Te miras desde niña en el espejo. No en espejillo chico. En uno en que quepa todo el cuerpo. Aprovechabas cuando salían tus padres para contemplarte en el grande del armario de su dormitorio. Pasabas horas frente a él. Ensayabas peinados imposibles, te disfrazabas con vestidos de madre que parecían agrandarse más allá de la lógica en torno a tu cuerpecillo desmedrado, te probabas zapatos de tacón en cuyo interior bailaban los pies a cada paso. El espejo grande te tomaba la mano y te guiaba por el mundo de la fantasía. Fuiste, según pasaron los años, princesa de cuento de hadas, cantante roquera, enfermera, noviecita del cantante Luis Miguel, mil cosas más frente al reflejo amigo. Llegaste a esa turbadora e indecisa frontera que separa a la niña de la mujer y el espejo te vio entonces desnuda. Espiabas cada milímetro del cuerpo buscando algún signo externo de tu interna y confusa trasformación. Viste allí crecer tus pechos. Las manchitas redondas y oscuras ganaron relieve y textura de areolas. Se desperezaron los pezoncillos antes dormidos. Nacieron, como venidas en milagro, las primeras curvas en tu cuerpo anguloso. Levantabas los brazos y buscabas un oscuro atisbo de vello naciente en tus axilas. Hoy sonríes al recordarlo. Te impacientabas por tener lo que ahora eliminas. Clavabas la vista en tu vientre aguardando el despertar de los pelillos del pubis. Despertaron. Mes a mes se afinó tu cintura, se llenaron tus muslos, se redondearon tus caderas.
Años después, con diecinueve cumplidos, ya mujer en cuerpo de mujer, te seguías contemplando, ahora en el espejo de tu cuarto. "Presumida nos ha salido la niña" comentaba padre. Lo que él no sabía era que, por la noche, te mirabas desnuda. Alzabas los pechos con las manos, te masajeabas los pezones para sentirlos crecer, te contoneabas, adelantabas una pierna por mejorar la perspectiva, te ponías de espaldas y volvías la cabeza en casi imposible torsión de cuello para verte por detrás. No te disgustaba tu cuerpo: altos los pechos, ni grandes ni pequeños, planos estómago y vientre, caderas quizá un puntín estrechas, los muslos largos, redondito el trasero. Los hombros un poco anchos, pero no se puede tener todo, qué caramba. No te veías fea: llena la boca, las cejas bien dibujadas, verdes los ojos, la nariz arremangada y un hoyuelo de lo más coquetón en la barbilla.
Una tarde viste una película policíaca en la tele. El detective de turno interrogaba al sospechoso en una habitación con espejo que, por la parte de detrás, permitía ver y escuchar el interrogatorio a los ocupantes del cuarto contiguo. Cuando, por la noche, te desnudaste, la escena te vino a la cabeza. ¿Y si el tuyo fuera uno de esos espejos? Instintivamente te cubriste el sexo con las manos. ¿Y si lo fuera? Menuda vergüenza. Tú desnuda y alguien mirándote. Una sacudida te recorrió el cuerpo. Quizá del otro lado del espejo dos hombres, tres, mil, te miraran y se masturbaran. Te invadió una extraña y caliente desazón. Te engolfaste en el pensamiento, fuiste repitiéndolo hasta dejarlo vacío de contenido. Te miraban. Sentiste humedad en la entrepierna. Te tocaste y mojaste el dedo de jugos. Te miraban. Miraban tu cuerpo desnudo. Comenzaste a jadear y tu mano, sin voluntad o con voluntad propia, que ambas cosas vienen a ser lo mismo, tanteó el botoncillo carnoso del gusto. Así. Así. Ir y venir de corrientes eléctricas. Flujo y reflujo de mar. Te tocaste y había estrellas y torbellinos y algodón dulce y un placer redondo que todo lo engullía. Tú. El espejo. Ellos, desconocidos e ignorados. Sobre todo ellos.
Fue un orgasmo total que abrió nuevos caminos. Jamás habías sentido tanto. Comprendiste que te excitaba que te vieran. Provocar te ponía a mil. Adorabas ese juego de enseñar a escondidas a quien espía de igual modo. La ambigüedad. El ojo de la cerradura. Solías coincidir con el vecino de enfrente en el ascensor. Te saludaba y poco más. Quizá un comentario sobre el tiempo. Sabías que le gustabas. Estaba en esa edad difícil en que se tienen hijas de treinta años y amores imposibles de diecinueve. Se te quedaba mirando cuando os despedíais en el portal. Solía trabajar en casa. Escribía en los periódicos. Publicaba libros. Su ventana enfrentaba con la tuya, patio de luces en medio. Estuviste dándole vueltas a la idea un tiempo. Cuando te decidiste a ponerla en práctica, el corazón daba golpetazos en la parte de dentro de tus costillas. No bajaste la persiana. No corriste la cortina. Tampoco miraste a la ventana. Te desabotonaste la blusa. Te bajaste la cremallera de la falda. ¿Se habría dado cuenta? ¿Estaría pendiente de ti? Te quitaste la blusa muy despacio. Llevabas el sujetador negro, el que mejor te sentaba, que estas cosas o se hacen bien o no se hacen. Te bajaste la falda. Un tanga a juego con el sujetador, delicioso y mínimo. ¿Y ahora qué? Fuiste al cuarto de baño y, sin encender la luz, miraste la ventana del vecino. No había luz. ¿Sería posible que no se hubiera percatado de nada? Un momento. Se había movido la cortina. Estaba allí. Seguro. A oscuras, para que no repararas en su presencia.
