Las marchas, o desfiles, son algo común en las ciudades. No falta motivo o razón para hacer una; ya sea para exigir a las autoridades una baja en los índices de inseguridad, para protestar por la falta de botes de basura en las calles, o simplemente para matar el tiempo de una vida aburrida. El que los autos se vean atrapados, en medio de terribles y caóticos embotellamientos, es cosa de todos los días.
Para llegar a tiempo al trabajo, hay que salir de casa con varias horas de anticipación. Al terminar la jornada, ya de vuelta al hogar, esos que se dicen católicos rezan un rosario, esperando con eso, no toparse con un grupo de campesinos inconformes u homosexuales exhibicionistas, que les quiten la oportunidad de tener al menos un par de horas de sueño.
Sí, las manifestaciones, al igual que la elevada contaminación o la falta de vivienda, son ya un ingrediente más de las grandes urbes. Una ciudad no se puede jactar de serlo, si no tiene una de éstas al menos cada tercer día.
Dicha situación, la de quedarse detenido por horas en un mismo sitio, es causa de desesperación y molestia para casi todos los conductores y pasajeros. Digo casi, porque yo he aprendido a disfrutar de ello. He descubierto que no tiene caso quejarse, que es mejor hacer algo al respecto; y a falta de ideas para solucionar el problema, decidí ser optimista y buscarle un lado bueno.
Se preguntaran qué puede haber de bueno, en perder gran parte del día entre gritos, insultos y porras. Hoy puedo decir que mucho. Algunas de las ventajas son: si eres casado, o casada, no soportarás tanto tiempo ni a tu marido, o esposa según sea el caso, ni a los chiquillos pidiéndote, sin reparar en tu cansancio, que juegues con ellos; si estás a dieta porque ese vestido o ese pantalón ya no te cierran, no caerás en la tentación de asaltar el refrigerador; y si eres una solterona o un perdedor que no tiene ni un perro, podrás cambiar tus horas de depresión frente al televisor, por sonoras mentadas de madre que sacarán toda esa frustración que te provoca el estar solo.
Como ven, hasta del insoportable tráfico provocado por una marcha, se puede obtener un beneficio, todo es cuestión de saberlo buscar. Los ejemplos dados en el párrafo anterior son prueba de ello, pero hay otro aún mejor, el que me ha convertido a mí, en amante de las manifestaciones: el voyerismo.
Sí, un embotellamiento es el lugar perfecto para personas como yo, que gustan y encuentran excitación, en observar a los demás. Un embotellamiento es el sitio indicado para clavar la mirada, en un buen par de piernas, o en unos senos prominentes sin que nadie te lo recrimine. Toda mujer, así disfrutará de ello, te reclamaría al menos con un gesto si la miras lascivamente en público. Estando atrapadas en el tráfico, lo que menos se preguntan, es si algún degenerado las ve con ojos de lujuria.
Un embotellamiento, es entonces, la ocasión perfecta para satisfacer las necesidades visuales, más aún, cuando tienes la suerte de encontrarte con alguien como Lidia, como he llamado a la pelirroja cuarentona, que le ha dado los momentos más placenteros a éste joven voyerista. Lidia, madura y ardiente, nada más de pensar en ella...
La "conocí" hace unos días, cuando volvía a casa después de un día cansado. Trabajo en una empresa a las afueras de la ciudad, de esas que cuentan con autobuses para transportar a su personal. Yo tengo auto, pero me resulta más cómodo viajar en el camión por cuestiones de estacionamiento, otro problema de las metrópolis. Como de costumbre, desde que las marchas se han convertido, más que en una forma de defender los derechos, en moda, quedamos atrapados en un terrible atascamiento vehicular. Yo tenía una cita, por lo que empecé a impacientarme. Estaba a punto de bajarme y seguir corriendo, cuando volteé el rostro y choqué con ella. A dos autos de distancia, se encontraba el sueño para cualquier fisgón: una mujer de buenas curvas, sensual y ajena a mis calientes pensamientos. Tan solo de verla, cambié mi enfado por excitación.
Sus muslos, que eran de un color insultantemente pálido, como si no hubieran conocido jamás la luz del sol, estaban apenas cubiertos por una diminuta falda de cuero negro, de esas que al abrir las piernas no dejan mucho a la imaginación. Y así las llevaba; sabiendo, o al menos pensando que nadie la observaba, no hacía esfuerzo alguno por juntar esos blancos, largos y firmes pilares. Era como si frente a ella, oculto donde se encuentran el freno y el acelerador, rozando con la suavidad de sus pantorrillas, jugando con sus delicados pies, se encontrara un hombre, gozando con la morbosa imagen de sus mojados labios, marcados contra la tela de sus bragas.
Era imposible, a menos que se tratara de un duende, que alguien estuviera ahí escondido, pero mi mirada bien habría deseado ser uno de esos seres, para explorar debajo de esa falda que de manera coqueta y maliciosa, tapaba cada vez menos piel. No tuve esa suerte. Me conformé con dibujar, la que seguramente habría sido una concha húmeda y deseosa de verga, de una como la que ya latía bajo mis pantalones, esa parte suya en mi mente.
Seguí mi camino hacia arriba. Me encontré con unas tetas hermosas que, debido a su tamaño y a la falta de sostén, casi escapaban de la blusa que las contenía. Uno de los tirantes de la estirada prenda, se deslizó por su hombro, dejando al aire libre parte del tesoro. Pude ver a la perfección el cambio de tonalidades; la claridad cambiaba a un marrón que, sin duda, marcaba el inicio de su pezón, el cual volví a perder, detrás de una rojiza y ondulada cabellera.
