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Beatriz (04)

en Grandes Series

Beatriz 04

A media mañana me fui al mercado, regresando como una hora después. Raúl había salido desde muy de mañana a la aldea, era lunes y tenía que dar clases toda la semana, por lo que no regresaría sino hasta el otro viernes. Carlos e Ilse salieron, quien sabe a dónde, siempre volvían al atardecer, lo mismo con Hilda y Sonia.

La casa estaba muy callada, mucho, no parecía que viviera alma alguna en ella. Tan solo estábamos Maritza, la hija de Otilia (que por la noche tendría que cuidar), y yo. Salí al patio a caminar, me gustaba tomar el sol de la mañana entre las hermosas flores que cuidaba esmeradamente. Entonces escuché un ruido al fondo, en los baños, alguien se estaba bañando. "Seguro es la niña", me dije.

Me quedé pensativa y se me ocurrió una mala idea, algo que jamás me habría pasado por la mente antes, no sabía porqué ahora. Caminé hacia los baños, mirando a todas direcciones por si alguien quedaba. Comprobé que solo era una persona la que se bañaba, así que me asomé a un hoyito en la madera de la puerta.

¡Efectivamente era Maritza! La hermosa jovencita bañaba meticulosamente todo su cuerpo, un cuerpo que me dejó sin aliento. La linda quinceañera dejaba correr los chorros del fresco líquido sobre sus blancas carnes, llenas de turgencias y circunvalaciones que le quitarían el sueño a cualquiera. Medía ya más de 1.70 y tenía los senos grandes, firmes, con los pezones rosados y paraditos como los de una niña. Sus piernas eran largas y torneadas y sus caderas anchas, con un trasero duro, suave y grande, bien paradito. La niña era, desde cualquier punto de vista, una obra de arte de la naturaleza.

Yo tenía la boca abierta sin saber porqué (no me consideraba lesbiana), apenas si respiraba, mis ojos estaban abiertos como grandes discos y mi expresión era de idiota. Justo en ese momento Maritza comenzó a pasar la toalla por sus carnes, secándolas. Me decidí por una prudente retirada, alejándome mientras miraba hacia todos.

Entré a la casa y me encerré en mi cuarto, estaba muy sorprendida, nunca había visto un cuerpo como ese… bueno, si, y mejor, el mío. Recordé las caras que ponía mi marido cuando me veía desnuda, Fernando abría los ojos como platos, visiblemente nervioso y emocionado. Y yo con mi carita de niña malcriada, mis ojos verdes profundos y mi cabello castaño jugando libremente con el viento.

De eso ya había pasado mucho tiempo, ya no me sentía bella, mucho menos deseable. Aunque a mis 50, seguía siendo una mujer muy hermosa que no tenía nada que envidiar a esa niña, pues yo sí estaba llena de carnes, de hecho tenía un cuerpo muy voluptuoso, demasiado creo yo, con grandes caderas, nalgas muy carnosas y senos enormes. Era la envidia de los amigos de Fer.

Recordé aquel hermoso falo, el único falo que había visto en mi vida, me parecía tan grande y duro. Y lo era, Fernando era un semental, con una verga que medía 20 cm., con grandes venas que lo recorrían completo. Recordé la manera en que me acariciaba cuando me quería llevar a la cama, abrazándome y tomándome de las nalgas, esas 2 hermosas nalgas blancas y rosadas, duras y bien paradas, preludio de unas piernas firmes y fuertes de hembra guatemalteca. El siempre estuvo especialmente orgulloso de los atributos físicos de su mujer, pero más de su forma de ser. Yo no se metía un banano en la boca si el esposo no había comido ya.

Sin quererlo, mi entrepierna volvió a despertarse recordando viejas glorias. Mi vulva comenzó a extrañar ese pene que tantas satisfacciones le había dado, y que yo idolatraba en secreto. Empecé a sentirme incómoda bajo mi vestido, necesitaba de un hombre pero no había. Traté de ignorar esa sensación, no era algo de una señora como yo, respetable y correcta, pero no podía, estaba muy caliente, era algo más allá de mi control. Eso me avergonzaba y preocupaba, fui educada de una manera muy machista, así que desde muy joven creía que el que un hombre estuviera caliente era normal, pero en una mujer era algo sucio.

