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No sólo los amores gay son trágicos y clandestinos

en Interracial

No sólo los amores gay son trágicos y clandestinos.

Sobresaltada, Mónica abrió los ojos y corrió hasta la cama de hospital que tenía enfrente. En ésta se encontraba Abed, al amor de su vida, ese muchacho humilde y bondadoso que yacía inconsciente a causa de una paliza que un grupo de vecinos le había propinado hacía ya un par de meses. La exaltada mujer había estado soñando que su novio se despertaba del coma, que la llamaba "Estrellita" antes de besarla con uno de esos besos que sólo el sabía entregarle. Pero al percatarse que la realidad era distinta, que ese con quien por gusto cambiaría lugares se mantenía inmerso en el silencio, se desplomó y se echó a llorar, con un dolor sólo comparable al sufrido por su pueblo a manos de los nazis.

Sus lágrimas mojaron la mano derecha de su amado, y en la poca fantasía que aún le restaba imaginó que éstas lo devolvían al mundo como en uno de esos cuentos de hadas que su madre solía contarle por las noches cuando niña. Pero nada, Abed seguía durmiendo. Milagros nada más en los libros, y para la vida el tiempo, ese que anunciaba las once con cuarenta, ese que amenazante y hasta burlesco, colgando de uno de los cuarteados muros, gritaba que faltaban nada más veinte para la hora del adiós, para el momento en que, sin nadie que pudiera evitarlo, los médicos vendrían a desconectar al enfermo, pues afuera miles aguardaban por su habitación.

Mónica lo sabía. Mónica estaba enterada y no podía más que seguir rogando por algo que cada vez lucía menos probable, por algo que ya ni segura estaba de desear. Eran tantos los días que había pasado en aquella clínica, y tan profundo el deterioro que éstos habían provocado en su espíritu, que por momentos pensaba lo mejor sería resignarse a no abrazarlo más. Dudaba si, en el caso de que Abed recobrara la conciencia, sería capaz de amarlo igual, si estaría aún dispuesta a enfrentarse a todos y a todo, a luchar por ellos. Y eran esas dudas lo que más la atormentaba, lo que la hacía sentirse inhumana y merecedora de la muerte. Se suponía que lo amaba, que le había prometido jamás rendirse, jamás perder la fe, pero ya no resistía, ya estaba cansada. Limpiándose las lágrimas y sentándose en el piso, decidió esperar el mediodía.

*****

– Si me compra dos, se las dejo más baratas – ofreció Abed con tal de ganarse un par de monedas que le sirvieran para quitarse el hambre.

– De verdad que no traigo dinero – afirmó Mónica –. Pero si vas a mi casa por la tarde, te prometo que te compró cinco. Mira, es aquella de paredes blancas y puerta de madera – señaló la mujer apuntando en dirección a una descuidada finca ubicada a unos cuantos metros –. Me regresaría por mi cartera para comprártelos ahora mismo, pero de verdad que llevo prisa. Tengo una cita de trabajo dentro de quince minutos, y no puedo llegar tarde. Pero nos vemos en la tarde, ¿de acuerdo? – reiteró.

– Está bien – aceptó el muchacho un tanto decepcionado.

– ¡Hasta la tarde entonces! – exclamó ella antes de subirse a un taxi y perderse entre el tráfico.

Abed tenía veinte años, y desde los nueve trabajaba vendiendo vasijas por las calles. Al principio, fue por ayudar a su madre que lo hizo. Al morir su padre en medio de uno de esos atentados terroristas, tan comunes por aquellos lares, ella se quedó con la responsabilidad de mantenerlos a él y a sus tres hermanos, por lo que, siendo el mayor, decidió tomar el oficio de su fallecido progenitor como propio y llevar un poco de dinero a casa. Después fue porque se dio cuenta de que no tenía muchas opciones, de que en aquel país al que habían ido a parar él y su familia por una de esas malas jugadas del destino no había mucho que una persona de su raza pudiera hacer, que siguió por el mismo camino.

Así, ganando poco y necesitando mucho, fue que continuó vendiendo sus utensilios y perdiendo uno a uno a sus seres queridos, en las mismas condiciones que perdiera primero a su padre. Y así fue que conoció a Mónica, que ésta lo invitó a su casa en plan de negocios y cambió su vida.

