Beatriz 02
Me levanté y las cosas siguieron con su curso normal. Pero sentía que algo estaba mal, o por lo menos que ya no era lo mismo, pero no encontraba la respuesta. Por ejemplo, a Maritza no podía dejar de verle el trasero, lo que me avergonzaba mucho.
Cuando la tarde cayó salí a comprar el pan, eran como las 3:30 de la tarde, mi rutina. Pasé frente al cuarto de las 2 señoritas y escuché un sonido extraño, no le puse atención y seguí adelante. Pero justo antes de llegar a la puerta, sentí algo muy raro en mí, era una especie de necesidad de regresar y ver qué ocurría. Y yo, que llevo en la sangre la curiosidad innata de las mujeres, lo debí sentir con mayor intensidad.
Sin saber bien porqué, decidí regresar en mis pasos y asomarme por la cerradura. ¡Me quedé mula, tonta! La extranjera tenía arrodillada en el suelo a la chapina, amarrada y amordazada, y la azotaba con una larga fusta de caballo. Se trataba de una mujer alemana llamada Hilda, que llegó a mi casa con una guatemalteca llamada Sonia. Desde el principio les vi planta de raras y no me gustaron, pero no me podía dar el lujo de estar rechazando gente.
La alemana mantenía sujeta a la diminuta chapina por medio de una cadena en su cuello y la obligaba a lamerle el sexo. Hilda vestía un apretado corsé negro de cuero, muy ceñido a su cintura, sus enormes senos se comprimían y se rebalsaban de la apretadísima prenda. Llevaba botas negras hasta las rodillas, de cuero y tacón de aguja muy alto. No tenía calzón, tanga, o cualquier cosa que se le pareciera, exhibía un denso matorral negro, entre el cual Sonia hurgaba con su cara. Sonia vestía solamente unos zapatos blancos de tacón, amarrados a sus tobillos. Además, un collar de perro celeste, con una cadena plateada.
La diminuta Sonia pasaba su lengua entre los vellos de Hilda, lamiendo su húmeda raja, buscando su clítoris para apresarlo y mordisquearlo mientras introducía un dedo entre su ano. La poderosa alemana gemía y respiraba profundamente.
Y sí era una alemana imponente. Era 1.80 cm. de un firme y fuerte cuerpo, corpulento y robusto, con un par de senos enormes (no tanto como los de míos) y unas piernas que parecían columnas de templo romano. Piel blanca y ojos azules, era de buen ver. Por su parte Sonia era una menudencia en comparación con su amante y ama. 1.61, delgada y de apariencia frágil. Morena, de ojos oscuros y cabello negro rizado. Tenía un elegante lunar junto a su boca y unos senos que, aunque pequeñitos, muy bien formados y firmes.
La teutona se deleitaba con la mamada de su pequeña esclava, que se esmeraba en brindarle el mayor de los placeres. De vez en cuando recibía un fuerte fuetazo en la espalda, lo que parecía que la incitaba más, incluso que la calentaba. Yo no podía creer que ese tipo de gente estuviera viviendo en su casa, estaba asustada, sintiendo cierta repulsión, pero extrañamente maravillada.
No pude quitar ni un solo minuto el ojo de la cerradura, vi como Hilda colocaba a Sonia acostada sobre la cama, le amarraba las manos y las piernas y se montaba sobre su cara. Moviendo sus caderas con un rítmico e hipnotizante vaivén restregaba sexo sobre su sumisa amante, la que tenía la lengua afuera y se bebía con enorme placer todos sus fluidos.
Mientras tanto, Hilda se sobaba y estrujaba sus grandes senos, pellizcando suavemente sus pezones y llevándoselos a la boca. Hacía otro poco con los de Sonia, 2 pequeños montículos morenos con un pezón oscuro, que por un minuto yo deseé chupar, sorprendiéndome yo misma.
Por primera vez en mucho tiempo sentía un fuerte cosquilleo entre las piernas que recordaba haberlo sentido al lado de mi esposo en los primeros años de nuestro matrimonio, cuando me entregaba a mí entonces joven y vigoroso marido, y algunas otras veces después. Pero con el pasar de los años, los problemas y las nuevas responsabilidades nos habían quitado tiempo para poder estar juntos en la intimidad. El sexo pasó a un segundo plano y adquirió una importancia menos que secundaría, y lo dejamos de practicar hacía varios años. Yo lo creía normal, que a mi edad (50 años) ya estaba muy vieja para esas cosas. Además, Fernando ya no había sido el mismo de hacía años, había perdido mucho de su vigor natural.
Pero bueno, lo cierto es que ese delicioso cosquilleo había reaparecido nuevamente, y muy fuerte, tanto, que comencé a sudar sin darme cuenta. Gotas gordas de sudor resbalaban por mi frente, y yo, instintivamente, llevé una mano a mi entrepierna y la apreté con esta, tratando, sin saberlo, de conseguir un poco de placer masturbándome. Mi pecho se inflaba al ritmo de mi respiración acelerada, y podía sentir los latidos de su corazón casi en la garganta. Mi vestido dejaba un escote muy elegante, pero por estar inclinada en la cerradura el escote se hacia muy generoso. Además, era una mujer muy chichuda, exageradamente chichuda.
Siempre fui considerada un partidazo por mi piel blanca y ojos verdes, más las facciones de niña que a mis 50 años todavía tenía y me hacían una madura muy hermosa. Y por si esto fuera poco, poseo un par de chiches bien grandes y paradas, con los pezones aun rosados y listos para ser chupados, sin mencionar la cinturita de avispa que siempre tuve y ese hermoso par de nalgas duritas y bien paradas. Si, yo era una mujer, dicho en buen chapín, bien rica y bien buena.
Hilda se agachó sobre su pequeña amante y zambulló la cara entre sus piernas, formando un delicioso 69. Sonia ya le había regalado como 3 orgasmos y ahora le tocaba a ella agradecerle. La chapina se puso a gemir desde que sintió el primer lengüetazo. Se aferró a la espalda de su ama y se dejó llevar por el placer, minutos después casi berreaba del gozo que había alcanzado.
Entonces la pareja terminó y se tendieron sobre la cama, una a la par de la otra. En cierto momento juro que vi los ojos de Hilda voltear a verme, pero a la vez continuaban sobre el cuerpo de su amante. ¿Qué era eso?, no sé, ni siquiera soy capaz de describirlo bien. Recobré la compostura y salí a la calle, pero se me olvidó a qué iba. Me regresé y me metí a la casa a hacer cualquier otra cosa, solo quería que esa escena se saliera de mi mente.
Esa noche nadie tuvo pan en la casa, todos los inquilinos comieron sin el. Y yo me ponía roja cada vez que recordaba la razón de mi olvido, aunque era la misma rutina que tenía desde hacía más de 30 años. Pero bueno, nadie me iba a reclamar y yo no iba a estar dando explicaciones.
CONTINUARÁ
Garganta de Cuero
Pueden mandarme sus comentarios y sugerencias a mi correo electrónico, besos y abrazos.