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Ningún puente cruza el río Bravo

en Interracial

"Nicole:

Toda la noche pensé en ti. Toda la noche pensé en esa nuestra primera vez. Pensé en como me temblaron las piernas y palpitó mi corazón acelerado cuando me besaste. Pensé en tu cuerpo, en tu belleza, en tu aroma. Pensé en como cada segundo que estuve dentro de ti, fue como una vida entera, como una eternidad de dicha. Pensé en como te quedaste dormida, entre mis brazos, con tu carita de niña indefensa pegada a mi pecho, con tu respiración haciéndome cosquillas. Pensé en como te marchaste, dándome un beso de despedida pero dejándome solo y rezando porque fuera ya otro día.

Y es que te extrañaba tanto que no pude evitar venir a verte, a pesar de los peligros y aunque fuera sólo por el vidrio de la ventana. No sabes cuanto te quiero, cuanto deseo que, a solas allá en mi cabaña, vuelvas a ser mía y cuanto anhelo entregarte mi todo. Te amo más que a mi vida y, tal y como te lo he dicho, la arriesgaría hasta a ella si con eso consiguiera estar a tu lado para siempre.

Se que será difícil que tu familia me acepté, pero haré hasta lo imposible por que así sea. Ya verás que me ganaré su confianza, su apoyo y su aceptación. Ya verás que un día no muy lejano, con todo el pueblo como testigo, entrarás a la iglesia del brazo de tu padre y, ante los ojos de Dios y con la bendición del padre, seremos marido y mujer. Y cuando eso suceda, seremos muy, muy felices. Te lo prometo.

Te amo. Te amo. Te amo. Te amo y nunca me cansaré de repetirlo. Te amo y contaré cada segundo que falte para volver a sentir el toque de tus labios, el olor de tu piel y la calidez de tus adentros. Te amo y hasta que vuelva a verte, te llevaré en mis pensamientos.

Jacinto".

- ¿Qué diablos significa esto? ¿Qué es toda ésta cursilería? - Preguntó mi madre, con la carta de Jacinto en la mano y claramente enojada.

- ¿Para qué lo preguntas? Ya la has leído y, si no eres idiota, ya sabes de qué se trata, ¿no? - Le respondí desafiante.

- A mí no me hablas de esa manera, muchacha insolente - me dijo, al mismo tiempo que me daba una bofetada -. ¿Cómo te atreviste a entregarte en brazos de ese sucio inmigrante sin clase ni porvenir? ¿Cómo pudiste traicionar nuestra confianza, nuestro nombre con ese indio?

- Jacinto no es un ningún indio. Es un ser humano, uno mejor que tú, que mi padre y que todos los habitantes de éste maldito pueblo. Es un ser humano maravilloso, respetuoso, trabajador y de buenos sentimientos. Es un ser humano increíble y por eso lo amo. ¿Me oíste, madre? Lo amo. - Le confesé.

- ¿Lo amas? Pues lo siento por ti. Tú padre y yo tenemos otros planes para ti y nada de lo que en ésta carta se dice será realidad. Eso te lo aseguró. - Afirmó.

- Ninguno de ustedes es dueño de mi vida. Yo amo a Jacinto y me voy a casar con él, así tenga que decirles adiós para siempre. No van a arruinar mi vida como lo hicieron con la suya. - Aseguré.

- Eso lo veremos. Le contaré a tu padre y ya verás como te va, Nicole. - Me amenazó para después salir de mi recámara, dejándome furiosa y con ganas de escaparme lejos, lo que, después de unos minutos de duda, finalmente hice.

Guardé algunas prendas en la maleta y escapé por la ventana, no tenía ánimos ni fuerzas para toparme con mi padre y discutir también con él. Lo único que quería era ver a mi amor, consolarme entre sus brazos y decirle que, pasara lo que pasara, estaría a su lado para siempre, sin importarme nada, ni siquiera el costo.

Le puse la silla a uno de los caballos y salí a toda prisa rumbo a su cabaña, ubicada a mitad del bosque, no muy lejos de mi casa. Entré a buscarlo echa una magdalena, molesta y asustada a la vez. Disgustada por la actitud que había mostrado mi madre al descubrir nuestra relación y asustada por la reacción que seguramente tendría mi padre. Durante el trayecto de mi hogar al suyo había tenido tiempo de pensar mejor las cosas y me di cuenta de que, si así se lo proponía, mi padre podría hacernos mucho daño. Era el patrón de Jacinto y el hombre más poderoso de la región. Bastaría con que lo denunciara a la policía para que lo deportaran y nunca volviera a verlo.

