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Consolando a Oliver, mi mejor amigo

en Gays

Consolando a Oliver, mi mejor amigo.

Tracé la última línea y el trabajo estuvo terminado. Como si fuéramos ya los grandes arquitectos, sin importarle que fuera aquella nuestra primera semana en la universidad, el profesor Gutiérrez nos había ordenado dibujar el plano de nuestra casa, de la cual no debía faltar ni el más mínimo detalle en caso de querer obtener una buena nota. Sin duda la tarea era complicada, pero afortunadamente, al hartarse de escuchar nuestras continuas quejas, el desdichado maestrillo nos dio la oportunidad de realizarla en parejas, escogiendo por nuestra cuenta cuál de los dos hogares sería llevado a papel. Así fue como terminé en casa de Oliver, mi gran amigo de toda la vida, mi casi hermano. Bueno, al menos en apariencia, porque estando a solas pronunciaba su nombre como queriendo hechizarlo y robarle el corazón como él me lo había robado a mí desde hacía mucho. La verdad es que para estar juntos no necesitábamos la excusa de un trabajo en pareja, pero aquella noche era esa la principal razón por la que yo me encontraba en su recámara, dibujando el último trazo de la que había sido sin duda una ardua carrera, recibiendo sus felicitaciones por haber llegado finalmente a la meta, juntos, como en casi todo y como casi siempre.

– ¡No manches, Julián! No se qué habría hecho sin ti. Si el Gutiérrez no hubiera dejado que nos juntáramos de a dos, seguro apenas estaría empezando. ¡Gracias, cabrón! – exclamó dándome una palmada en la espalda y tirándose luego encima de la cama.

– No tienes nada que agradecer – apunté echándome a su lado.

– ¿No estás algo estresado? – preguntó después de un par de minutos de silencio en los que me dediqué a mirar su rostro, como solía hacerlo cada que nos acostábamos en su cama o en la mía.

– La verdad sí – contesté estirando los brazos –. Es que ni siquiera comimos por estar con el maldito plano. ¿Cuántas horas estuvimos ahí dándole? ¿Diez? ¿Once?

– Más o menos. ¿Y tienes hambre? Yo la verdad no. Tenía hace un rato, pero ya se me quitó. Lo que a mí se me antoja es otra cosa – indicó sobándose descaradamente la entrepierna, señal de que el siguiente paso sería trasladarnos al cuarto de sus padres para ver una película tres equis y masturbarnos.

– Vamos, pues – propuse poniéndome de pie y caminando hacia la puerta.

– ¡Vamos! – acordó siguiéndome los pasos.

En cuanto entramos en la habitación de Manuel y Sara, como los llamo en la confianza de conocerlos desde niño, me dirigí al armario y saqué de entre las cajas de zapatos una que contenía los "discos prohibidos", mote que Oliver y yo les pusimos a las películas que con tanto recelo guardaban sus padres. Como si hubiera sido aquella mi casa, y mientras él se desnudaba para después recostarse ya con una erección tremenda entre sus piernas, encendí el aparato de video, introduje el disco y las escenas empezaron a correr. Al tiempo que la rubia y tetona protagonista aguardaba a que algún sujeto de verga descomunal llegara a follársela, empaté la desnudez de Oliver y me tiré a su lado, dispuesto a otra vez tragarme mis deseos, a limitarlos a hacerme una simple paja y mirarlo de reojo haciéndose lo mismo.

Esa costumbre de masturbarnos en presencia del otro comenzó desde la adolescencia, cuando él, buscando dinero, descubrió la caja de videos. Y aunque para la mayoría no significa más que eso: hacerse una chaqueta al lado de un buen amigo, para mí significaba una tortura, porque a pesar de que gozaba el verlo desnudo y con la polla dura, también sufría por no poder al menos tocársela. Cada vez que lo hacíamos me prometía sería la última, pero siempre acababa cediendo ante la tentación de admirarlo sin ropa y sacudiéndose la excitación hasta correrse, ya que, después de todo, era a lo más que mi oculta fascinación por él podía aspirar. Nunca se me quitaba de la mente la idea de que él podría sentir lo mismo, que el hecho de nunca haberle conocido novia siendo él tan guapo era más que una casualidad. Siempre imaginaba que en medio de una de aquellas sesiones de autosatisfacción compartida se atrevía a ir más allá, y aunque esa vez pensé no volvería a ocurrir algo fuera de lo normal, pronto me haría saber que estaba equivocado.

