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En la plaza principal

en Amor filial

La plaza principal nunca había sido lugar de agrado para Lourdes y Ramiro. En los años que tenían de vida, si bien no eran muchos pero si los suficientes, no la habían visitado una sola vez. Siempre se sintieron fuera de lugar en aquel pueblo, como si sus almas pertenecieran a lugares más modernos, a tiempos más avanzados. Siempre desearon ser parte de otra sociedad. Soñaban que pertenecían a la realeza de algún país exótico y desde niños creaban en sus mentes otros mundos. En su imaginación, escapaban del retraso y la marginación de su lugar de origen, pero al pasar por esa plaza recordaban lo que en verdad eran, lo que su padre siempre se encargaba de repetirles: unos pobres pueblerinos, hijos de un carpintero y una mala mujer. Por esa razón es que nunca habían puesto un pie sobre aquellos bloques de cemento negro que rodeaban aquel kiosco de madera y teja, pero para todo hay una primera vez y ellos más que nadie lo sabían. En lo que nunca pensaron, ni en esos cuentos de aventuras que se contaban el uno al otro, fue en que la primera también sería la última.

**********

La menstruación me llegó tarde. Mi madre, antes de fugarse con aquel fuereño que la enamoró a base de lindas rosas y buenos revolcones, me dijo que a ella le había bajado a los doce y yo ya tenía casi diez y seis cuando me pasó.

Fue una tarde en que cortaba la leña para la fogata. Una tarde de noviembre en la que ya comenzaba a sentirse el frío. Mi padre había salido de viaje a uno de los pueblos vecinos, a vender un juego de sillas que acababa de hacer. Nos encargó a mi hermano y a mí que preparáramos la cena y el fuego para calentarnos en la noche. Yo nunca había sido muy buena en la cocina y mi hermano era un poco delicado, así que intercambiamos las tareas que estando mi padre en casa haríamos. A él le tocó hacer la cena y a mí cortar la leña.

Y en eso estaba, partiendo un grueso tronco por la mitad, cuando sentí que algo en mi interior se desprendió, una extraña sensación que de no haber tenido una madre tan abierta, tan adelantada a nuestros tiempos, me habría tomado por sorpresa. Dejé a un lado el hacha y la madera, levanté un poco mi falda y miré hacia mi entrepierna. Me encontré con que mis pantaletas estaban manchadas de rojo y un delgado hilillo de sangre resbalaba por una de mis piernas.

Era mi primer periodo. Estaba tan emocionada que limpié con un dedo el hilillo de sangre y lo llevé a mi boca, para probar aquella prueba de que me estaba convirtiendo en una mujer. No tenía un sabor muy agradable, pero igual me gustó, me provocó otra sensación, una que ya antes había sentido y que me trajo una excelente idea a la mente.

Mi hermano siempre me había parecido muy atractivo, con su cuerpo delgado de músculos bien definidos y esa ternura en su trato tan extraña en los hombres de por aquellos lugares. Muchas veces, cuando esa misma sensación que me produjo el probar la sangre de mi primer periodo me atacaba por las noches, me había masturbado pensando en él, tal y como mi madre me lo enseñara años atrás, poniendo especial atención en ese botoncito que tanto placer dispara al ser tocado. Siempre, en mis sueños más húmedos y perversos, imaginaba que hacíamos el amor de la misma forma salvaje en que mi madre y su amante lo hacían. En varias ocasiones lo había pensado sin saber como hacer realidad tan eróticas imágenes, pero la menstruación me lo dijo.

Me olvidé de la leña para la fogata y salí corriendo hacia la casa, en busca de mi hermano. Durante el camino pensé en cosas tristes que me causaran el llanto, para hacer más convincente la escena que en mi mente había planeado. Con el pretexto de no saber que había causado el sangrado, finalmente conseguiría que Ramiro se metiera bajos mis faldas, bajo mis bragas.

Entré a esa cabaña que en ocasiones me parecía una cárcel y caminé, con la falda levantada, hasta la cocina. Mi hermano cortaba la cebolla y el jitomate dedicadamente, pero al verme en aquel estado, hecha un mar de lágrimas y sangrando de mi entrepierna, tiró el cuchillo para ocuparse de mí.

¿Qué te sucede, pequeña? - Me preguntó.

No lo se, Ramiro. De repente empecé a sangrar. No se porque. Estoy muy asustada. - Respondí en medio de sollozos.

Cálmate - me pidió, acariciando suavemente mis mejillas -. Creí que mi madre te lo había explicado antes de irse.

¿Explicarme qué? - Me hice la desentendida.

Que a las mujeres les ocurre esto mes con mes. Se llama menstruación y es completamente normal. Ya no llores, que no te pasa nada malo. - Aseguró al mismo tiempo que me abrazaba.

¿Estás seguro? A la mejor me mordió algún animal sin que me diera cuenta. Una araña o una garrapata, qué se yo. - Exclamé alarmada, intentando que aquello no terminara ahí, sin que hubiera pasado algo relevante.