– ¡Hola! Creí que ya no ibas a venir – dijo Mónica luego de abrirle la puerta al comerciante.

– ¡Cómo cree! Si con el dinero que usted me pague por las vasijas voy a comprarme algo de comida para calmar esta hambre – comentó Abed tocándose el estómago –, ¿piensa que habría dejado de venir? ¡Porque sí me va a comprar las cinco que me dijo!, ¿verdad? – preguntó ansioso el chico.

– ¡Claro que sí! Si yo cumplo lo que prometo. Pero… ¿A poco de veras no has comido nada desde la mañana que nos vimos? – inquirió preocupada.

– No, señorita. Es que no he vendido nada – explicó cabizbajo el jovencito.

– Pues… ¿Qué te parece si, antes que otra cosa, te invito un plato de sopa? – sugirió la mujer.

– ¡¿De verdad?! – cuestionó él, incrédulo.

– ¡De verdad! – respondió ella animándolo a pasar, y los dos entraron a la casa.

En vida, el padre de Mónica había pertenecido a una de esas agencias secretas de inteligencia, una de esas corporaciones cuyos miembros suelen estar por encima de la ley. Durante casi cuarenta años de servicio, recibió un sin número de reconocimientos que en realidad lejos estuvo de merecer, ya que detrás de ese supuesto patriotismo por el que tantas veces arriesgara la vida en nombre de su país, y dejando de lado la ambigüedad de las acciones realizadas en cada una de las misiones que le fueron asignadas, no fue más que un traidor que aprovechó su puesto y sus conexiones para venderles armas a los grupos rebeldes que en el papel debía haber combatido, armas que después habrían de ponerle fin a la vida de un sin fin de inocentes, de cientos de personas que aún ajenas a todo conflicto habrían de pagar las consecuencias de una lucha que de tan antigua ya nadie conocía de bien a bien las causas, el origen, los porque. A lo largo de casi cuarenta años de servicio, y de la manera más vil e ilegal, quien ante todos aparentaba moralidad y perfección, acumuló una enorme fortuna bañada en sangre, una enorme fortuna que habría de heredar a su hija a la hora de su muerte, una fortuna que ella había estado a punto de rechazar luego de haberse enterado que la imagen de su padre era una farsa, pero que a fin de cuentas, como una forma de lavar las culpas de su padre y las que ella misma sentía por venir de él, habría de emplear en beneficio de esos tantos necesitados de ayuda, de esas tantas víctimas del a veces injusto destino.

Fue por esa culpa que la hacía sentirse obligada a dedicar su vida a mejorar la de otros, esa culpa por la cual había creado ya tres organizaciones en pro de solucionar diversos problemas sociales, que Mónica le invitó a Abed un plato de sopa y le compró cinco de sus vasijas. Fue por esa culpa que en un inicio charlo hasta la madrugada con él, y que se repitieron constantemente las reuniones hasta que surgió el amor. Y ya existiendo éste, las diferencias de razas y de religiones, esas que para algunos, los más fanáticos conservadores sonarían aberrantes, pasaron a segundo término. El obstáculo que representaba el ser una judía y el otro musulmán, viviendo en un país que lejos de tolerar dicha relación la castigaría con cárcel, pareció que no importaba, y creyeron que lo podrían todo, pensaron que el amor saldría triunfante y se fueron juntos a vivir, y sin cuidado alguno se repartieron besos y abrazos por la calle hasta que un día, hasta que una mañana saliendo Abed de esa casa a la que la primera vez entrara nada más a vender vasijas, un par de hombres a los que irónicamente Mónica prestara auxilio meses antes lo interceptó y le hizo llover de piedras como recordatorio de su atrevimiento, como advertencia de lo que, de no cortar de tajo tan prohibido afecto, podría venir, le podría pasar.

Algunas piedras se impactaron contra los cristales de las ventanas del hogar de la pareja, produciendo un alboroto que condujo a Mónica a la calle. Los dos agresores, al salir la mujer cargando una pistola en defensa de su amado, de su "Niño" como ella lo llamaba estando a solas, se alejaron a toda prisa cual cobardes eran, dejando al pobre chico tirado en el suelo, quejándose de las heridas infligidas por las rocas.

