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Beatriz 04

en Grandes Series

Beatriz

Capítulo IV

Me levanté y las cosas siguieron con su curso normal, aunque yo seguía perturbada por ese sueño y por mi violación. Aquel había sido un sueño muy extraño, jamás había tenido uno ni lejanamente parecido. Fue tan real y vívido que casi podría jurar que sentía el sabor del semen de esos salvajes en mi paladar. Además sentía que algo estaba mal, o por lo menos que ya no era lo mismo, pero no encontraba la respuesta. Por ejemplo, no podía dejar de verle el trasero a Gisel por más que lo intentaba, lo que me avergonzaba mucho.

Además, esa mañana, me encontré con una sorpresa, mis senos estaban enormes, gigantescos, casi el doble de su tamaño. La razón: estaban rebosantes de leche, había empezado a producir leche materna como cuando tuve a mis hijos. No lo podía creer, si yo ya no era una muchacha para andar con trastornos hormonales, la menopausia ya había quedado atrás. Pero así era, lo peor es que si antes era difícil que no me los notara, ahora sería casi imposible.

Frente al espejo de cuerpo entero de mi baño me paré desnuda, los veía colosales y surcados de venas violáceas. Por otro lado noté que no se veían caídos en lo más mínimo, al contrario, se los notaba erguidos y firmes, con aureolas bastante más amplias que antes y pezones pequeños pero bien paraditos en su centro. Hasta parecían decir "¡A la mierda la gravedad!", je, je, je.

Siempre fui considerada un partidazo por mi piel blanca y ojos verdes, más las facciones de niña que a mis 50 años todavía tenía y me hacían una madura muy hermosa. Y por si esto fuera poco, poseo un par de chiches bien grandes y paradas, con los pezones aun rosados y listos para ser chupados, sin mencionar la cinturita de avispa que siempre tuve y ese hermoso par de nalgas duritas y bien paradas. Si, yo era una mujer, dicho en buen chapín, bien rica y bien buena.

Claro, la edad nadie me la quitaba, tampoco ningún producto de belleza y yo nunca la oculté ni quise hacerlo, siempre pensé que lo mejor era envejecer con dignidad. Así, aunque mi cabellera aun no se vistiera de blanco, ya contaba con numerosas canas dispersas, y aunque mi rostro ni se viera arrugado y demacrado, el paso de los años si se notaba debajo de mis párpados, lo que me daba una arrebatadora belleza de mujer madura que a mi marido volvía loco.

Me vestí como pude, tratando de disimular mis indisimulables senos cuanto pudiera (no fue mucho lo que pude hacer por esconderlos) y me entregué a mi diaria rutina. Los hice como una zombi, empeñada en no pensar en el terrible ataque, lo cual igual era pensar permanentemente en ello. Todo el mundo se veía sospechoso, los veía con recelo y temor.

Cuando la tarde cayó salí a comprar el pan, eran como las 3:30 de la tarde, era parte de mi rutina. Iba temblando del miedo, pero Ixcamil no estaba, andaba en el doctor con su bebé y no quise mandar a Gisel porque quería ir por Jorge y que él me acompañara… además le quería contar lo que me pasó y desahogarme con él. Pasé frente al cuarto de la señora morena y oí un sonido extraño, no le puse atención y seguí adelante. Pero justo antes de llegar a la puerta, sentí algo muy raro en mí, era una especie de necesidad de regresar y ver qué ocurría. Y yo, que llevo en la sangre la curiosidad innata de las mujeres, lo debí sentir con mayor intensidad.

Sin saber bien porqué regresé en mis pasos y me asomé por la cerradura. ¡Me quedé mula, tonta! La extranjera tenía arrodillada en el suelo ni más ni menos que a Gisel, amarrada y amordazada, y la azotaba con una larga fusta de caballo. Se trataba de una negra llamada Hilda, que desde el principio vi rara y no me gustó, pero no me podía dar el lujo de estar rechazando gente. Iba vestida con un apretado corsé rojo de cuero que comprimía mucho su cintura y hacía que sus enormes senos se estrujaran y rebalsaran de la apretadísima prenda. Usaba botas rojas hasta las rodillas, de cuero y tacón de aguja muy alto, no tenía calzón o cualquier cosa que se le pareciera, exhibía un oscuro sexo totalmente depilado, entre el cual Gisel hurgaba con su cara, obligada a lamérselo sujeta por medio de una cadena en su cuello. Ella solo vestía zapatos blancos de tacón amarrados a sus tobillos, además, un collar de perro celeste, con una cadena plateada.

Me asusté y tuve el impulso de salir corriendo por ayuda, estaban violando a la pobre niña. Pero no me moví de donde estaba, en parte por la tremenda cara de satisfacción que tenía la muchacha, en parte por una fuerza poderosísima que no me dejaba. La diminuta Gisel pasaba su lengua entre los pliegues íntimos de Hilda, lamiendo su húmeda raja, buscando su clítoris para apresarlo y mordisquearlo mientras introducía un dedo entre su ano. La poderosa negra gemía y respiraba profundamente.