Claro que no, chiquita. Ya te lo dije, lo que te pasó es completamente normal. Sube a lavarte y después regresas a cortar la leña, que mi padre no debe tardar. Ándale. - Me dijo, dándome un beso muy cerca de los labios, uno de esos que me hacía sospechar que él deseaba lo mismo que yo, sólo que no se atrevía a decirlo.

No, Ramiro. Fíjate si de verdad no tengo algún piquete, alguna mordida. - Le rogué aún llorando.

Pero... ¿cómo crees que me voy a fijar? ¿Cómo crees que... ahí? No. - Se puso muy nervioso y se apartó de mí.

No tiene nada de malo. Eres mi hermano. Ándale, por favor. - Le imploré con las manos pegadas, como si le estuviera rezando a un santo.

Está... está bien. - Accedió a mis peticiones, conmovido por mi llanto, tan falso como convincente.

Me levanté la falda para hacerle más fácil la tarea y él se hincó frente a mi sexo. Con sus manos temblorosas, bajó poco a poco la ensangrentada prenda que lo cubría. No podía ver su rostro, pero sí podía imaginarlo: desfigurado por el placer de tener ante sus ojos aquella parte tan íntima de la hermana a la que siempre, según mis sospechas, había deseado en secreto. Podía imaginar su mirada clavada en mis labios y su lengua ensalivando los suyos, ansiosos de probar aquel virginal y apetitoso platillo que se les presentaba. Estaba tan excitada que mis pezones se marcaban a través de mi blusa.

No tienes nada. - Me dijo de repente, sacándome de mis calenturientos pensamientos.

¿Cómo puedes saberlo? Revísame con la mano, para estar más seguros. - Sugerí, tratando de que mi voz no se perdiera entre mi agitada respiración.

Ramiro no pronunció palabra alguna, se limitó a obedecer lo que le había pedido, quizá porque sabía que no aceptaría un no por respuesta o tal vez porque él lo deseaba tanto o más que yo. Un par de sus dedos se posó sobre mi vulva y un gemido escapó de mi boca. Comenzó a moverlos de arriba abajo y de abajo arriba, explorando toda mi intimidad, para cerciorarse de que en verdad estuviera bien, algo que ambos sabíamos pero nos convenía fingir que no.

Sus caricias eran suaves, delicadas, justo como todos sus tratos hacia mí desde que mi madre se había marchado. Rozaba cada uno de mis pliegues con ternura, con amor, siempre procurando no hacerme daño, como si fuera una figurita de cristal. En mis sueños él se portaba como todo un salvaje, pero aquel cuidado en sus toqueteos no me resultaba desagradable. Por el contrario, me tenía al borde de la locura, rogando por más, rogando porque entrara en mí. Un escalofrío viajaba por toda mi piel y mis sentidos comenzaban a colapsarse.

No tienes nada. - Volvió a decir en el momento más oportuno, bajándome de mi nube.

¿Estás seguro? ¿Ya me revisaste bien? - Pregunté con la voz entrecortada.

Sí, estoy seguro. Lo único que tienes es una mancha de sangre que ahora mismo... - No terminó la frase, pues hundió su rostro en mi entrepierna.

Su lengua, tal y como yo lo quería, me penetró arrebatándome un grito que por primera vez me hizo sentir afortunada de vivir alejada de la sociedad. Como si fuera un hombre distinto, olvidándose de la ternura y la delicadeza que lo caracterizaba cuando se dirigía hacia mí, Ramiro inició un frenético lengüeteo que me convirtió en una fuente humana. Sin importarle la sangre y el mal olor que acompaña a la menstruación, me satisfacía como siempre lo había querido, de una manera salvaje, completamente sexual. Su lengua y su nariz hurgaban en mi sexo y todo mi cuerpo era ya un volcán.

Sus manos se posicionaron sobre mis nalgas, las que estrujó con fuerza y en las que clavó sus uñas, esas que tanto cuidaba de no ensuciar y mantenía un tanto largas. Arañó la tersa piel de mis glúteos y atrapó entre sus dientes mi clítoris, provocándome al instante un monstruoso orgasmo que en nada se comparaba a los de mis noches masturbatorias. Lo empujé hacia mí con ambas manos y se bebió mi corrida. Mis jadeos se fueron calmando poco a poco y él salió de debajo de mis faldas.

Se puso de pie y cruzó su mirada con la mía, ambas delataban una complicidad que, a pesar de lo unidos que éramos, jamás habían mostrado y un brillo especial que me estremeció de pies a cabeza. Sin decir una sola palabra, nuestros cuerpos se juntaron y nuestros labios se fundieron. Nos besamos como si hubiéramos sido, más que hermanos, dos amantes que se encuentran después de un largo periodo de abstinencia. Sus fuertes brazos me estrechaban contra él y su endurecido miembro, aún oculto dentro de sus vaqueros, se apretaba contra mi vientre, haciendo volar mi imaginación.

