Llegaba a mi casa, después de haber salido de la preparatoria, más que fastidiado por las clases, molesto por el cortón que me había dado mi novia a la mitad de lo que pensé, sería una buena tarde de sexo detrás del auditorio, y en cuanto abrí la puerta, escuché los llantos de mi abuela. Siendo honesto, la anciana, su presente y su futuro nunca me habían importado, pero de cualquier manera subí a su cuarto, para saber que es lo que le pasaba. No estuve de acuerdo cuando después de morir mi abuelo, mi madre decidió, sin consultar a los demás habitantes de la casa, traer a vivir a su progenitora con nosotros. Más allá de los inexistentes sentimientos de mi parte hacia ellos, que nunca nacieron porque recuerdo haberla visto dos veces en mi vida, me molestaba justo lo que estaba ocurriendo ese día: la señora llorando sola en su recámara, porque ni su hija, ni su yerno, ni sus nietos, están para ayudarla. Aún me pregunto que razón tuvo mi madre, para retacarnos a una persona que ella misma llamaba odiosa. Pero bueno, de nada servía quejarme. Ya que era yo el único que podía brindarle auxilio a mi abuela, abrí la puerta de su habitación, rogándole al Dios que muchas veces he negado, se hubiera quedado dormida.
No se si fue que no me escuchó, o que quería tomar venganza de las tantas veces que lo maldije, pero Dios no cumplió mis peticiones. Mi abuela, lejos de estar sumergida en el mundo de los sueños, continuaba llorando, con una mano, perdida en su entrepierna. La imagen que me recibió al entrar a ese cuarto, me impactó, me provocó náuseas. Intentando con todas mis fuerzas no expulsar el lonche que un par de horas antes me había comido, me acerqué a su cama. Le pregunté el porque de sus lágrimas. Ella sólo lloró con más ganas. No atinaba que hacer, la viejecilla no paraba de berrear, y yo seguía asqueado, más que por la idea de que se estaba masturbando, porque lo hacía delante de mí, sin ningún recato ni vergüenza. Me quedé parado al lado a de su cama, esperando que milagrosamente, una idea cayera del cielo a mi cabeza.
Luego de algunos minutos, la decrepita mujer interrumpió sus lloriqueos. Estiró su mano para tomar la mía. Me miró a los ojos. Comenzó a platicarme de los días en que mi abuelo todavía estaba vivo. Todo, sin sacar su otra mano de debajo de su falda. Me dijo que su primera vez había sido el día de su boda, que en sus tiempos la virginidad era algo sagrado, que la había guardado para el hombre que amaba, que de hecho fue el único que amó. Nada más de oír sus primeras palabras, deseé que la tierra me tragara. Al parecer, nadie le comentó a mi abuela, que a los jóvenes no nos interesan las historias de los "rucos" como ella. Desconecté mi mente de cualquier cosa que ocurriera en aquel cuarto. La poca compasión que guardaba mi corazón, me impedía salir y dejarla ahí, triste y abandonada, pero el quedarme no tenía porque ser un martirio. Me puse a pensar en mi novia.
Mi rostro cambió, cuando las inquietantes curvas de mi querida Isabel llegaron a mi mente. Mi sonrisa amenazaba con desbordarse por mis mejillas. Mis ojos cerrados se movían a grandes velocidades, tratando de dibujar y admirar con menos demora, todo su cuerpo. Su perfecta anatomía modelando para mí, y su voz sensual disparando a mi lívido con palabras sucias, provocaron en mí una reacción natural cuando se está excitado. Tuve una erección.
Ese día llevaba puestos unos pantalones de tela muy delgada, y unos boxers holgados, por lo que mi alta temperatura, era claramente notoria. De no ser porque estaba en verdad concentrado en no poner atención al mundo real, incluyendo a la charla de mi abuela, habría hecho cualquier cosa para disimular mi estado. Como no lo hice, la anciana lo notó de inmediato. Dejó de hablar. Eso lo supe porque su siguiente acción me despertó. Soltó mi mano, y dirigió la suya al bulto que mostraba mi ropa. Lo apretó con las pocas fuerzas, que sus esqueléticos brazos le daban. Abrí los ojos y me quedé mudo por lo que veía. Mi parálisis temporal aumentó, cuando la viejecilla sacó su otra mano de entre sus piernas, para ayudar a la que estaba fuera, en la tarea de bajar mis pantalones. No hice algo para evitarlo. Estaba tan...sorprendido, que lo única orden que mi cerebro le dio a todo mi cuerpo, fue la de quedarse inmóvil, observando como mi abuelita me desnudaba. Segundos después, mi erguido miembro quedó libre, ante la devoradora mirada de la anciana.
Permanecimos callados y en la misma posición, un lapso que me pareció eterno. Luego mi abuela reanudó la charla sobre su difunto esposo. Al mismo tiempo, comenzó a masturbarme, lentamente, descubriendo cada centímetro de mi pene. No escuchaba muy bien lo que me decía, los movimientos de sus manos me tenían turbado, pero recuerdo algo como: "desde que murió, no volví a hacer el amor". Con cada frase que salía de su boca, flexionaba más sus piernas. Llegó el momento en que las tenía abiertas de par en par, mostrándome la humedad y el deterioro de su sexo. Yo seguía sin poder reaccionar. Todo me resultaba más asqueroso que al principio, cuando su mano se escondía bajo su falda, pero también me excitaba de sobre manera. Por mi mente cruzó la idea de tener relaciones con mi abuela. De inmediato quise borrar los disparates de mi delirante imaginación, pero la necesitada mujer, agarrando con más fuerza mi falo, me dijo algo que no me permitió hacerlo: "se que no me quieres, pero también se que eres un buen muchacho, tan bueno como para regalarme esto. No le vas a negar a ésta pobre vieja un poco de cariño, ¿verdad?". Mi cerebro se nubló por completo. La lujuria se apoderó de mí. Me subí a la cama, me acosté sobre mi abuela, y la penetré como un poseso. Con toda la indiferencia e ímpetu de mis diecisiete.
Los gritos de quien me prestaba su vagina para desahogar mi calentura, debieron haberse escuchado en todo el vecindario. No supe si fueron de placer, o por el dolor de sentirse profanada de nuevo, después de tantos años. Tampoco me importaba. Lo único en lo que pensaba en ese instante, era en descargar los espermas de un mes entero. La anciana se retorcía, en medio de una serie de orgasmos, separados por unos cuantos segundos. Ni siquiera intenté buscarle explicación a ese detalle; la forma en que sus músculos vaginales apretaban mi verga era tan placentera, que habría sido ilógico, ponerse a pensar el porque. Mi abuela jadeaba y gemía, el eterno clímax en el que estaba viviendo, la estaba matando. Yo, le imprimía una brutalidad mayor a cada embestida. Sentía los avisos del próximo final. Mi sexo comenzó a inflamarse, explotó en el interior de la viejecilla. Ella, experimentó el último de sus orgasmos, justo cuando los disparos de mi arma se estrellaron contra su útero.
Saciada mi sed de gozo carnal, me retiré de mi abuela. Me estaba poniendo los pantalones, cuando se me ocurrió voltear a verla. Estaba quieta. Su cara expresaba felicidad, la de haberse sentido querida, o al menos usada, una vez más. Orgulloso de ser tan buen amante, salí de su recámara. No me detuve a pensar que esa calma, que a mi me pareció tan normal, no era sino la señal de que su corazón, había dejado de latir.