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Recuerdos de una perra vida (1)

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Recuerdos de una perra vida. Parte 1.

Capítulo 3.

"Atada de pies y manos".

 

Era el mes de junio. En aquel cuarto de hotel, falto de aire acondicionado, el calor era cada vez más sofocante. A pesar de la poca ropa que llevaba encima, Isabel sudaba a chorros. Caminaba en círculos por la habitación, con su sostén negro y sus bragas blancas. Las gotas de sudor resbalaban por sus mejillas, provenientes de su frente. Recorrían su cuello y finalmente se perdían entre sus senos. Su sujetador se transparentaba permitiendo ver sus oscuros pezones; la tela estaba completamente empapada por la transpiración. Lo mismo sucedía con sus pantaletas, que se pegaban tanto a sus nalgas, que ya parecían parte de su piel. El de la televisión había dicho cuarenta grados, pero de seguro, encerrada entre esas cuatro paredes, separada apenas unos metros la una de las otras, Isabel podía sumarle unos cuantos más. Eso sin contar, lo nerviosa que se encontraba desde el incidente. No podía creer que estuviera metida en esa situación. Sus ojos se llenaron de lágrimas, era demasiado para ella.

Se tiró en la cama, cansada de caminar y para llorar a gusto. Sus lágrimas se mezclaban con su sudor, haciendo que su piel se sintiera aún más como pegamento. Cubrió sus ojos con sus manos, como tratando de no ver la realidad, como para olvidarse por un rato de sus problemas. Gracias a que sus brazos se alzaron un poco, el vello en sus axilas quedó al descubierto. Brillaba como todo en aquel cuerpo. Estando en ese lugar, con la paranoia que siempre la acompañaba, ni siquiera le daban ganas de depilarse. Sus piernas andaban por el mismo camino. Se acordó de su querida Paulina. De sus caireles y perfecto cutis. De cuando la conoció y como ésta la enamoró. Sonrió por un instante, dejando de lado todo lo demás, pero de inmediato regreso a las lágrimas. Recordar al amor de su vida, así fueran las más bellas imágenes, era en verdad doloroso. Que desdichada se sentía Isabel, la más desdichada del mundo. En esos momentos, lo único que deseaba era morir, pero no se atrevía siquiera a tomar el arma que había en el buró. Que sucia estaba, con sudor y vello cubriendo su cuerpo. Que triste se sentía, con mil y una penas abrumando su corazón. Pero aún en esos sus peores momentos, aún cuando no había tomado una ducha hacía ya días, se veía increíblemente sexy.

Isabel siempre había sido la envidia de todas las mujeres, de todas esas que no quedaban enamoradas al verla. Su apariencia no era algo fuera de lo común: un metro con sesenta de estatura, cabello negro al nivel de los hombros, rostro bonito pero no espectacular, senos de tamaño mediando, nalgas un poco caídas y piernas un tanto flacas, pero tenía ese no se que, que enloquecía, además de a todos los hombres, a una que otra dama, que como ella, no mostraba interés en el género masculino. Nadie podía explicar ese singular atractivo en una persona tan normal, pero tampoco era importante. Cuando la veías caminando hacia ti, todas las preguntas se borraban de tu mente. Su nombre se grababa en tu memoria. No podías dejar de pronunciarlo. Isabel, Isabel, Isabel, ¿cómo es que no te conocí, antes de que me contaras todo esto que ahora yo escribo? Tu suerte no habría sido la misma. Pero bueno, eso no sucedió, ya ni para que lamentarse.

