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Sucia pordiosera

en Fetichismo

Caminaba de regreso a mi casa cuando la conocí. Me encontraba sumamente molesto porque mi novia, a pesar de lo mucho que decía amarme, se había negado, otra vez, a cumplir mis fantasías. Le había pedido que usara las mismas pantaletas toda la semana o que se pusiera esas con las que hubiera hecho ejercicio el día más pesado, pero ella, argumentado que era un depravado, se negó a complacerme en algo tan simple como vestirse con una bragas sucias y olorosas, por lo que salí de su casa furioso y frustrado y, dirigiéndome a la mía, me topé con ella: una indigente que dormía en la banca de un parque.

En cuanto la miré, estuve seguro de que era la ocasión y la persona perfecta para saciar mis ganas de sexo sucio. Olvidándome de cualquier otra cosa que no fuera apoderarme de las pantaletas de aquella pordiosera, caminé hacia ella, dispuesto a cumplir todas mis fantasías.

A pesar de la extrema cautela en mi caminar, la muchacha notó mi presencia e inmediatamente se puso de pie. Tal vez sintió mis intenciones o simplemente reaccionó como una persona que vive en la calle reaccionaría al ver que un extraño se le acerca con cara de vicio, pero el caso es que se levantó de la banca donde creí dormía profundamente y sacó una navaja con la que me apuntó antes de que yo estuviera a menos de tres metros de distancia.

- ¿Qué quieres, desgraciado? - Preguntó.

- Cálmate, no quiero hacerte daño. Sólo quiero hacerte una propuesta. - Le respondí.

- ¿Una propuesta? ¿Tú a mí? No me hagas reír, por favor. ¿Qué le podría proponer alguien como tú a una pordiosera como yo? Eso ni tú te lo crees. Algo te traes. - Aseguró.

- Es verdad, quiero proponerte algo por lo que te pagaría muy bien. - Dije.

- ¿Pagarme? ¿Muy bien? ¿De qué se trata? - Me cuestionó, claramente interesada por llevarse algo de dinero a esos sus bolsillos rotos, movida por el hambre que seguramente destrozaba su estómago.

- Quiero que me regales tus pantaletas. Que me las vendas pues. Tú te las quitas y me las das y yo te doy estoy, así de simple. - Le propuse, mostrándole un billete de la más alta denominación.

- ¿Mis pantaletas? - Dudó por un momento ante lo extraño de la petición - Está bien, pero no intentes nada más que te quiebro. - Me advirtió.

- De aquí no me muevo. - Le prometí.

Sin dejar de apuntarme con el arma blanca, la sucia y para muchos asquerosa chica se las arregló para sacar sus pantaletas por debajo de la larga falda que traía puesta sin mostrarme un sólo centímetro de piel y después entregármelas a cambio de ese billete, sin más ni más, lo cual me pareció algo decepcionante y me empujó a hacerle una proposición más, una que fuera más allá de venderme sus calzones.

- ¿Cuánto me cobrarías por dejarme oler tu entrepierna? - Le pregunté.

- ¿Qué? Dijimos que nada más las pantaletas, amigo. No me salgas ahora con eso. - Me contestó, entre indignada y curiosa por saber cuanto estaba yo dispuesto a pagar.

- Vamos. A ti te hace falta el dinero y yo muero por oler una concha sucia y descuidada. Creo que no es momento para que te pongas digna. - Le sugerí.

- ¿Cuánto estarías dispuesto a darme? - Preguntó.

- Lo que tú me pidas. - Respondí.

- Otro de estos billetes. - Dijo, acariciando el papel como si fuera el más preciado de sus tesoros y dudando que fuera a aceptar.

- Hecho. - Acordé.

Con una enorme sonrisa en sus labios y un brillo muy especial en sus ojos, la chica se me acercó y levantó su falda. Desde que la tuve a unos cuantos centímetros pude sentir ese penetrante y, en mi caso, exquisito aroma a indigente entrar por mi nariz y viajar hasta mi sexo, comenzando a excitarlo, pero cuando me mostró su coño creí que moriría de felicidad, de lo apestoso que era.