Cuando yo me dedicaba a observar como la pareja dentro de la pantalla gemían como animales, cuando procuraba que los vistazos a ese pene que orgulloso se erguía a mi lado no fueran tan desvergonzados, sentí la mano de su dueño posarse en mi muslo izquierdo y producirme una descarga que me sacudió entero. Incapaz de controlar el nerviosismo que la sorpresiva maniobra me había provocado, mi respiración se aceleró y empecé a sudar. Interrumpí la masturbación y de pronto fue como si no pudiera moverme. Él por el contrario, lo hacía con toda libertad. Por un lapso que me pareció eterno y tras el cual creí sufriría un infarto, su derecha estuvo deslizándose por mi pierna apretándola de vez en cuando, para luego detenerse sobre mi mano, esa que paralizada envolvía mi falo, el cual lucía más largo y ancho que nunca. Recorrió mis dedos uno a uno, y una vez habiendo repasado los cinco, se encargó de mudarlos a su sexo y reemplazarlos con los suyos. Y si la caricia en mi muslo me hizo temblar, el finalmente estar tocando su erección y el estar él haciendo lo propio con la mía… Tuve que esforzarme para no venirme en ese instante.

– ¿Por qué tienes esa cara? – inquirió al tiempo que comenzaba a meneármela como si fuera eso de lo más normal, como si estuviéramos todavía haciendo la tarea –. ¿Apoco no te gusta? ¿Apoco no es más rico que otro te la chaquetee? ¿Verdad que sí? – continuó cuestionándome sin recibir respuesta –. ¡Ya, hombre! ¡Quita esa cara y disfruta del momento, que no pasa nada! – mandó propinándome un par de ligeras bofetadas como tratando de animarme, cosa que a fin de cuentas consiguió.

Aunque para nada más calmado, empecé a pajeársela yo también. Se la apretaba con fuerza para sentir toda su dureza, notando como con cada sacudida la punta le chorreaba con más gusto, mojándome la mano al igual que yo se la mojaba a él, ¡calientísimos los dos! Sus movimientos en mi pene eran lentos pero firmes, muy diferentes al desesperado sube y baja con que yo se la meneaba delatando lo mucho que había esperado aquello. Y ya habiéndome soltado, ya mirándolo sin intentar disimular la enorme atracción que ejercía sobre mí, agaché la cabeza hasta atrapar con mis dientes su tetilla y comenzar a mordisquearla. Él no pudo contener un gemido, ni tampoco pudo seguir masturbándome con la paciencia que lo había venido haciendo. Mientras mi lengua se encargaba de ensalivarle a conciencia el pezón, su mano imitó a la mía y la paja en mi polla pronto alcanzó un ritmo bestial.

Él fue el primero en explotar. Luego de apartarme de su pecho para no mancharme el pelo, y emitiendo un ronco y prolongado sí, su verga escupió el primer trallazo, que fue a dar en parte a su estómago en parte a mi mano. Conforme su corrida prosiguió, conforme su torso se fue tornando blanco de tanto semen que sobre él fue descargado, el cosquilleo en mi miembro se incrementó hasta finalmente hacerme estallar a mí también, de una manera tan escandalosa que no recuerdo igual. Con mis ojos clavados en los suyos, experimenté el más intenso orgasmo de mi vida hasta ese entonces. Y cuando el último chorro de esperma abandonó mi cuerpo, en un arrebato de locura, en un segundo de inconsciencia y sin Oliver anticiparlo, lo besé en los labios. La humedad de su boca se pegó a la mía, y cuando pensé caería sobre mí una lluvia de trompadas, su lengua se coló hasta toparse con la mía y enredarse ambas en lo que fueron mágicos momentos. Luego nos separamos, nos miramos a los ojos, rozó suavemente mi mejilla, fue acercando su boca a la mía sin dejar de mirarme y, justo cuando creí volvería a besarle… se marchó del cuarto sin decir palabra, dejándome a solas con los gemidos del televisor y los reclamos del arrepentimiento.

– ¡Eres un estúpido! – me dije al tiempo que limpiaba de mi pecho y vientre los restos de semen para después vestirme y correr hasta mi casa, a esconderme en mi propia cama –. Después de esto, Juliancito…

Esa noche, entre sueños, no quise dejar escapar la esperanza de que a la mañana siguiente me diría que me amaba tanto como yo a él, pero la lógica no se cansaba de decirme que lo que en verdad ocurriría sería que le pondría fin a la amistad. Para bien o para mal, ninguna de las dos cosas sucedió. Cuando me lo encontré en la escuela me saludó de lo más normal, como si hacía unas cuantas horas no nos hubiéramos besado, y yo sin más opción le seguí el juego, creyendo ingenuamente que tarde que temprano acabaría en mis brazos. ¡Idiota! A los pocos días me presentó a la que después de apenas dos meses de noviazgo se convertiría en su esposa antes de él terminar siquiera su carrera, misma de la que desertaría al resultar la chica embarazada. Y como sucede en esos casos, las charlas y los encuentros se fueron haciendo cada vez más esporádicos, hasta que llegó el momento en que nuestro contacto se redujo prácticamente a cero. Pero como de milagro, hace un par de semanas nos volvimos a encontrar, y adivinen qué. ¡Se vino a vivir conmigo!