Y estaba preocupada además porque no me podía sacar de la cabeza la hermosa figura de Mari y yo no era ninguna "hueca", siempre me consideró normal. Por mi misma educación creía que la homosexualidad era un pecado mortal.

La noche llegó y Oti se fue a su trabajo, yo vi a la hermosa Maritza un poco mal, afiebrada, además parecía que se le bajó la presión, iba a tener que estar pendiente de ella por toda la noche. Así, la hora de dormir llegó, dejé a Mari bien abrigada.

Si te sentís mal, me vas a tocar la puerta de mi cuarto, ¿si?

Si señora, gracias.

Bueno, a dormir. – le apagué la luz y me fui a mi habitación.

Pasé frente a una puerta que daba al sótano, en donde tenía amontonados, no guardados, un montón de cachivaches y cosas viejas que no me animaba a tirar. Un fuerte ruido me sobresaltó, parecían ser pasos, como que alguien se hallaba caminando allí abajo. Me quedé muy asustada, mucho, hasta que oí un agudo chillido, precedido por un fuerte ZAP.

¡Je, je, je, una rata cayó en una trampa! – me dije aliviada, tratando de creerlo y tranquilizarme, de todas maneras la puerta estaba cerrada con llave por fuera.

Entre a mi recámara y cerré con llave, luego me desvestí. Noté que mi pulso estaba muy acelerado y mi calzón muy húmedo. Me lo quité y me lo llevé a la nariz, sentí ese característico aroma de hembra embramada. No me desagradó el olor, pero no me gustó la idea de haber sido yo quien lo mojara de tal manera. Lo puse en el cesto de la ropa sucia.

Estaba desnuda, caminé hacia el ropero pasando frente al espejo de cuerpo entero. De reojo me vi, retrocedí sin saber bien por qué. Me quedé contemplando mi hermoso cuerpo por un rato, "no estoy tan mal" me dije. Aun tenía unos senos que seguían peleados con la fuerza de la gravedad, y eso que ahora eran más grandes que antes.

Recordé la manera como mi marido le gustaba chupármelos y como me encantaba. Bajaba los tirantes de mi camisón hasta descubrírmelos, luego los acariciaba tiernamente con sus manos rozándome los pezones con delicadeza, que, por lo general, ya estaban bien paraditos. Luego empezaba a apretar un poco, le gustaba ver como se le rebalsaban por entre los dedos, mis senos son demasiado grandes como para poder abarcarlos enteros con una mano… incluso con las 2. Y cuando se los llevaba a la boca era ver la gloria, pues el empezaba lamiendo mis botoncitos, luego los succionaba un poco hasta terminar rozándolos con los dientes. Esas sensaciones me ponían como una turbina y me dejaban completamente entregada a lo que el después quisiera hacerme.

Para ese momento, en la realidad, yo ya estaba tirada sobre la cama, con los ojos cerrados y sintiendo de verdad la boca de mi esposo pasar sobre mis sensibles globos del amor. De verdad podía sentir sus manos recorrer mis hermosas chiches, de verdad las podía sentir acariciándolas, con su calidez y delicadeza, casi podía oler el aroma masculino de quien en vida fuera el amor de mi vida, y al que, aparentemente, jamás podría olvidar. Incluso podía hasta escuchar sus susurros, sentir su dulce aliento sobre mi rostro recitar una y otra vez una sola palabra que no alcanzaba a comprender: "vorandemur, vorandemur"…

Entonces alguien tocó a la puerta y me sacó de la nube en que volaba. Me levanté sobresaltada de la cama, aquellas caricias, aquel aroma, ese aliento y esa voz habían sido demasiado reales, demasiado como par ser solo fruto de mi imaginación… pero no había nadie más en mi cuarto, y la puerta aun tenía llave.

