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Prácticas médicas

en Gays

Prácticas médicas.

– Te voy a extrañar – susurré al oído de Clemente al tiempo que mis manos se apoderaban de sus nalgas y comenzaban a amasarlas.

– ¿A mí… o a mi culo? – preguntó él pegándose a mi cuerpo para sentir mejor el calor de la erección que como siempre me provocaba el tenerlo cerca.

– Pues, la verdad… – callé mis palabras en su cuello y le respondí separándole los glúteos e introduciéndole entre estos un dedo.

– ¡Ah! – gimió levemente al yo entrar en él –. No te preocupes, amor, seguro en ese pueblucho al que te mandan encontrarás uno mejor que el mío. Ya sabes lo que dicen: que en los pueblos es donde hay más putos, y sólo es cuestión de… – su mano envolvió mi endurecido miembro apretándolo con fuerza – llamar su atención para que te las den. ¡Y créeme!, con la tranca que te cargas seguro te voltean a ver.

– ¿De verdad lo crees? – lo cuestioné metiéndole un dedo más.

– ¡Ay! ¡Por supuesto que sí! Nadie que se jacte de apreciar una buena verga sería capaz de despreciar la tuya, amor – sentenció acomodándosela él mismo en el centro de su ano, animándome a sustituir con ella el par de dedos –. Pero paremos ya de hablar que no se cuándo volveré a verte y quiero aprovecharte. ¡Fóllame de una buena vez, Miguel!

– ¡No lo pedirás dos veces! – aseguré atravesándolo para dar inicio a uno de los últimos mete y saca antes de mi viaje a San Teodoro de los aguacates.

Fue cuando se marchó el que creí sería el último paciente del día, y mientras me tomaba un insípido café de sobre, que me vino a la mente aquella conversación con Clemente, un amante regular con quien hasta antes de mi partida al campo mantenía una relación que navegaba entre el placer y el miedo a sentir cariño después de tanto gozo. Era estudiante de medicina, y para cumplir las mil horas de servicio social que me exigía la titulación me enviaron a un pequeño poblado alejado de la civilización y la tecnología, una sucursal del infierno. Según las palabras de Clemente, en ese rincón olvidado de Dios encontraría rancheros varoniles dispuestos a sacar las faldas a mis pies, pero de estos existir, seguro se me habían perdido entre tanto chiquillo maloliente y señora con achaques que inundaban cada día el cuchitril que la hacía de consultorio.

Dejando fuera a Javier, el hijo de la señora en cuya casa me alojé durante mi estancia en San Teodoro, mis ojos no habían visto un solo hombre por lo menos aceptable. De entre los pocos que aún quedaban en el pueblo, esos que todavía no se marchaban para "el otro lado", no me había topado con un culo que estuviera al menos la mitad de rico que el de Clemen. Y es que el condenado tiene un trasero que… Nada más de pensar en él se me abultó el pantalón. Llevé mis manos a mi entrepierna y empecé a darme un suave masaje que terminó por ponérmela bien dura. Y estaba por sacármela para hacerme una paja ahí mismo, sentado detrás de aquel roído escritorio, cuando apareció el sujeto por el cual ahora amo a San Teodoro: don Rogelio de la Pompa y Pompa. ¡Hasta el apellido tiene el muy canijo!

– ¿Se puede, doctorcito? – inquirió irrumpiendo en el lugar sin esperar autorización.

– Pues… ya está adentro, ¿no? – comenté mirándolo disimuladamente de pies a cabeza –. ¿En qué le puedo servir? – lo interrogué invitándolo a tomar asiento –. ¿Anda usted con gripe? ¿Algún dolor de espalda? ¿Qué es lo que le pasa si se ve usted tan… sano? ¡Cuénteme!

– Verá usted, doctorcito… No sé cómo decirlo, pero… ¡Iré directo al grano! ¡Quiero que me examine la próstata! – indicó con una voz enérgica que hizo imposible se me bajara la calentura de recordar a Clemente.

– ¿La… próstata? – pregunté un tanto nervioso, imaginándome ya metiendo dedo y él gimiendo, pidiéndome meterle otra cosa –. Pero… yo no soy urólogo, señor. Creo que sería mejor que fuera a ver a un especialista – propuse tratando de librarme de aquella tentación.