¡Y sí era una negra imponente!, era 1.80 de un firme y fuerte cuerpo de culturista, corpulento y robusto, con una musculatura muy desarrollada y marcada, un par de senos enormes (no tanto como los de míos) y unas piernas que parecían columnas de templo romano. Piel intensamente azabache (que hacía un sensual contraste con el rojo sangre de su atuendo) y ojos avellanados ligeramente oscuros, era de buen ver. Por su parte Gisel era una menudencia en comparación con ella. 1.65, delgada y de apariencia frágil, de piel blanca como la nieve y muy sonrojada, pelo rubio y lacio, cintura de avispa, caderas estrechas pero con un trasero muy bien formado y unos senos que, aunque pequeñitos, muy bien formados y firmes. Aparte, la muchacha caminaba con un paso lento y despreocupado, pero muy elegante y sensual.

La morena se deleitaba con la mamada de su pequeña esclava, que se esmeraba en brindarle el mayor de los placeres. De vez en cuando recibía un fuerte fuetazo en la espalda, lo que parecía que la incitaba más, incluso que la calentaba. Yo no podía creer que ese tipo de gente estuviera viviendo en su casa, estaba asustada, sintiendo cierta repulsión, pero extrañamente maravillada. Tanto que no pude quitar ni un solo minuto el ojo de la cerradura.

Vi como Hilda ponía a Gisel sobre la cama, le amarraba las manos y las piernas y se montaba sobre su cara. Moviendo sus caderas con un rítmico e hipnotizante vaivén restregaba sexo sobre su sumisa amante, la que tenía la lengua afuera y se bebía con enorme placer todos sus fluidos. Mientras tanto, Hilda se sobaba y estrujaba sus grandes senos, pellizcando suavemente sus pezones y llevándoselos a la boca. Hacía otro poco con los de Gisel, 2 pequeños montículos morenos con un pezón oscuro, que por un minuto yo deseé chupar, sorprendiéndome yo misma.

Por primera vez desde la muerte de mi esposo sentí un fuerte cosquilleo entre las piernas que me recordaba a todas las noches de pasión que pasamos juntos, mientras me violaban no lo sentí, sencillamente empecé a gozar como una degenerada. A pesar de los años y de la edad, Fer y yo nunca perdimos la pasión con la que nos casamos, ya les dije que me tenía muy bien servida y consentida en el plano sexual. Y esa tarde, ese delicioso cosquilleo había reaparecido de nuevo, y tan fuerte que comencé a sudar sin darme cuenta. Gotas gordas de sudor resbalaban por mi frente, y yo, instintivamente, llevé una mano a mi entrepierna y la apreté con esta, tratando de conseguir placer masturbándome. Mi pecho se inflaba al ritmo de mi respiración acelerada y podía sentir los latidos de mi corazón casi en la garganta. Mi vestido dejaba un escote muy amplio que, por estar inclinada en la cerradura, se hacia mucho más generoso.

Hilda se agachó sobre su pequeña amante y zambulló la cara entre sus piernas, formando un delicioso 69. Gisel ya le había regalado como 3 orgasmos y ahora le tocaba a ella agradecerle. La jovencita se puso a gemir desde que sintió el primer lengüetazo. Se aferró a la espalda de su ama y se dejó llevar por el placer, minutos después casi berreaba del gozo que había alcanzado. Ambas mujeres terminaron y se tendieron sobre la cama, una a la par de la otra. En cierto momento juro que vi los ojos de Hilda voltear a verme, pero a la vez continuaban sobre el cuerpo de su amante. ¿Qué era eso?, no sé, ni siquiera soy capaz de describirlo bien.

Recobré la compostura por un momento, aquello no era propio de una dama, y me dispuse a tocar a su puerta para hablar muy seriamente con las 2 mujeres. Pero entonces escuché pasos que se aproximaban desde atrás, me asuste y me oculté detrás de unos macetones grandes que tenía. Se trataba de un joven que no conocía, se veía alto y fuerte, aunque de rostro no muy agraciado. Lo vi entrar al cuarto de la morena y de inmediato pensé que le haría algo a Gisel.

Corrí a la cerradura y de nueva cuenta pegué el ojo, vi que Hilda y el desconocido intercambiaban palabras, se estaban poniendo de acuerdo en el precio que el primero pagaría por la muchacha. "¡Cerdos!" exclamé en mi interior, sin poder creer lo que oía. Quedaron en la tarifa y en lo que él tendría derecho a hacerle, y se fueron manos a la obra. Del fondo del cuarto salió Gisel, se había vestido (bueno, si a eso se le podía llamar ropa) únicamente con una tanga negra y zapatos negros de tacón alto, nada más, se veía como una prostituta… como una bellísima prostituta.

El hombre ese dejó caer sus pantalones y calzoncillo, dejando ver una paloma bien parada, más o menos de unos 17 cm. y medianamente gruesa, un buen ejemplar. Gisel se arrodilló y se llevó ese miembro a la boca, comenzado una larga y deliciosa mamada. Lo hacía como una profesional, se lo metía en casi la totalidad de su extensión, pegándole al mismo tiempo una fuerte chupada, para luego sacárselo despacio, lamiéndolo y chupándolo. Mientras tanto acariciaba sus testículos y les daba besitos de vez en cuando.

