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Carne de mi carne

en Amor filial

Carne de mi carne

 

Tronaba ¿recuerdas? Tronaba y era noche cerrada. Entraste en mi dormitorio, camiseta, braguitas, zapatilla de pompón y el oso de peluche contra el cuerpo. Hipabas.

-Tengo miedo de los truenos. ¿Me dejas que duerma contigo, papá?

Me había acostumbrado a dormir solo. Hacía mucho que tu madre nos dejó. Te metiste en mi cama y tronaba. ¿Qué edad tenías? Doce años. Tu desarrollo era tardío. Todavía no habías florecido.

-Estás fría –te dije.

Lo estabas. Quise compartir mi calor contigo. Te abracé. Eras algo pequeño que temblaba. Un pececillo de plata que se escurría entre mis brazos. Un nuevo trueno. Otro más.

-Has de dormir, Yoli.-intenté relajarte- Es tarde.

Remoloneaste. Te solté, diste vuelta y quedaste de espaldas.

-Buenas noches.

A oscuras todo es muy distinto. De noche duerme la educación y roncan las buenas maneras. Despiertan en cambio los instintos. Los deseos inconfesables se revelan lógicos. Apetece jugar al corro con los diablos, porque los diablos parecen los mejores compañeros de aventura. Eras una niña. Yoli. De lo más desmedrada. Solo brazos y piernas. Muy poquito cuerpo. Así y todo, me puso dura la verga el tenerte al alcance. Debo ser un monstruo. Me la pusiste dura a los doce años. Te lo confieso.

Intenté luchar contra la que, a mis ojos, era absurda tentación. Un total fracaso. Me rendí. Dormías y, como al descuido, me fui arrimando. Me acercaba milímetro a milímetro para no sobresaltarte. Mi verga rozó tu trasero. Lo froté ligeramente contra él. Insistí en la fricción hasta que el gusto, absoluto, total, me vino a oleadas rojas y calientes, me llenó, me rebasó, me salió por la punta de la verga y pringó la bragueta del pantalón de mi pijama.

Tuve suerte. Fue aquel un verano tan tormentoso que tú y yo nos acostumbramos a dormir juntos. Te acostumbraste al roce de mi verga. Al acomodarte para el sueño, me ofrecías el trasero y yo me frotaba con y en él. Aguardé a que cumplieras trece años para ir más allá. Por entonces ya bromeábamos cada tarde:

-¿No crees que esta noche habrá tormenta?

Te saboreé a partir de los trece. A raíz de bajarte la regla. Fui entonces notando, al tacto, como se redondeaba tu geografía. Asistí al milagroso despertar de tus pezoncillos que te estiraron el cuerpo hasta formar pechos. Fui testigo del nacimiento de musguillo moreno en tus axilas y entrepierna. Palpé, noche a noche, la progresiva consistencia de tus caderas. Te hiciste mujer mientras te sobaba, Yoli. ¿Qué mejor ocupación para un padre? Te aficionaste a mi verga y a mis manos. También a mi lengua. Te aficionaste a nuestro secreto. Los dos sabíamos que no debíamos hablar de nuestras noches con extraños. No lo hacíamos. Vivíamos dos vidas. Una con los demás. La otra solo nuestra. Hasta el momento habíamos logrado mantenerlas separadas como por milagro.

Te excitaba los pezones. Los apretaba. Les clavaba ligeramente las uñas. Tus pechos eran ya dos puñaditos de nieve caliente con una cerecilla en cada punta. Dos cucuruchillos de cálido helado que apetecía lamer. Te los lamía. Me encantaba notar como los pezones crecían en el interior de mi boca. Tú gemías bajito de gusto, en tanto mis labios recorrían tu cuerpo beso a beso y rincón a rincón. Tu sexo sabe a mar, Yoli. A horizontes amplios. A libertad. Tienes entre los muslos caviar y luna llena.

A poco de cumplir los trece, me chupaste la verga por vez primera. Lo hiciste con torpeza. Te notaba la boca llena de dientes. Pero eres una magnífica alumna. Te mostré mis puntos más sensibles. Te expliqué mi deseo de que fueras estuche, funda de espada, jarra en que derramarme. Aprendiste al instante. Fuiste, en un dos por tres, la mejor de las maestras.

Me encanta besarte, Yoli. Adoro que me beses. Me encanta pensar que nuestras salivas, al mezclarse, se reconocen. Tus fluidos son hijos de los míos. Comparten ADN. ¡Siento tan fuerte si me zambullo en ti!