Doña Beatriz… doña Beatriz… – decía débil una voz femenina.

¿Si? ¿Quién es? – pregunté yo.

Maritza… me… me siento mal… ¡plom! – escuché un golpe sobre la puerta y me paré rápido a abrir, la encontré tirada.

¡Nena! – grité y la traté de poner de pié, estaba ardiendo en fiebre.

Rápidamente corrí hacia el cuarto de Hilda y Sonia, pero no estaban, entonces me dirigí con Carlos e Ilse. Este me abrió y se quedó con los ojos cuadrados al verme, aun estaba desnuda.

¡Carlitos, Mari se está muriendo de la fiebre!, por favor, andá por el doctor.

Le di la dirección y el muchacho salió corriendo en busca del doctor, el que me había atendido a mi y a Fer, y a todos nuestros hijos desde hacía años, un afable viejito de 90 años. Mientras, Ilse y yo llevamos a Mari a mi cama, la acostamos y abrigamos, entonces caí en la cuenta que estaba completamente desnuda y con la pusa mojada. Roja como un tomate me puse un diáfano camisón, nada más. Poco después llegó Carlos, pero no con don Andrés, el médico, sino con su hijo, Esteban que también era doctor.

Esteban revisó a la nena y le dejó unas pastillas, si en una hora no le bajaba, tenían que llamarlo y llevarla al hospital.

Perdone que mi papá no halla venido, pero es que la artritis los mata por las noches.

Si, me lo imaginé, pero gracias por venir Esteban.

De nada señora, de nada. – y mientras le decía esto, no podía dejar de verme las tetas que se transparentaban a través de mi delgada prenda, me sentí incómoda.

Carlos me miraba igual, pero este si no era ningún santo de mi devoción. Muy educadamente lo despedí de regreso a su habitación, agradeciéndole por su ayuda. Ya sola, me senté junto a la nena y le empecé a acariciar el cabello.

Eso me recordaba cuando mis hijas se enfermaban, por lo general pasaba la noche a su lado. Acariciaba su cabello y jugaba con el, la fiebre estaba menguando y la muchacha se ponía mejor. Pero su sueño era tan profundo que comenzó a hablar dormida.

¡No papi! ¡No! – decía ella, yo solo escuchaba – ¡Ahora no papi!… ¡Papi!… ¡Papi!… ¡Paaaaapiiiiii… mmmm!… si haceme esas cositas… – me di cuenta de por donde iban los sueños de la niña, me chocó muchísimo que se refiriera a el como su papi – Mmmm… mmmm… mmmm… – gemía Maritza.

Esos cachondos gemidos volvieron a moverme el interruptor de excitación. Me dio envidia y deseé ser yo quien hubiera estado gimiendo toda la noche, como si estuviera pariendo enanos, si Fer estuviera vivo, claro. Me reí de mi ocurrencia y me puse roja.

Maritza se empezó a mover sobre la cama, se llevaba las manos a los pechos y los restregaba. Sus senos eran grandes, no tanto como los míos, pero nada despreciables. Metía las manos bajo su blusón y se apretaba los pezones, en menos de un santiamén ya tenía las chiches de fuera. Esto ya no me causó tanta gracia, que trataba de volverla a tapar. Pero luego se subió el blusón, dejando a la intemperie un tupido matorral negro de vellos y se puso a restregarse. Ahora definitivamente no le gustó nadita, nadita.

Forcejeando con ella estaba cuando las manos de la niña se posaron sobre mis senos gigantes y los comenzaron a estrujar. Me quité esas manos intrusas, pero los deliciosos escalofríos que recorrieron su espalda nadie me los quitaba. Mari debió confundirme con su "papi" porque se puso a manosearme semi desnuda como estaba.

De repente me pegó un buen jalón y me tiró sobre la cama, encima de ella. Yo seguía tratando de liberarme de esa calurosa muchacha pero no podía, sus manos buceaban debajo de mi camisón, aferrando mis senos y pellizcándome los pezones. Me di cuenta que la niña ya no me estaba confundiendo con su "papi", pues las caricias que me hacía eran exclusivas para otra mujer. Dos lesbianas pervertidas, una pareja de niños putos y esta muchachita loca y caliente, ¡la gran puta!