Siguiendo con la historia, nuestra protagonista seguía sumida en su mundo de sueños y lágrimas, cuando Daniela, su compañera, entró al cuarto. Ella, a diferencia de Isabel, si era dueña de una de esas figuras perfectas, que adornan las portadas de las revistas. Uno setenta y cinco de altura, ojos verdes, cabellera rubia, labios carnosos, pechos prominentes, culo respingón, cintura breve y piernas bien torneadas, toda una belleza. Pero lo que tenía de hermosa, lo tenía de perra. De hecho, esa era la forma en que sus conocidos la llamaban. Daniela era una mujer sin escrúpulos, falta de cualquier código moral. Lo único que a ella le importaba, era su propio bienestar; y no se detenía ante nada, con tal de conseguir satisfacer sus caprichos. Todo aquel que no hacía lo que ella mandaba, terminaba por obedecer, obligado por la despiadada fémina. Así había conseguido llevar a Isabel con sigo, a base de amenazas. Aún cuando ésta pudo quedarse a enfrentar a la policía, sabiéndose inocente de todo crimen, no lo hizo por miedo a Daniela. No lo hizo y ahora vivía de hotel en hotel, de pueblo en pueblo, tratando de no ser atrapadas. Su vida era una constante huída desde hacía ya, un par de meses.

Daniela se acercó a la cama y se tiró al lado de Isabel. Ésta dejó de llorar; no quería molestar a su compañera. Ninguna de las dos habló. Isabel nunca abría la boca, sino era para contestar una pregunta de Daniela; y ella, en ese momento no tenía ganas de pronunciar palabra. Estaba nerviosa. Después de sesenta días de viajar por el país, escapando del peso de la ley, había estado a punto de ser capturada. Es cierto, Daniela era una persona sin principios y capaz de cualquier cosa por conseguir lo que quería, pero eso no significaba que deseara ir a prisión. Luego de que pasaron treinta minutos de silencio y la calma regresó a su cuerpo, le pidió a Isabel ponerse de pie. Comenzó a hablar.

-La policía estuvo a punto de agarrarme.

-¿Qué? ¿Cómo que estuvo a punto de agarrarte? ¿Por qué? ¿Qué hiciste ahora?

-¿Qué hice ahora? Bueno, ¿qué tú crees que me la paso cometiendo crímenes? ¿Qué me crees una estúpida? Claro que no hice nada.

-Entonces, ¿por qué estuvieron a punto de capturarte?

-Porque nuestro retrato hablado está en televisión. Fui a la tienda a comprar algo de comer. Cuando estaba en la caja, el vigilante del lugar me vio y relacionó de inmediato mi cara con la fotografía. Por eso me descubrieron, no porque haya delinquido de nuevo.

-Pues eso es aún peor. Ahora que saben que estamos en éste pueblo, ya no podremos escapar. Van a pedir refuerzos. Cientos de patrullas rodearan el edificio. Vamos a ir a la cárcel. Vamos a ir a la cárcel y todo por tu culpa.

-¿Por mi culpa? Mal agradecida, ¿cómo puedes decir eso? Te salvé de vivir bajo el yugo de un hombre, que de seguro terminaría matándote a golpes. ¿Cómo es posible que ahora me culpes por todo?

-Porque eres la única responsable. El único error que cometí fue seguirte. Es cierto, me libraste de vivir con un hombre que de seguro terminaría matándome, pero me condenaste a ser un fugitivo de la ley. Ahora la única opción es la cárcel.

-No te pongas dramática. No des por hecho que van a detenernos. Esperaremos a que anochezca y nos iremos de éste pueblo. Ya estamos cerca de la frontera. Cuando salgamos del país ya no habrá que seguir huyendo. Viviremos como reinas, solas tú y yo, en el país del norte.

-Que estúpida eres, Daniela. ¿Crees que va a ser tan fácil cruzar la frontera? ¿Crees que no van a estar esperándonos? Por favor, acepta que estamos perdidas. Acepta que todo se acabó, que no hay salida.

-No, no voy a aceptarlo, porque no es así. Nosotras vamos a escapar. Vamos a librarnos de la policía y estaremos juntas para siempre.

-Yo no quiero estar con tigo para siempre. ¿Sabes algo? De cierta manera me alivia ir a prisión. Ya no tendremos que ir de aquí para allá. Ya no tendré que soportarte, ni vivir con el miedo de que termines matándome a mi también. Te odio. Daniela. Te odio y prefiero la muerte a vivir el resto de mis días con tigo.