Abrió dos botones de mi blusa y justo cuando estaba por lamer esa parte entre el cuello y los senos, escuchamos el motor de la camioneta de mi padre. Ese sonido nos asustó y ambos corrimos a terminar uno la tarea del otro. Ramiro fue por la leña y yo corté la cebolla y el jitomate. Cenamos frente a la chimenea y después nos fuimos a dormir, al menos por esa noche, como si nada hubiera pasado.

**********

La multitud enardecida, comandada por su propio padre, arrastró a Lourdes y a Ramiro desnudos hasta el centro de la plaza, donde recibirían su merecido. Algunas personas se unieron al grupo de verdugos en cuanto supieron el pecado de los castigados, otras por el coraje que siempre habían sentido por ellos, por ese aire de superioridad que siempre habían mostrado aún cuando no tenían nada y otras más, la mayoría, sin más razón que ser parte de aquel evento, sin otro motivo que pertenecer a la borregada. A petición del enfurecido padre, les daban de palos y les tiraban de piedras. Los pobres muchachos, casi niños, soportaban los golpes sin emitir la más mínima queja. Era como si no quisieran gritar, llorar o suplicar porque eso significaría darle la razón a aquella gente. Aguantaron cada embate como si fueran de piedra, los aguantaron hasta que un vidrio atravesó uno de los ojos de ella y él, entonces sí, rogó por el perdón, pero no para sí mismo sino para su hermana, para su amor. No soportaba ver la sangre escurrir por aquel hermoso e infantil rostro. No lo soportaba, pero tuvo que hacerlo.

**********

Me masturbé por vez primera a los once, leyendo un cuento erótico que mi propia madre me había escrito. No se si estuvo bien o mal, pero ella siempre quiso que nuestro despertar sexual fuera temprano. Decía que después de la comida y los atardeceres en la playa, el sexo era la cosa más deliciosa. A escondidas de nuestro padre, separándonos a uno del otro cuando era "la hora", nos hablaba a mi hermana y a mí del crecimiento, de los cambios que vienen con la adolescencia y todo eso que en aquellos tiempos aún no se enseñaba en la escuela. Fue así que me explicó lo que era una erección y lo que podía hacer con ella.

Debatiéndome siempre entre el estricto ambiente bajo el que mi padre presumía mantenernos, ese en el que todo lo que escapara de lo "socialmente permitido" ni siquiera se nombraba, y la libertad que a sus espaldas nos daba mi madre, fui creciendo entre pajas diarias, satisfacción y culpas.

Antes de los quince no necesité de más para saciar mis instintos, pero llegó el momento en que deseaba pasar de nivel, acudir a algo más que mi mano o alguna fruta para descargar mis energías. Las mujeres comenzaron a parecerme atractivas y soñaba con que alguna envolviera mi verga con su boca, situación que, habiéndose fugado mi madre y estando bajo el castrante cuidado de mi padre, no se veía ni probable ni cercana. Eso hasta que me di cuenta de que ahí, en mi propia casa, tenía a una de las más bellas criaturas: mi hermana.

Lourdes se desarrolló rápidamente y de manera extraña. Aunque la menstruación le llegó tarde, su cuerpo se llenó de curvas pronto, unas de las que prácticamente sólo yo disfrutaba. Siempre la deseé en secreto. Varias noches fue ella la musa de mis venidas, pero no encontraba el valor para acercármele. Había notado ciertas actitudes de su parte que me hacían pensar que yo no le era por completo indiferente, pero nada seguro, nada contundente. Fue hasta el día de ese su primer periodo que nos convertimos en algo más que hermanos.

De aquella tarde ya habían pasado dos semanas y yo no había conseguido, en parte por su egoísmo y en parte por mi estupidez, que me hiciera una mamada. Me la había pasado con la cara entre sus piernas para mí... nada. Ya no estaba dispuesto a soportar aquel dolor en los testículos, aquel que sentía cada vez que ella, después de correrse en mi boca, regresaba a sus tareas sin devolverme el favor. Debía hacer algo y tenía que ser pronto, por mi propia salud mental.

La tarde en que decidí sería "el momento", mi padre me pidió que lijara un par de mesas mientras el viajaba a la capital del estado a entregar un pedido. Nunca me había gustado eso de lijar madera, maltrataba mis manos, pero aquella vez lo hice a toda prisa y terminé en unos cuantos minutos. Aunque la capital no estaba tan lejos, si lo estaba más que los pueblos vecinos, por lo que Lourdes y yo estaríamos solos por más tiempo. Quería aprovechar la oportunidad.

