero es el que tengo y me he acostumbrado a él."

"Ahí abajo –sonrió- harán mi lápida cualquier día. La muela se hundirá en el mármol y el mármol se quejará. El mármol chirría. Sufre. Sus lamentos se clavan en el cerebro."

Se incorporó trabajosamente. El despertador marcaba las ocho y media. Dirigió la vista a la ventana. Hacía sol. Se levantó, fue al cuarto de baño, se sentó en la taza y orinó. Luego, sin mirarse al espejo, se lavó la cara y fue a la cocina a hacerse el café con leche.

"Ya no es como antes" –suspiró-.

Le vino a la mente el recuerdo de su adolescencia, de los años despreocupados en que todo era posible. La guerra parecía muy lejos entonces. Los soldados iban y venían, pero la guerra semejaba irreal. No importaba el hambre, ni los bombardeos. Luis sí importaba. Se fue al frente. Fue en enero del 39. Luis tenía diecisiete años. Ella catorce. Diecisiete años es mala edad para morir con el vientre abierto en un campo perdido. Catorce es edad absurda para sentirse vieja. Luis murió y ella envejeció de golpe. Dejó de ser chiquilla y el corazón le lloraba en lugar de latir. "No pasarán" decía la propaganda de guerra. A ella ya le había pasado. Después la ¿paz? que no fue sino una larga convalecencia, más hambre, más dolor –la muerte de sus padres- y para de contar. Una vida en cuatro renglones.

Terminó de peinarse. Ahora, decía la gente, había libertad. ¡A buenas horas! ¿De qué sirve la libertad a los ochenta años? ¿De qué le sirvió a Luis, reventado bajo una encina hacía tanto ya? Solo quedaba el hoyo. Su hoyo pequeño. Cogió el misal y el rosario y salió de casa. Caminaba a pasos pequeños, como de pajarillo.

Al dejar el portal, el marmolista más joven le sonrió:

"Buenos días, doña Mercedes. ¿A misa como todas las mañanas?"

Ella murmuró un buenos días casi inaudible. Allí estaba el mármol. Ese era su futuro. Apretó fuerte el misal contra el costado y se dirigió a la iglesia como ayer, como anteayer, como siempre.

Había amanecido un día más.

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