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Cien rosas en la nieve

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Rodrigo cruzó la puerta de la iglesia y se sintió como entrando a otro mundo, uno del cual recordaba muy poco. No había visitado un templo desde el día de su boda y de eso, ya habían pasado varios años atrás. Nunca había sido un hombre religioso y la verdad, aún con lo que había vivido, no tenía la seguridad de querer empezar a serlo. A pesar de haber crecido en el seno de una familia católica, de esas que acuden todos los domingos a misa y critican al prójimo el resto de la semana, nunca tuvo esa fe de la que tanto escuchaba hablar. Eran esas contradicciones de la religión y sus practicantes las que, además de parecerle un invento más de los humanos para tener el poder sobre sus semejantes, lo alejaron cada vez más de la casa de Dios. Con la edad suficiente para comprender que la iglesia y el creador son dos puntos totalmente opuestos, y dudando de haberse encontrado en lo correcto todos esos años de incredulidad, el agradecido hombre decidió regresar.

El sitio estaba por completo vacío, ni siquiera el sacerdote encargado se encontraba. El sonido de sus zapatos chocando contra el suelo y las miradas vigilantes de las estaturas de santos colocadas en los pasillos, eran su única compañía en ese momento. El hombre no sabía si agradecer o maldecir el encontrarse sólo. Por un lado, el que ninguna otra persona lo observara le causaba cierto alivio, ya que por su absoluta inexperiencia en los asuntos de la religión se sentía fuera de lugar y gente atendiendo sus pasos habría sido un elemento de nerviosismo extra, uno que francamente no necesitaba. Por el otro, todas esas columnas, figuras y retratos le provocaban un extraño temor, por lo que bien le habría servido un poco de compañía. Con esos sentimientos encontrados, que le hacían entender mejor las contradicciones de la religión y sus practicantes, caminó hasta la primera fila.

Se sentó en la banca y colocó a su lado la canasta de flores que llevaba consigo. Por varios minutos, se quedó en silencio y sin hacer movimiento alguno. Se limitó a mirar a su alrededor, como si estuviera esperando a que una idea bajara del cielo a su cabeza. Luego se hincó y juntó sus manos en señal de oración, pero no salió palabra de su boca. La expresión de su rostro delataba su desesperación y desconcierto. Y es que recordó que nunca en su vida había rezado, que nunca había hablado con Dios y no sabía ni por donde empezar. En su interior brotaba la necesidad de hablar, de comunicarse con él y darle las gracias, pero simplemente no sabía como. Respiró profundamente y, por fin, pareció calmarse y decidirse a actuar. Se acercó al altar y saludó dirigiendo su vista al cristo. Tragó saliva, terminó de alejar las dudas que aún tenía sobre el porque estaba ahí, esas que le impedían abrir su corazón, y comenzó a relatar su experiencia como si con un amigo hablara.

El fin de semana pasado, mis suegros festejaron cincuenta años de feliz matrimonio. Ellos viven en un pequeño pueblo a unos cuantos kilómetros de aquí. A pesar de que mi esposa y yo intentamos convencerlos para que la fiesta fuera en la ciudad, ellos se empeñaron en realizarla en su lugar natal, del cual no habían salido ni para su luna de miel. Los dos son de esas personas que aman la tierra en que nacieron, de los que no se apartan de ella porque perderían el sentido de su existencia. La verdad es que odio ese pueblucho, tan ajeno a la tecnología y la vida moderna, pero debo admitir que la actitud de los señores tiene mucho de admirable. Habemos quienes no sentimos respeto ni por nuestra bandera, pero ellos defienden su hogar como si de su cuerpo se tratara. Es algo hermoso, después de todo y a pesar de lo feo que me parezca el lugar. No los convencimos pues y, muy a mi pesar, tendría que manejar hasta allá.

Mi esposa decidió tomar un autobús un par de días antes. La mayoría de sus hermanos son hombres y las mujeres son todas casadas y con docenas de niños, por lo que sus padres no tendrían mucha ayuda con los preparativos del evento. Como nosotros sólo tenemos un bebé y un negocio propio del que bien podemos desatendernos por un tiempo, ella creyó que era la indicada para echarle una mano a mis suegros. Me pidió que viajara junto con ella, pero entre menos tiempo pasara en el pueblo sería mejor. Con el pretexto de que me quedaría a arreglar los asuntos pendientes de nuestra pequeña empresa, y argumentando que sería una buena oportunidad para que ella descansara de cambiar pañales, le propuse quedarme con nuestro hijo y alcanzarla el viernes por la noche. Aceptó la idea y se marchó, sin saber que mis intensiones no eran las de llegar el viernes, sino el sábado y sólo unas cuantas horas antes de la ceremonia.