Me aterró la idea de que en verdad lograra separarnos y corrí a los brazos de ese hombre amoroso y tierno que había cambiado mi vida, que le había dado sentido. Él me abrazó y desahogue mis penas en su hombro. Le conté todo y, como siempre que tenía un problema, me tranquilizó con sus caricias y sus palabras llenas de positivismo.

- Cálmate, pequeña. Todo va a salir bien, ya lo verás. Por más que les desagrade la idea, son tus padres y estoy seguro de que lo más importante para ellos es tu felicidad. Tarde o temprano aceptarán nuestro matrimonio y en caso de que no, no necesitamos su permiso para hacerlo. Ya eres mayor de edad y puedes hacer con tu vida lo que se te plazca. Podemos irnos a México y vivir en una casita a la orilla de la playa, tener dos hijos que corran por la arena y nos alegren los días, poner un negocio y ser felices, muy felices. Ya no llores, que no me gusta verte así. Ya no llores, por favor. - Me pidió, dándome de besos por toda la cara y el cuello y acariciándome el cabello y la espalda.

- ¿Qué haces para que siempre me sienta mejor? ¿Por qué cada vez que estoy triste, me basta con oírme para olvidarme de todo? - Lo cuestioné.

- No hago nada. Nada que no sea amarte. - Contestó.

- Yo también te amo y si tenemos que huir del país para ser felices, entonces lo haremos. Nada ni nadie me separará de ti. - Le prometí.

Ya sin lágrimas en los ojos y abrazándolo con todas mis fuerzas, lo besé con ternura, con paciencia y amor. Nuestros labios apenas y se rozaron, pero eso me bastó para que el piso se me moviera. Jacinto tenía un no se que al que no podía resistirme. Era adorable y, a pesar de no ser muy agraciado, me parecía el hombre más guapo sobre el planeta. Cuando me besaba, todo a mi alrededor dejaba de existir y lo único que me importaba era su lengua, hurgando dentro de mi boca y despertando mis instintos, esos que descubrí entre sus brazos y unida a su cuerpo, esos que sólo el conocía y que sólo el podía saciar.

Era un día de octubre, lo recuerdo porque el camino comenzaba a llenarse de hojas secas. Como todas las tardes, salí a cabalgar y se me pasó el tiempo sin siquiera notarlo. Se me hizo de noche y por la poca visibilidad, me caí del caballo y, además de quedar herida, éste salió corriendo, dejándome sola a mitad del bosque y con una pierna lastimada. Creí que dormiría en aquel lugar frío y desolado, pero, acostumbrándome desde el principio a que cada que necesitaba ayuda él aparecía, entonces el surgió de entre los arbustos, en mi auxilio.

Su boca descendió hasta mi cuello y comenzó a recorrerlo con la punta de la lengua, de arriba abajo y de derecha a izquierda, haciéndome suspirar por sus delicadas pero expertas caricias. Él sabía muy bien que esa parte de mi cuerpo es especialmente sensible y se aprovechó de ello para encenderme de sobremanera. Se prendió de mi cuello como un vampiro sediento de sangre y a los pocos segundos me tenía rendida a su voluntad, deseando que hiciera conmigo lo que se le antojara.

Sin decir una sola palabra, se hincó a un costado de mi pierna y empezó a darme un masaje, como si de años me conociera y tal si fuera un experto en la materia. Sin dejar de sobar la parte lastimada de mi muslo derecho, me dijo que era empleado de mi padre y que vivía por ahí cerca, en una cabaña que él mismo había construido. Me ofreció darme posada por esa noche y, sin esperar a que yo dijera que sí o me negara, me levantó en brazos, dispuesto a llevarme consigo.

Desabotonó lentamente mi blusa, botón por botón. La dejó caer al piso y su boca bajó un poco más, justo por arriba de mis senos, que ardían en deseos de ser tocados por esas sus grandes y virtuosas manos. Lamió mis brazos, mis hombros, mis dedos y finalmente se ocupó de mis pechos. Sin sacarlos del sostén, los acarició con su aliento, por encima de la tela. Sentir ese calor emanando de su boca, endureciendo mis pezones sin ponerles siquiera un dedo encima, provocó que emitiera el primer gemido.

Caminamos un buen tramo casi a oscuras, pues la luna se escondía entre los enormes y, a pesar de ser otoño, espesos árboles. Yo me sentía un tanto apenada, pero no por el hecho de estar en los brazos de un extraño, porque aunque fuera verdad lo que me había dicho no dejaba de ser un desconocido, sino porque, por alguna razón que no comprendía, ese hombre me provocaba un cosquilleo por todo el cuerpo. Llegamos a su cabaña y, desde que entramos, me trató como a una princesa. Me acostó, me preparó algo de cenar y me cuido toda la noche, sin cerrar los ojos un solo segundo y guardando un respeto hacia mi persona todo el tiempo.