Terminé con el cuerpo empapado en sudor. La ropa se me pegaba a la piel y mi olor no era precisamente el de las rosas. Pensé en tomar un baño antes de concretar mi plan, pero recordé que a ella le gustaba abrazarme siempre que llegaba a la casa en ese estado. Apretaba mis brazos y frotaba mi pecho. No le había dado mucha importancia a esos detalles, pero después de nuestros varios encuentros, de los de mi lengua con su sexo, me cayó el veinte de que algo en su hermano sudado le atraía, así que decidí presentarme ante ella tal y como estaba.

No existía una gran distancia entre el taller donde mi padre fabricaba sus muebles y la casa, pero de cualquier manera la recorrí a toda velocidad para sudar aún más y caminé hasta su cuarto con el cuerpo mojado y la verga ya erecta, de tan sólo pensar en lo que su boca haría conmigo, después de tanto esperar.

Abrí la puerta de su recámara y la encontré sentada sobre la cama, con las piernas abiertas, y desnuda de la cintura para abajo, como si estuviera aguardando su ración diaria de lengua. Con la mirada le anuncié que en esa ocasión sería mi turno de gozar.

Te estaba esperando, hermanito. - Me dijo, llevando su mano derecha a su entrepierna, como queriendo contrarrestar mis planes con sus sugestivas auto caricias.

Ni lo sueñes, Lourdes. Hoy me toca a mí. - Exclamé convencido.

Claro que no. No puedes vivir sin escucharme gozar, sin escucharme gemir. Vas a darme placer, tal y como has venido haciéndolo los últimos días. - Aseguró, con su voz de mando que por poco hace que desista.

No me vas a convencer, no ésta vez. Te vas a tragar mi polla y la vas a chupar hasta sacarle la leche, zorra. Lo vas a hacer porque te encanta la verga, mi verga. - No se cómo pude decir eso, pero funcionó, hizo que mi hermana se levantara de la cama, caminara hacia mí y comenzara a desvestirme, como hipnotizada por esa repentina actitud de dominación que hasta a mí me sorprendió.

Inició con mi playera, me la quitó y, después de olerla, lamió el sudor que resbalaba desde mi cuello hasta mi ombligo, metiendo su lengua en éste y moviéndola en círculos, produciéndome un delicioso cosquilleo que endureció aún más mi potente erección. Levantó mis brazos y bebió de mis axilas, al mismo tiempo que se restregaba contra mi abultada entrepierna. No se si fue mi olor, mis palabras o la imagen de mi torso al desnudo, pero de pronto me convertí en su dios.

Besó mis tetillas, mientras que sus manos jugaban con mis nalgas y mi excitación crecía y crecía. Luego de bien entretenerse con mi vientre, finalmente me despojó de mis pantalones, quedando yo en unos calzoncillos flojos que se levantaban como tienda de campaña. Sin quitármelos aún, acercó su nariz y subió por el largo de mi cubierto pene, aspirando ese aroma a macho que queda impregnado después de un arduo trabajo físico. Pasando la lengua por sus labios, me bajó de un tirón el bóxer y mi miembro, ya babeante, quedó frente a sus ojos.

Lo observó por un buen rato y, cerrando sus ojos, se ánimo por fin a complacerlo. Lo rodeó con su mano y le dio un lengüetazo a la punta.

Ese primer roce fue como llegar al cielo y cuando apenas asimilaba el enorme placer que me había proporcionado, Lourdes se tragó entera mi verga. Al sentir que el glande chocaba contra su garganta casi me derramo, pero logré controlarme y ella empezó un acelerado sube y baja que resultó ser mucho mejor de lo que había esperado.

Nunca supe si se lo había hecho antes a otro hombre o si había entrenado con algún plátano o algún pepino, pero tampoco me importó. La verdad es que parecía toda una experta, algo que juzgaba en base a nada por mi nula experiencia. Eso me bastaba. No necesitaba saber cuantos penes se había comido. Su lengua y sus labios, cálidos y húmedos, me estaban dando los mejores instantes de mi vida y lo que más gozaba, era la forma en que ella también disfrutaba. Con cierta dificultad por tener mi miembro alojado entre su paladar y su lengua, gemía junto conmigo al mismo tiempo que no paraba de estimular mi virilidad, la cual se hinchaba más y más.

El placer que llenaba mi cuerpo era demasiado como para soportarlo por un periodo prolongado. Tomándola por la nuca para follármela por la boca, apresuré aún más el momento del clímax, que llegó con un escandaloso alarido y una descomunal cantidad de semen que, sorpresivamente, ella tragó sin derramar una sola gota.

Con el último espasmo, saqué mi verga de entre sus labios, la ayudé a que se pusiera de pie y le di un beso. Todavía sabía a esperma y eso le dio un toque especial a la lucha entre nuestras lenguas, a la saliva maquillando nuestras narices y mejillas.

Mis manos se tomaron de sus pechos y al sentir su redondez, su suavidad, aquella poca firmeza que había perdido mi instrumento por la eyaculación, regresó, dándome ganas de probar otro orificio, uno que imaginaba más estrecho y más cálido, más satisfactorio. La fui llevando hacia la cama y la recosté con las piernas bien abiertas. Sonrió, pensando que le practicaría sexo oral, pero mis intenciones eran distintas. Me acosté encima de ella, buscando penetrarla.

