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Mentiras piadosas

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Mentiras piadosas.

Aldo se levantó violentamente de la silla. Golpeó con sus puños la mesa y repartió maldiciones. Estaba sumamente furioso; más que nunca. Era el décimo disquete en el mes que quedaba inservible. Esa computadora que tenía enfrente, al igual que podría haber sido cualquier otra en el laboratorio, era la culpable. El equipo de cómputo de la universidad era realmente malo. Eso le molestaba. Es cierto que su rabia se incrementó porque ese disco en específico, era el que contenía el trabajo final de química, pero la razón principal de su irritación era una sola: la deshonestidad de los directivos.

Aldo, al igual que la mayoría de los estudiantes de la institución, trabajaba incluso horas extras para poder pagar, mes con mes, la colegiatura. Lo más lógico, es que parte de ese dinero estuviera destinado a mejorar las instalaciones y el equipo, pero no era así. Las computadoras, por citar un ejemplo, eran las mismas desde hacía ya seis años. Cada vez que una de ellas averiaba sus disquetes, los alumnos se hacían la misma pregunta: "¿a dónde van a parar nuestros pagos?".

Luego de calmarse y cuestionarse sobre el paradero de las colegiaturas, Aldo abandonó el aula. Sólo faltaban un par de horas para su clase de química y, si no quería reprobar, tenía que encontrar una rápida solución. Caminó hacia el pasillo de telefonía. Insertó su tarjeta telefónica en uno de los aparatos y marcó a casa de su amigo Marco. La madre de éste contestó. Segundos después, escuchó la voz de quien representaba su salvación.

- ¡¿Qué onda Aldo?¡ ¿Para qué soy bueno? - Preguntó Marco.

- Quiero que me vuelvas a pasar el trabajo de química. Una maldita máquina fregó el disco donde lo tenía. - Respondió Aldo.

Después de llegar un a un acuerdo en cuanto al nuevo precio de la tarea, se despidieron. Aldo salió del campus; debía tomar un autobús que lo condujera a casa de Marco. Pensando aún en la deshonestidad de sus directivos escolares, subió al mismo transporte del que viajaba Laura, secretaria del Lic. Martínez. Cada uno siguió su camino. Él, rumbo a casa de su compañero. Ella, directo a la oficina de su jefe. Aunque por razones distintas, ambos estaban molestos.

 

Laura, como de costumbre, llegó a la oficina minutos antes de su hora de entrada. La diferencia era que esa tarde, había un motivo más que su obsesión por no ser impuntual. Su jefe, el Lic. Martínez, uno de los altos mandatarios de la universidad, le había asignado una tarea de carácter urgente: encontrar, fabricar o comprar, según fuera el caso, las facturas necesarias para justificar los excesivos gastos del bimestre pasado.

A la secretaria no le agradaba realizar esa labor. Gracias a la campaña contra la corrupción que había iniciado el gobierno, cada vez le resultaba más difícil conseguir recibos falsos. No todas las instituciones ni todos los funcionarios estaban a favor de la honestidad y la transparencia, pero a esos que no, ya no se les compraba con la misma facilidad que antes. Eso era lo que a Laura no les gustaba: tener casi que rogar, para cubrir los movimientos ilícitos de su patrón. Pero esas eran sus obligaciones y, si no quería ser despedida, tenía que cumplirlas.

Varias llamadas y acuerdos monetarios después, todos los gastos del bimestre estaban justificados. Haciendo gala de sus grandes habilidades como negociante, Laura había conseguido una factura para cada compra. Orgullosa de su logro, decidió que se merecía el resto de la tarde libre. Llamó a su jefe, el cual como cada viernes no se había presentado, para comunicarle que se marcharía temprano. Éste, al enterarse del motivo, le dio permiso de forma inmediata.

En cuanto colgó la bocina, la orgullosa mujer comenzó a criticar al Lic. Martínez. Cada bimestre sucedía lo mismo. Después de haber sobornado a una docena de personas y obtener notas falsificadas, Laura salía de la oficina diciéndose a sí misma pestes sobre el directivo. Se quejaba de su falta de ética. Le resultaba repugnante que él, al igual que otros mandatarios, se enriqueciera de manera ilegal; sin embargo, sus pensamientos nunca llegaban más allá. Toda esa indignación, se le olvidaba al contemplar alguna de sus prendas, todas ellas, incluidas en esos gastos fantasmas.

 

El Lic. Martínez había decidido quedarse en casa. Todos los fines de semana, su esposa preparaba deliciosas comidas, por lo que poco se le antojaba asistir a trabajar. Ese viernes era especial. Ese viernes cumplían diez años de feliz matrimonio. Para agradecerle a su esposa tanto tiempo de armoniosa convivencia, además de brindar con el más caro de los vinos, le había comprado un hermoso anillo de diamantes. Es tarde se lo daría, esperando que a ella le gustara.

La hora de la comida llegó y los esposos Martínez disfrutaron de los exquisitos platillos. Una vez satisfechos, y como cada aniversario, el Lic. se arrodilló frente a su mujer para entregarle su obsequio. Ambos tenían por demás memorizada la escena. Él, argumentando ser el autor, le declamó un poema de algún escritor desconocido. Ella, luego de derramar algunas lágrimas de felicidad y colocarse el anillo en su mano, se retiró un momento al baño para admirar en plenitud la costosa pieza.

Una vez en el sanitario, la señora Martínez inspeccionó a detalle la joya. Utilizando su perezoso cerebro, puesto en movimiento sólo los días de barata, intentó calcular el tiempo que su marido tuvo que trabajar para poder costear ese regalo. Cansada de juegos y sin avanzar mucho en sus cálculos, soltó una sonora carcajada.

- ¿A quién trató de engañar? - Se preguntó - Éste anillo no vale más que unos cuantos disquetes rotos y facturas falsas.

Sí, la señora Martínez conocía todas las transacciones que su esposo hacía con el dinero de la escuela. Si no hacía o decía nada al respecto, era porque lo consideraba una simple mentirilla, de esas que no hacen daño a nadie. Su esposo desconocía, entre otras cosas, que ella en verdad no cocinaba y que el padre de su único hijo era alguien más. Si el no sufría, ¿por qué habría ella de alterarse por algo tan insignificante como el origen de un anillo? Luego de retocar su maquillaje, regresó al comedor, a disfrutar de una rica velada.

 

 

Aldo siguió obteniendo notas que no merecía, que no se había ganado. Es cierto que las conseguía con trabajos que el no realizaba, pero un cien es un cien. Laura continuó quejándose de los fines de semestre, pero no dejó de conseguir recibos falsos que justificaran, entre otros gastos, sus zapatos y vestidos de diseñador. Los esposos Martínez vivieron muchos años más de feliz matrimonio. Él le regaló varias joyas que compró con dinero mal ganado y ella, además de aparentar ser la mejor de las cocineras, le ocultó la verdad sobre su hijo. Después de todo, ¿a quién le importa vivir en la mentira?, si se puede fingir que es verdad.

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