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El barón de Midian: el paraguas violeta

en Sexo Oral

1940

Charles L. Dumas, Segundo Barón de Midian, encabezaba a sus hombres durante la última batalla contra las tropas orientales, les habían hecho replegarse hasta los Montes Uráles pero allí la batalla se recrudeció. Fue obra del propio Barón el que sus hombres pudieran acabar sometiendo a los orientales, y de esa forma arrebatarles el yugo que habían impuesto sobre los Draculianos y sus vecinos. Pero una bala había herido gravemente al Barón, quien murió en el campamento dejando su titulo en manos de Samuel, el líder del Credo.

EL PARAGUAS VIOLETA

Corría el año 2000, y, Felipe intentaba prepararse para su futuro, aunque tenía un rival en José (Su antiguo amigo del colegio, y con el que se había reencontrado en el Credo) para heredar el titulo que había ostentado su antepasado. José, como otro chico más veterano llamado Gabriel, era el favorito de Samuel, lo cual le daba pocas esperanzas a Felipe de ostentar el titulo de Barón de Midian. Así que, el joven, ocupaba su mente con otros asuntos más divertidos...

Aquella tarde estaba conversando, en la buhardilla de la mansión familiar, con una jovencita de aspecto frágil pero de rasgos muy atractivos.

-Apenas tengo tiempo para mi novio, medicina es una carrera muy absorbente.

Declaró ella con tono de confidencia.

-Sí, eso tengo entendido – dijo Felipe mientras su mirada la escrutaba con deleite, y se llevaba un cigarro a los labios -. Pocas parejas sobreviven a ese asunto, sobre todo si es el muchacho el que exige a su pareja ese tiempo extra.

-Ya, pero es que yo no puedo darle más de lo que le doy.

-Tú no tienes la culpa – la dijo él, mientras cogía sus manos, para calmarla -. Él tiene que comprender que tú estas haciendo todo lo que puedes.

-Sí.

Una lagrima corrió por su pálida mejilla, Felipe alargó su mano para recogerla en sus dedos. Ella ladeó un poco la cabeza para disfrutar de la caricia, ese contacto reconfortante. Su suave mejilla permaneció un minuto apoyada en la mano de Felipe.

-Gracias.

Susurraron los rosados labios de ella, al tiempo que se reincorporaba.

-Para algo estamos los amigos.

La dijo Felipe, regalándola, al mismo tiempo, su mejor sonrisa.

Felipe se recostó en el sillón que ocupaba, sin apartar sus ojos de ella.

-Dios – exclamó ella -. Me debes considerar una tontita por venir aquí, e interrumpir tu desayuno, por mis neuras sentimentales.

-Para nada, cherìe.

Era cierto, y eso lo atestiguaba el que el joven apenas llevaba su batín cubriendo el pijama e iba algo despeinado.

-Mírate, si aún no te has vestido.

-Si eso no te ha molestado a ti, ¿por qué habría de molestarme a mí?

Y volvió a regalarla una dulce sonrisa. Un tono rosado pobló las mejillas de la muchacha, el pudor tras olvidar los motivos que la trajeron a ese lugar.

-Creo que debería irme, ya te he molestado suficiente – dijo ella – Muchísimas gracias por escucharme.

-No tienes que dármelas – dijo Felipe, mientras se ponía en pie para acompañarla a la puerta -, solo he hecho lo que debe hacer todo amigo.

-Has hecho más que eso.

Y ella se acercó para besarle en la mejilla. Felipe respondió a este beso bajando un poco el destino del suyo, y sus labios besaron el largo y suave cuello de ella. Aquel beso provocó un suspiro y un dulce temblor en ella...

-¡Ummm!

Él la tomó por las caderas, y esta vez dirigió sus labios a los de ella... Él beso fue suave, casi como una caricia, pero provocó en la joven la misma reacción que él anterior. Los músculos de la joven se distendieron, y pareció sufrir un desvanecimiento. Felipe la llevo hasta el asiento donde instantes antes estuvo sentada.

-¿Quieres agua?

La preguntó. Ella negó con la cabeza.

Felipe permanecía ahí de pies, frente a ella, esperando que se recuperara, entonces sintió la delgada mano de ella pasearse a lo largo de su entrepierna. La muchacha, había extendido su brazo, y acariciaba con su mano la entrepierna de Felipe. Sus ojos semicerrados, como si se encontrara en trance, también estaban fijos en aquella zona de la anatomía del joven. De pronto se inclino, y, poso tres suaves besos sobre la zona en cuestión, para luego mirar hacía arriba esperando el permiso de Felipe. Sus delgados y largos dedos extrajeron con delicadeza el miembro del joven, ella se quedo unos minutos observándolo con atención, recreándose en sus formas, y, en como crecía y engordaba ante el contacto de su mano. Lo acerco a su rostro, y poso un dulce beso en la punto del sexo. La siguiente vez introdujo el glande entre sus labios, y lo chupo como quien disfruta de un caramelo... lentamente, y, recreándose en su tacto y su gusto. De nuevo se quedo observándolo crecer, mientras lo masturbaba lentamente pero con devoción. Lo rodeo con sus labios, y se lo introdujo hasta el fondo... Degustándolo y disfrutándolo... Lo extrajo, y echó para atrás el prepucio, dejando el glande desnudo, y, listo para que ella lo pasara muy lentamente por encima de su rosada lengua... para luego, volverlo a engullir hasta el fondo.

-¡Mmmmmm!

Felipe dejó escapar un gemido de placer ante esta última acción... Pasó su mano por el suave pelo de ella, y comenzó a guiarla en la felación... Ella sumisa, le dejó llevar el mando... Su boquita se lleno con aquél cacho de carne, y dejó que Felipe la guiara con su mano en los movimientos de succión... Finalmente la cálida leche se desbordó por la comisura de sus labios, y su garganta. Al retirarse se relamía sonriente, sin apartar sus enormes ojos de él.