No, Ramiro. Eso no. - Se negó a que entrara en ella.

¿Por qué no? - Pregunté entre indignado y molesto.

Porque... no. Yo también lo quiero, pero no es correcto. - Argumentó.

¿No es correcto? Lourdes, por Dios... somos hermanos. Nada de lo que hemos hecho estos últimos días es correcto, no para los demás. ¿Vas a decirme que puedes mamármela y dejar que te haga lo mismo, pero permitir que te penetre no? - La cuestioné, gritando por primera vez en mi vida.

No me grites. - Me pidió al borde de la lágrima.

No, por favor. No vayas a ponerte a llorar, no ahora. - Le rogué, bajando el tono de mi voz.

Si no quiero que me penetres, es porque... - Se quedó callada antes de completar la frase.

¿Por qué? - Volví a gritar.

Prométeme que no te vas a burlar o no te digo nada. - Me advirtió.

Está bien, te lo prometo. No me voy a burlar. - Juré.

No quiero que me penetres porque ni siquiera me has pedido que sea tu novia. ¿Crees que soy una cualquiera? Pues no lo soy. No lo soy. - Reiteró.

Sus razones me parecieron tan inesperadas como absurdas. Aquello debía ser una broma y, aunque le había prometido no hacerlo, no pude evitar reírme. Su cara me dejó ver un gesto de molestia que me dijo que estaba hablando en serio. En verdad quería ser mi novia antes de que consumáramos nuestra relación y yo, con tal de meter ese mi ansioso pene en aquella su caliente gruta, le seguí el juego.

¿Quieres casarte conmigo? - Le pregunté arrodillado a sus pies, entregándole el anillo que me regalara mi madre como argolla de compromiso.

Sí. - Respondió emocionada, lanzándose contra mí y tirándonos al piso a ambos.

Ya en el suelo, me miró tiernamente y después me besó, apenas rozando sus labios contra los míos. Se acurrucó en mi pecho y la cobijé con mis brazos. Sin importarnos que mi padre podía llegar en cualquier momento y encontrarnos en aquella comprometedora escena, nos quedamos dormidos, ella pensando en nuestra boda y yo soñando con bañar sus adentros.

**********

Mientras sus hijos eran llevados hacia el kiosco, sin dejar de ser golpeados por la gente, su padre comenzó a sentirse culpable, a creer que su reacción al encontrarlos desnudos y abrazados en su propia cama había sido exagerada. Pensó que tal vez las circunstancias los habían orillado a actuar de esa manera, a enamorarse aún siendo hermanos. Su madre se había fugado con un fuereño dejándoselos a él, que no sabía nada de cuidar chamacos, nada de platicar con adolescentes. Quizá esa especie de aislamiento en el que los mantenía, tratando de que no cayeran en las mismas conductas de su pecadora progenitora, los había llevado, poco a poco, pues todos necesitamos de cariño, a buscarlo el uno en el otro, a pesar de los impedimentos. Se arrepintió de lo que había hecho, de habérselos entregado al pueblo, pero ya era demasiado tarde para impedir la ejecución. La gente hizo caso omiso a sus peticiones de liberarlos y les amarró una soga al cuello para colgarlos de una rama. Los subieron a unas sillas que después les retiraron y, ante la impotencia de su padre arrepentido, el aire comenzó a faltarles, matándolos lenta y angustiosamente.

**********

Ramiro, ¿aceptas a Lourdes como tu esposa?

Sí, acepto. Y tú, Lourdes, ¿aceptas como esposo a Ramiro?

Sí, acepto.

Entonces los declaro: marido y mujer.

Puede besar a la novia.

Aquel asunto de la boda se tornó mucho más "serio" de lo que había pensado. Mi hermana, mostrando habilidades como costurera que le desconocía y en sus tiempos libres, esos que no ocupaba en hacer las tareas de la casa, dormir, comer o mamarme la verga, confeccionó su propio vestido de novia utilizando sábanas viejas y me hizo un traje a base de cortinas y manteles rotos. Yo por mi parte, fabriqué las argollas y las arras usando la madera que sobraba de los trabajos de mi padre.

Fijamos la fecha para el día que mi padre volviera a viajar a la capital del estado. Preparé una especie de altar, me robé un libro de la iglesia cuando fuimos a dar nuestra limosna del mes y cociné un pastel que terminó quedando crudo, debido a mis pocas habilidades culinarias. Quería que nuestra boda fuera lo más real posible. Lo único que faltó para que así lo fuera, fue el sacerdote. Lógicamente, ningún cura respetable oficiaría una ceremonia de matrimonio entre hermanos, pero nos bastaba con nuestro amor, nos bastó con tenernos el uno al otro para hacer las preguntas.

