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El gato de mi prometido

en Zoofilia

Los gritos e insultos se escuchaban desde la calle. Martín se había mostrado siempre como el más amoroso y comprensivo de los novios, pero la escena que acababa de presenciar, ahí a mitad de su cocina… simplemente lo enloqueció. Se le vinieron a la cabeza vivencias del pasado, experiencias que ante lo que sus incrédulos ojos veían perdieron toda credibilidad y coherencia. No pudo pronunciar más palabras de amor y por primera vez utilizó el más ofensivo de los lenguajes para referirse a quien minutos atrás considerara la mujer perfecta, la misma que ahora con el rostro destrozado por el dolor y la vergüenza trataba inútilmente de lavar su imagen, de explicar los hechos. Esa que desnuda y mojada de leche y de placer le rogaba por un perdón que no creía merecer.

¡¿Qué no lo entiendes?! Lo que acabas de ver… Lo que acabas de ver es algo involuntario, algo tan imposible de controlar como el cerrar los ojos cuando estornudas. Es algo más fuerte que yo, un impulso que no me deja ni pensar. Por favor, mi amor… ¡Entiéndeme! – suplicó la mujer, luchando porque los mocos que escurrían desde su nariz hasta sus labios no le impidieran el hablar – Por favor, Martín… ¡Te amo! – exclamó al tiempo que sus piernas se doblaron, cayendo de rodillas frente a quien pensó sería el padre de sus hijos, empezando así a besarle los zapatos.

¡¿Qué… ¡Quítateme de encima, maldita cerda! – le gritó Martín empujándola contra el suelo de un puntapié – ¡Algo involuntario! ¡Un impulso incontrolable! ¡Por favor! Lárgate, Mariana – le pidió arrojándole las bragas a la cara –. ¡Lárgate y no vuelvas más! – le ordenó dándole la espalda, caminando hacia la recámara – ¡No quiero volver a verte en mi vida! – sentenció justo antes de azotar la puerta.

Mariana, con la garganta cansada de implorar perdón y sabiendo que éste nunca llegaría, se puso de pie. Tomó un trozo de servilleta, y entre sollozos lo pasó por debajo del chorro de agua. Limpió de su cuerpo los restos de un litro de leche y de un orgasmo, cubrió su desnudez y con dificultad, la que te provoca estar a punto de abandonar el futuro que noche tras noche imaginaste vivirías, caminó hacia la salida. Giró la perilla de la puerta, respiró profundo y echó una última mirada hacia atrás, hacia la que juró sería su casa, hacia la que soñó sería su vida. Mordiéndose los labios y apretando los ojos, se despojó de ese anillo de compromiso que entre velas y spaghetti Martín le regalara. Sintiendo que las fuerzas se le iban, lo arrojó contra el sofá. Y en cada resplandor que la joya lanzó durante el trayecto de su mano hasta el sillón, se le escaparon tres años de vida. Y el sueño eterno la acompañó cuando se marchó de aquel que nunca llegaría a ser su hogar. Y con el ruido que emitió la cerradura, terminó su relación.

Completamente desolada, Mariana vagó sin reparar en el tiempo, sin importarle qué camino andaba. Recorrió una calle tras otra sin interesarle su destino, con el inconfundible gesto del fracaso y la derrota pintándole el rostro, con el aroma del suicidio marcándole el paso. Recorrió zonas de la ciudad que no habría recorrido en su sano juicio, pero estaba loca, de decepción y de culpa, de pena y desamor. La suela de sus sandalias dejando huella, sus pies llenándose de tierra y el viaje que no tenía para cuando. El viaje que no tenía para cuando, y que un puente se le cruza y le aclara las ideas. Su caminar se detuvo y auguró que pronto lo haría también su corazón, al estrellarse contra la acera y su cráneo romperse en mil pedazos, en mil memorias que no paraban de doler. Libró con lentitud los escalones, para darse tiempo de recordar los sucesos que hasta ahí la habían llevado.

Todo comenzó unas horas antes, cuando Mariana resolvió que una cena sorpresa sería un buen detalle para consentir a su pareja. La enamorada mujer había salido temprano de la oficina y, aprovechando que su futuro esposo le había dado una copia de las llaves de su casa, pensó en papacharlo. Tomó un taxi que la llevó hasta el supermercado y compró lo necesario para cocinar el más suculento de los banquetes. Luego se dirigió al departamento de su amado, dispuesta a dejar volar ese buen sentido culinario que de su madre había heredado. Entró al lugar, colocó las compras sobre la mesa, se lavó perfectamente las manos y… Algo se interpuso en su camino, un ser pequeño y peludo con el poder de robarle más que la atención: Manchas, el lindo gato siamés que vivía con Martín, el minino protagonista de sus más calientes y prohibidas fantasías, el culpable de sus más intensos y placenteros orgasmos. Y olvidándose de preparar la cena, dejando de lado el deseo de sorprender al dueño, tomó al animal y lo abrazó contra su pecho.