– Es una broma, ¿verdad? ¡¿Un especialista?! ¡¿Aquí en San Teodoro de los aguacates?! ¡Por favor, muchacho! – expresó entre risas y con una repentina confianza que me calmó un poco –. Si tú eres el único matasanos en doscientos kilómetros a la redonda. ¡El único! ¿Cómo crees que voy a ir a ver a un especialista? Además, no creo que tenga mucha ciencia eso de meterle el dedo por el culo a uno, ¿o sí? El chaval que estaba antes de que usted llegara nunca se negó. Usted tampoco lo va a hacer, ¿verdad? Digo, dudo que quiera cargar con el remordimiento de la muerte por cáncer de este pobre viejo.

– Está bien – acepté poniéndome de pie –, acompáñeme aquí al cuartito de junto para que lo examinemos, pues.

– ¡Como usted mande, doctorcito! – se levantó también –. Nada más le pido – se pegó un poco a mi cuerpo –, que no me vaya a querer examinar con… – me agarró el paquete con desvergüenza haciéndome temblar entero – ¡esto! Se ve que anda usted caliente – mencionó haciendo referencia a la erección que en el delirio de estar próximo a meterle dedo olvidé ocultar –, y uno nunca sabe. No vaya a ser… – insinuó caminando en dirección al cuarto de junto.

De frente, don Rogelio es un macho casi irresistible: pelo entrecano, bigote grueso, facciones recias pero amigables, brazotes anchos… ¡En fin! Todo un ejemplar. Pero cuando me dio la espalda se le borró el casi y deseé me diera algo más. Debajo de sus pantalones vaqueros algo sucios por andar de seguro trabajando en el campo, se mostraban orgullosas un par de nalgas redonditas y duritas a pesar de los más de cuarenta que le calculé. Se le movían al caminar, y la mezclilla se colaba entre ellas de tan carnosas. Si la forma tan despreocupada y sugerente en que aquel hombrazo me había manoseado me dejó perplejo, el contonear de sus nalgotas me enloqueció al grado de ansiar estar ya palpándolo por dentro. Me despojé de todo profesionalismo y mis actos a partir de ese momento estuvieron controlados nada más por el instinto y el deseo acumulado a lo largo de diez días de insoportable hastío. Me seguí detrás de él sin quitar la mirada de su glorioso trasero.

– Vaya detrás del biombo y quítese la ropa, por favor – le pedí en cuanto estuvimos ambos en el otro cuarto –. Mientras yo voy por unos guantes.

– ¡Como ordenes, chaval! – obedeció volviendo a hablarme de tú y perdiéndose de vista por unos segundos.

– Perdón, pero… – me quedé mudo al alcanzarlo y querer comunicarle que los guantes se habían agotado.

Arriba del camastro, sin pantalón ni ropa interior, se encontraba ya don Rogelio en cuatro y con el culo al aire. La escena por sí sola fue un orgasmo. A unos cuantos centímetros de mi cara, aquellos montecitos tapizados de negro y rizado follaje se abrían un poco para develarme un agujero rosadito y rodeado de la misma espesa vegetación. Y un tanto más abajo, aunque no tan atractivos teniendo en frente aquel culazo, un par de esos aguacates por los que seguro habrían nombrado al pueblo de aquel pintoresco. La polla me saltó bajo los jeans ansiosa de ser ella la que explorara aquel estrecho canal oculto entre la maleza. Sentí como empezó a babear, y de no haber sido porque don Rogelio se giró para mirarme lo habría hecho yo también.

– ¿Qué pasa, muchacho? – cuestionó con una serenidad antinatural en un hombre que está a punto de ser examinado vía rectal –. ¿Por qué te quedas ahí parado? – insistió de tal manera que más que a pregunta sus palabras me sonaron a una suplica.

– Es que… se acabaron los guantes – anuncié con mis ojos clavados en sus nalgas –. Y además tampoco hay lubricante.

– Pues si a ti no te da asco… por mí no hay problema. Nada más hazlo despacio, chico. No me vaya a doler – apuntó como si eso mismo quisiera.

– De acuerdo – acepté caminando hacia él, dispuesto a examinarlo sin látex de por medio.