Tal como si fuera una ceremonia de verdad, después del beso caminamos sobre una improvisada alfombra y nos arrojamos arroz a nosotros mismos, fieles a la tradición. Estábamos solos, pero se oían las voces de la gente, felicitando a los recién casados, felicitándonos. Me emocioné como si fuera cierto que salíamos de la iglesia y me sentí seguro de amar a mi hermana más allá del sexo y nuestro parentesco. La amaba como mujer, como mi esposa. La cargué en brazos y la besé.

Ramiro me llevó cargando hasta la habitación, tal y como los maridos lo hacen con sus esposas. Me depositó sobre la cama y se acostó a mi lado, para dar inició a nuestra "noche de bodas" a plenas cuatro de la tarde.

Con esa delicadeza y esa ternura de la que me había olvidado los últimos días, fui desnudando a mi mujer. La fui despojando de sus prendas una a una: el velo, el vestido, el corsé, las medias. Todo. Cada parte de su cuerpo que quedaba al descubierto, la cubría con un beso, uno suave, lleno de amor. Era tan hermosa, joven y hermosa. Su rostro aniñado y su anatomía de diosa: perfecta, tentadora.

Sus labios se posaron sobre mi pezón derecho y lentamente lo fueron ensalivando, acariciando, despertando. Sus manos se movían desde mis caderas hacia el interior de mis muslos, siempre evitando llegar a mi entrepierna. Su respiración me hacía cosquillas y su barba me picaba de manera deliciosa. Me trataba como a una muñeca y yo moría porque, de una vez por todas, me hiciera suya, más de lo que ya lo era.

Descendí hasta su sexo y lo exploré completo, con manos y lengua, con dedos y boca. Lamía su vulva y me bebía sus jugos, mientras desabrochaba mi camisa y mis pantalones, alistándome para penetrarla. Su cuerpo se retorcía ante mis caricias y sus uñas rasgaban las almohadas. La estaba desesperando, haciendo que el tenerme dentro se convirtiera en su necesidad. Mi lengua traviesa la atendía sin descanso y mi verga estaba preparada: fuera de mi ropa y en su máximo punto, dura y palpitante.

Sus caricias bucales eran sumamente satisfactorias, pero el saber que aquella vez habría algo más, hacía que también me impacientaran. Mi cuerpo y mi mente necesitaban sentirse llenos, por su hombría, por su polla. Con el aumento en el tono de mis gemidos y las convulsiones de mi torso, brazos y piernas intenté decirle que había llegado la hora, pero él parecía ya no tener prisa por entrar en mí.

De mi madre había escuchado que las primeras veces los hombres no aguantan mucho antes de venirse. No quería que eso me pasara y Lourdes se sintiera insatisfecha o decepcionada, así que había decidido que el coito sería hasta que ella hubiera alcanzado su primer orgasmo, para asegurarme de que al menos tuviera uno. Seguí chupando y lamiendo su sexo y en unos minutos más, justo cuando mordí su clítoris, se corrió en mi boca, dándome la señal que había estado esperando.

Exploté en medio de gritos y puñetazos al colchón. Tenía los ojos cerrados, así que no pude ver cuando Ramiro se colocó entre mis piernas y apuntó su herramienta contra mi sexo. Nada más sentí cuando me atravesó y se tiró encima de mí. Esa primera embestida fue dolorosa, pero soportable, en gran medida gracias al efecto del clímax, que todavía no terminaba. El leve dolor fue pasando y entonces sí pude disfrutar de lo que es estar llena por una buena verga, porque algo me decía que la de mi hermano era muy buena.

Entrar en Lourdes fue algo mágico. Sentir como mi pene la abría poco a poco y como sus músculos se cerraban alrededor de éste, fue sin duda la mejor experiencia que había tenido, mucho mejor que el sexo oral. Nuestros cuerpos se acoplaron a la perfección y ambos dejamos de ser vírgenes. Saber que algo tan preciado para la mujer en aquellos tiempos me había sido entregado a mí, me enloqueció. Comencé a moverme, impulsado por mis brazos y mi cadera, se forma violenta dentro de ella.

Ramiro cumplió mis sueños cuando empezó a follarme sin contemplaciones, de la misma forma salvaje en que el amante de mi madre lo hacía con ella. Sentir su verga entrar y salir de mi cuerpo con fuerza y rapidez, era justo lo que deseaba, justo lo que necesitaba. Con mis piernas cerrándose alrededor de sus nalgas, atrayéndolo hacia mí, le dije que aquello me encantaba, que no parara, que me diera aún más duro.