Respirabas fuego. Te latía la sien. Se te encharcaba el sexo. Tragaste saliva y volviste a tu cuarto. Te sentaste en la cama, frente a la ventana. Te quitaste el sujetador. Tenías los pezones endurecidos. No precisamente de frío. Enderezaste la espalda y simulaste interesarte en algo que quedaba fuera de la vista del vecino. Seguro que se estaba masturbando. Estaría tras la cortina, reteniendo la respiración, con la verga fuera de la bragueta y dale que te pego. Habías conseguido que un señor que ya no cumpliría los cincuenta se la meneara como un crío. Por ti. A tu salud. Tenías el poder. Sabías aprovecharlo. Decidiste dar una vuelta más de tuerca. Te acariciaste los pechos. Los pellizcaste. Los amasaste. Los sobaste. Te estiraste los pezones. Subió la temperatura del patio de luces entre tu segura calentura y la más que previsible del vecino. Te bajaste el tanga. No podías más. Tenías que liberar tensiones. Te frotaste con la palma de la mano derecha el pubis en tanto seguías tocándote los pechos con la izquierda. Mientras subías al cielo del placer, comprendiste que no estabas hecha para que tu nombre figurara en el santoral. Mejor que estuviera, con el número del móvil, en la puerta del váter de los chicos. Fue ese el pensamiento que te llevó más alto y abrió las compuertas de tu mar interior. Mal reprimiste un jadeo hecho grito que, de no acallarlo, hubiera hecho acudir corriendo a tus padres y a los bomberos. Quedaste desmadejada, sudorosa, en paz contigo misma y con el mundo. Te pusiste el pijama y apagaste la luz. Dormiste como un bebé.
Dos días después volviste a coincidir con el vecino en el ascensor. Desvió la vista. Dijo un "buenos días" en murmullo. Nada más. Le miraste con disimulo la entrepierna. Tenía un bulto enorme. Sonreíste y decidiste darle aquella misma noche más ración de nena ingenua que se desnuda.
Hay quien vive para sus grandes ambiciones. Tú vives para tus pequeños vicios. Sobre todo para encelar a los hombres. Tal vez tengas algo desteclado por dentro. Hay mujeres que son noches estrelladas de invierno, por hermosas y frías. No estás entre ellas, pero casi. Eres arco iris, próximo e imposible al tiempo, que se deja ver al descuido. Pareces a la mano y no lo estás. Decía Oscar Wilde que cuando los dioses desean castigarnos, satisfacen nuestros deseos. Contigo los dioses premian. No castigan. Provocas. Te quedas en eso. Eres un monumento al deseo continuo. Te satisfaces sabiendo que te miran. A los mirones que les den por donde amargan los pepinos.
Te has convertido en una experta. Hueles el deseo de los hombres. Trabajas en una joyería. Las demás dependientas visten discretamente. Tú no. El encargado no te dice nada. Solo mira. Lo tienes en el bolsillo. Las demás te llaman puta a tus espaldas. ¡Ya quisieran ellas ser la mitad de putas que tú! Llevas del pico a sus novios y a sus maridos, tan es así que tus compañeras no quieren que se pasen por la tienda, porque saben que sus hombres ven en ti lo que han olvidado que vieron en ellas el primer día.
Te agrada inventar historias en que tan pronto eres la reina como la última de las esclavas. Fabulas y, haciéndolo, construyes un mundo solo tuyo que compartes con los ojos de los hombres. Rehuyes la realidad. Mientes, no por malicia, sino porque amas la belleza y sabes que solo se debe decir la verdad si la verdad es más hermosa que la mentira. ¡Eso ocurre tan raramente!
Porque te odio y te adoro, compré en la joyería anillos que ni quiero ni necesito y broches que nunca regalaré a nadie, solo por verte los pechos desnudos que muestras al inclinarte sobre el mostrador con ese escote imposible que revela tan claramente que prescindes de los sujetadores cuando viene al caso. Porque me desvelas, has conseguido que el insomnio sea mi compañero de cama. Porque me obsesionas, escribo sobre ti. Sé tu nombre y tu apellido y poco más. Hemos cruzado unas cuantas palabras en el ascensor me hago el encontradizo- y te veo sin ropa cada noche al otro lado del patio de luces. Ignoro si te mirabas de pequeña en el espejo y si, de adolescente, te desnudabas y te contemplabas. Frente a mí lo haces y, como no puedo pensar en nadie que no seas tú, he hilvanado estos folios en lugar de escribir el artículo que están esperando en el periódico. Te he recreado, he intentado hacer de ti algo vivo e inquietante, traducir en palabras algo de mi pasión, de mi impaciencia, de mi obsesión. No sé si lo conseguí. Aguardo la hora bruja de la noche para llenarme los ojos de tu gloriosa juventud. Y me masturbo, claro que sí, en eso no te equivocas. Con desesperación. Con añoranza. Sabiendo que he alcanzado la edad en que los ojos son para quienes me rodean y la mano es para mí solo. ¡Quien iba a decirme que perdería el juicio por la vecinita de enfrente! Cosas que pasan, pechos bonitos, culo glorioso, sexo esplendente. Cosas que ocurren, vecina mía.