Era difícil apartar la mirada de aquellas dos bellezas redondas. No era tarea sencilla dejar de admirarlas, ni detener a mis manos, que en mi mente, las estrujaban sin descanso. No era fácil, pero aún quedaba camino por recorrer. No había visto su cara. Levanté un poco más la mirada, pero para mi mala suerte sólo alcancé a ver su boca, que dicho sea de paso, era tan, o más, tentadora que el resto. Labios gruesos, jugosos, y maquillados de un carmín que los hacía ver, como el símbolo mismo del sexo.
Me entretuve un buen tiempo con ellos. Mojaba los míos, como si mi lengua los acariciara a ellos. Intentaba adivinar su sabor. Imaginaba que me susurraban frases dulces. Pensaba que me decían que me deseaban, que querían tener mi pene entre ellos, que anhelaban recorrerlo y llenarlo de saliva hasta que los manchara con su esperma. Esos labios me hablaban. Sabían que los observaba y les agradaba. Me pedían que siguiera recorriendo lo que más abajo se encontraba, y así lo hice. Me olvidé de ellos por un momento. Regresé al nivel de su busto, que mostraba ya unos pezones duros como rocas. La pelirroja estaba excitada.
Mi ego me llevo a pensar que de alguna manera, ella sabía lo que yo hacía y lo disfrutaba, pero no era así. Dirigí mi vista de nuevo a sus piernas, y entre ellas, bajo la falda, en el calor y la humedad de su sexo, una de sus manos se perdía. Al igual que yo, ella había encontrado una forma placentera de matar el tiempo. Se estaba masturbando, y con ello, aumentaba mi satisfacción.
Mientras una de sus manos hurgaba en su entrepierna, la otra apretaba, no se si con suavidad o dureza, sus endurecidos pezones. Sus labios, los que en mi delirio me hablaban, dejaban escapar ligeros sonidos de gozo, suspiros que viajaban por el aire hasta llegar a mis oídos, y después por mi interior erizando mi piel. Sus labios, los que me invitaban a seguir espiándola, entonaban una erótica melodía que no opacaban ni los gritos ni los insultos. Esa bella mujer estaba llegando al cielo. Yo me encontraba hacía tiempo en el infierno, porque no había parte de mí, que no estuviera ardiendo.
Su mano se movía hacia dentro y hacia afuera. Mis sentidos estaban tan agudos, y mi excitación era tan alta, que podía escuchar el ruido de sus dedos entrando y saliendo de su caliente coño, oler el aroma de los jugos que de éste ya brotaban, y ver sus vellos erizarse, levantarse tanto como sus pezones o mi miembro, el que exigía atención pero que por miedo a ser descubierto por otro pasajero, no liberaba.
Mis piernas temblaban. Chorros de sudor escurrían por mis mejillas. La polla me dolía de lo hinchada que ya debía de estar. Lidia, con su sensual y subterráneo vaivén, me estaba matando de placer. Sus enormes senos, sus cabellos rojos, sus incitantes labios y sus pálidos muslos, bombardeaban mi mente con imágenes que me complicaban cada vez más, el resistirme a una paja. Cuando la mano que masajeaba sus tetas cambio de posición, ya no pude resistir más.
Como si fuera un falo, rodeo la palanca de velocidades y empezó a masturbarla. Bajaba y subía lentamente, deteniéndose más tiempo en la punta, que gracias a lo morboso de los fabricantes, siempre tiene la forma de glande. Dejando a un lado el temor de ser atrapado con las manos en la verga, desabroché mis pantalones e imité en ésta, los movimientos que ella hacía sobre la palanca. Era como si sus dedos estuvieran acariciándome en lugar de los míos. Ella no lo sabía, pero estábamos juntos, unidos en el camino hacia el clímax.
No dejé de mirarla, pero llegó el momento en que me quedé ciego de placer. Mis ojos seguían clavados en su simultánea masturbación, a la palanca y a ella, pero mi vista estaba en blanco. Lo único que sentía eran mis venas, llenándose poco a poco de semen, preparándose para darme el más intenso de los orgasmos. Mordí la mano que no tenía ocupada para no gritar, y segundos después, exploté como nunca antes. Disparé incontables chorros de leche sobre el asiento, mi ropa y el piso del autobús. Gracias a aquella pelirroja, tuve la venida más espectacular de mi vida.
Cuando me recuperé de la sensación, volteé para ver si ella también había terminado, pero ya no estaba. Habíamos pasado el tramo donde la circulación se hacía nudos. Fue tanto lo que disfruté, que no me percaté que habíamos atravesado el embotellamiento. Una sonrisa se dibujó en mi rostro. Guardé mi pene en mis calzoncillos. Me recargué en le respaldo, estiré las piernas, y esperé a llegar a mi casa. Antes de bajarme, una de las chicas me sopló un beso. Me ruboricé de tan sólo pensar que me había visto, pero la vergüenza se fue rápidamente para darle paso a una nueva erección. Me despedí de mi compañera haciendo lo mismo, sabiendo que de no toparme de nuevo con Lidia, podría darle un espectáculo a ella.
Gracias a esos embotellamientos que la mayoría odia, y además de obtener un intenso orgasmo, descubrí otra de mis aficiones: el exhibicionismo. A Lidia la he vuelto a ver varias, pero cuando no sucede así, igual gozo masturbándome para Erica, como se llama mi compañera. Hoy puedo decir que gracias al tráfico provocado por las manifestaciones, mi vida es más placentera. Hay quien prefiere quejarse ante las adversidades. Yo digo algo: de las nubes más negras...siempre cae la lluvia.