Todo a mi alrededor dejó de existir. Lo único que en ese momento importaba, era mi miembro estocando aquella cálida y estrecha cueva. Comprobé que el hombre no tiene cerebro para pensar y coger al mismo tiempo. Como por inercia, seguí penetrando a Lourdes cada vez más rápida y profundamente. El chocar de mis testículos contra su entrepierna y nuestras agitadas respiraciones era lo único que se escuchaba, además de sus gemidos. Las venas de mi falo transportaban más sangre y el semen comenzaba a hervir esperando el instante de ver la luz o, en aquel caso, la oscuridad del útero de mi hermana. Luego de una embestida donde dejé el alma, exploté con una intensidad que por segundos me mareó. Me vine como nunca antes lo había hecho.

Aquello había sido maravilloso, sentir cada uno de sus disparos perderse en mi interior, pero había durado muy poco. No quería que saliera de mí, no quería que dejara de mover su verga dentro de mí. Lo atrapé con mis piernas y brazos y comencé a llenarlo de besos por toda la cara, como rogándole que siguiera follándome, pasando por alto el periodo de recuperación después del orgasmo. No se si fueron los besos, el clima o la bendita suerte, pero su polla nunca perdió firmeza. Con la misma furia que desde un principio, continuó penetrándome en cuanto descargo la última gota de esperma.

Me resultaba imposible detenerme. Era como si mi cuerpo se moviera por sí solo, sin hacer caso al dolor que mi miembro sentía por tanto placer. Estar dentro de Lourdes era adictivo y, sin fuerzas para resistirme, me resigné a perderme en el vicio.

El segundo viaje al cielo de la "noche" estaba cerca, podía sentirlo, podía saberlo por el color rojizo de mi piel, por el calor subiendo desde mi sexo y lo duro de mis pezones. Ese frenético mete y saca estaba a punto de llevarme nuevamente a la cima del placer y yo quería que lo hiciéramos juntos. Así se lo comuniqué a Ramiro y, con grandes esfuerzos y mucha coordinación, pudimos lograrlo.

Al mismo tiempo que eyaculé en sus adentros por segunda ocasión, ella también alcanzó el orgasmo, multiplicando el placer para ambos, al saber que habíamos logrado algo que, según las palabras de mi madre ausente, muy difícil incluso para parejas que llevan muchos años juntos.

El efecto del clímax fue pasando, nuestros ritmos cardiacos se fueron normalizando y el pene de Ramiro se fue saliendo. Se me quitó de encima y se acostó a mi lado. Ambos acariciábamos nuestros rostros y nos mirábamos de manera especial, delatando una felicidad que no nos cabía en el pecho.

Te amo.

Yo también te amo.

Nos quedamos dormidos después de esas palabras y lo siguiente que recuerdo, es que estábamos desnudos a los pies de la plaza principal del pueblo, siendo arrastrados y apedreados por una multitud que mi propio padre impulsaba, una multitud dispuesta a castigarnos por nuestro inmenso amor.

**********

Don Javier no pudo soportar ver como sus hijos se retorcían colgados de aquel árbol, con una soga apretando sus cuellos. A paso lento, se abrió camino entre la extasiada multitud y al llegar a los pies de la plaza, sacó su pistola y se dio un tiró en la cabeza, cayendo muerto de manera instantánea. Lourdes y Ramiro fueron perdiendo el sentido poco a poco, pero nunca dejaron de mirarse, como diciéndose el uno al otro lo mucho que se amaban. Comprendieron que no eran los tiempos, sino los hechos, que hay cosas que nunca dejarán de ser vistas con malos ojos. Se sintieron felices porque ya muertos podrían amarse en paz, sin las presiones de su padre, sin el extrañar a su madre y sin importarles el que dirán. Una vez muertos, podrían seguir hablando de ellos, juzgándolos y criticándolos, pero ya nadie podría separarlos. Y por aquello de que se irían al infierno tampoco se preocupaban. Por el contrario, les alegraba. Si las palabras que su padre solía decirles eran ciertas, en el calor de los infiernos, repetirían eternamente el pecado por el que habían sido condenados y ese... sería el más dulce de sus castigos.

Mas de edoardo

Mi hermano es el líder de una banda de mafiosos

Pastel de tres leches

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El galán superdotado de mi amiga Dana...

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Mi segunda vez también fue sobre el escenario

Mi primera vez fue sobre el escenario

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El olvidado coño de mi abuela...

Consolando a Oliver, mi mejor amigo

En el callejón

Prácticas médicas

Donde hubo fuego...

Cabeza de ratón

Hoy no estoy ahí

Mi hermanastro me bajó la calentura

Tatúame el culo

Jugando a ser actor

Yo los declaro: violador y mujer

Pienso en ti

Hoy puedes hacer conmigo lo que se te plazca.

Y perdió la batalla

Prestándole mi esposa al negro...

Padre mío, ¡no me dejes caer en tentación!

¿Cobardía, sensates o precaución?

¿Pagarás mi renta?

Al primo... aunque él no quiera

Sexo bajo cero

Raúl, mi amor, salió del clóset

Lara y Aldo eran hermanos

La Corona (2)

Fotografías de un autor perturbado

Diana, su marido y el guarura

La mujer barbuda

No sólo los amores gay son trágicos y clandestinos

Una oración por el bien del país

El gato de mi prometido

Doble bienvenida mexicana

Doscientos más el cuarto

Llamando al futuro por el nombre equivocado.