Con la mano izquierda, temblándome sin yo ordenarlo, separé sus cachetes y con el índice de la derecha me preparé a cumplir con mis obligaciones, por primera vez gustoso de ellas. Sentí en la yema el cosquilleo de aquellos negros vellos y luego el calor de aquel orificio que pensaba sería estrecho. Hice un poco de presión para medir la resistencia, pero para mí sorpresa y turbación no hubo tal cosa. Mi dedo se deslizó con facilidad en su interior. Notando como mi respiración se aceleraba ante aquel detalle que confirmaba mis sospechas, que señalaba a don Rogelio como un macho hambriento de verga, introduje completo el dedo y localicé la próstata. Una vez tocando la redonda y arrugada protuberancia, inicié a palparla fingiendo buscar alguna anomalía que amenazara con convertirse en cáncer. Mi inflamado pene pedía a gritos salir de su prisión.

– ¿No le molesta? – lo interrogué sin dejar de acariciarlo, porque aquello era ya una simple caricia cuyo objetivo más que médico era sexual.

– No – contestó él con voz entrecortada.

– Entonces, ¿puedo introducir uno más? – inquirí atravesándolo con el medio antes de escuchar su respuesta, que al fin y al cabo parecía estar gozando tanto o más que yo.

– ¡Ay! ¿Ya para qué pregunta, si ya me lo metió? ¡Es usted un mal educado! – exclamó al tiempo que yo agitaba mis dedos dentro suyo.

– Si quiere puedo detenerme – insinué presionándole la valvulilla de tal forma que no pudo articular palabra pues su boca se deshacía en jadeos.

Don Rogelio no estaba tan apretado como había pensado, era claro que ya más de uno se lo había bombeado. Mis dedos entraban y salían sin complicaciones, casi tan fácil como la droga que él sembraba viajaba de un país a otro enyerbando a uno sí y al otro también. Sí, don Rogelio resultó ser un narcotraficante poderoso que controla gran parte del mercado estadounidense y europeo. ¿Que cómo me enteré? Uno dice muchas cosas cuando está ensartado, pero da igual. Lo que importa es que toda esa hombría que de seguro muestra al frente de sus negocios dejó de existir cuando lo tuve ahí gimiendo como puta y con mis dedos dentro, meneando el culo a la espera de sentir algo más largo y grueso, momento que por mi propia calentura no quise retrasar ni un instante más. Mandando al diablo la ética, me bajé el cierre, me saqué la verga y me subí al camastro con la intención de penetrarlo hasta el cansancio.

– Creo que su salud no corre peligro don… ¿Cómo dijo que se llamaba? – inquirí enjaretándole un tercero, haciéndolo brincar de gusto.

– No se lo dije, pero ¡ay! – chilló al sentir la punta de mi falo mojarle las nalguitas –. Me llamo don Rogelio, joven. ¡Don Rogelio de la Pompa y Pompa!

– ¡Que nombre tan más adecuado!: don Rogelio de la Pompa y Pompa. Pero bueno, le comentaba que parece estar muy sano mas para estar seguros, sería mejor si lo examino más a fondo – sentencié restregándole mi excitación.

– Me parece una estupenda idea, pero… ¡mejor otro día! – indicó desenchufándose de un salto y comenzándose a vestir, dejándome petrificado por su repentino cambio de actitud –. Ya se me hizo un poco tarde – comentó con el trasero ya cubierto –. Yo me echo otra vuelta un día de estos y con mucho gusto continuamos. Por lo pronto me marcho y usted… ¡guárdese eso que se le va a resfriar! – sugirió golpeando suavemente mi miembro, fláccido ante el decepcionante curso que habían tomado las cosas –. ¡Adiós! – se despidió sin siquiera voltear a mirarme, haciendo como si nada hubiera ahí ocurrido.

– Idiota – murmuré antes de marcharme yo también, resignado a encerrarme a ver televisión como única distracción.

 

 

En San Teodoro no hay camiones, el pueblo es tan pequeño que para atravesarlo a zapato sólo necesitas contar con una hora. Esa era otra de las molestias que le encontraba al lugar: caminar por aquellas polvorosas calles, sorteando el excremento de caballo y los charcos de lodo de la lluvia vespertina. Pero esa noche, con lo caliente que me había dejado don Rogelio al primero ofrecérseme como un puto y después hacerse el desentendido, andar entre la suciedad me pareció lo más indicado para adormecer mi libido. Y me estaba funcionando, cuando al llegar a la posada que me encuentro con Javier, sentado en la entrada con su playerita y sus bermudas, atrayendo las miradas de los transeúntes con la suya verde claro.