Como la mayor parte de los hombres gay, soy algo vanidoso. Me gusta mantener mi cuerpo en forma, por lo que, entre otras actividades físicas, todas las mañanas corro alrededor de siete, ocho kilómetros. Me pongo ropa deportiva y algo de perfume por si las moscas, y salgo como a eso de las ocho a recorrer el barrio. Fue precisamente una de esas mañanas que volví a ver a Oliver. Iba yo trotando sin poner atención al mundo, cuando algo que después sabría era alguien me hizo voltear a mi derecha, en dirección a ese departamentillo que llevaba no sé cuántos meses sin rentarse de la apariencia deplorable que daba la fachada. Al principio no noté algo especial, pero justo antes de regresar a mi atlético ensimismamiento, él apareció de dentro de la abandonada construcción. Mis ojos se iluminaron y mi corazón latió al ritmo del amor nunca olvidado que por el sentía, siento y sentiré. Detuve mi galope, y en silencio y sin moverme esperé a que él me viera, cosa que ocurrió luego de que le echó llave a la puerta.

– ¿Julián? – preguntó clavándome la mirada en el rostro, como buscando aquellos rasgos adolescentes que el paso del tiempo convirtiera en los de un adulto joven –. ¡Julián! – exclamó emocionado y seguro ya de que en verdad era yo ese que parado frente a él le ofrecía los brazos, esos a los que de inmediato corrió y lo apretaron con la fuerza y el cariño por años guardados –. ¡Qué gusto encontrarte, cabrón! – expresó luego de separarse nuestros pechos y alborotándome el cabello, como solía hacerlo cuando de niños jugábamos al escondite y me descubría oculto dentro del armario.

– ¡Sí, qué gusto! – enuncié al tiempo que recorría veladamente su figura, la cual no había sufrido grandes cambios: un poco más de músculo y grosor, pero nada más. Su cara, fuera de la atractiva madurez que a los diecisiete no tenía, también seguía siendo la misma: labios carnosos, nariz un tanto curveada en la punta, cejas pobladas y tez algo roja por el sol, todo enmarcado por el eterno rubio rizado de su cabellera, un par de dedos más larga que antaño. En fin, el galán roba suspiros de siempre –. ¡Y qué milagro! ¿Qué andas haciendo por estos rumbos? ¡No me digas que aquí vives! – chillé apuntando la horrible fachada del horrible departamento.

– No todavía – respondió sin parar de jugar con mi pelo, ahora un tanto más escaso que en aquellos días de universidad –, pero pienso hacerlo. El dueño es un amigo mío, por lo que la renta me saldrá casi de a gratis.

– Pero… ¿No te parece algo chico y… descuidado? – insistí con mi rechazo hacia el inmueble.

– Pues sí, pero en este momento no estoy como para ponerme moños. Casi todos los que he visto me salen en más de 2000 al mes, y de éste, por ser de mi amigo, nada más serán 500. Es una gran diferencia, y créeme que lo que ahorita más me importa es el dinero pues no me queda mucho ahorrado. ¿Sabes? Llevo casi tres meses desempleado – confesó agachando la cabeza en signo de vergüenza.

– ¡Qué mala onda! – dije al tiempo que le daba una palmada en el hombro, como para hacerle saber que no había nada de que avergonzarse –. Pero, ¿no estaban viviendo con tus suegros? ¿Qué pasó? ¡No me digas que los corrieron!

– No, no es eso. Lo que pasa es que… – los ojos comenzaron a llenársele de lágrimas y la voz no le salía. Luego, incapaz de seguir disimulando la profunda tristeza que a últimas fechas regía su vida, se soltó a llorar, llevándose las manos al rostro y dándome la espalda. La complicidad y unión que por años dejamos de lado de repente volvió a surgir, y no fue necesario escucharlo de su boca para saber que le ocurría, para entender a qué se debía su amargo llanto. Sin más intención que tratar de brindarle algo de consuelo, lo abracé pasándole mis brazos por el cuello y pegando la frente a su nuca. No escapó de mi garganta una sola palabra, porque en momentos como ese es mejor callarlas pues de nada sirven. Me limité a apretarme fuerte contra él, y a esperar a que sus lágrimas cesaran para invitarle una copa sin importar que no pasaran de las nueve. Él aceptó, y nos fuimos para mi casa sin dejar mis brazos de cobijarlo.

– No debería estar bebiendo tan temprano – comentó una vez sentados en la sala de mi hogar –, pero qué más da. Es lo único que a últimas fechas hago bien. Es irónico, ¿no? A Jazmín y a la niña las mató un tipo que decidió que el alcohol y el volante se llevaban bien, un sujeto al que a punto estuve de estrangular, un borracho al que maldije hasta cansarme y cuyos pasos, ¡Dios!, ahora sigo. Pero bueno, por favor sírveme otro – pidió luego de vaciar el vaso de un solo trago.

– Yo creo que no – dicté guardando la botella –. Mejor vamos a la oficina para ver que puedo darte. Las cosas no han andado del todo bien últimamente, pero tampoco están tan mal como para no ofrecerte algo. Deja nomás me cambio, y nos vamos, ¿vale? – propuse golpeando suavemente su espalda para después dirigirme a mi recámara.

– ¡Vale! – gritó cuando atravesaba yo el pasillo, y después la casa se quedó en silencio.