Amo a mi esposa y me encanta estar a su lado, pero tú eres hombre y debes entenderme. Hay ocasiones en que todas esas cosas de las mujeres, su obsesión por el orden y la limpieza y su facilidad para llorar, por ejemplo, llegan a ser un martirio. Hay veces que necesitas descansar de ellas y ese sería mi momento. Esos días en que estaría sólo con el bebé, aprovecharía para dejar la ropa sucia tirada, no levantar el asiento del escusado y demás cosas que a los hombres nos parecen de lo más normal, pero que a ellas las vuelven unas fieras. No es cierto que tuviera cosas pendientes en el trabajo, eso sólo fue una excusa. Esos días me los pasaría como niño, sin obligaciones, comiendo comida chatarra y viendo el televisor. Si no me quedaba opción, si tenía que asistir a las bodas de oro de mis suegros, al menos me divertiría el tiempo que estaría sólo en casa. Pero bueno, creo que ya me desvié un tanto del tema.

Después de que mi mujer me llamara a media noche y me espantara el sueño con sus reclamos porque no había viajado al pueblo como lo prometí, llegó la mañana del sábado. Tomé un baño junto con mi bebé. Empaqué unas cuantas cosas, mías y del niño. Ambos desayunamos y salimos de la casa, dispuestos a conducir sin detenernos la siguiente hora y media. A él lo senté en su silla para auto y fijé ésta muy bien al asiento trasero, siempre con su cabeza en dirección hacia mí. Entré al vehículo, lo encendí y partimos rumbo a nuestro olvidado por la civilización y aburrido destino. Obviamente, una persona de menos de un año no es capaz de mantener una plática, por lo que puse la radio para que el trayecto no fuera tan tedioso. Busqué una estación donde dieran las noticias para, inmediatamente después de encontrarlo, comenzar a quejarme. El locutor pedía a las personas no salir de su casa, ya que se esperaba una fuerte tormenta de nieve. Demasiado tarde.

No podía hacer caso a esas advertencias. Si no llegaba pronto al pueblo de mis suegros, seguramente mi esposa me asesinaría. Mis opciones de supervivencia eran mayores enfrentando la tormenta que a ella, así que decidí seguir, esperando que el pronóstico del tiempo, como suele suceder la mayoría de los casos, estuviera equivocado. Pero mi buena suerte no podía ser tanta, en cuanto dejamos atrás los límites de la ciudad y entramos a carretera, comenzó a nevar. Al principio no se trató de una nevada fuerte que impidiera el bien conducir, por lo que no me preocupé. Lo único que hice fue disminuir un poco la velocidad, para evitar cualquier accidente. Desafortunadamente, la intensidad de la tormenta ganó fuerza de manera casi instantánea. Sin duda era peligroso continuar, pero también lo era regresar. Detenernos a mitad del carril tampoco me pareció buena idea, por lo que creí que lo mejor sería seguir con la velocidad mínima.

Eso resultó por unos minutos, pero sucedió algo que no esperaba, algo más allá de la nieve y mis habilidades como conductor. A unos metros del camino, en dirección opuesta a nuestro auto, caminaba una jovencita. Tal vez, si otras hubieran sido las circunstancias, ella no habría llamado mi atención, pero no ese día. Si de por sí era extraño que una persona saliera de su casa con una tormenta como la que en ese momento caía, con mayor razón estando en carretera, más raro me pareció verla tan ligera de ropa. No sólo no traía encima un buen abrigo que la protegiera del frío, sino que andaba desnuda de la cintura para arriba. A través de los empañados vidrios, podía ver como sus senos se balanceaban de un lado a otro, hipnotizándome con su ritmo. Mi mente se olvidó por unos segundos de todo lo demás, se concentró en ese par de pechos de hermosa apariencia. No podía dejar de mirarlos. Comencé a imaginar lo que podría hacer con ellos.

Conforme la muchacha se acercaba, mis fantasías subían de tono y menos me concentraba en el camino. Llegó el punto en que nos veía a los dos desnudos, juntos, con mi pene completamente endurecido atravesándola. Ella gemía de placer y me pedía más. Yo correspondía a sus ruegos con penetraciones más violentas y profundas. En esas imágenes gozaba como nunca y era todo un semental, capaz de satisfacer a la más exigente mujer. Pero tanta perfección se esfumó, cuando la chica se detuvo y levantó su rostro. Volteó hacia mi vehículo y me clavó su carmesí mirada. Al sentir esos ojos observándome, me aterroricé y solté el volante, perdiendo así el control del automóvil. La nieve hizo que las llantas patinaran y ganáramos velocidad. Nuestro transporte empezó a derrapar y, al chocar con algo que supongo era una piedra, salió volando por los aires. Caímos de cabeza y dimos varias volteretas más, quedando a unos cuantos centímetros del barranco.

