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Plátanos con crema

en Gays

En cuanto estuve a solas con mi padre, el estómago se me llenó de mariposas. No sé si fue la ropa que llevaba, el nuevo corte de cabello o que tenía ya casi un mes sin verlo, casi un mes sin repetir… "aquello", pero me pareció que el condenado estaba más lindo que nunca y fue imposible controlar una erección. Mis bermudas rojas, esas con las que mi culito adolescente lucía prácticamente irresistible, pronto dibujaron una carpa, misma que mi padre no tardó en notar y… acariciar.

– Éste sí que sabe a lo que viene, ¿no? – Comentó frotándome el paquete –. ¡Apenas entraste y ya está en guardia!

– No puedes culparlo – dije yo –, hoy estás muy guapo.

– ¿De verdad lo crees, mijito? – Preguntó al tiempo que me bajaba el cierre y metía su mano para empezar a masturbarme.

– Este… Sí, de veras que hoy estás… ¡Ah! – Un ligero apretón en la punta de mi endurecida polla me arrancó un gemido y me impidió confirmarle cuán atractivo lo encontraba.

– ¿Qué te pasa, bebé? ¿Por qué la agitación?

– Este… Yo… ¡Ay!

La mano de mi padre continuó moviéndose a lo largo de mi pene y yo seguí gimiendo, rendido ante sus toqueteos. Mis ojos estaban cerrados, mi boca abierta, y la velocidad de las caricias era cada vez mayor. Las piernas comenzaron a temblarme, la sangre se concentraba en mi entrepierna, el orgasmo estaba cerca y…

– ¡Vaya, pero si son casi las cuatro! – Exclamó mi padre, soltando mi sexo e interrumpiéndome el placer –. Seguro tienes hambre, ¿no? – Sacó su mano de mis pantaloncillos –. Ven, vamos para la cocina – propuso dando media vuelta y dejándome cortado y medio –, que enseguida te preparo algo.

– Pero… – Quise reclamarle que se marchara a mitad de la paja, pero antes de siquiera articular palabra él ya estaba en la cocina –. Vamos, pues – mascullé no muy convencido, para luego atravesar el pasillo y alcanzarlo en la cocina.

– ¿Qué quiere mi hijo predilecto que le haga? – Inquirió mi padre en tono divertido, como adivinando lo que en mi mente respondí: una chaqueta –. ¿Huevos con jamón, un emparedado, una ensalada de atún o unos taquitos de frijoles?

Soy muy indeciso, sobre todo cuando estoy caliente, así que, en lugar de contarles lo que ocurrió en esos quince aburridos minutos que tardé en elegir qué comería, les hablaré un poco de mi vida y de cómo fue que mi padre y yo llegamos a tal grado de confianza que me recibía con una paja cada que lo visitaba. Porque más de uno se ha de cuestionar acerca de ello, ¿o no? Pues bien, tengan o no dudas, quieran o no conocer los antecedentes, ¡ahí les van!

Me llamó Pablo, y desde que tengo memoria me la he pasado entre dos casas: la de mi madre y la de mi padre (aclaración quizá innecesaria). Ellos se divorciaron antes de que yo cumpliera el año, por lo que ni tengo recuerdos de lo que es una familia ni me duele ni molesta andar del tingo al tango… Bueno, más bien no me molestaba, porque desde aquella noche en que aconteció lo que a continuación les he de relatar como que sí me enoja la decisión que el juez tomó sin consultarme, a MÍ el principal interesado. El peloncito ese – lo digo no por insultarlo sino porque lo conozco y en verdad está pelón –, muy probablemente sobornado por mi madre (una bruja obsesionada con el orden), dictó que a mi padre sólo lo vería desde las 3:00 p.m. del viernes hasta las 6:00 p.m. del domingo, ¡y eso si no era diciembre!, porque las vacaciones de invierno y una semana más no podría visitarlo, razón por la cual tenía casi un mes sin verlo. Sí, sus deducciones son correctas, lo que les cuento, no lo que pasó antes sino eso de que me dejó a mitad de una paja para hacerme de comer, fue por ahí de enero. Pero bueno, que fechas y horarios poco importan, así que continuemos con la historia.