– ¿Qué haces aquí afuera, Javiercito, con este frío y tan destapado? – lo cuestioné repasando discretamente ese par de piernas torneadas por el fútbol y sus brazos delgados pero de músculos definidos.

– Esperándote – respondió arrancándome una sonrisa –. Mi mamá se sintió un poco mal y se fue a dormir, y como vio que no llegabas me pidió que te esperara por si se te ofrecía algo, por si querías cenar – explicó arrebatándome la efímera felicidad que me provocó el imaginar que su espera se debía a que quería algo más conmigo.

– Ah, es por eso – mencioné evidenciando mi desilusión –. No, no se me ofrece nada. Gracias de todos modos – le dije para retirarme a mi habitación.

– Bueno, pero si cambias de opinión, si algo se te antoja… no me pienso dormir hasta dentro de un par de horas – señaló deteniendo mi caminar.

– ¿Hasta dentro de un par de horas? – pregunté extrañado –. ¿Y eso? ¿Pues qué tanto vas a hacer? No tendrás a una chica esperándote en tu cuarto, ¿o sí? Mira que tu mamá se puede despertar.

– ¡Claro que no! ¡Cómo crees! ¿Una chica? ¡Para nada! – exclamó como diciendo a mí lo que me gusta son los chicos –. Lo que pasa es que van a transmitir un partido de la "champions", y no pienso perdérmelo.

– ¿Ah, sí? ¿De la "champions"? ¡Genial! – expresé como si en verdad supiera de que diablos hablaba –. Entonces, siendo que nadie aguarda en tu habitación, ¿por qué no vas por un par de cervezas y lo vemos juntos en la mía? – propuse maquinando desde ya todo lo que haría con su lindo cuerpecito adolescente –. ¿Te parece? Prometo que no muerdo – agregué chupándome los labios.

– OK – acordó metiéndose a su piso para coger de la nevera el par de heladas –. Pero déjame te advierto – apuntó al volver con la bebida en mano –, que yo sí – aludió a eso de que yo no muerdo con una pícara sonrisa, y enseguida ambos entramos a mi cuarto, dizque a ver el partido de la "champions".

Desde que arribara al pueblo y diera con la posada de su madre, me había prendido del muchachito. Sus ojitos verdes, su piel bronceada, sus chinos sobre su frente, su figura delgadita pero bien formada y sobre todo su culito, compacto, redondito y siempre meneándose de un lado a otro me traía loco, pero había logrado contenerme. Ya que si bien Javier no era un niño pues ya pasaba de los quince, aún no era mayor de edad y lo que menos yo necesitaba era un problema legal por cogerme a un jovencito en un pueblo donde todo se sabe pudiéndolo haber hecho en la ciudad con tanto mayate revoloteando por las noches. Sin embargo, aquel día fue él mismo el que aparentaba andar ganoso de carne, y tampoco soy de palo. Además, no es por justificarme, pero recordemos que don Rogelio me había dejado con la pila puesta y… ¿qué tanto es tantito? Entramos al cuarto, nos tendimos en la cama, encendí el televisor, nos echamos unas miraditas y…

 

 

No sé cuántos días habían pasado desde aquella la única visita que don Rogelio había hecho al consultorio, la cuenta se me fue al dejar atrás los quince y el ansia y la impaciencia se manifestaban en el titiritar de mis dientes cada que miraba a un hombre de espaldas. El llanto de los niños cada vez me resultaba más insoportable y el griterío de sus madres trastornaba mis sentidos al grado de recetarle jarabe para la tos a esos con dolor de estómago. De haber esperado al maricón con disfraz de macho un día más, seguro mato a unos cuantos con mis errores al medicar. Afortunadamente, el objeto de mis fantasías nocturnas y mañaneras se dignó a volver justo la tarde en que había pensado mejor pedir mi cambio. Con ese bigote y ese porte, se plantó frente a mi escritorio como diciendo ya vine a que ahora sí me des lo mío, y mi verga al instante reaccionó.