Me hinqué y sin preámbulo alguno, después de todo por ello había pagado, hundí mi cara entre sus muslos y empecé a aspirar su fuerte y ácido aroma, al mismo tiempo que mi lengua repasaba aquellos desperdiciados pliegues, lo cual no había entrado en el trato y a lo que ella no se negó, satisfecha de sentir, luego de varios años, las caricias de un hombre.

Chupé aquel coño del que emanaban toda clase de olores, una y otra vez, metiendo, luego de un rato, unos dedos en él para al sacarlos, mojados en sus jugos, llevarlos a mi boca y deleitarme con aquel exquisito vino. La muchacha había soltado la navaja y se deshacía en gemidos que se escuchaban en todo el parque, lo que si no hubiera sido de madrugada, habría llamado la atención de todos.

- ¿Cuánto me cobrarías tú por metérmela? - Me preguntó de repente, desesperada por sentir una verga taladrándola hasta hacerla llorar de placer.

- Un beso, preciosa. - Le contesté, acostándola en el piso y desabrochando mis pantalones, dispuesto a follarla.

Saqué mi ya completamente, en su propio lubricante, mojado y endurecido pene y, luego de dejarme caer encima de ella, la penetré de un sólo golpe hasta el fondo, haciéndola suspirar por sentirse llena otra vez. Y con todos esos olores que desprendía su cuerpo, ya percudido de tantos días sin bañarse, comencé a bombearla como un loco, con todas mis ganas rasgando sus tejidos vaginales y sus mugrosas uñas arañando la tela de mi camisa.

Por el acelerado ritmo que llevaba, no aguanté mucho antes de venirme y estallé en su interior con abundantes y espesos chorros de semen que escurrieron por sus piernas. No quería que todo terminara ahí, no porque ella no hubiera llegado al orgasmo, sino porque yo estaba gozando más que nunca, así que llevé a mi nariz esas pantaletas que antes le comprara. El aroma que de ellas brotaba era mucho más intenso que cualquier otro, que el de su ropa o el de su cuerpo, con esas manchas secas de sangre, orina y excremento esparcidas por toda la tela, no tenían comparación y evitaron que mi erección perdiera firmeza, por lo que pude continuar cogiéndome a la desaliñada y sucia mujer.

Minutos después, la dueña de esas asquerosamente deliciosas bragas que no despegaba de mi cara, en medio de alaridos, se vino, apretando mi polla de una manera exquisita por la que ya no pude resistir un segundo más y también terminé, no tan escandalosamente como la primera vez, pero con la misma o, al tener esas pantaletas cubriendo mi rostro, mayor intensidad.

Me salí de aquella, ya no tan desperdiciada, vagina y le ayudé a su dueña a ponerse de pie. Le di un beso de despedida y me marché, no sin antes darle otro par de billetes, uno por haberme permitido oler su entrepierna y otro por el que había sido el polvo de mi vida. Media cuadra después, mientras caminaba con sus bragas como corbata, escuché su voz llamándome.

- Oye, tú. - Me gritó.

- ¿Qué quieres? - Pregunté, después de dar media vuelta.

- ¿Cuándo vienes por las otras? - Me cuestionó, agitando unas pantaletas por arriba de su cabeza.

- Un día de estos, te lo prometo. - Dije y continué mi camino.

Cuando llegué a mi casa, me acosté desnudo sobre la cama y, nada más de oler los calzones que le comprara minutos atrás a esa encantadora pordiosera, de nuevo se me puso la verga dura. Me masturbé con ellos y les agregué una mancha: una blanca y con olor a cloro que entre las tantas que ya tenían, quedó opacada. Me dormí con la idea de, a la noche siguiente, después de visitar a mi novia o en lugar de, regresar a ese parque. Necesitaba que ese otro par de pantaletas fuera mío.

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