Les decía que sólo los fines de semana me permiten ver a mi padre, y la verdad es que al principio me era suficiente, pero los años se vinieron, y justo entró la adolescencia mi gustó por los hombres floreció. Y como no hay hombre más guapo que mi padre, ya sabrán ustedes…

Esos inocentes baños de padre e hijo que cuando niño no representaban para mí más que una muestra de cariño, una oportunidad más para jugar con él, se fueron convirtiendo en un deleite a la pupila y un tormento a mis instintos y deseos, esos que por miedo o por educación tuve que tragarme en incontables ocasiones. Lo que antes no significaba más que el cuerpo de un adulto, pronto se transformó en la más grande tentación. Y de toda esa hermosa anatomía, de esos brazos fuertes, esas piernas recias, esa espalda ancha y ese tórax de escultura, lo que más llamaba mi atención era eso que colgaba, ese hermoso par de huevos y esa linda verga por la que cada noche, en la soledad de mi cuarto, el de una casa u otra, me masturbaba hasta correrme.

¡Ah, qué rico es darse una manita pensando en mi papito! Aun cuando hoy puedo aliviar mis ganas de otra forma, de vez en cuando me la jaló, para qué digo que no. Me desnudo completito, me acarició el cuerpo por un rato, me pellizco los pezones y a darle. Me gusta tanto hacerlo, que me olvidó de todo. Cierro los ojos, me pongo a imaginar y ni cuenta me doy de lo que pasa. Y por eso precisamente, por ese placentero ensimismarme, fue que la distancia con mi padre se hizo menos.

Luego de cenar, y como era costumbre las noches de sábado, mi padre y yo nos metimos a la ducha. Era normal entre nosotros enjabonarnos las espaldas o de repente darnos uno que otro roce, nada intencional, al menos no de su parte, o bueno, eso creía yo, pero ahora sé que no, y en fin. El caso es que esa noche, mientras yo estaba embobado con su rabo, mi padre hizo algo que me sorprendió. ¡Y que me calentó, por supuesto!

– ¡Vaya, mi pequeño ya creció! – Exclamó orgulloso –. Ya tiene pelitos en los huevos – agregó para enseguida acariciármelos, y yo creí que me moría –. ¿Cuántos años tiene, mijo? – Preguntó sin dejar de manosearme.

– Este…

La pregunta era por demás sencilla, pero yo me encontraba al borde del colapso. ¡Mi padre, el hombre más atractivo del planeta, me estaba agarrando las bolas! Sí, es cierto, había soñado muchas veces con aquella escena, pero la realidad me superó. ¡Me tenía paralizado!

– ¿Eh, cuántos? – Insistió y yo seguí mudo –. ¿Doce, trece? – Sus dedos subieron un poco y empezaron a menearme la polla, que para ese entonces estaba ya morcillona, que con unas cuantas sacudidas se me puso como piedra.

– Este… Sí, acabo de cumplir… los trece – finalmente respondí.

– No, chiquito, me refería a cuánto te mide, ya sabes, cuando se te para – señaló de lo más calmado, y yo por poco y me le vengo –, si doce o trece centímetros. ¿Ya te la has medido? ¡Porque yo le echo unos doce! Y para tu edad está muy bien, ¿no crees? ¿Cuánto les mide a tus amiguitos?

– ¡¿Eh?!

– ¡Vamos, me vas a decir que no comparan! Pero si eso es muy normal entre púberes, ¿que no?

– Este… Yo…

– No te pongas rojo, mijo, sólo trato de hacer plática.

¡¿Hacer plática?! ¡Por Dios! Si uno quiere hacer plática habla del clima, de fútbol o de cualquier otra pendejada, pero no le agarras la verga a tu hijo y le sales con eso de ¿cuánto les mide a tus amiguitos? Qué excusa tan más… No, no se confundan, no me estoy quejando. Bueno… sí, pero no por lo que piensan, sino porque hubiera preferido que me la pusiera fácil, que hubiera ido directo al grano y me dijera Hijo: me van los chiquillos lindos como tú, y quiero cogerte, y así ninguno de los dos perdíamos tiempo. Porque… siendo honestos, la verdad que me vi lento. A la mejor otro en mi lugar se le hubiera lanzado a los brazos y ahí mismo se la mete, pero yo no soy así. Yo soy algo tímido, aunque no lo crean. Cuando la paja disfrazada que me hacía mi padre me arrancó el primer jadeo, me asusté y salí corriendo. Donde otro hubiera aprovechado para cumplir sus fantasías, yo escapé mojando todo y me encerré en mi habitación.