Con todos mis huesos doliéndome y la cara ensangrentada de las heridas provocadas por los cristales rotos, desabroché el cinturón de seguridad y salí del coche. Quise sacar a mi hijo, pero ya no se encontraba en el asiento trasero. Temiendo lo peor, miré hacia atrás y me encontré con maletas y partes del auto regadas por toda la carretera. Empecé a buscar a mi bebé, gritando su nombre, pidiéndole...pidiéndote que se encontrara bien, que no le hubiera pasado nada. La tormenta no se había detenido y dificultaba el caminar y ver más allá de unos cuantos metros. A pesar de eso y de lo lastimado que estaba, continué con mi búsqueda. Mi corazón palpitaba más fuerte con cada paso, sabiendo que cada segundo que pasaba significaba una menor posibilidad de encontrarlo con vida. En eso pisé algo suave que me resultó conocido. Me agaché para tomarlo y descubrí que era el gorro de mi hijo. Mis ojos se llenaron de lágrimas y sentí que moría.

Haber hallado esa prenda fue horrible. De inmediato, me vino a la mente la idea de que mi niño estaba muerto. No paré de andar y unos metros más adelante, estaba tirado uno de sus guantes. Entonces sí no pude más, me desplomé sobre el nevado piso sintiendo que mi vida se acababa en ese mismo instante. Gritaba y...y lloraba como nunca lo había hecho. Aún hoy que lo recuerdo, siento esa presión contra mi pecho y me falta el aire. No puedo describir todo lo que llenaba mi cuerpo en ese momento. Era como si todo el dolor que debía experimentar en los años siguientes, se hubiera reunido para atacarme de un sólo golpe. Me arrastré con el último trozo de esperanza que me quedaba, manchando el blanco del suelo con mi sangre. No paraba de pedirte que si en verdad existías no me lo quitaras, al mismo tiempo que te maldecía por haber permitido que ese accidente pasara en primer lugar. Cuando las fuerzas me abandonaban, sucedió algo sorprendente.

Mi mano se topó con lo que se sentía como una rosa. La llevé hasta mi cara y efectivamente, se trataba de una rosa, de color blanco además. Después de esa me encontré otra y una más, hasta contar cien. Con cada una que dejaba atrás, mis energías regresaban y mi pena disminuía. Cuando agarré la última, escuché el llanto de mi hijo. Ese sonido devolvió la vida a mi cuerpo. Me levanté y corrí hasta donde estaba. Lo abracé y lloré una vez más, pero de felicidad, de una inmensa, la que me daba el saber que mi bebé estaba vivo. Con cada lágrima que cayó al suelo, una de las rosas se transformó en paloma y voló en dirección a las nubes. En un rato, vimos a cien palomas que se elevaban sobre nosotros y al perderse entre las nubes, dejaban un rayo de luz. El sol pronto se adueñó del ambiente y la tormenta cesó, llevándose todo el dolor que antes había sentido. Un automóvil pasó por el camino y nos llevó hasta el pueblo.

Es por eso que hoy he venido a tu casa. Aún no logró asimilar, y mucho menos comprender, todo lo que sucedió ese día. No lo he comentado con nadie porque pienso que nadie me creería. Es que es algo tan...mágico, que en ocasiones yo mismo dudo que realmente haya pasado y no fue obra de mi imaginación, tal y como las fantasías sexuales que tuve con aquella chica. No estoy aquí porque haya nacido en mí una repentina fe hacia ti y todo lo que significas, mentiría si así lo digo. Tampoco quiero prometerte que voy a ser un buen cristiano, porque no podría cumplirlo. Si he venido a la iglesia, es para darte las gracias. Como ya te he dicho, no se lo que pasó, no puedo explicarlo. Lo que sí se, es que mi hijo está vivo y por eso te agradezco. Te he traído cien rosas blancas, las mismas que me mostraron el camino hacia él aquella mañana. Espero que algún día, también me guíen a ti. Espero aceptar del todo, que lo que pasó fue un milagro y nada más.

Rodrigo se persignó, como no lo hacía desde aquel día de su boda. Dejó la canasta donde llevaba las rosas sobre el altar y caminó hacia la calle. Las miradas de las estatuas de los santos ya no le causaban miedo, las sentía más cerca. Como él mismo lo dijo, no podía predicar una fe que aún no tenía, pero deseaba algún día hacerlo. Por más que se negara a aceptarlo, aquello que ocurrió durante la tormenta de nieve fue un milagro, una muestra del amor que Dios, a pesar de su incredulidad, le tenía. Justo antes de salir de la iglesia, volteó hacia atrás y dio una vez más las gracias, por todo. Entonces escuchó a sus espaldas los pasos de alguien. Se trataba de un hombre vestido con una túnica parecida a la de los monjes. Al pasar a su lado, Rodrigo sintió una enorme paz difícil de explicar, fue como si su corazón y el resto de su cuerpo se llenaran con un inmenso amor. Se quedó por unos segundos estático y finalmente salió. Después, ya fuera del templo, dio media vuelta para mirar otra vez a ese hombre, pero él ya no estaba. En su lugar escuchó una voz que le dijo "de nada". Una sonrisa se dibujó en su rostro y en su alma.

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