– Don… Rogelio. ¡Qué milagro verlo por aquí! – exclamé tratando de sonar como un doctor al que lo visita un paciente conocido y no como un amante urgido, algo difícil tomando en cuenta que llevaba la camisa a medio abrochar y la pelusa de su torso se le asomaba coqueta entre la tela.

– ¡Ya ve, doctorcito! La chamba que no lo deja a uno en paz – se excusó guardándose los detalles, ocultando que esa "chamba" se trataba en realidad de un operativo por el cual la policía casi lo atrapa.

– Y, dígame: ¿en qué le puedo ayudar? – inquirí aparentando normalidad.

– Pues… en lo mismo del otro día – contestó moviendo sus dedos.

– Oiga, don Rogelio: si sabe que esa prueba se realiza cada dos años, ¿verdad? No es necesario que lo revise otra vez – argumenté fingiendo que no moría de ganas por romperle el culo –, ya el otro día me percaté de que está usted pero si bien sano. ¡Como un roble!

– Bueno, pero… – permaneció en silencio por unos minutos, pensando en una premisa para convencerme sin quedar él como el urgido –. ¡Nunca está de más el cerciorarse!, ¿no cree? Además, el otro día iba usted a examinarme más a fondo y por la prisa no pudimos. Hoy no tengo cosas que hacer, así que…

– ¡Está bien! – acepté incorporándome de un brinco. Para qué continuar haciéndome el interesante si en verdad las ansias me comían –. Pase al cuartucho, por favor. Enseguida estoy con usted.

Don Rogelio se perdió tras el biombo y yo esperé un momento para darle el tiempo necesario para desvestirse. Luego tomé un condón y lo seguí. Como la ocasión anterior, lo encontré sobre el camastro ofreciéndome su culo en cuatro. Mi boca comenzó a producir saliva en exceso, y mi erección ya dolía de tan dura.

– ¿Qué cree, don Rogelio? – pregunté enredando mi dedo en el pelaje que cubría su agujero –. Hoy tampoco hay guantes ni lubricante.

– La otra vez eso no fue problema – mencionó un tanto impaciente, como recriminando que me detuviera en pequeñeces en lugar de penetrarlo de una vez por todas –, no veo porque tiene que serlo hoy.

– Bueno, pero la otra vez no lo examiné… a fondo. No quisiera lastimarlo – fingí preocupación al tiempo que acariciaba su ano de manera superficial.

– Y, ¿qué hacemos entonces? – me interrogó como exigiendo ¡dámela ya, cabrón!

– Pues puedo usar uno natural, pero no sé si le vaya a… – no terminé la frase, sin más preámbulos mi lengua se adhirió a su rosado y peludo orificio y empezó a lamerlo con pasión.

Con mis dedos aparté los rizados y negros obstáculos mientras que mi lengua separaba aquellas paredes para después moverse como víbora dentro de quien gemía como gata en celo. Por el olor tan fuerte y penetrante que desprendía su culo supuse no se lo había lavado en días, y ese aroma me impulsó a comérselo con más ganas y a bajarme el pantalón para sacarme el pene dispuesto a ahora sí ensartármelo y follármelo hasta el cansancio.

– ¿No crees que ya está más que lubricado? – preguntó en tono de ruego.

– Creo que sí – contesté mojándolo un poquito más con la puntita de mi polla –. Y ahora viene lo bueno, don Rigoberto – prometí mientras me colocaba el condón –. Le aviso que puede resultarle incomodo por el tamaño del instrumento y que todavía está a tiempo de rajarse si no se piensa capaz de soportar – le advertí más por picarle el orgullo que por una verdadera intención de permitirle la escapada.

– ¡¿Qué pasó, doctorcito?! ¡Si yo soy bien macho y aguanto un trailer! Usted déle que… ¡AHHHHH! – gritó al atravesármelo con mi regordete glande.

– ¿Le dolió? ¿Quiere que me detenga? ¿Ya descubrió que no es tan macho? Mire que todavía falta mucho por entrar – indiqué divertido con el hecho de estarme clavando a un hombrazo como aquel siendo yo casi un chamaco.