Y una vez tirado en el colchón, empapando la almohada y cerrando los ojos, pensando me encontraba a salvo de las tentaciones, de mi padre, envolví mi inflamadísimo sexo e inicié la frenética masturbación. Pero como les digo soy bastante idiota y no cerré la puerta con seguro (detalle que hoy calificó de oportuno), por lo que mi padre se coló en el cuarto a presenciar mi desahogo. Cuando estaba a punto de explotar me dio por separar los párpados, y entonces fue que lo encontré mirándome, de pie a un costado de la cama, y el orgasmo se me fue. Por instinto me quedé inmóvil, pero después de unos segundos de silencio me animó a seguir.

– No te detengas, mi niño – me dijo posando su derecha sobre mi muslo, caricia inocente que me provocó un inmenso gozo –. No te detengas – repitió. Y yo le obedecí.

Con sus ojos clavados en mis doce o trece, fue sencillo recuperar la inspiración perdida. Pronto volví a rondar las puertas del éxtasis, y bastaron un par de segundos más para estallar. Un escandaloso sí brotó de mi garganta, y de mi miembro seis o siete bombazos de abundante esperma que cayeron en mi vientre y en mi pecho, y que Él, de la manera más lasciva y provocadora, recogió con su lengua hasta dejarme limpio, hasta hacerme creer dentro de un sueño para después largarse sin decir adiós.

Esa noche casi no pude dormir, pensando en lo que habíamos hecho, en si estaba bien o mal, en cuándo volvería a pasar. Fue algo confuso y frustrante el que mi padre se marchara sin decir palabra, sin dar explicación, pero conforme las semanas transcurrieron, conforme me masturbé de nuevo frente a él, para él, y luego él para mí y luego juntos, cada quien lo suyo o uno al otro, fui entendiendo que de interrogarlo no obtendría una explicación, por lo que no preguntar era mejor. Comprendí que de no hacer un comentario estúpido que pudiera desatar la culpa de mi padre, de no querer ponerles nombre, las cosas no tenían porque cambiar, él seguiría jalándomela y yo a él, y todos felices y contentos, y ¿saben qué? Me pareció más que perfecto. ¿Para qué llenarme la cabeza de dudas? ¿Para qué cuestionarme si a mi padre le gusta estar con hombres, con chiquillos o nada más conmigo? ¿Para qué, si en lugar de hacerme bolas puedo disfrutar de las suyas, si en lugar de preocuparme por cuestiones de moral, preferencias o motivos puedo regodearme recorriendo a su "mejor amigo"? Si lo hiciera, si por esa razón perdiera lo que hoy va más allá de una paja mutua, entonces sí que sería un completo imbécil. Por eso mejor me callo, y me limitó a dar y recibir placer. Buena decisión, ¿no?

– Pablo: dime de una vez qué quieres. ¡Hace quince minutos que te pregunté, y todavía no te decides! ¡Qué bárbaro, de veras!

Ahí está otra vez mi padre, exigiendo que le diga qué quiero comer cuando él sabe perfectamente lo que es, pero bueno. Por fortuna ya les he contado los sucesos que nos condujeron hasta esa tarde en que tras encontrarlo más lindo que nunca mis bermudas rojas dibujaron una carpa, así que retomaré la historia en ese punto.

– Pues… ¿Qué te diré? La verdad es que no sé.

– ¡Ya, Pablo! O me dices rápido, o te juro que no hay postre – advirtió con tono firme –. Y mira que el de hoy es especial, eh – afirmó como diciendo hoy de postre tragas verga, y yo, goloso como soy, emocionado ante la posibilidad de mamársela por fin, le pedí me prepara una torta de jamón, misma que devoré como si llevara años sin comer.

– ¡Listo! – Clamé después de tragar el último trozo de bolillo –. Ahora puedes darme el postre, papi. Y espero que en verdad sea tan especial como dijiste.