Siguió estimulando mis senos con su aliento por un buen rato y después, ante mis suplicantes jadeos, se deshizo de mi sujetador y se apoderó de mi pezón derecho. Lo mordió y jugó con él hasta que lo dejó colorado. Entonces se pasó al izquierdo e hizo lo mismo. Jacinto sabía como excitarme. La forma tan cariñosa y paciente en que me trataba elevaba mi temperatura al máximo y, sin siquiera haber rozado mi entrepierna una sola vez, conseguía que me mojara con gran facilidad.

A la mañana siguiente, ya con el sol brillando en lo alto, me llevó hasta mi casa, cargándome como la noche anterior. Mi padre fue quien nos recibió y me confirmó que mi salvador era en efecto su empleado. Le dio las gracias por haber ayudado a su niña y le ofreció una buena cantidad de dinero como recompensa, pero él la rechazó. Entonces lo invitamos a comer y nos dijo que estaría en la puerta a las tres en punto. Se despidió y, desde ese preciso instante, ya no pude sacarlo de mi mente.

Se arrodilló frente a mí y me quitó la falda, para hacer con mi sexo lo mismo que con mis pechos, recorrerlo con su aliento, mientras que con la yema de los dedos hacía movimientos circulares sobre mis nalgas. Yo no paraba de gemir y él no se daba prisa con mis bragas, las admiraba de lado a lado incrementando mis ansias y no fue hasta que yo misma lo empujé, que sentí su rostro hundirse en ese mi lugar más íntimo.

Las pocas horas que faltaban para las tres de la tarde, me las pasé recordándolo. Su piel morena, su cabello negro, sus ojos café, sus cejas pobladas, su bigote y su barba, su boca delgada pero sensual, su nariz achatada y sus brazos, fuertes, musculosos y protectores. No era de buenas facciones, menos estando yo acostumbrada a salir con hombres rubios y de ojos verdes como yo, pero a mí me parecía irresistible. No podía dejar de pensar en él.

Hizo mis pantaletas hacia un lado y dio el primer lengüetazo sobre mi húmeda vulva, que al sentirlo cerca se humedeció aún más. A ese primero le siguieron otro, uno más y un sin fin de caricias bucales que me hacían retorcer del placer. Mis músculos se tensionaron y el calor de mi cuerpo subió varios grados. Estaba a punto de perderme en un orgasmo y finalmente lo hice cuando atrapó mi clítoris entre sus dientes y lo retorció con tremendas ganas. Estallé en una oleada que bebió gustoso y tras la cual me recostó en el suelo, para desnudarse ante mí.

Me arreglé como si fuera a asistir a alguna fiesta en casa de algún amigo de mi padre. Quería que él me viera más hermosa que nunca, que esa imagen de la niña estúpida que se cae del caballo se borrará para siempre de su mente y fuera reemplazada con la de una mujer que sin conocerlo comenzaba a amarlo. Me puse un vestido blanco que resaltaba el rubio de mi cabello y el verde de mis ojos. Bajé al comedor y él ya estaba sentado a la mesa, junto con mis padres y mi hermano menor. Tenía un modesto traje de lino que, a pesar de lo gastado y la mala calidad de la tela, para mí parecía la túnica más elegante. Me senté a su lado y comenzamos a comer.

Primero se quitó la camisa, mostrándome su torso lampiño y color marrón, sus tetillas prietas y pequeñas, su estómago firme y con algunos lunares adornándolo. Luego se despojó de los zapatos y el cinturón y finalmente de esos ajustados vaqueros que no disimulaban en nada el bulto que ya se formaba debajo de ellos. Se quedó en calzoncillos y, dejándome con las ganas de ver más, se recostó a mi lado para iniciar una guerra de caricias mutuas. Mis manos se posaron sobre sus redondas y firmes nalgas. Las suyas sobre mis senos y mi sexo. Nuestras bocas se fundieron en un beso.