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo! (3)

Todavía te amo

Simplemente amigos

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo! (2)

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo!

La casi orgásmica muerte del detective...

Internado para señoritas

¡Qué bonita familia!

La profesora de sexualidad.

Podría ser tu padre

Si tan sólo...

Su cuerpo...

Culos desechables

El cajón de los secretos

Agustín y Jacinta (o mejor tu madre que una vaca).

Una mirada en su espalda

Un lugar en la historia...

Veinte años

Razones

Sorprendiendo a mi doctor

Un intruso en mi cama

Una vez más, no por favor, papá

Tu culo por la droga

Lazos de sangre

Cantos de jazmín

El mejor de mis cumpleaños

Tres por uno

Con el ruido de las sirenas como fondo

Heridas de guerra

Regalo de navidad.

Cenizas

Botes contra la pared

Madre e hija

Dímelo y me iré

A las 20:33 horas

A lo lejos

Prostituta adolescente

¿Por qué a mí?

Después de la tormenta...

Dando las... gracias

Tantra

Lo tomó con la mano derecha

Mírame

Querido diario

Río de Janeiro

A falta de pene...

Dos hermanas para mí

Un Padre nuestro y dos ave María

Sucia pordiosera

Metro

Tengo un corazón

Ningún puente cruza el río Bravo

Un beso en la mejilla

Masturbándome frente a mi profesora

Regresando de mis vacaciones

Noche de bodas

TV Show

Buen viaje

Suficiente

Interiores y reclamos

Máscaras y ocultos sentimientos

Una más y nos vamos

Infidelidad virtual

Caldo de mariscos

Cancha de placer

Caballo de carreras.

Puntual...

La ofrecida

El fantasma del recuerdo

Tiempo de olvidar

París

Impotencia

Linda colegiala

La corona

Tratando de hacer sentir mejor a mi madre.

En la parada de autobuses

Crónica de una venta necesaria.

Serenata

Quince años

Gerente general

Lavando la ropa sucia

Cuéntame un cuento

¿A dónde vamos?

Háblame

Licenciado en seducción

Galletas de chocolate

Entre espuma, burbujas y vapor

Sueños hechos realidad

Madre...sólo hay una

Más ligera que una pluma

Una botella de vino, el desquite y adiós

Cien rosas en la nieve

Wendy, un ramo de rosas para ti...

Gloria

Juntos... para siempre

El apartamento

Mentiras piadosas

Pecado

Vivir una vez más

Julia, ¿quieres casarte conmigo?

Para cambiar al mundo...

Dos más para el olvido

Ya no me saben tus besos

Embotellamiento

Húmedos sueños

Por mis tripas

Ximena y el amante perfecto

Inexplicablemente

Quiero decirte algo mamá

Entrevistándome

Recuerdos de una perra vida (4)

Recuerdos de una perra vida (3)

Recuerdos de una perra vida (2)

Recuerdos de una perra vida (1)

Una vela en el pastel

Zonas erógenas

Frente al altar

Ojos rosas

Abuelo no te cases

Mala suerte

Kilómetro 495

Mi primer orgasmo

El plomero, mi esposo y yo

En medio del desierto

El otro lado de mi corazón

Medias de fútbol

Examen oral

El entrenamiento de Anakin

Un extraño en el parque

Tres cuentos de hadas

No podía esperar

La fiesta de graduación

Ni las sobras quedan

La bella chica sin voz

Feliz aniversario

Dejando de fumar (la otra versión)

Una noche en la oficina, con mi compañera

La última esperanza

Pedro, mi amigo de la infancia

Sustituyendo el follar

Dejando de fumar

Buscándolo

La abuela

Tan lejos y tan cerca

Entre sueños con mi perra

Tu partida me dolió

Ni una palabra

Mis hermanos estuvieron entre mis piernas.

Compañera de colegio

La venganza

Tras un seudónimo

Valor

La vecina, mis padres, y yo

La última lágrima

Sueños imposibles

Espiando a mis padres

La amante de mi esposo

Al ras del sofá

La última cogida de una puta

Confesiones de un adolescente

Esplendores y penumbras colapsadas

Volver

Celular

El caliente chico del cyber

Friends

La última vez

Laura y Francisco

El cliente y el mesero (3-Fin)

El cliente y el mesero (2)

El cliente y el mesero (1)

El ángel de 16 (6 - Fin)

El ángel de 16 (5)

El ángel de 16 (4)

Asesino frustrado

El ángel de 16 (3)

El ángel de 16 (2)

Por mi culpa

El ángel de 16

Triste despedida que no quiero repetir

Un día en mi vida

Utopía

El pequeño Julio (la primera vez)

El amor llegó por correo

El mejor año

Mi primer amor... una mujer

My female side