Entré al cuarto y me deshice de mis deportivas prendas con la intención de, empleando una toalla húmeda, limpiar un poco el sudor provocado por la carrera. Pasé el paño por rostro, axilas y pecho, y justo cuando estaba por meter la mano bajo el bóxer para limpiar también mi sexo, escuché la voz de Oliver, que desde la puerta me observaba más que interesado.

– ¡Déjese ahí! – exclamó en tono burlón –. ¡No sea cochino!

– ¡Oliver! – grité sorprendido –. No… No me había dado cuenta de que estabas ahí – apunté dándome la vuelta, buscando ocultar la dureza que sin yo quererlo comenzó a ganar mi pene. No sé por qué, pero de repente me acordé de aquella noche en que uno se corrió gracias a la mano del otro y la empalmada fue inevitable –. ¿Se te ofrece algo? – lo interrogué al tiempo que esculcaba en los cajones, desesperado por algo que cubriera mi semidesnudez.

– Pues la verdad sí – contestó caminando hacia mí –. ¿Puedes prestarme algo de ropa? Es que no ando vestido como para ir a tu oficina, ¡la verdad!

– ¡No seas exagerado! Aparte de mí, en la dichosa oficina sólo trabaja otro amigo que ni siquiera, ¡te lo prometo!, se va a fijar en qué traes puesto. De verdad. Además, así como andas te ves muy guapo – comenté sin más propósito que calmarlo, más como una simple afirmación que como un halago.

– ¿En serio te parezco guapo? – me sopló al oído. Entretenido en mi inútil buscar algo para taparme, no me di cuenta que estaba ya detrás de mí hasta que su aliento en mi oreja me hizo vibrar de pies a cabeza –. ¿Qué tanto? – inquirió acariciando mi vientre y recorriéndome el cuello con la punta de la nariz –. ¡Vaya, ya veo que mucho! – expuso apoderándose de mi inflamado falo –. ¿Sabes? Yo también te encuentro guapo – reveló empezando a masturbarme por encima de la tela y restregándome contra las nalgas su abultadísimo paquete.

– No hagas esto, por favor – murmuré como no muy convencido.

– ¿Por qué no? ¿Acaso no te agrada? Porque a mí sí que me gusta. Te juro… De veras te juro que no hay cosa que en estos años haya extrañado más que a ti, a esto, a la complicidad que teníamos, al placer que nos dábamos. Porque sé que el mirarme tirado a tu lado, desnudo y haciéndome una paja te complacía más que tocarte, ¿no es así? Se te notaba en los ojos, y créeme que tú no eras el único que lo gozaba. El saberme deseado por ti, el sentir esa tensión entre nosotros hacía que todo fuera más placentero, casi mágico, ¿no crees? ¡Ay, Julián! No te imaginas lo vacías que fueron mis noches todos estos años, soñando despierto con aquella la única vez que nos besamos, luego de chaqueteárnosla uno al otro, de caer tu semen en mi mano, de…

– Calla – le interrumpí el monólogo, pero sin detener el movimiento de sus dedos en mi polla, la cual se ponía cada vez más dura y gorda, al borde de la eyaculación –. Por favor calla, que esas son puras mentiras. Si en verdad tanto te gustaba estar conmigo, no te habrías casado. No te habrías marchado sin decir palabra aquella noche. ¡No, Oliver! No creo nada de lo que me dices, y tampoco quiero seguir escuchándote. No quiero oír de tu boca una palabra, pero… ¡Pero no pares, por favor! – le supliqué posando mi mano sobre la suya, animándolo a continuar con la masturbación sin ropa de por medio.

De haberle permitido seguir hablando, me habría enterado de que antes de que su esposa muriera arrollada por un auto al intentar cruzar la calle de mano de su niña, Oliver le había pedido el divorcio después de confesarle que en verdad nunca la amó, que el casarse con ella no había sido más que un grave error en ese su estúpido e infructuoso afán por olvidarse de un sentimiento que sus principios y creencias dictaminaban como sucio y prohibido. De no haberle pedido que guardara silencio, me habría dicho que Jazmín salió tan dolida y enojada de la casa al escuchar aquello que no puso atención al coche que las impactó a ella y a su hija, y que era la culpa de haberla lastimado, de haberse ido ella con la desilusión lo que más lo atormentaba y no el fallecimiento en sí. Que un hueco se apoderó de su existencia desde el momento que vio el cuerpo sin vida de su pequeña, tirado a media calle. Pero que no era eso lo que más calaba sino el hecho de saberse un monstruo de pensarse libre tras el accidente, la idea de poder entonces retomar lo que tal vez por cobardía o indecisión nunca empezó rondando en su cabeza con mayor fuerza que la imagen de su niña encerrada en un cajón como prueba inexistente de sus equivocaciones. De haberle permitido hablar habría caído en cuenta que era cierto todo lo que me decía, eso de que me deseaba y me extrañaba, pero la calentura pudo más y lo callé. Lo callé y después de todo no fueron necesarias las palabras, cuando luego de darle la cara sin él parar de masturbarme, finalmente nos besamos y ya nada me importó.