Felipe la sonrió.

De camino a la puerta no se dijeron nada, tan solo se sonreían el uno al otro.

-Adiós.

Susurró ella sin dejar de sonreír.

-Adiós.

Le respondió él, con la misma cara de felicidad.

Más tarde, cuando volvió a subir a la buhardilla, encontró un extraño paraguas de color violeta junto al sillón donde se había sentado ella. Lo cogió, y lo observo un rato. Estaba apunto de llamar a su criado para que avisara al chofer, e ir él en persona a devolvérselo, cuando se fijo en un detalle: una mancha de sangre en la empuñadura. Acerco el mango a su nariz, y pudo oler que aquella sangre, aunque seca, era indudablemente humana ¿Sería de ella aquella sangre?

Felipe se sentó en su sillón, con el paraguas a la altura de su vista y un cigarro, recién encendido, en su mano libre.

Aquel paraguas era de ella, su aroma estaba impreso en él, y, ni siquiera la lluvia (una leve tormenta de verano), que caía cuando ella llegó, lo había borrado. Una varilla estaba rota, y el mango de plástico presentaba algunos arañazos y golpes. La punta estaba rematada en un puntiagudo pináculo de plástico, el cual le deparó una nueva sorpresa: entre los arañazos, propios de dejarlo apoyado en el suelo, había unas débiles manchitas de sangre. Por la zona, la sangre no podía ser de ella, aunque, y después de acercar la punta, de nuevo, a su nariz, era igualmente sangre humana. Estuvo unos minutos más dando vueltas al paraguas, sin atreverse a abrirlo por superstición, hasta que, al ver que su cigarro se había consumido, se levantó decidido a hacerla una visita.

Cuando llego a la casa, le abrió la chica que limpiaba: una joven y voluptuosa venezolana de piel de ébano.

-La señorita ha salido, volvió hace unos minutos y se volvió a ir.

Le dijo.

-¿No sabe donde?

-La verdad es que no... La señorita Sandra llevaba unos días metida en casa sin salir, yo la animaba a que llamara a sus amigas... Las chicas jóvenes no debemos estar metidas en casa, y más en verano. Siempre me decía que su vida era muy monótona, y no tenía muchas ganas de salir. Hoy salió temprano, y en cuanto ha llegado ha vuelto a salir.. Supongo que me ha hecho caso.

Él asentía mientras la muchacha hablaba. Estuvo a punto de entregarla el paraguas, pero la curiosidad, que esas manchas habían despertado en él, se lo impidio.

-Gracias... Si la ve dígala que he venido.

-Lo haré, señor... De todas formas lo más seguro que se la encuentre en la cafetería de la esquina. La señorita solo tiene dos amigas, las dos de la infancia, y suelen reunirse allí.

Felipe volvió a asentir.

-Gracias de nuevo.

-De nada, señor.

Felipe caminó hasta la cafetería que la venezolana le había indicado. Cual fue su sorpresa cuando encontró a Sandra sentada en una mesa junto a José.

-¡Ey! Felipe – exclamó José al verle -. Gracias a dios que llevas mi paraguas, se lo deje a mi amiga – y señalo hacía Sandra -, y, ella me acaba de decir que se lo había dejado en casa de un amigo suyo... y ese amigo debes ser tu, mira que coincidencia ¿no?

Felipe no podía explicarse que pintaba Sandra con ese tipo.

-Si, ese soy yo – dijo él ensimismado -. Bueno, toma entonces el paraguas si es tuyo.

Al menos aquello explicaba la sangre.

Cuando Felipe se dispuso a marcharse, José le cogió del brazo y tiro de él.

-¿Te vas ya? Para una vez que nos vemos fuera de... el trabajo, no me vas a quitar el placer de tu presencia ¿verdad?

Felipe dudó unos instantes, pero al final acepto la invitación de José.

Durante el almuerzo se fijo, por primera vez, en que Sandra llevaba una tirita en su diestra (detalle que se le había escapado esta mañana, pues el color del aposito indicaba que debía llevarla ya entonces).

-Sandra, podrías acercarme un momento el paraguas de José.

La muchacha se inclino al cogerlo, y Felipe se fijo que la herida coincidía con él lugar donde estaba la mancha de sangre...

-Toma.

-No me había fijado esta mañana, ¿y esa tirita?

Ella pareció dudar un momento, y sus grandes pupilas fueron en instantes de José a Felipe.

-Un accidente sin importancia.

-Me dejas verla.

De nuevo observó como los ojos de ella se paseaban de José a él. Aquello empezaba a darle mala espina.

-Si es una tontería.

Dijo ella riéndose nerviosa.

Pero, sin que ella se diera cuenta, Felipe retiró el apósito y lo que vio confirmo sus sospechas... Conocía muy bien aquel tipo de herida, el dibujo del corte le era muy familiar... Lo había visto en miles de cadáveres, los objetivos encargados por el Credo a José.

Felipe clavó sus ojos en su amigo, y vio que este le leía el pensamiento.

El almuerzo terminó, sin mayores interrupciones, medía hora después.

Tras despedir a Sandra, ambos amigos se marcharon juntos.

-No es la única herida ¿verdad, José?

Él otro miro a Felipe con el reproche y la amenaza dibujadas en sus pupilas.

-¿Acaso me meto yo con tu forma de divertirte en la intimidad?

Con gusto, Felipe, hubiera empezado una pelea en ese momento, pero las reglas del Credo eran estrictas.

Caminaron el resto del camino en silencio, pero con la constancia de que su antigua amistad se había roto desde el momento en que Felipe descubrió la herida.

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