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Recuerdos de una perra vida (2)

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Recuerdos de una perra vida. Parte 2.

Capítulo 1.

"Castillos en el aire".

 

Apenas cruzaron la puerta, se sintió nerviosa. Por primera vez, en sus poco menos de veinte años de vida, había dejado la casa de su progenitor. El motivo era Paulina, el amor de su vida. Cuando su familia se enteró de su homosexualidad, todos, en particular su padre, la tacharon de loca y depravada. Ninguno de ellos aceptaba las tendencias de la chica y, mucho menos, la relación que ésta mantenía, desde hacía ya varios meses, con Paulina. La amenazaron con internarla en un hospital psiquiátrico. Le dijeron que la mandarían a estudiar al extranjero. Arreglaron su matrimonio con un apuesto y millonario joven. Le advirtieron, que de no alejarse de esa "mala mujer", como ellos llamaban a su pareja, la pasaría muy mal. Isabel se sentía perdida. Por las noches se encerraba en el baño, a llorar el recuerdo de su madre, quien había muerto unos meses atrás. Extrañaba el apoyo que tendría, si ella aún estuviera viva. No quería separarse de su novia, pero tampoco tenía el valor suficiente para enfrentar a su familia. Por su mente pasó muchas veces la idea del suicidio, pero no se atrevió a aterrizarla. No sabía que hacer. Se sentía la mujer más desdichada del mundo. Estaba a punto de perder su fe, cuando su amada llegó a su rescate. Le propuso escaparse de su casa e irse a vivir con ella. Le comentó que dentro de unos días, podrían marcharse de la ciudad y desaparecer para siempre, de las garras de su padre. Luego de pensarlo un par de días, Isabel aceptó. Es por eso que cruzaba la puerta, de la casa de su pareja.

-¿Qué tienes amor? Te veo nerviosa.

-Lo estoy. En cuanto mi padre se de cuenta que me fui de la casa, me va a buscar. No sabes de lo que es capaz. Podría venir hasta acá y llevarme arrastrando. Tengo miedo, mucho miedo.

-No te preocupes. Él no sabe donde vivo y, aunque lo supiera, no dejaré que te lleve a la fuerza. Ya eres mayor de edad y puedes tomar tus propias decisiones.

-Eso a él no le importa. Me advirtió que dejara de verte. Me dijo que si no lo hacía, la pasaría muy mal. Me preocupa que cumpla sus amenazas, no porque me pueda hacer daño, sino porque no quiero que te lastime a ti.

-Isabel, mi amor. Deja de preocuparte por los demás. No me va a pasar nada. Ya te dije, él no sabe donde estamos.

-Pero podría preguntar. Él conoce a Daniela y ella sabe tu dirección. Sabes que ella me persigue desde hace tiempo. Podría decirle donde nos encontramos para separarme de ti o, podría venir ella misma. Tampoco sabes de lo que ella es capaz. Tampoco...

-Ya, basta. No quiero hablar más del tema. Todo va a estar bien, pero si no es así, no tiene caso preocuparnos desde ahora, ¿no crees?

-Tienes razón, pero no puedo evitarlo. Tú sabes que soy así. No puedo dejar de pensar...

-Pues entonces no pienses y mejor actúa.

-Paulina.

Las dos mujeres subieron a la habitación, en medio de besos robados y caricias furtivas. A pesar de llevar ya varios meses juntas, Isabel seguía mostrándose un poco tímida a la hora del sexo. A Paulina eso le agradaba. Llegó a la conclusión de que, esa increíble e inexplicable atracción que ejercía su novia, se debía a ese toque de inocencia infantil que aún conservaba. Le gustaba ser ella, la que llevara las riendas de sus encuentros amorosos. Le encantaba tomar el papel de macho dominante y dejarle el de hembra sumisa a Isabel. Tomando muy en serio su rol, y habiendo llegado al pasillo que conducía a la recámara, cargó en brazos a su novia, como si fueran un matrimonio en la luna de miel. Caminó hasta el cuarto. Entraron y la acostó en la cama. De manera suave, le pidió se desnudara para ella.

Aunque con un poco de pena, Isabel obedeció al instante. Se hincó sobre el colchón. Comenzó por la blusa. Desabrocho uno a uno los botones, meneándose de manera delicada, cerrando los ojos y chupando sus labios. Se incorporó y dio media vuelta, para continuar con la falda y las zapatillas. Cuando quedó en ropa interior, y olvidándose un poco de su timidez y papel de mujercita sumisa, empezó a bailar muy sensualmente. Se acercó a Paulina, que permanecía inmóvil al borde de la cama, y subió su pierna en el hombro de ésta, dándole una vista privilegiada del triángulo de su tanga. Se movía de atrás para adelante, chocando de vez en vez su sexo, con la nariz de su novia. Cuando eso sucedía, Isabel arqueaba la espalda y emitía un leve suspiro. Paulina no pudo resistir mucho el estar sin hacer nada. Se desnudó a toda prisa y se lanzó encima de la improvisada bailarina.