Mi miembro, aparte de ganar dureza con cada roce de sus dedos, escupía lubricante a borbotones, por lo que pudo manejármelo con más facilidad y rapidez, conduciéndome aceleradamente al clímax, el cual anuncié apartando nuestros labios y echando la cabeza hacia atrás para soltar un alarido tras el que Oliver se puso de rodillas y se tragó mi verga, empezando a mamármela impetuoso hasta vaciarme yo en su boca, hasta tragarse él cada disparo para después incorporarse y, luego de volver a besarme, marcharse de la habitación como lo hizo aquella vez: sin decir palabra y haciéndome sentir el peor de los idiotas.

– Te espero en la sala – apuntó de lo más despreocupado antes de atravesar la puerta, como pretendiendo nada había pasado. Otra vez.

No pronuncié palabra alguna, me limité a vestirme para después alcanzarlo y dirigirnos a mi oficina, dispuesto a ayudarlo pues, a pesar de todo, lo amo. Ya que al parecer los conocimientos que adquirió durante los cuatro semestres que duró en la universidad no se habían borrado de su mente, decidí que, en efecto, de algo podría servirme su ayuda, así que acordamos que a partir de ese día trabajaríamos juntos. Y además del empleo, movido por el enorme sentimiento que en contra de las circunstancias seguía provocándome, le ofrecí también mi casa, con la única condición de que lo de aquella noche o lo de esa mañana jamás volviera a ocurrir. Él aceptó sumamente agradecido y sin objetarme nada, prometiendo ambos que nuestra relación sería estrictamente de amistad. Pero las promesas, al igual que las reglas, se hicieron para romperse, y aunque pude controlarme los primeros días, llegó el momento en que mi sed de él fue tanta que no pude soportarla más y… ya han de imaginar qué sucedió.

Era domingo por la noche. Había pasado el fin de semana fuera de la ciudad, en un congreso en la capital del país, y regresaba harto y cansado de tanta plática y con la única intención de tirarme en mi cama y dormir veinticuatro horas seguidas. Estaba tan cansado que en todo el camino no había ni pensado en él, pero ese estado de pasajera indiferencia terminó en cuanto crucé la puerta y lo encontré sentado en el sofá, con la copa llena, la botella vacía y los ojos húmedos. Habría querido enfurecerme y reclamarle su actitud, pero algo me pasa con él que nada más no puedo molestarme. En lugar de gritarle o soltarle un discurso sobre autovaloración o algo parecido, me senté a su lado, le limpié los ojos y lo apreté contra mi pecho.

– ¿Qué te pasa? – inquirí al tiempo que le acariciaba la cabeza y él se acurrucaba entre mis brazos como un niño –. ¿Por qué volviste a beber? ¿Por qué, si desde que te mudaste aquí no habías tomado un solo trago? ¿Te acordaste de tu hija?

– No hay día que no piense en ella – mencionó regresando a llorar –, pero no bebo por eso sino por… ¡Porque te extraño! Y no lo digo porque te hayas ido a tu congreso, ¡no! Lo digo porque aunque vivimos bajo el mismo techo, porque a pesar de pasar casi todo el día juntos y dormir separados por un simple muro, te siento más lejos que nunca, mucho más que los años que duramos sin saber nada uno del otro. Y eso me duele, ¿sabes? Me duele y mucho, porque te quiero más que a mi vida. Porque…

– ¡Porque nada! – intervine para evitar que dijera esas palabras que tanto deseaba escuchar pero a las que a la vez temía tanto –. No empieces otra vez, por favor. Acuérdate de lo que quedamos. Acuérdate que prometimos que seríamos solamente amigos y… ¡Y además estás borracho!

– ¡No estoy borracho! – negó librándose de mi abrazo y mirándome a los ojos –. Sí, he tomado mucho, pero no es el alcohol el que habla por mí, te lo puedo asegurar.

– Pues aunque así fuera, no tiene caso seguir con esto. Será mejor irnos a acostar, mañana nos espera un duro día – propuse poniéndome de pie y dándole la espalda.

– ¿Duro? ¡Duro esto! – exclamó tomándome por la cintura y sentándome encima suyo para hacerme notar su excitación. ¡Su gran excitación! –. Y está así por ti y para ti, mi Julián.

Mi Julián. Lo decía con tanta seguridad. Tal vez la que le daba el saber que era cierto, porque en verdad que en ese momento era mi dueño, en ese instante le bastó con acomodar su abultada bragueta entre mis glúteos para doblegar mi voluntad y hacerme desear tener dentro de mí esa erección que por culpa de los pantalones, de los suyos, de los míos, no sentía en toda plenitud. No hice ni dije nada para evitar que siguiera avanzado, para impedirle que me desprendiera de la camisa y pellizcara mis tetillas mientras que me llenaba el cuello de ligeros mordiscos y se movía bajo de mí simulando estar follándome con esa polla que ansiaba alojar entre mis labios. Tampoco me negué cuando bajó el cierre de mis jeans y metió su mano para de entre la mezclilla sacar mi hinchado falo y comenzar a masturbarme, con una paciencia que me enloqueció y me obligó a arrastrarlo hasta su cuarto, para de una vez por todas hacernos el amor.