¿Recuerdas cuando te regalé las medias rojas y el liguero? No sabías que hacer con tanta presilla y tanto broche. Te ayudé, yo vestido y tú desnuda frente al espejo grande del dormitorio. Eras ya una mujercita encantadora. Corto y moreno el cabello, los ojos oscuros y grandes, largas las pestañas, las orejas menudas, breve la nariz, la boca carnosa. En los últimos meses se te había afinado la cintura. Tus pechos florecían en areolas morenas. Eres hermosa. Redondo e íntimo el ombligo. Recogido el vientre. Largos los muslos. Culillo de torero. Te enfundaste las medias. Obscenas. Provocativas. Murmurando la palabra "vicio" por cada punto. Te acomodé el liguero, sectorizando zonas de piel blanca que se enmarcaban en rojo. Eras la diosa adolescente del amor. No conseguía apartar la vista de la mata de vello de tu entrepierna. Eras una Venus de fuego recién surgida del océano, mitad ingenuidad, mitad sabiduría. Había comprado el vídeo de la película "Lolita". La intentamos ver juntos. Nos enteramos de bien poco. Estuvimos besándonos todo el rato. El tacto de tu piel era más suave que el de las medias. Luego, una noche, me sonreíste con dulzura:

-Estoy preparada.

Sí. Estabas preparada para que te escribiera tequieros en la espalda. Preparada y dispuesta a acogerme, a recibirme, a que tu sexo goloso me estrujara la verga, me la ordeñara, se ciñera a ella como el guante a la mano. Estabas preparada para ser enteramente mía. Eternamente mía. Para que nuestra eternidad durara eternidades. Recorría tu cuerpo con manos andariegas. Me demoraba en cada rinconcillo, en cada pliegue, en cada hendidura. "Está preparada" me susurraba al oído mi propio corazón,"está preparada" repetía mi sangre pulsándome en arterias y venas. Recorría tu cuerpo con las manos. Acariciaba con el índice las comisuras de tus labios, hacía resbalar el dedo por la inquietante línea de tu cuello, reposaba, no ya el índice sino la mano abierta, en el nacimiento del tus pechos, abarcaba uno y otro, los amasaba, los sobaba, jugueteaba con los pezones, dejaba peregrinar la mano por la llanura de tu estómago. La yema del dedo corazón, en avanzadilla, exploraba tu vientre, se despeñaba casi en el diminuto y redondo pozo de tu ombligo, seguía adelante, se enredaba en los pelillos del monte de Venus, se abría paso entre ellos hasta alcanzar la vertical entrada de tu sexo, reconocía su disposición y su estructura, tanteaba tu botoncillo de placer, lo masajeaba. Abrías los muslos en respuesta a la caricia. Nos besábamos. Éramos inmensas lenguas enroscadas en una trenza carnosa de salivas. Éramos dos mares entrecruzando olas, dos dioses intercambiando milagros y prodigios. Me abrazabas. Te abrazaba. La verga me golpeaba el vientre a cada latido. Reclamaba su ración. Era su hora. Bastante paciencia había tenido. "Estoy preparada" habías dicho. Perfecto. Recíbeme, amor. Seré enérgico y paciente, apasionado y tierno, tú mi niña, tú mi mujer, la que más deseé en esta vida, no hay otra como tú, hija mía, deja que te entre, no quiero hacerte daño, la primera vez duele un poco, pero iré con cuidado. Recíbeme. Cíñeme el cuerpo con los muslos. Apriétame la verga con los músculos de la pelvis. Cabalga conmigo por praderas abiertas, déjate deslizar hasta el cielo…Me habías dicho "ya estoy preparada" y florecían en nuestros vientres los almendros.

Fue la primera vez de muchas más. A partir de aquella total entrega, fui amante y confidente de tu vida escolar. Sabíamos, sabía, que nuestra historia tocaba a su fin. Es imposible disociarse del mundo. Escogía contigo los chicos con los que salías, muchachos que no estaban de vuelta del sexo como tú lo estabas. Más de una tarde volvías a casa con chupetones en el cuello, la vulva hinchada y los pechos doloridos por tanta caricia impaciente y no resuelta. Esas tardes te abalanzabas sobre mí con hechuras de hembra caliente y yo te devolvía la paz dándote guerra. Pasaron los años. Lástima que no estuviéramos solos en el mundo. Lástima que haya más gente por ahí. Es ley de vida. Llega el momento en que los hijos se van de casa. Conociste a Carlos, un buen muchacho que se enamoró perdidamente de ti. Me dijiste que había llegado la hora de poner fin a la más dulce de las historias. Te vas a vivir con él. Estás embarazada y crees que irte es lo mejor. Ni siquiera sabes quien es el padre, si Carlos o yo. Ojalá sea yo y ojalá tengas una niña. Esa idea me mantiene la esperanza. Me conserva la sonrisa. Me ayuda a sobrellevar tu partida. Porque sé que cuando mi nieta-hija cumpla doce años le dirás que venga a pasar el verano conmigo. Mejor hacia el final del verano. A finales de agosto o primeros de Septiembre.

Cuando hay tormentas al caer la noche.

Y truena.

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