– ¿Estás bien, amor? – inquirió Mónica sumamente alarmada.

– Sí, no te preocupes – respondió Abed fingiendo una serenidad que no sentía, una serenidad falsa que habría deseado fuera un arma con la cual aniquilar a su par de atacantes.

– ¡Gracias al cielo que salí a tiempo o te habrían matado! ¡Mira nada más como te dejaron! – exclamó ella, furiosa, deseando también la muerte de aquellos desgraciados sujetos.

– No es para tanto, de verdad que no – aseguró él, tratando de no quejarse más.

– ¡Cómo de que no! ¡Esos desgraciados!, como quisiera que… Vamos para adentro, para que te cure esas heridas – propuso la mujer habiendo retomado un poco la calma.

– ¡En serio que estoy bien! – chilló el maltratado muchacho en un tono que decía todo lo contrario –. ¿Por qué no, en lugar de curarme, me dejas ir a la junta? Voy a llegar tarde.

– No importa. Antes que nada, está tu salud. No insistas en lo contrario, que no voy a ceder. ¡Vamos para adentro! – insistió la novia, obligándolo a entrar a la casa.

– De acuerdo – aceptó poco gustoso el novio.

Una vez en el interior de la finca, ambos se dirigieron al dormitorio. Mónica le pidió que se acostara, mientras ella iba al baño por agua oxigenada y algodón. Abed le hizo caso y se subió al colchón, y a los pocos segundos su amada regresó a la habitación con intenciones de atenderlo. Pero su objetivo, al parársele tan de cerca al chico, al inclinarse un poco sobre éste para limpiarle una de las lesiones y mostrarle por su escote gran parte de sus atributos, habría de interrumpirse. El deseo entró en escena.

– Oye, deberías de haber sido enfermera. Ni siquiera me has tocado con el algodón y ya me siento mejor – aseguró Abed rozando el pezón de su amada por fuera de la blusa.

– ¡Amor, no! – gruñó Mónica golpeándole suavemente la mano –. Déjame curarte, no se te vaya a infectar. A ver, tú me dices si te arde – indicó justo antes de lavarle la sangre que le escurría de una herida en la frente.

– ¡Ay! – gritó él al sentir el agua oxigenada sobre su piel abierta.

– ¡No seas exagerado! Si apenas y te toqué – argumentó divertida la mujer.

– Claro, como a ti no te duele, hasta te ríes – se quejó el joven sin quitar la vista de entre ese par de montecitos que comenzaban a levantarle el… ánimo.

– ¿De verdad te duele? – lo interrogó ella sin parar de tallar la llaga.

– ¡Sí, mucho! – contestó él en tono sugerente –. Además lo siento muy hinchado. Mira, préstame tu mano – él mismo se la tomó y la llevó hasta su entrepierna, notoriamente abultada por el constante mirar aquellos pequeños pero hermosos senos –. ¿Ves que sí está duro el… asunto? – comentó sobándose la excitación –. ¿Ves que sí necesito una atención más cariñosa? – insistió al tiempo que se desabotonaba el pantalón.

– ¿Tú crees? – consultó Mónica soltando el agua y el algodón, dispuesta a seguirle el juego a su amor –. A ver – le quitó los pantalones –, permíteme corroborar el grado del problema – se deshizo también del bóxer –. ¡Es cierto! – exclamó ya con el crecido e inflamado miembro entre sus dedos –. Se ve muy hinchado – retrajo el prepucio liberando el húmeda glande –. ¡Y muy rojo! – empezó a masturbarlo –. ¡Dios!, ¿qué debo hacer? – solicitó meneándolo como si fuera una palanca.

– ¿Por qué no le das un besito? – planteó Abed –. No sé, a la mejor y los cuentos de hadas que te contaba tu mamá tenían razón. A la mejor y con un beso se soluciona todo. A la mejor y… ¡Ah! – suspiró el muchacho al tocar los labios de su novia la punta de su falo –. ¡AHHHHHHHHH! – gritó cuando ésta llegó hasta la garganta dentro la cual docenas de veces se había derramado.