Aunque su voz y su consciencia no habían sido afectadas por el vodka, su equilibrio no corrió con la misma suerte. Fue algo tardado atravesar el pasillo procurando no caer, pero esos minutos de más sirvieron para aumentar mis ganas y arrancarle la ropa con violencia una vez en la recámara. Le quité la playera, el pantalón, calcetines y calzones, y ya desnudo frente a mí lo arrojé sobre el colchón, y luego de admirar por un rato su perfecta anatomía, sus músculos marcados, su linda cara y su rica verga, me lancé sobre de ésta. Hambriento la cogí por la base y me dediqué a lamer el tronco.

Al principio, quizá porque no se sentía con muchas energías a causa de lo mucho que había bebido, Oliver cerró los ojos y su participación se redujo a disfrutar de mis labios viajando por su grueso y tibio pene. Pero después, para yo terminar de desnudarme, él mismo se lo detuvo y dirigió la mamada.

Envolví la punta con mi boca y le di de acelerados lengüetazos para luego tragármelo entero y no sacarlo hasta que el aire me faltó. Se lo mamé como nunca a nadie se lo había mamado, con esas ansias acumuladas a lo largo de los años, con el placer de finalmente probárselo. Mi cabeza subía y bajaba arrancándole un suspiro de vez en vez, aumentándole la excitación. En ocasiones me empujaba hasta enterrármela en la garganta, pero de repente me pidió me detuviera porque se corría, y no quería hacerlo. No todavía. Apretó con fuerza ahí dónde se unen sus huevos con su verga, para no venirse, y yo repasé su estómago y su torso hasta alcanzar su boca y besarlo con lujuria.

– Quiero follarte – susurró al separarse nuestras bocas, introduciendo un par de dedos en mi orto con la facilidad de yo también necesitar lo mismo –. ¡Quiero romperte el culo, mi Julián! ¡Quiero ensartarte y hacerte gozar como nunca, como debí hacerlo aquella noche!

– Pues entonces no hables de eso y métemela ya, que no aguanto las ganas de sentirte dentro – exigí poniéndomele en cuatro al borde de la cama, abriéndome las nalgas, ofreciéndole mi estrecho pero elástico agujero.

Esforzándose por no caer, Oliver se colocó detrás de mí, y con un pie en el suelo y otro en el colchón, me dejo ir el glande de a uno solo, arrebatándome un ay de satisfacción en el que iban todos esos años de aguardar por él.

Enseguida, lento pero con firmeza, fue avanzando en mi interior, recetándome milímetro por milímetro cada centímetro de su inflamado y palpitante sexo hasta por fin tenerlo todo dentro, hasta sus bolas chocar contra mis glúteos y por primera vez sentirme lleno, pleno.

Después, con algo de torpeza pero con muchas ganas, y apoyándose de mi espalda, empezó a cogerme como hacía mucho lo deseaba, como por las noches, sin más compañía que los recuerdos, lo soñaba.

Su polla entraba y salía regalándome placenteras sensaciones a las que yo correspondía agitando la cadera y cerrando los esfínteres a diferentes intervalos. Pero en aquella posición ninguno de los dos, él por no caer y yo por no tirarlo, podía atender mi miembro, por lo que me acosté de lado, y levantando una pierna para darle mejor acceso, él detrás de mí me penetró, de tajo y hasta el fondo.

Ya con las manos libres, pude hacerme una paja a la par que recibía sus feroces embestidas, masajeando mi próstata con tal maestría que el semen comenzó a subirme por las venas al tiempo que gemía enloquecido, pidiéndole me diera con más fuerza.

Sin embargo, al percatarse que el orgasmo no tardaría mucho en llegarme, en lugar de cabalgarme con más velocidad, Oliver se detuvo y se salió de mí, acostándose boca abajo y a mi costado. Creí que por la frustración de quedarme a medio camino entre el simple gozo y el supremo clímax me enojaría con él por vez primera, pero antes de reclamarle nada, me pidió algo que de tan sólo imaginar por poco acabo en seco.

– ¡Fóllame! – soltó parando su blancas nalguitas.

– ¿Lo… lo dices en serio? – lo cuestioné sorprendido.

– ¡Por supuesto que lo digo en serio! – confirmó agarrándome la verga e inclinándose para darle un beso en la puntita –. Quiero sentir este trozo de carne bombeándome el culo hasta correrme. Quiero que me cojas como si se te fuera la vida en ello, como si fuera la primera vez.

Basándome tal vez en nuestras experiencias previas, creí que Oliver sería uno de esos hombres que se niega a ser penetrado argumentando que eso es sólo para maricones, pero al escuchar esas palabras suplicando que lo atravesara me di cuenta de mi error y, sumamente excitado, me coloqué encima de él para complacerlo. Lubriqué su ano con mis propios líquidos, y después, tratando de ser delicado pues pensé nadie nunca antes por ahí le había entrado, hice presión y la cabeza le entró, con una sencillez que me hizo sospechar no era yo el primero en ultrajarlo.