Por más que trataba no me podía liberar, pero, sin darme casi cuenta, poco a poco dejé de ejercer resistencia, lo empecé a disfrutar. Era de ese placer prohibido, que en el momento sabemos que no debe ser, pero que nos dejamos llevar inevitablemente. Es más o menos igual a cuando una quinceañera tiene relaciones sexuales por primera vez con su novio, después de empezar como solo un relativamente inocente escarceo que creció en calor y lujuria. Ella sabe que no lo debería estar haciendo, pero la voz de la razón es acallada en ese momento.

Al final me quedé abrazando las manos traviesas de Mari, que recorrían con maestría todos los resquicios de mi escultural cuerpo. La dejé levantarme el camisón y casi quitármelo, la dejé amasarme los senos y pellizcarme los pezones. Me dejé meter las manos en medio de las piernas, donde Maritza buscó y encontró mi clítoris que apretó y empezó a restregar.

Estaba en blanco, fuera de mi misma, como en otro mundo. Empecé a jadear y a gemir sin querer, mis genitales se inundaban y mi aliento se mezclaba con el de ella, pues nuestras caras estaban muy cercanas. Automáticamente estiró mi mano y la metí entre el matorral de pelos negros de la adolescente. Lo hice sin pensar pues en condiciones normales jamás lo habría hecho.

Empecé a frotar su sexo, me di la vuelta y le agarré las chiches. Mari, dormida completamente, hizo al frente su boca y atrapó mis labios, nos besamos largo y profundo, apasionadamente. Las 2 empezamos a gemir, presas de un placer indescriptible. La niña me empezó a chupar las tetas, yo respondí acariciando su cabeza y su cabello.

Las 2 teníamos las manos metidas en el sexo de la otra, por lo que casi al mismo tiempo sentimos los espasmos deliciosos del orgasmo, convulsionándonos como gusanos. Pero no paramos, Maritza aun no dejaba de tener ese extraordinario sueño húmedo (¡vaya modalidad de sueño húmedo!) y yo no regresaba del trance en el que había caído. La muchachita me agarró de las nalgas y me jaló, poniendo mis caderas sobre su cara. Yo solo me acomodé y me dejé caer, instintivamente, sobre la boquita abierta de la muchacha, que sacaba su lengua.

Entonces volteé y se topé con una figura que me heló los huesos. Vi a Fernando, parado en una esquina de la habitación, mirándome atentamente. Su rostro inexpresivo no decía ni reprobación ni nada, solo miraba a su esposa cabalgar sobre la lengua de una niña quinceañera.

Me asusté mucho al principio, me dio una vergüenza horrible que el me hubiese visto así, pero igualmente el morbo que sentía creció y ya no me pude detener. Movía las caderas sobre la carita de la nena cada vez más rápido, mientras metía una mano entre sus piernas. Y en ningún momento dejé de ver a mi marido, que continuaba impasible viéndome sin decir ni una palabra.

Aceleré los movimientos de mis caderas y mis jadeos y gemidos se hicieron muy ruidosos sin que lo notara. Con mi mano libre agarré fuertemente uno de mis senos y me puso a estrujarlo, a pellizcarlo. El sudor caía de mi frente y mojaba todo mi hermoso cuerpo, mientras mi otro seno se estremecía de una manera erótica. Y así rompí en un poderoso orgasmo, superior al anterior, que se unió al que Mari ya estaba experimentando.

Me derrumbó de espalda sobre Mari, me dio la vuelta y quedé acostada boca abajo sobre ella, con la cara frente al sexo de la niña. El olor a hembra que ella emanaba me embriagó, y poco a poco fui perdiendo el sentido. Cerré los ojos mirando a mi amado esposo, aun parado allí, mirándome inexpresivo, y estirando la mano para tratar de alcanzarlo. Luego, ya no supe más de mí…

CONTINUARÁ…

Garganta de Cuero

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