Sin detener el curso de la felación, Mónica giró ciento ochenta grados hasta cubrir con sus faldas la cara de su amante. Y éste, comprendiendo el gesto, hizo a un lado la escasa tela de esas bragas que frente a sus ojos coqueteaban, y hundió su lengua entre esos labios que quedaron descubiertos. Los fluidos arrastraron los gemidos, y la tarde se consumió entre un constante friccionar. Y al menos por esa noche, cobijados por la paz que siempre sigue al buen sexo, durmieron como niños.

Sin embargo, al día siguiente y advirtiendo que era sólo cuestión de tiempo para que sufrieran un segundo asalto, decidieron que lo mejor sería mudarse, al lugar más remoto y deshabitado de la ciudad, ese que en apariencia ofrecía seguridad. Y fue entonces que aprendieron a mentir, a ocultar las cosas, las costumbres. Fue entonces que, a sabiendas que eso que de puertas para adentro no importaba, que eso que para ellos no existía podría acarrearles más que penas, pretendieron ser lo que no eran, simularon una vida que no correspondía con la realidad, con su amor. Y por algunos meses la estrategia resultó, pero nada es para siempre. Pero toda mentira termina por caerse, y la fatídica fecha en que el disfraz se diluyó finalmente llegó. La suerte no habría de estar más a su lado.

Abed caminaba de regreso a casa cuando se topó con un par de soldados patrullando el área. Temeroso de que fueran a pedirle sus papeles, cambió bruscamente de dirección. Nunca supo si los militares tuvieron la intención desde un principio o si fue su nerviosismo el que les atrajo la atención, pero el caso es que lo abordaron y no tardaron en revelar su verdadera nacionalidad. Y cuando eso sucedió, un grupo de hombres que había presenciado la escena le cayó encima a puñetazos y a patadas, conduciéndolo rápida pero dolorosamente al estado de inconsciencia, a las puertas de la muerte.

Cuando Mónica lo encontró, su cuerpo era ya prácticamente un bulto, tenía todos los huesos rotos y su rostro no era más que carne sanguinolenta en la que no podía distinguirse rasgo alguno. Para agravar la situación, y siendo Abed de raza árabe, la ambulancia se negó a llevarlo y los hospitales a recibirlo. La hija del ex agente de la policía secreta tuvo que desembolsar una fuerte cantidad de dinero para que finalmente una clínica accediera a atenderlo, suma que para nada le importó pero que de poco sirvió pues para salvarlo no era mucho lo que se podía hacer. El vapuleado muchacho fue conectado a un sin fin de aparatos que sólo se encargaron de alargar la tristeza y la impotencia, la desesperación y la rabia, el coraje y la desesperanza. Del final, sólo los separaban unos cuantos cientos de horas.

*****

Desde entonces han transcurrido dos meses, y podrían ser muchos más de no ser porque el reloj ha marcado implacable ya las doce, y los médicos, con puntualidad inglesa, han entrado a la habitación con el objetivo de matar lo que desde un principio estaba muerto. Mónica los mira sin decir palabra, resignada y hasta un tanto aliviada de lo que vendrá. Uno de los galenos le toca el hombro en falsa señal de comprensión, y ella se aparta, ella le escupe y presa de un arrebato se le lanza encima. Entre los tres doctores la inmovilizan y la sacan del cuarto como a un perro, y a la mujer no le queda más que golpear la puerta tratando de expulsar toda esa mierda que por lo que adentro acontece le invade las venas, llenándola de un odio que es incapaz de controlar y que la conduce hasta su casa, y que la hace tomar la pistola y salir a la calle en busca de esos quienes le arrancaron el amor. Y sin estar segura de los nombres de éstos, sin siquiera preguntárselos, con la imagen del rostro destrozado de su Niño clavada en la cabeza, le dispara a un sujeto entre las cejas, a una mujer en el corazón y a otro hombre en la entrepierna antes de caer víctima de otra arma, de otra bala. Antes de sentir un calor abrasador quemándola por dentro, antes de pasar a ser parte de las frías estadísticas que saturan periódicos y noticieros. Antes de probarle al mundo que el amor… no todo lo puede.

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