– Sí, lo que estás pensando es cierto – señaló ratificando mis sospechas –. Para soportar mi matrimonio, varias veces recurrí al Internet para contactar hombres dispuestos a satisfacer esos deseos que por idiota reprimí contigo, así que no te preocupes, ¡y dame con todo! ¡Rómpeme el culo, mi Julián!

Mi Julián. Ahí estaba otra vez esa forma tan particular de referirse a mí, esa manera de llamarme que era como una caricia, como una incitación. Sin algo más en mente que ese saberme suyo enloqueciéndome, y ya sin la preocupación de lastimarlo luego de enterarme no era virgen, le clavé el resto de mi petrificado pene y comencé a follarlo como si en verdad nunca lo hubiera hecho, con ese ímpetu desesperado que sólo imprime un primerizo, con esa maravillosa sensación que te invade cuando vives algo nuevo, idea no del todo equivocada pues el coger con él lo era, y sentir mi sexo alojado entre sus suaves y cálidas paredes fue como tocar el cielo. Con brutalidad desmedida, inicié un mete y saca que lo tuvo pronto jadeando de placer.

   

– ¡Oh, Dios! ¡Cuánto tiempo espere por esto! – expresó cerrando sus músculos sobre mi hinchada herramienta de una manera deliciosa –. ¡Sí, así! ¡Métemela toda, por favor! ¡Métemela toda!

– ¿Te gusta, papi? – inquirí al tiempo que le mordía la oreja –. ¿Te gusta sentirme dentro? ¿Te gusta cómo te lo hago, cabrón?

– ¡Sí, me gusta! – respondió tomándome de los cabellos y levantando un poco el tronco para obligarme a besarlo –. ¡Ah! ¡Sí! ¡Me encanta! Me fascina cómo te mueves. ¡Cómo me lo haces! Pero quiero verte, quiero mirarte a los ojos cuando te vengas en mi culo. ¡Por favor!

No me hice del rogar, ya que yo también deseaba admirar su expresión cada que recibiera una de mis estocadas, por lo que me salí de él para ponerlo boca arriba y volver a penetrarlo, hasta el fondo y con sus piernas en mis hombros.

Con una mayor facilidad que la vez anterior, mi pene se deslizó dentro de él e inicié a follarlo con la misma furia pero ahora teniéndolo de frente, mirando su rostro desfigurarse de placer.

Se la dejé ir cada vez con más fuerza y el volumen de sus gemidos y la saña de sus uñas en mis glúteos fueron aumentando hasta que su polla explotó manchándole el vientre y el torso y sus espasmos me masajearon la verga de tal forma que no pude resistir un segundo más y yo también estallé, bañándole los intestinos con mi semen. Luego lo besé y, antes de que él lo hiciera, para que el dolor fuera menor, me levanté con la intención de abandonar la recámara, pero justo antes de cruzar la puerta su voz me lo impidió.

– ¡Quédate, por favor! – demandó y mi corazón dio un brinco.

– ¿De… verdad quieres que me quede? – lo interrogué para asegurarme de no haber escuchado mal –. Pero… ¿por qué?

– Porque te amo – confesó arrancándome un par de lágrimas y haciéndome correr hacia sus brazos.

Mil preguntas y mil dudas, sobre él, sobre mí, sobre nosotros y los motivos para el repentino cambio me atiborraron la cabeza al juntar mis labios a los suyos, mas no externé una sola. ¿Para qué? Decidí que lo mejor sería decirle que yo también lo amaba y dejar que el tiempo las aclarara. Me limité a apretarlo fuerte y a, por primera vez, dormir por él acompañado.

Mas de edoardo

Mi hermano es el líder de una banda de mafiosos

Pastel de tres leches

Hasta que te vuelva a ver...

Regreso a casa

Plátanos con crema

El galán superdotado de mi amiga Dana...

Porque te amo te la clavo por atrás

Runaway

Mi segunda vez también fue sobre el escenario

Mi primera vez fue sobre el escenario

¡Hola, Amanda! Soy tu madre

En el lobby de aquel cine...

El olvidado coño de mi abuela...

En el callejón

Prácticas médicas

Donde hubo fuego...

Cabeza de ratón

Hoy no estoy ahí

Tatúame el culo

Mi hermanastro me bajó la calentura

Yo los declaro: violador y mujer

Pienso en ti

Jugando a ser actor

Hoy puedes hacer conmigo lo que se te plazca.

Y perdió la batalla

Padre mío, ¡no me dejes caer en tentación!

Prestándole mi esposa al negro...

¿Pagarás mi renta?

¿Cobardía, sensates o precaución?