Después de esa primera comida, vinieron muchas otras en las que Jacinto, a pesar de ser un inmigrante sin estudios ni papeles, se fue metiendo más y más hondo en mis pensamientos y en mi corazón. Su trato amable y su personalidad varonil y tierna a la vez, me fueron ganando poco a poco, hasta que un día, en las caballerizas de mi casa, nos besamos por primera vez. fue un momento mágico que dio inició a una hermosa relación que por desgracia, tuvimos que mantener en secreto, por las diferencias sociales y raciales que existían entre nosotros. Mis padres lo habían aceptado como amigo, pero de eso a quererlo como esposo de su hija...había mucha diferencia. Pensamos que lo mejor sería mantener en secreto nuestro amor y hoy, al ver la reacción de mi madre al descubrir esa carta que me había escrito el hombre de mi vida, pude confirmar que teníamos razón.

Me quitó las bragas y yo me libré de sus calzoncillos. Nuestros sexos se tocaron el uno al otro y lo deseé con todas mis fuerzas y mis ganas, sentirme llena por ese trozo de firme y palpitante carne, llena como aquella primera vez hacía un par de días. Y gracias a que él también lo quería, no esperé demasiado para experimentar esa sensación de plenitud. Con calma, como siempre, colocó la punta de su miembro en la entrada de mi cueva y fue introduciéndolo lentamente, sin causarme una pizca de dolor a pesar de su tamaño y su grosor. Empezó con un suave vaivén que con el tiempo se volvió un furioso mete y saca. Nuestras pieles estaban cubiertas de sudor, morena la suya y blanca la mía. Su enhiesto pene taladrando mi interior sin descanso y nuestras voces en medio de gemidos y jadeos, de suspiros y te amo. Aceleró su ritmo y, con una última y violenta estocada que me hizo ver estrellas, se derramó dentro de mí. Nuestros fluidos se mezclaron y, después de un largo beso, nos quedamos dormidos, unidos y abrazados.

Cuando despertamos, un par de horas después, le propuse que escapáramos en ese mismo instante. Le dije que no había razón para esperar si tanto nos amábamos.

- No, eso no sería correcto. No en éste momento. - Comentó.

- ¿Por qué no? ¿Para qué esperar a que mi padre intente algo para separarnos? ¿Para qué darle tiempo de qué haga algo? - Pregunté.

- Estoy de acuerdo en que, si tu padre no me acepta como tu esposo, huyamos para México, pero antes hay que tratar de hacer las cosas como se debe, como Dios manda. Mañana mismo iré a hablar con él, para pedirle tu mano. Ya veremos que hacer, dependiendo de su respuesta. Si nos dice que sí, que nos da su permiso para casarnos, pues ya no habrá problemas. Pero si nos dice que no, pues entonces si nos vamos. Creo que le debemos una oportunidad, después de todo es tu padre. Creo que actuar de esa manera será lo mejor. - Exclamó convencido.

- Está bien. - Acepté.

- Por el momento, lo que debes hacer es regresar a tu casa, para que tu padre no encuentre más motivos para oponerse a nuestra relación. - Sugirió.

- Tienes razón. Fue muy precipitado salirme de mi casa por la ventana y sin decirles nada. Eso podría complicar las cosas. Será mejor que regrese y espere a que mañana vayas a pedir mi mano. - Acordé.

- Te amo. - Dijo antes de darme un beso.

- Yo también te amo. - Dije antes de vestirme.

Me despedí dándole un fuerte abrazo y esperando con ansias que ya fuera el día siguiente. Me monté en el caballo y me marché a toda prisa, sin saber que mi padre se aproximaba por otro lado del bosque, dispuesto a ponerle fin a mi relación con Jacinto.

 

Entré a la cabaña y sentí que ya la extrañaba. Amaba a Nicole con todo mí ser, como nunca antes había amado a una persona. Sabía muy bien que mi condición de indocumentado y las ideas conservadoras que seguían teniendo su familia, así como las diferencias económicas eran un obstáculo para nuestro amor, pero no me importaba. Estaba dispuesto a todo con tal de mantenernos unidos, con tal de llegar juntos al altar.

Pensaba en ella, en los momentos que acabábamos de pasar, cuando alguien tocó a la puerta. Creyendo había regresado para seguir amándonos, decidí recibirla desnudo y con mi verga a tope. Abrí la puerta y, para mi sorpresa y mi desgracia, no era ella quien estaba del otro lado. Se trataba de su padre, que a juzgar por el arma que cargaba, estaba ahí para matarme.

- Maldito indio depravado - dijo al verme desnudo y con tremenda erección que, inútilmente trate de ocultar -. Pensaste que quien tocaba era mi hija, ¿verdad? Creíste que podrías aprovecharte otra vez de su inocencia y mancillarla como si se tratara de una puta, pero te equivocaste. Soy yo, he venido a matarte para impedir que sigas arruinándole la vida. - Amenazó, apuntándome con el revólver.