Las dos chicas se fundieron en un apasionado beso, el primero desde hacía ya algunos días. Por miedo a las consecuencias que un encuentro suyo pudiera causar, Isabel había decidido que se dejaran de ver por un tiempo, por lo que su vida sexual se mantuvo en pausa todo ese tiempo. Ambas estaban ansiosas por probar sus pieles. La una deseaba hundirse en el sexo de la otra y ahogarse con sus jugos. Tantas noches de auto satisfacción, no habían podido calmar su sed de caricias. Una vez estando juntas, no podían darse el lujo de tomarlo con calma. Sus lenguas y manos recorrían desesperadamente sus cuerpos. El sostén y las bragas de Isabel cayeron al suelo, segundos después de que Paulina se acostara sobre ella. El cuarto se llenó con los gemidos que, desde un principio, ambas dejaban escapar.

Los grandes senos de Paulina estrujaban a los de Isabel. Los pezones de ambas, unos más endurecidos que los otros, se frotaban por el constante movimiento de sus cuerpos. Sus piernas entrelazadas, permitían un estimulante y delicioso roce entre sus muslos y sus rajas. Sus lenguas seguían en una lucha por inundar la boca, una de la otra. Sus dedos se perdían entre sus nalgas, entrando en sus anos un par de ellos. Se acoplaban a la perfección. Eran en ese momento, nada sino dos animales satisfaciendo sus necesidades de placer. Sus muslos se movían más rápidamente. Sus dedos llegaban más adentro de sus esfínteres. Sus pezones se ponían más duros y mantenían una dolorosa, pero a la vez exquisita, pelea entre ellos. Sus miradas se juntaban, diciéndose todo eso que guardaron por semanas. El calor invadía sus cuerpos. Se concentraba con más potencia en sus conchas. El cosquilleo aumentaba. Finalmente, y gracias a su gran coordinación, explotaron en un intensísimo orgasmo simultáneo. Sus gritos fueron cayados, por besos que rondaban la frontera de las mordidas. Su respiración parecía un concierto de instrumentos de viento, que se fue apagando poco a poco. Sus manos salieron de entre sus glúteos. Sus bocas se despegaron. No dejaron de mirarse; querían seguir comunicándose sin hablar.

Unos cuantos minutos después, las caricias volvieron a surgir. Paulina tomó la iniciativa, recordando su rol. Se dedicó a mamar las tetas de Isabel, a disfrutar de ese sabor que tenían, y que tanto le gustaba, justo después del clímax. Cubrió con su lengua uno de los pezones y el otro lo tomó entre sus dedos. A uno lo apretaba suavemente y al otro lo lamía con movimientos circulares. Utilizando su rodilla, Isabel presionó la raja de su pareja. La excitación y la impaciencia regresaron a ambas. En un ágil movimiento, quedaron en la posición del sesenta y nueve. Ambas comenzaron a darse placer oral mutuo.

En esos ámbitos, como en casi todo lo que tenía que ver en el sexo, Paulina llevaba ventaja tanto en experiencia, como en habilidad. La forma en que sacudía su lengua, adentro de la cueva de su amada, hacía que ésta dejara de actuar por momentos, para concentrarse en jadear como una loca. Esa vez no fue la excepción. En cuanto Isabel pretendía capturar el clítoris de su novia entre sus dientes, ella iniciaba con su vertiginosa mamada, impidiéndole hacer otra cosa, que no fuera el gozar del momento. Eso a Paulina no le molestaba. Por el contrario, le excitaba saber que su pareja disfrutara de tal manera. Los gritos de Isabel, cuando estimulaban su botoncito, eran suficientes para elevar la temperatura de Paulina. Los de esa noche, más fuertes y sensuales que nunca, impulsaron a la experimentada mujer a esmerarse. En pocos minutos, consiguió que Isabel se corriera en su boca. Se bebió todo lo que pudo. Ese sabor amargo viajando por su garganta, fue el detonante para que ella también se viniera, sin siquiera tocarse. Las sábanas se mancharon y sus ganas se saciaron. Con otra rápida maniobra, volvieron a estar frente a frente. Se besaron con ternura, sin cerrar lo ojos, diciéndose con la mirada todo lo que sentían. Se abrazaron y, después de prometerse amor eterno y una vida juntas, se quedaron dormidas.

El sonido del timbre las despertó poco tiempo después. Alguien estaba en su puerta y, por la manera en que insistía, podía adivinarse por algo urgente. Isabel se aterró tan sólo de pensar, quien podría ser. Paulina le dio un beso en la frente, le pidió que se calmara y bajó a abrir. Pasaron minutos de un escalofriante silencio. Ni se oían voces, ni Paulina regresaba a la habitación. De repente, Isabel escuchó que un vidrio se rompía. Se levantó de la cama. Gritó una y otra vez el nombre de su novia, sin obtener respuesta. Se imaginó lo peor. Con todo y su temblor de piernas, bajó para ver que había sucedido.

Lo que vio al llegar a la sala, la dejó paralizada por completo. No tuvo fuerzas, ni siquiera para llorar o pedir ayuda. Su corazón pareció hacerse pequeño. Sus ojos amenazaban con salirse de órbita. Le faltaba el aire y sentía que en cualquier momento perdería el conocimiento. No podía creer lo que estaba a sus pies. Tirado en el piso, y con un trozo de vidrio enterrado en el cuello, yacía el cuerpo sin vida de Paulina. Isabel se dejó caer al lado de éste. Rogaba que todo fuera un sueño. Pedía a Dios, a ese en quien ya no creía con la misma fuerza, que despertara y su amada estuviera bien. Pronto se dio cuenta, que eso no era posible. Levantó la mirada y, al descubrir quien había cometido ese salvaje crimen, supo que no tenía esperanza.

Continuará...

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