-Pero...tú dijiste que me amabas. ¿Por qué me dices todo esto ahora?

-Si te dije que te amaba, fue porque, como ya te lo dije, me das terror. Todo lo que pasó fue tan repentino, que nubló mi mente. En ese momento no pensaba. Te dije que te amaba y que quería escapar con tigo, si, es cierto, pero por miedo a que cumplieras tus amenazas, no por amor.

La cara de Daniela se llenó de rabia. No podía soportar que la mujer que, según en su retorcida visión del mundo, amaba, le hablara de aquella manera. Apretó los dientes para no llorar. Las palabras de Isabel le rompían el corazón, pero no podía mostrarse débil, eso jamás. Agachó la mirada. Cerró los puños. Levantó de nuevo la cabeza. Dibujo una sonrisa y golpeó el rostro de Isabel con todas sus fuerzas, tirándola a la cama. La enloquecida mujer se lanzó sobre su amada. Empezó a besarle el cuello, con desesperación y furia. Pasaba su lengua por éste una y otra vez, para poco a poco, ir clavándole sus dientes. Como si de pronto se hubiera transformado en un vampiro, Daniela enterraba sus colmillos en la pegajosa piel de Isabel, arrebatándole, además de unos gritos ensordecedores, unas cuantas gotas de sangre. Mientras sus dientes cubrían el lastimado cuello con tan vital fluido, sus manos rasgaban las empapadas prendas que aún cubrían a su víctima. Cuando la tuvo finalmente desnuda, la arrojó contra el piso. La cabeza de Isabel recibió un fuerte golpe que la dejó inconsciente.

Cuando despertó, luego de pasados veinte minutos, lo primer que vio fue la maligna mirada de su compañera. Daniela la había atado contra la pared. Enterró cuatro gruesos clavos en el muro. En cada uno de ellos amarró un trozo de soga, que como se imaginan, eran los que sujetaban las extremidades de Isabel. El cuerpo desnudo, sudado y sin depilar de la desdichada jovencita estaba a merced de Daniela, por eso su sonrisa. La rubia se levantó y caminó hacia su prisionera. Cargaba un trapo húmedo en una mano, y uno seco en la otra. El que no estaba mojado lo uso como mordaza, para callar los gritos que seguramente emitiría Isabel. Una vez silenciada su víctima, le mostró como usaría la segunda jerga. La levantó por encima de sus hombros, para dejarla caer, con lujo de violencia, sobre el rostro de la morena.

Los ojos de Isabel volvieron a ponerse vidriosos. Mordió el trapo que cubría su boca, tratando de desahogar un poco su dolor. Su mejilla derecha quedó coloreada de rojo. La izquierda pronto adquirió la misma tonalidad. Daniela le dio el segundo azote. Y a ese segundo impacto, le siguieron muchos más, tantos que ambas perdieron la cuenta. Se podían ver llagas por toda la anatomía de Isabel. Daniela dejó de castigarla, no por lástima o compasión, sino por cansancio y porque aún faltaba la siguiente fase de su tortura. Se fue un momento al baño y regresó con un tubo. Cuando Isabel vio el metálico cilindro, que antes servía para colgar las toallas, trató desesperadamente de zafarse. Sus fuerzas eran pocas y los nudos muy bien hechos, por lo que sólo logró lastimarse aún más. No había salida. Daniela estaba a punto de violarla y ella no podía hacer nada para evitarlo.