Mi cosita empezó a sudar, más todavía, hacía mucho que no me ponía así. Volteé a ver a mi alrededor para cerciorarme de que nadie me viera, y llevé mi mano entre mis piernas. Sentí mis labios mayores hinchados y los menores tratando de salírseme de las bragas. La blusa apenas me cubría de las correntadas de aire frío, por lo que mis pezones estaban paraditos y duros también.

Gisel continuó mamándosela, él cerraba los ojos para dejarse llevar por el placer, pero no tanto como para acabar rápidamente entre la boca de su alquilada amante, tenía otros planes todavía. Agarró a la muchacha del pelo con relativa brusquedad, lo que me molestó más todavía, aunque también me calentó. La besó casi con furia y la tiró sobre la cama, procedió a quitarse la ropa, dejándola tirada en el suelo. Tomó los tobillos de la niña y separó sus piernas, apuntó con su tieso pene y atacó de inmediato, sin compasión a nada.

La canche apretó los dientes, tensó el ceño y se dejó hacer, aferrándose a las sábanas y ahogando sus gemidos en su pecho antes de dejarlos salir. No quería que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando en el interior del cuarto. Y yo estaba más caliente todavía, y la presión que ejercía sobre mi sexo me ponía peor, era tan deliciosa.

El joven la agarraba como si fuese una muñeca de trapo, metiéndole y sacándole su tranca de forma furiosa y sin compasión. Cada embate de sus caderas sonaban como si fuesen aplausos, y sus jadeos comenzaban a ser más fuertes, lo mismo con los de ella. Y yo perdía la poca cordura que me quedaba, iniciando un rico frote sobre mis partes que me arrancaba gemidos que apenas alcanzaba a callar. Estaba muy acalorada, mi pecho estaba cubierto de una fina capa de sudor que marcaba perfectamente mis prominentes senos bajo la tela. Mis bragas estaban empapadas, al igual que mi mano, que se pasaba frenéticamente de un extremo al otro de la línea de mi sexo.

El joven terminó minutos después, en medio de gritos, gemidos y gruñidos que hábilmente logró convertir en pujidos. Terminé al mismo tiempo, apenas logré contener mis gritos de placer y júbilo. El solo se quitó el condón y lo tiró en un bote, dejando a Gisel cubierta de sudor, jadeante y con el pulso acelerado, Hilda se limitó a ver toda la escena sin decir siquiera pío.

En ese momento sentí una presencia detrás de mí, como que alguien me vigilaba. Volteé asustada, pero nada, no había nadie parado detrás. Pensé que sería solo mi imaginación y decidí retirarme hacia mi habitación. Pero ya no podía más, a pesar del orgasmo que alcancé seguía ardiendo como una loca. Me puse de pié, me medio arregló la ropa y, como pude, llegué a los baños, donde me encerré, con una mano metida entre mis piernas y apretando mi sexo y la otra aferrada a mis senos. Como una loca me desnudé totalmente, vi mi cara desencajada en el espejo, sudorosa, roja, con los ojos muy abiertos y gesto desesperado y desorientado.

En segundos me encontré gimiendo quedamente, sentada sobre el escusado y con las piernas abiertas, restregándome la vulva con furia, casi con saña, desquitando esa enfermiza calentura, esa anormal sed de sexo y de carne. Mis senos se estremecían, se mecían violentamente en medio de los brutales espasmos que aquel tremendo orgasmo me causaba, revelándome a mi misma como una perra viciosa de sexo, una mujerzuela ardiente, voluptuosa, sensual… insaciable.

Me masturbé durante no sé cuánto tiempo, hasta que ya no di más, caí rendida en el suelo del baño. Una negra lágrima que resbaló sobre su mejilla me recordó quien era y que lo que acababa de hacer era inmoral. Quedé recostada contra la pared, aun sin poder soltar mi enardecido clítoris ni mis enrojecidos senos, aun sin poder eliminar de mi cuerpo esa tremenda tensión. Dejé un charco de líquidos en el suelo, me mordía los labios para no llorar. Para ese momento, yo, Beatriz Asensio viuda de Lozano, me sentía la mujer más sucia del mundo. Todo el paraíso que llamaba hogar se me estaba desmoronando.

Y afuera, ruidos de pasos y susurros pronunciados en mis oídos terminaban de trastornarme, ¡¿me estaba volviendo loca acaso, o alguna fuerza extraña y sobrenatural estaba haciendo de mi casa su hogar, su madriguera?! Me vestí y salí rápidamente hacia mi habitación, no quería que me vieran allí. Esa noche no hubo pan en la casa, todos comieron sin el mientras yo me ponía roja cada vez que recordaba la razón de mi olvido, aunque era la misma rutina que tenía desde hacía más de 15 años. Pero bueno, nadie me iba a reclamar y yo no iba a estar dando explicaciones.

CONTINUARÁ…

Garganta de Cuero

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