Al primo... aunque él no quiera

Sexo bajo cero

Raúl, mi amor, salió del clóset

Lara y Aldo eran hermanos

Fotografías de un autor perturbado

La Corona (2)

La mujer barbuda

Diana, su marido y el guarura

No sólo los amores gay son trágicos y clandestinos

Una oración por el bien del país

El gato de mi prometido

Doble bienvenida mexicana

Doscientos más el cuarto

Llamando al futuro por el nombre equivocado.

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo! (3)

Todavía te amo

Simplemente amigos

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo! (2)

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo!

La casi orgásmica muerte del detective...

Internado para señoritas

¡Qué bonita familia!

Podría ser tu padre

La profesora de sexualidad.

Si tan sólo...

Su cuerpo...

Culos desechables

El cajón de los secretos

Agustín y Jacinta (o mejor tu madre que una vaca).

Una mirada en su espalda

Un lugar en la historia...

Veinte años

Razones

Sorprendiendo a mi doctor

Un intruso en mi cama

Una vez más, no por favor, papá

Tu culo por la droga

Lazos de sangre

Cantos de jazmín

El mejor de mis cumpleaños

Tres por uno

Con el ruido de las sirenas como fondo

Heridas de guerra

Regalo de navidad.

Cenizas

Botes contra la pared

Madre e hija

Dímelo y me iré

A las 20:33 horas

A lo lejos

Prostituta adolescente

En la plaza principal

¿Por qué a mí?

Después de la tormenta...

Dando las... gracias

Tantra

Mírame

Querido diario

Lo tomó con la mano derecha

A falta de pene...

Río de Janeiro

Un Padre nuestro y dos ave María

Dos hermanas para mí

Sucia pordiosera

Metro

Ningún puente cruza el río Bravo

Tengo un corazón

Regresando de mis vacaciones

Masturbándome frente a mi profesora

Un beso en la mejilla

Noche de bodas

TV Show

Buen viaje

Interiores y reclamos

Máscaras y ocultos sentimientos

Una más y nos vamos

Suficiente

Infidelidad virtual

Caldo de mariscos

Cancha de placer

Caballo de carreras.

Puntual...

La ofrecida

El fantasma del recuerdo

Tiempo de olvidar

París

Impotencia

Linda colegiala

La corona

Tratando de hacer sentir mejor a mi madre.

En la parada de autobuses

Crónica de una venta necesaria.

Serenata

Quince años

Gerente general

Lavando la ropa sucia

Cuéntame un cuento

¿A dónde vamos?

Háblame

Licenciado en seducción

Galletas de chocolate

Entre espuma, burbujas y vapor

Sueños hechos realidad

Madre...sólo hay una

Más ligera que una pluma

Una botella de vino, el desquite y adiós

Cien rosas en la nieve

Wendy, un ramo de rosas para ti...

Gloria

Juntos... para siempre

El apartamento

Mentiras piadosas

Pecado

Vivir una vez más

Julia, ¿quieres casarte conmigo?

Para cambiar al mundo...

Dos más para el olvido

Ya no me saben tus besos

Embotellamiento

Húmedos sueños

Por mis tripas

Ximena y el amante perfecto

Inexplicablemente

Quiero decirte algo mamá

Entrevistándome

Recuerdos de una perra vida (4)

Recuerdos de una perra vida (3)

Recuerdos de una perra vida (2)

Recuerdos de una perra vida (1)

Una vela en el pastel

Zonas erógenas

Frente al altar

Ojos rosas

Abuelo no te cases

Mala suerte

Kilómetro 495

Mi primer orgasmo

El plomero, mi esposo y yo

En medio del desierto

El otro lado de mi corazón

Medias de fútbol

Examen oral

El entrenamiento de Anakin

Un extraño en el parque

Tres cuentos de hadas

No podía esperar

La fiesta de graduación

Ni las sobras quedan

La bella chica sin voz

Feliz aniversario

Dejando de fumar (la otra versión)

Una noche en la oficina, con mi compañera

La última esperanza

Pedro, mi amigo de la infancia

Sustituyendo el follar

Dejando de fumar

Buscándolo

La abuela

Tan lejos y tan cerca

Entre sueños con mi perra

Tu partida me dolió

Ni una palabra

Mis hermanos estuvieron entre mis piernas.

Compañera de colegio

La venganza

Tras un seudónimo

Valor

La vecina, mis padres, y yo

La última lágrima

Sueños imposibles

Espiando a mis padres

La amante de mi esposo

Al ras del sofá

La última cogida de una puta

Confesiones de un adolescente

Esplendores y penumbras colapsadas

Volver

Celular

El caliente chico del cyber

Friends

La última vez

Laura y Francisco

El cliente y el mesero (3-Fin)

El cliente y el mesero (2)

El cliente y el mesero (1)

El ángel de 16 (6 - Fin)

El ángel de 16 (5)

El ángel de 16 (4)

Asesino frustrado

El ángel de 16 (3)

El ángel de 16 (2)

Por mi culpa

El ángel de 16

Triste despedida que no quiero repetir

Un día en mi vida

Utopía

El pequeño Julio (la primera vez)

El amor llegó por correo

El mejor año

Mi primer amor... una mujer

My female side