Antes de penetrarla con el enorme cilindro de aluminio, Daniela besó cada una de las llagas que tapizaban el cuerpo de Isabel. Pasó sus labios por las heridas que ella misma hizo. Se bebió la sangre que de algunas brotaba. Aún en ese estado tan deplorable, la inexplicable sensualidad de su amada, seguía intacta. Recorrer cada centímetro de su piel; saborear ese peculiar sabor, mezcla de sudor y sangre, que la cubría y; sentirse la dueña de la situación; la excitaron de sobre manera. Se olvidó por un momento de la tortura. Se dedicó a estimular las zonas más erógenas de Isabel. Se apoderó de sus pezones, mamándolos como si quisiera de ellos sacar leche. Luego bajó a la entrepierna de la castigada. Disfrutó de su vulva sin prisa, memorizando cada pliegue. Su lengua se hundía entre los labios vaginales, hurgando en esa cueva de aromas embriagantes. La metía y sacaba junto con dos dedos, que resbalaban cada vez más fácilmente. Isabel no podía mantenerse ajena antes aquellas caricias. A pesar de que no lo deseaba, el deseo se apoderaba de ella. De su sexo, emanaban abundantes cantidades de fluidos femeninos. Daniela, sin quererlo, estaba dándole un enorme placer. Pero el tiempo de gozo no duró mucho. La rubia se percató de lo que sucedía. Se levantó y abofeteó a Isabel una y otra vez. Cuando creyó que era suficiente, como para haber alejado cualquier indicio de placer, colocó la punta del tubo en la raja de Isabel. Se rió. Penetró a la desdichada muchacha sin compasión, sin importarle el daño que pudiera causarle.

El grosor y el largo del instrumento eran monstruosos. Además, el acabado no era uniforme. Isabel tuvo que soportar, aparte de la feroz follada, que abría su concha a niveles insoportables, las cortaduras que el metal hacía dentro de ella. A Daniela no le importó en lo más mínimo, ver como ríos de sangre escurrían por las piernas de quien, según ella, amaba. Lo único que le interesaba, era vengarse de Isabel. Escuchaba las palabras de ésta una y otra vez, taladrando su cabeza, y su locura, al igual que el ritmo de las embestidas, aumentaba. No se detuvo hasta conseguir el orgasmo. El causar dolor a las personas, además de ser un medio para escapar del suyo, siempre había sido excitante para ella. El lastimar de tan salvaje forma a Isabel, la llevó paulatinamente al clímax del placer. Las sensaciones que la invadieron en ese instante, fueron tan intensas que quedó satisfecha. Se dejó caer al piso, al igual que el tubo con el que violó a Isabel.

Cuando su respiración volvió a la normalidad, Daniela se encerró en el baño. Luego de una hora, salió limpia y con otra ropa. Cortó las ataduras de Isabel y ésta se desplomó en el suelo. La despiadada rubia tomó el arma del buró y dejó la habitación. Nunca más se volvieron a ver.

A la entrada del hotel, tal y como Isabel lo había imaginado, una docena de patrullas esperaba. El oficial que vio a Daniela en la tienda, dio aviso a la estación cuando ésta se le escapó. No les fue muy difícil encontrar el lugar donde ambas se hospedaban. Una vez llegando al hotel, los oficiales sólo esperaban a que alguna de las dos apareciera. La primera en hacerlo fue Daniela. Luego de haber abandonado a Isabel en el cuarto, planeaban huir sola rumbo a la frontera. No sabía lo que le esperaba. En cuanto puso un pie en la calle, los oficiales la apuntaron con sus armas. Le pidieron que se rindiera, que levantara las manos. Ella no hizo caso, nunca fue una persona que siguiera las reglas y no empezaría a hacerlo entonces. Sacó su arma y disparó contra el vidrio de uno de los vehículos, para después echarse a correr. Enseguida fue alcanzada por una lluvia de disparos. Más de treinta balas se introdujeron en su cuerpo, quitándole la vida de manera rápida.

Su cuerpo quedó tirado en la acera, en medio de un charco de sangre. Mientras tanto, en la habitación, Isabel se arrastraba rumbo al baño, dejando una alfombra roja a su paso. Quería un poco de agua. Con mucha dificultad, giró el grifo. Se mojó la cara sin saber que su compañera estaba muerta, sin saber que dentro de poco, ella también lo estaría, porque la cárcel, al menos hablando del espíritu, no puede significar más que muerte.

Continuará...

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