- Señor Solis, baje esa arma por favor. Le pido que hablemos como las personas civilizadas que somos, que me permita explicarle mis intenciones para con su hija, mi amor hacia ella. - Intenté persuadirlo, sin conseguir otra cosa que alterarlo todavía más.

- Tú no me vas a explicar nada. No podemos charlar como dos personas civilizadas porque tú eres un simio sin educación y sin clase, un delincuente de la más baja calaña. Eres un indocumentado que no tiene ni en donde caerse muerto y quiere aprovecharse de mi hija para subir de nivel social y económico. - Aseguró, haciendo que mi sangre hirviera.

- Eso no es verdad. Yo no soy un... - Traté de defenderme, pero él me interrumpió antes de que dijera algo.

- ¡Cállate¡ No quiero escuchar una palabra más. Mi hija no se va a casar contigo. Ella está comprometida con un hombre de su clase, un norteamericano que merece ser su esposo y no un sucio indio como tú. Ella se va a casar con él y si para eso tengo que acabar con tu vida, lo haré. No voy a permitir que le fastidies la vida. Una cosa fue aceptar que visitaras la casa como agradecimiento por haberla ayudado, pero otra muy distinta es que te quiera dentro de la familia. Se que ella no me hará caso, que luchara por tu amor. Es por eso que debo acabar contigo, no tengo otra opción. No me mal entiendas, no hago esto porque te odie. Si no te hubieras metido con Nicole, nada de esto habría sido necesario. Pero lo hiciste y ahora tendrás que sufrir las consecuencias. Despídete de éste mundo Jacinto. - Exclamó, jalando del gatillo.

- No, por favor. Señor Solis no... - Ya no pude decir más.

La bala perforó mi cerebro y me mató de forma instantánea. Mi cuerpo se desplomó y con él, ese sueño que junto con Nicole había creado. Su padre, para asegurarse de que nadie encontrara mi cadáver, me enterró en la parte más alejada del bosque, en esa donde nadie se atrevería a buscar. Y después de todo, ¿quién querría buscarme, si no tenía a nadie? Sólo la tenía a ella y, de seguro, al ver que no llegaría a pedir su mano como se lo había prometido, no querría saber de mí más nada. Eso fue lo que me dolió, más que el impacto de la bala, más que el morir: que se quedara con la idea de que no tuve el valor para luchar por ella o aún peor, que pensara que nunca la había amado, que todas mis palabras y todas mis caricias habían sido una mentira. Eso era lo que me dolía, pero no podía hacer nada para evitarlo. Estaba a tres metros bajo tierra, sin vida y condenado al olvido. No me quedó de otra que, con el último aliento que se desprendió de mí al momento de morir, orar porque algún día, aunque fuera en las manos de otro hombre, ella encontrara la felicidad.

 

Regresé a mi casa y me encerré en mi cuarto. Me metí en la tina para relajarme antes de irme a dormir. Me despojé de mi ropa, pensando que era mi morenito quien lo hacía. Cubrí mi cuerpo hasta el cuello y, por debajo del agua, empecé a acariciar mis senos, tal y como él solía hacerlo, con calma y ternura. Luego bajé a mi sexo y comencé a masturbarme, siempre pensando en él, en que su hermoso y enhiesto miembro era el que me atravesaba y no mis dedos. Me auto complacía con especial encanto, con el recuerdo de nuestro reciente encuentro y su promesa de luchar por mí en mi mente. Me auto penetraba con singular alegría, segura de que me amaba tanto como yo a él, segura de que algún día no muy lejano seríamos felices, viviríamos juntos y rodeados de una dicha eterna.

Exploté en medio de intensos espasmos y sin saber que a la mañana siguiente, él no se presentaría en mi casa y yo me sentiría la mujer más desdichada del planeta. Estallé en medio de gritos y sin siquiera imaginar que mi amado Jacinto estaba ya bajo tierra y sin vida, asesinado por ese mismo hombre que se decía mi padre y que días después me juraría querer sólo lo mejor para mí. Experimenté un avasallador orgasmo sin tener la más mínima idea de que por despecho, terminaría casada con un hombre guapo, rubio y millonario que mis padres me designarían. Me derramé sin saber que la idea de haber sido engañada por el hombre a quien le había entregado todo corrompería mi corazón, impidiéndome sentir el más mínimo placer nunca más. Me corrí sin imaginar que ese quien odiaba la idea de verme casada con un inmigrante, con un sucio indio como él lo llamaba, había venido años atrás, proveniente de México, en busca de fortuna a los Estados Unidos, sin papeles y cruzando el río Bravo. Como todo un mojado.

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