– ¡Oh! Ya verás que sí, mijito – aseguró al tiempo que abría la puerta del refrigerador y tomaba un pomo de la primera parrilla –. ¿O qué, no son los plátanos con crema tus favoritos? – Inquirió dejando el pomo sobre la mesa.

– Pues sí… – contesté tomando el pomo de la crema –. Pero… ¿y los plátanos?

– ¿Tú… dónde crees? – Fue la oración con que mi padre, luego de sentarse en la silla de al lado con las piernas bien abiertas, presumiéndole a mis ojos su abultada bragueta, confirmó mis dulces sospechas.

– Ah – susurré entre risillas nerviosas y mi cara de idiota antes de caer de rodillas frente a él, dispuesto a comer hasta saciarme.

Con la desesperación y la impaciencia de haber esperado aquel momento por meses, me deshice de su cinturón, de sus jeans y calzoncillos, y su hermoso pene, ese que conocía a la perfección pero que nunca antes miré con tal deseo, se reveló en toda su grandeza, porque aún medio dormido medio despierto era imponente. Y ya sin ropa de por medio, usando mis dedos como cuchara, me dediqué a ponerle crema al plátano, a MI plátano. Y conforme fui embarrándolo de arriba abajo, poniéndole especial atención a la cabeza, regordeta y púrpura, el tronco se fue poniendo grueso y largo, y antes de siquiera darme cuenta no me cabía más en la mano. Estaba más duro que nunca, y también se veía más delicioso, ni siquiera el estar cubierto de blanco le quitaba encanto. Se me hizo agua la boca.

– ¿Qué pasa? – Me interrogó mi padre –. ¿Acaso… ya no tienes hambre?

– ¡Estás loco! – Grité como diciendo ¿a quién no le daría hambre con semejante platanote? –. ¡Claro que sí, y mucha!

– Pues entonces… come – sugirió abriendo más las piernas, ofreciéndome orgulloso su manjar.

¿Cómo negarse a complacerlo? De inmediato tomé la exquisita fruta por la base, y lo primero que hice fue quitarle la cubierta blanca. Lamí una y otra vez aquel cilindro carnoso y tibio hasta no dejar rastro de crema, y entonces, babeando de tan excitado, engullí más de medio plátano y comencé a mamar, percibiendo cómo con cada lengüetazo, con cada sube y baja de mis labios el sabor a crema se iba yendo, y supe al fin a qué sabe una verga. ¡Y me supo deliciosa!, y por eso me tragué lo que faltaba y sentí que la puntita me llegaba al alma y la inyectaba de felicidad y de placer.

¡Oh, Dios, aquello era grandioso! Mi petrificado miembro expulsando lubricante a borbotones, y el de mi padre palpitándome en la boca. Mi cabeza yendo de arriba abajo y cada vez más rápido, impulsada al principio sólo por gemidos y después por ese par de manos que tan bien me conocían, entre cuyos dedos más de una vez me derramé. Mamársela a mi viejo resultó mucho mejor de lo esperado, y era obvio que también él lo gozaba, porque cada vez bramaba con más fuerza, acercándose sin duda al clímax.

– ¡Oh, Dios, qué bien se siente! ¡Sí, qué bien, qué bien! – Rezaba una tras otra, mientras yo metía la mano en mis bermudas y empezaba a masturbarme –. ¡Ah, qué rico! Sigue así, mi niño, que ya merito acabo. ¡Ah! ¡Ah! ¡AHHHHHHHHHH! – Rugió agarrándome de los cabellos y clavándomela toda para luego eyacular, para luego depositar en mi boca una cantidad de semen tan impresionante, que para mi pesar me fue imposible beber toda y una que otra gota resbaló por mi barbilla. Y justo después del último trallazo, manchando mis pantaloncillos y mi diestra, también me vine yo, experimentando el mejor orgasmo de mi vida hasta ese entonces.

Luego, una vez vestido y satisfecho, mi padre me comunicó que saldría a tratar un par de asuntos. De negocios, ya saben. Me puse algo triste pues pensé que pasaría con él la tarde, pero le fue fácil contentarme. ¿Que qué hizo? Prometió que para la cena también habría plátanos con crema. Y no sólo eso: juró que me sabrían más ricos pues no usaría la boca. Y aunque no estaba seguro qué significaban sus palabras… ¡sonaban excitantes!

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