Bea y Aurora se divierten
Segundos antes de oír las primeras risas y el primer chapuzón, no pensabas en niñas, sino en que las tijeras de podar tenían el mango demasiado corto. Habías de recortar e igualar el seto y, por culpa del mango de las tijeras, lo hacías encaramado en la escalera de mano. Tu cabeza sobrepasaba el muro vegetal y veías el jardín vecino. Y la piscina, claro. En forma de riñón y bordeada de acacias.
Tú a lo tuyo. Un seto de ciprés es sencillo de cuidar. Eliminabas aquí y allá ramillas rebeldes, descuidado de cualquier otra ocupación, cuando oíste las risas. Miraste. Era dos niñas de diez u once años, la rubita, bikini estampado, la castaña, bikini azul eléctrico. Alborotaban en el borde de la piscina del chalet de al lado. Niñas. Tomaste aire y bajaste de la escalera. Tranquilo, Bernardo. Reflexiona. Las niñas traen complicaciones. También años de cárcel. Respira hondo. Vuelve en ti. Antes o después tenías que enfrentarte al problema. Niñas.
Hablaban a gritos. Una llamó Bea a la otra. Apostaste a que Bea era la del pelo castaño. Vuelta a la escalera. Un peldaño. Dos. Tres. Asomaste la cabeza por encima del seto. Estaban dentro de la piscina. La rubita salió. Diste un respingo. No llevaba puesta la parte de arriba del bikini. El agua se escurría por su cuerpo moreno que, a la altura del pecho, era marfil y pezoncillos erizados. Un algo blanco y algodonoso te anidó en la boca del estómago. "¡Aurora!" gritó la otra. Habías acertado. Bea era la del pelo castaño. Salía ahora de la piscina. El sol, alto ya, destacaba los mínimos bultillos de sus desnudos pechos incipientes. Una y otra secreteaban junto al agua. Se hablaban quedo al oído y reían a carcajadas luego. En un momento dado volvieron los rostros hacia donde estabas y siguieron riendo.
Reculaste. No pudiste evitarlo. Culpable. Bernardo Gutiérrez Osma, culpable. El cerdo. El hijoputa. El pedófilo. Seis años de prisión. Llevabas un par de semanas en la calle. Arreglar el jardín era tu primer trabajo. "Empiece por el seto ¿de acuerdo?" Y ahora las niñas.
Procuraste calmarte. Notabas el pulso acelerado. Volviste a la escalera y despacio, muy despacio, te encaramaste hasta tener de nuevo a la vista el jardín vecino. Las dos niñas, Bea y Aurora, la rubita y la castaña, estaban de pie en el borde de la piscina, totalmente desnudas y dándote las espaldas, aunque con las caras vueltas hacia ti. Cuando comprobaron que las espiabas, se lanzaron riendo a la piscina.
No podía ser cierto. Te ocultaste tras el seto sin bajar de la escalera y, al cabo de un momento, volviste a asomarte. La rubita estaba junto al agua, el culillo prieto, glúteos que se te antojaban piedra viva, nalgas en que la nieve dibujaba en negativo el pantaloncillo del bikini, trampantojo desmentido por una hendidura vertical y carnosa. En la piel le rebrillaban lentejuelas de agua. Gotas de luz le destellaban en la curva preadolescente del trasero sobre sendos pliegues morenos, que marcaban el comienzo de unos muslos ni de chiquilla ni de mujer, y a medio camino de ambas. Paseaste la mirada por el cuerpo de la niña, te llenaste de ella, la saboreaste. Ella volvió la cara hacia ti, hizo un gesto de sorpresa, se tapó la nariz con la mano y se lanzó al agua. Reían las dos. Fingiste trabajar, si bien las espiabas con el rabillo del ojo. Bea y Aurora emergieron de nuevo. "¡Señor!" gritaron a coro. Alzaste la mirada. Fue un fugaz momento, menos de un segundo. Se volvieron y chapuzaron de inmediato pero, en un instante glorioso, Bea y Aurora te regalaron la visión de sus vientres tersos y blancos, de sus ombliguillos menudos, de sus sexos lampiños, rajitas verticales sin asomo de vello. Apretaste con fuerza la escalera hasta que te blanquearon los nudillos. Te pulsaba la verga, latía en erección tremenda y dolorosa. La chiquilla era morena y llevaba trenzas. La arrinconaste en el descansillo y escarbaste en sus ropas. Sollozaba. Tú no eras tú, sino tu parte más oscura. La negritud saltaba a la comba en tu corazón. La sobaste. La palpaste. Tus manos se llenaron de su olor. Pero no la viste desnuda. A Bea y a Aurora sí las veías. Te gritaban "¡señor!", llamaban tu atención, se exhibían con ese impudor que, por infantil, se revelaba morbosamente adulto. Otra niña: Tampoco la viste desnuda aunque la obligaras a chuparte la verga. Y tu sobrina, la hija de tu hermano mayor. Y la última, cuando te pillaron y te alegraste de que llegara la policía, porque aquellos energúmenos padres, abuelo, vecinos- pretendían lincharte.
Seis años. Seis años de prisión por ser como eres. Por tener parte oscura. Por no saber controlarla. Por dejarte llevar. "¡Señor!". Ahí están las dos niñas. Espléndidas. Hermosas. Apetitosas. Divinas. Te encelan. Juegan contigo. Te provocan. Ríen. Se divierten. Son crueles. Paco el Cuchillo te miró de arriba abajo y te escupió en la cara. Cumplía veinte años por asesinato. Sus amigos sonreían. "¿Te gusta follarte a las niñas?" Miraba duro, casi lastimaba su mirada. "Tengo hijas y no aguanto a los cerdos como tú. Quítate el pantalón". Te resististe sin éxito. "Mis amigos y yo les damos a los pedófilos por el culo". Te pasas la mano por el rostro. No quieres pensar en tus años de cárcel y menos todavía en Paco el Cuchillo y sus compinches. No debías mirar a Bea y Aurora. Quien evita la ocasión, evita el peligro. Pero, ¡eran tan hermosas! La parte oscura se erguía en tu interior, convertía sangre en veneno, anulaba la cordura. "¡Señor!" gritaban las niñas al otro lado del seto. "Esto es solo un aviso susurró Paco el Cuchillo-A la próxima te rajo. Y habrá próxima, lo sé. Date por muerto". "¡Señor!" insistían Aurora y Bea.
Estaban allí, al alcance, gloriosamente desnudas. Eros y Tanatos. La vida y la muerte. El cielo y el infierno. Las niñas y Paco el Cuchillo. Tú y tu parte oscura.
Ajenas a tu angustia, Bea y Aurora te llamaban.
Bea y Aurora se seguían divirtiendo.