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Diana, su marido y el guarura

en Hetero: Infidelidad

– Si de verdad me amas, sal de ahí ahora mismo – fue lo último que dijo Diana antes de que su amante le colgara.

La preocupada mujer lo había llamado para advertirle que su marido estaba enterado de lo que había entre ellos, pero él ni siquiera se inmutó. En lugar de abandonar el departamento y refugiarse en un lugar seguro, tal y como ella se lo había aconsejado, Ramón se puso a cerrar las ventanas y luego a fumarse un cigarro de lo más tranquilo. No aparentaba haber escuchado que uno de los hombres más peligrosos y poderosos del mundo de la droga iba en su búsqueda, dispuesto a asesinarlo. No se notaba miedo en sus ojos. Por el contrario, había una chispa especial en ellos. Algo se tramaba.

*****

– ¿Ya está lista, señora Diana? – preguntó Ramón entrando a la recámara –. ¿Ya podemos… – las palabras le faltaron al descubrir a su protegida tirada en el piso, con un ojo morado y el labio reventado.

De inmediato, corrió a su lado y la levantó en brazos. La depositó sobre la cama, con una delicadeza rara vez vista en tipos como él. Ella le evitaba la mirada, sentía vergüenza de que la viera en ese estado. Durante el tiempo que él había estado a su servicio, ella le había tomado un especial cariño, y ese sentimiento hacía que la apenara más el que la creyera una idiota, por soportar el trato inhumano de su esposo. No era la primera vez que la encontraba en aquellas deplorables condiciones, y precisamente eso era lo peor, lo que más la hacía sentirse mal. Y por esa sensación de pena, le rogó que se marchara. Le comunicó que esa tarde no asistiría a sus clases.

– ¡De ninguna manera! – se negó él, dirigiéndose al baño por el botiquín para tratarle las heridas, y el maquillaje para disimularlas.

Con una dedicación que iba más allá de su deber de empleado, Ramón curó a su patrona y la maquilló hasta dejarla como nueva, como si nada hubiera pasado. Luego la animó a levantarse, a subir al coche e ir a sus clases. A demostrarle a su marido que era tan fuerte y tan valiosa, que ni sus maltratos la opacaban. Ella, al sentir sinceridad en aquellas frases, finalmente aceptó. Caminaron juntos hacia la puerta.

– ¡Gracias! – exclamó ella a medio camino.

– No tiene nada que agradecer – comentó él –. Yo estoy para servirla. Yo por usted…

Sus miradas se cruzaron sacando fuego. Sin hablar, sin siquiera mover los labios, se confesaron todo lo que seis meses de convivencia, de siempre acompañarse, la una por imposición y el otro por trabajo, habían hecho surgir en sus corazones. Se dijeron cuánto era que se amaban y, cerrando los ojos y olvidándose de todo, de las advertencias, de las consecuencias, se besaron con pasión.

*****

– ¿Verdad que está guapa? – inquirió Adolfo sosteniendo en la mano una fotografía de Diana.

– Pues la verdad… ¡Sí! – respondió Ramón –. ¡Es muy guapa su señora, don Adolfo! – agregó.

– ¡Exacto! ¡Mi señora! No quiero que se te olvide – advirtió el capo –. Tú estás aquí para cuidarla, para vigilar sus movimientos día y noche y nada más. No se te ocurra poner tus ojos en ella, porque entonces el que va a necesitar no uno, sino mil guardaespaldas vas a ser tú. ¿Entendido?

– ¡Sí, señor! Pierda usted cuidado, que jamás le faltaré el respeto. Ni siquiera con el pensamiento – prometió el matón.

– ¡Más te vale! Porque te lo digo en serio: si te fijas en ella, si te atreves a siquiera desear a mi mujer, eres hombre muerto – amenazó don Adolfo.

– Lo tengo perfectamente claro, patrón – aseguró Ramón.

– Bueno. Pues siendo así, ya puedes empezar con tu trabajo – indicó el traficante.

– Con su permiso, señor – se despidió el guarura antes de salir de la oficina y dirigirse al cuarto de Diana, dispuesto a cumplir con sus obligaciones como el mejor de los profesionales, rogándole a Dios no caer en tentaciones.

*****

Don Adolfo y sus hombres entraron al departamento del guardaespaldas haciendo uso de la fuerza. Encontraron a Ramón sentado en el sofá, con el rostro sereno y la sonrisa cínica. Le anunciaron para qué estaban ahí, cortaron cartucho y… Algo raro les olió. Quisieron escapar, pero ya era demasiado tarde.

– Porque te amo, en lugar de huir haré algo mejor – se dijo el matón para sí y accionó el encendedor.

Los vidrios de las ventanas cayeron hasta la distancia de dos cuadras. El estruendo provocado por la explosión se escuchó en toda la manzana y el edificio incluso tembló un poco. Las vidas de don Adolfo, sus hombres y la de Ramón se extinguieron calcinadas entre las llamas.

*****

Ramón aceleró el ritmo de las embestidas y, al sentir los espasmos de Diana estrujar su sexo, no pudo contenerse más. Gimiendo como una animal, se vació dentro de ella. Luego, fatigado pero satisfecho y como de costumbre, se quedó dormido, dejando a su amante sola con sus pensamientos, con sus paranoias.

– ¿Me amas? – le preguntó ella una vez se despertó.

– ¡Más que a mi vida! – respondió él dispuesto a reanudar la acción.

– Y… ¿Prometes que estaremos juntos para siempre, que mi marido nunca nos separará? – inquirió Diana al borde del llanto, como si presintiera algo.

– Lo prometo – dijo él limpiándole las lágrimas a besos.

La esposa del mafioso y su guarura se perdieron en el desenfreno de su amor y su pasión, en el deseo flameante de entregarse mutuamente sin saber, sin siquiera sospechar, que a lo lejos y a través del ojo de una cámara que un detective contratado por él mismo había escondido en la recámara, don Adolfo los miraba.

*****

Desfilando por la pantalla, llenando los contenidos de todos y cada uno de los noticieros, Diana observó pasar los nombres de su marido, los secuaces de éste y de su amor, bajo la lista de fallecidos a causa de lo que la policía, en su afán de ocultarle la verdad al auditorio, denominó un "incidente imprudente". Los ojos se le humedecieron, pero antes de que la humedad tocara siquiera sus mejillas, la recogió con un pañuelo. No era tiempo de llorar. No podía darse ese lujo.

– Debes de ser fuerte – se dijo poniéndose de pie –. Tienes un cartel que manejar, y muy pronto… – se llevó las manos al vientre y pensó en Ramón – un hijo que cuidar.

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