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en Gays

El armonioso canto de las aves como fondo, se respira un aire puro acompañado de ese inconfundible aroma a pan recién horneado mezclado con el olor de las rosas, no se podría pedir más. Es inevitable sentirse feliz al percibir las maravillas que la naturaleza nos regala, es la manera perfecta de empezar un día cualquiera, la hora indicada para tomar un desayuno, fruta fresca directa del árbol y leche pura de vaca, de esa que resbala más lentamente por tu garganta.

De repente, el ruido en ocasiones insoportable de los automóviles, ha llegado a romper con el encanto que envolvía a este día cualquiera. En el piso número veinte de uno de esos edificios de departamentos que caracterizan a la sociedad moderna, sentados a la mesa, están dos jóvenes comiendo algo muy distinto a lo antes descrito, la frescura y la pureza no existen en los alimentos enlatados. Daniel y Germán son sus nombres, Hernández y López sus apellidos, ambos son originarios de un pequeño pueblo, se mudaron a la ciudad justo después de terminar la preparatoria, el primero estudia leyes y el segundo medicina. A pesar de que ya han pasado casi dos años desde que dejaron sus hogares en ese lugar que ni siquiera aparece en el mapa, no pueden evitar seguir creándose un mundo imaginario, los hace sentirse mejor, como en casa, y olvidar por un momento el ruido y demás regalos que las grandes urbes traen con sigo.

Como todos los días a la hora del almuerzo, hablan de su pueblo, de su gente, sus costumbres y las experiencias que han vivido juntos a lo largo de ya casi diez años de amistad, y también como todos los días, han llegado al punto donde la conversación se tensa y esos años de compartir hasta las novias parecen no haber generado la confianza suficiente entre ellos, la confianza para contar el uno al otro sus secretos, esos que sólo se escriben en un diario o salen a la luz cuando estamos solos. Como todas las mañanas, Daniel ha cuestionado a Germán acerca de ese pequeño baúl que mantiene cerrado bajo candado y nunca abre, por lo menos no en presencia de este, quiere saber que es lo que se encuentra guardado en su interior. Como todas las veces que su mejor amigo realiza la misma pregunta, Germán se pone nervioso y hasta un poco irritado, se levanta de la mesa sintiéndose como en medio de un talk show y le pide a su entrevistador que no vuelva a interrogarlo sobre ese detalle en específico. Daniel se queda callado reprochándose a si mismo el haber caído nuevamente en la tentación, se levanta también, ya sin ganas de seguir comiendo y le pide disculpas a su amigo para después dirigirse al baño. Minutos más tarde sale del departamento no sin antes comentarle a su compañero a donde va.

Germán está ahora sentado en su cama, mirando fijamente al objeto de la discusión, no sabe si se siente peor por lo que guarda en él o por no atreverse a revelarlo ni siquiera a quien llama su mejor amigo. De entre las sábanas ha tomado una llave que parece ser la que abre el baúl. Su mano tiembla, torpemente, después de muchos esfuerzos, ha logrado meterla en el ojo del candado, ha dado dos vueltas dejándolo abierto y luego lo ha quitado. Con una lentitud que hace pensar que lo que ahí esconde es atemorizante aún para él mismo, va levantando la tapa, poco a poco, y conforme lo va haciendo salen disparadas estrellas fugaces en varias tonalidades de rojo, rosa y naranja. Las brillantes luces vuelan por todo el cuarto, cambiando el color de todo lo que encuentran a su paso, ahora que el baúl está abierto en su totalidad, salen de él en cantidades exorbitantes.

Al igual que la recámara, el cuerpo de Germán ha quedado envuelto en medio de luciérnagas que devoran sus ropas, dejando al descubierto la blancura de su tersa piel; sus piernas sin rastro de vello, sus brazos delgados, su pequeña cintura y su pequeño y firme trasero. El joven está totalmente transformado, baila con peculiar estilo alrededor de la habitación, y con cada paso de su coreografía miles de luces se adhieren a alguna parte de su cuerpo para después huir dejando atrás alguna prenda. Un guante, un liguero, un ajustado corsé, una zapatilla, un arete, de pronto es una mujer lo que nuestros ojos parecen ver, todo rastro de masculinidad que pudiera haber existido antes de abrir ese baúl se ha esfumado, al igual que los tristes colores de las paredes ha quedado disfrazado. Germán, si se le puede seguir llamando así, continúa volando en medio de ese mundo, el cual sorpresivamente se ha derrumbado y ha vuelto a refugiarse en el pequeño baúl del cual salió hace apenas unos momentos. Su mirada se dirige hacia la entrada del cuarto y parado afuera de ella, a sólo unos centímetros de distancia, está Daniel, quien regresó antes de lo previsto y observa asombrado la escena.

Miles de cosas vienen a la mente de Germán en cuestión de segundos, tanta información en su cerebro no le permiten pensar con claridad o articular palabra, por lo que huye corriendo en dirección al baño, donde se encierra a llorar desconsoladamente, sintiéndose avergonzado y pensando ha perdido a quien hasta esta mañana podía llamar amigo. Daniel está afuera, tocando insistentemente la puerta y tratando de convencerlo para que salga. Luego de quince minutos, Germán se encuentra un poco más calmado y ha aceptado salir al mundo real y enfrentar el que él piensa, será el peor momento que hasta entonces haya vivido. Se dispone a abrir la boca, como para empezar a explicarle a Daniel lo que acaba de ver hace unos instantes, pero este le pone un dedo sobre los labios, indicándole que no es necesario, no al menos en ese momento, "dame un abrazo", es todo lo que le pide. Y así, abrazados, permanecen unos segundos, cuando se separan, Daniel besa la frente de Germán y da media vuelta para después caminar rumbo a la cocina, "traje unas galletitas que se ven deliciosas, te espero en el comedor", le dice antes de perderse de vista y dejar una gran sonrisa en el rostro de su amigo, quien sin duda se siente mucho mejor, se siente feliz.

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