Bastó tener aquel tibio cuerpo pegado al suyo para que sus pezones se endurecieran y se marcaran a través de la tela de su blusa, esa de la que con furia y arrebato se despojó para sentir sobre sus senos el contacto directo de aquel blanco pelaje. A Mariana siempre le gustaron los gatos, desde niña siempre tuvo uno a los pies de su cama, pero transcurrido el tiempo, sin darse cuenta cuándo, cómo ni por qué, estos saltaron del suelo al colchón y se volvieron su obsesión. Todos le agradaban, todos la excitaban, pero ninguno más que Manchas. Con toda su fragilidad y ternura, con su delgadez y su cola negra contrastando con el resto de su anatomía, ese animal la embrutecía. El simple hecho de verlo era suficiente para perder la razón y mojar sus pantaletas, y ahora lo tenía para ella sola, sin Martín en el sanitario impidiéndole rendirse a sus instintos. Lo tenía para ella sola y estaba decidida a aprovecharlo.

Sosteniendo en la izquierda a su felino acompañante, Mariana se desabrochó el sostén con la derecha, cayendo éste al suelo y quedando al descubierto sus perfectos y hermosos pechos: redondos, firmes y coronados por dos grandes y oscuras aureolas rodeando un par de fresas que de tan duras ya dolían. Al tiempo que su respiración comenzó a acelerarse y las primeras gotas de lubricante mojaron su ropa interior, fue acercando la boca del gato a su pezón. Cuando sólo unos milímetros lo separaban de aquella prieta y agrietada punta, como siguiendo instrucciones nunca establecidas, el minino dio un tímido lengüetazo que hizo temblar a la mujer, un tímido lengüetazo que habiéndose acostumbrado al sabor y a la textura se convirtió en un frenético lengüeteo que pronto tuvo a su receptora gimiendo de placer, al borde mismo del orgasmo.

Buscando prolongar lo más posible la placentera experiencia, Mariana apartó al gato de sus tetas. Lo besó con ternura y lo bajó al suelo, para poder ella despojarse de su falda y de sus bragas, para poder ella desnudar ese sexo cuyo vello ya brillaba de lo húmedo, de la enorme excitación. Se sentó en el piso con las piernas bien abiertas, e invitó al pequeño felino a hurgar entre ellas. Como si tuviera conciencia de lo que ahí sucedía, como si su cerebro animal fuera en realidad el de un hombre extasiado ante la imagen de un coño mojado y oloroso, Manchas caminó hasta hundir su lengua en medio de aquella negra vegetación. Las primeras caricias en su entrepierna lograron arrancarle a la maravillada mujer un par de gritos, alaridos que creyó pronto derivarían en un pasmoso clímax, pero la mascota de su novio, como decepcionado porque ahí algo faltaba, detuvo su estimulante ronronear y se echó a los pies de la dama.

Mariana, entre confundida y enfadada y luego de rápido pensar en una solución para reanudar la acción, en una forma de también complacer al animal, corrió hacia el refrigerador y tomó el pomo de la leche. Volvió a sentarse en el piso, abrió muy bien las piernas y empezó a derramar el blanco líquido sobre sus pechos, escurriendo éste hasta su sexo y llamando de nuevo la atención del lindo siamés, que ni tardo ni perezoso se puso a lamer, devolviéndole a la prometida de su dueño el gozo interrumpido. Y ya con la leche de por medio, Manchas no paró de mover su lengua a lo largo y ancho de aquellos labios, logrando que al pasar unos cuantos minutos la delirante mujer explotara en el más poderoso y extraordinario de los orgasmos, ese que la elevó hasta el cielo para luego caer de regresó al suelo al percatarse que Martín los observaba, que Martín deseaba que su mirada fueran balas.

Conforme subía los escalones, las dolorosas imágenes revoloteaban en la cabeza de Mariana, lastimándola tanto o más que al momento de vivirlas. Pensó en lo que habría pasado de haber controlado sus impulsos, en lo que acababa de perder por no haberlo hecho, en las razones de su depravación, en por qué tenía que ser así y en las insultantes frases que su novio le recitara antes de echarla como a un perro de su casa. Pensó y pensó y las ideas le fueron llenando la cabeza de un humo tan denso que terminó por vencerla. Su peso fue menor al de las recriminaciones y la falta de esperanza y se precipitó contra el asfalto.

Tal como lo predijera al toparse con el puente que le señalara el camino, su cráneo se volvió pedazos regalándole el sueño eterno, robándole la poca vida que no arrojó en aquel anillo, que no dejó en aquella última mirada atrás. Y mientras su espíritu comprobaba enfurecido que la muerte no es el fin, mientras su alma estancada en el tormento seguía sufriendo una y otra vez por los felinos hechos, su casi viudo, Martín, acostado sobre su cama, desnudo y con la lengua de Manchas lamiéndole la hinchada y palpitante verga, esforzándose por retener la que sería una descomunal venida, meditaba el perdonarla.

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