– No, usted sígale y ¡ah! – chilló al introducirle un trocito más –. No le haga caso a mi boca que no sabe que la salud es la salud.

– Pues entonces… ¡prepárese! – sugerí alistándome a metérsela enterita.

El tronco de mi verga, que se ensancha conforme se acerca a la base dejando lo más duro para el final, se fue adentrando lenta pero firmemente entre aquel par de bombones, sintiendo como el calorcito y la suavidad de aquellas paredes lo envolvía poco a poco hasta los pelos de sus nalgas y mi pubis hacerse cariñitos, hasta mis huevos rozar los suyos provocándole un empalme de aquellos y escupiendo él un leve gemidito al demostrar que sí me la aguantaba.

– Ves que sí me cupo toda, muchachito – comentó orgulloso, meneando las caderas del gusto de tenerme dentro –. ¡Ahora quiero que me rompas el culo con ese pollón que te cargas, chaval! – demandó agitándose para cogerse él mismo –. ¡Fóllame como a una perra! ¡Méteme hasta las bolas y fóllame hasta dejarme muerto! ¡¿Qué esperas?!

– Como tú lo pidas, papi – le soplé al oído antes de dar inicio a la salvaje cabalgata.

Mi polla comenzó a salir y a entrar con la furia que él exigió. Tomándolo de la cintura para imprimirle más fuerza y darle mayor profundidad a cada una de mis embestidas, se la retaqué hasta el fondo una y otra vez mientras que goloso y puto como él era me pedía más, y yo lo complacía. Jalándolo de sus canas le incliné la cabeza hacia atrás y le propiné una serie de nalgadas como si en verdad fuera él un caballo al que busca domarlo su jinete. Su ano se miraba cada vez más abierto y mi hinchadísimo miembro no paraba de taladrarlo con rabia sacándole un relinchido tras otro.

De repente, sus esfínteres se cerraron con violencia sobre el grueso de mi verga anunciando que se había corrido sin siquiera tocarse, por el mero gusto de sentirme dentro. Entonces aceleré aún más mis movimientos, y justo antes de también eyacular, se la saqué, me quité el condón y me vine bañándole la espalda y las nalgas para después recoger con la boca mi propio semen y compartírselo en un beso con el que pactamos repetir aquello cada vez que así nuestras ganas lo pidieran.

– ¡Nunca nadie me había follado como tú, chaval! – soltó él entre jadeos al tiempo que mi lengua empapaba la suya con esperma.

– Y yo nunca me había cogido a alguien con un culo tan rico como el suyo, don Rogelio – correspondí examinando lo dilatado que lo había dejado.

– Y… ¿qué pasó pues? ¿Mi próstata presenta algún problema? – me cuestionó sin parar de besarme.

– Pues aparentemente no, pero que le parece si… – le levanté una pierna y busqué con la punta de mi otra vez endurecido miembro su lastimado agujero – mejor nos cercioramos. ¡Que al cabo nunca está de más!, como dijo usted.

– Me parece… ¡Ay! – exclamó al otra vez penetrarlo –. ¡Perfecto! – nos fundimos en un beso y empecé por segunda vez a cabalgarlo.

A partir de entonces y hasta la fecha que regresé a la ciudad a realizar el papeleo de mi titulación, don Rogelio acudió todos los días al consultorio para que yo lo revisara a fondo. Con el tiempo me confesó su profesión y me construyó una clínica con el dinero obtenido de los bolsillos de miles y miles de adictos que, irónicamente, llegan a las instalaciones que por supuesto yo dirijo en busca de un tratamiento de desintoxicación. Él también visita el hospital de vez en cuando, pero no para zafarse del influjo de las drogas sino para que como a la puta que es me lo coja. A Javier también me lo seguí echando el tiempo que duré en San Teodoro de los aguacates, pero desde que me marché del pueblo jamás lo volví a ver. A veces me preguntó que fue de él, y no se me viene a la cabeza una sola respuesta que no incluya las palabras "otro lado". La mayoría de los hombres de por ahí es lo que hacen, así que no veo porque él tendría que haber corrido otra suerte si tampoco era tan especial, si tampoco estaba tan bueno. Y de Clemente, la verdad, teniendo a mi disposición el culazo de Rogelio… ¡ya ni me acuerdo!

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