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El cliente y el mesero (2)

en Gays

Desde aquella vez que dejó su tarjeta debajo de la propina no lo he vuelto a ver. Han pasado ya diez días desde entonces, días en los que he esperado ansioso, con su orden escrita en mi libreta, den las tres de la tarde y él aparezca como siempre, vestido con su pantalón azul y su camisa blanca transparente. Todos esos días, a las tres de la tarde, he mirado el reloj y he visto como la manecilla que marca los segundos se mueve lentamente hasta que los veinte minutos que él acostumbra tomar para comer se agotan. Y con cada segundo que pasa me he sentido más miserable. Y cada vez que las agujas del reloj se posicionan sobre el número doce la imagen de la tarjeta perdiéndose en el viento ha venido a mi cabeza a recordarme lo cobarde que he sido, a reprocharme el haber dejado ir la que parecía una buena oportunidad para salir de mi asfixiante soledad, oportunidad que no se ha vuelto a presentar y tal vez no vuelva a hacerlo. Y cuando finalmente dan las tres con veinte he tirado la hoja con "huevos a la mexicana y agua de horchata" escrito en ella. He tirado la hoja y he continuado con mis actividades sintiéndome con menos fuerzas de lo acostumbrado, sostenido únicamente por la posibilidad, cada vez más remota, de volver a ver sus bellos ojos negros.

No se cuanto tiempo ha pasado desde aquella noche que no dormí esperando su llamada, llamada que nunca llegó. No se cuantos días han transcurrido, no puedo llevar la cuenta porque no hay diferencia entre uno y otro, todos me parecen el mismo, monótonos, aburridos, sin esa chispa que los convierta en algo especial. Y después de todo, ¿de qué diablos me sirve contar los días en el calendario?, eso no va a hacer que él me llame, eso no va a devolverme la poca alegría que me daba el verlo caminar con la charola en su mano y la sonrisa en su rostro, eso no me va a dar la valentía que me hace falta para atreverme a regresar a la fonda y preguntarle de frente que fue lo que sucedió, el porque no me llamó. Lo que si debo hacer es olvidarme de todo de una buena vez, convencerme de que mi destino no es otro más que ser el mejor hijo del mundo, destino en el que mi felicidad no tiene cabida.

Hoy he dejado de escribir su orden en mi libreta y he tratado de no mirar el reloj cada cinco segundos deseando que den las tres de la tarde, no quiero ilusionarme con la idea de que vendrá a comer y terminar más deprimido porque pasan los veinte minutos y de él ni la sombra. Por más que he intentado mantener mi sonrisa eterna a la hora de atender a los demás clientes, no he podido. En verdad que no me siento con el más mínimo ánimo de ponerme el disfraz del mesero feliz. Lo único que quiero es salir de aquí, no soporto el ver como todos tienen compañía, como todos tienen alguien a quien contarle sus cosas, buenas o malas, eso es lo que menos importa. Me enfurece escuchar risas en cada mesa a la que me acerco. Desearía tirar los platos y dejar en mi mano sólo el cuchillo para rebanar sus gargantas y terminar con su felicidad, felicidad que acentúa mi desdicha y me hace más difícil el seguir viviendo. Afortunadamente esos violentos pensamientos producto de la envidia que me provoca el ver que soy el único ser en el lugar que no se siente a gusto consigo mismo no se convierten en acciones. Afortunadamente sólo faltan unos cuantos minutos para mi hora de salida y no tendré que soportar más esa atmósfera de alegría que me quita el aire.

Con toda esta palabrería estaba olvidando mencionar un detalle que ha roto la estricta rutina que rige mi vida. Mi padre se encuentra internado en mi segunda casa, u hospital, como la llaman los demás mortales. Su enfermedad ha llegado a un punto en el que los doctores necesitan tenerlo vigilado las veinticuatro horas del día, no se pueden dar el lujo de dejarlo ir y perderlo en el camino de regreso al "dulce hogar". Todos, los médicos, mis clientes, mis amigos y mis conocidos, están preocupados por su salud. Algunos por teléfono y otros personalmente, pero todos preguntan cómo se encuentra. Todos le prestan atención a ese viejo inútil que cada vez se encuentra más cerca de la tumba y se olvidan de mí, el más enfermo de los dos. Nadie se molesta en averiguar como me siento, todos asumen que entre mis obligaciones de hijo se encuentra el aguantar el infierno que representa medio dormir diariamente en una silla en la sala de espera y recibir palabras de lástima de las enfermeras que acuden cada cinco minutos al auxilio de mi padre, por lo que no tengo derecho a quejarme, a hartarme. Pues todos los que piensan así se equivocan. Ya no soporto un minuto más sentado en esta fría silla de hospital, observando el triste espectáculo que ofrece el eterno desfile de desgracia, tragedia y dolor que se monta en toda clínica, desfile que por un lado me hace sentir menos desgraciado y por otro oscurece más mi vida. No se si sea ese dolor en la cara de la gente el que me ha hecho sentirme menos cobarde, pero no me importa. No quiero terminar en una cama de hospital con la incertidumbre de no saber que habría pasado si le hubiera dicho cara a cara lo que siento. Ya es hora de dejar de pensar en mi padre y ocuparme un poco de mí mismo. Ya es hora de terminar con esta patética autocompasión que no me ayuda en nada y ayudarme de verdad. Ya es hora de empezar a vivir.

Ya son las diez de la noche y me encuentro a unos pasos de salir de la cárcel que representa la fonda para entrar a la cárcel que representa el estar con migo, cárcel de la que desafortunadamente no puedo salir a una hora específica, cárcel que me rodea segundo a segundo. Esta noche no quiero abordar un autobús lleno de gente, creo que caminaré hasta la estación del tren y aprovecharé esos minutos de más para imaginar que mi vida es perfecta y que nada me hace falta. La imaginación es lo único que me queda, es el único recurso que la vida me ha dejado para escaparme por un instante de mi cuerpo y volar a un mundo mágico, un mundo en el que soy feliz.

He tenido suerte, mi mesero acaba de salir de la fonda, pero camina hacia una dirección distinta, no podré seguirlo en el auto como otras noches, tendré que caminar también, tras de él. Aún mirándolo de lejos se ve hermoso con esos pantalones tan ajustados y esa camisa blanca pegada al cuerpo que definen aún más su delicada figura. Su caminar parece un cadencioso baile que trata de llamar mi atención, hace que nazcan en mí los más bajos instintos, los deseos más prohibidos, deseos de tenerlo entre mis brazos y hundirme entre su carne, deseos de recorrer su cuerpo y hacerlo mío y ser suyo, ser uno sólo física y espiritualmente. Me enloquece como nadie lo ha hecho, no puedo esperar más, tengo que probar el sabor de sus labios.

Estaba tan profundamente inmerso en mi mundo de sueños que no me pecarte de que alguien me seguía hasta que sentí un brazo sobre mi hombro. El corazón casi sale de mi pecho por el susto, susto que se transformó en emoción y felicidad cuando miré a la cara del que pensé sería un ladrón y me topé con esos bellos ojos negros que había estado esperando ver durante estos diez días. No puedo creer que este aquí, que haya venido a buscarme, que lo tenga tan cerca, más cerca de lo que llegué a imaginar.

Las ansias de tenerlo me hicieron perder un poco el buen juicio y casi lo mato de un susto, me pude dar cuenta de ello por la expresión de terror en su cara, gracias al cielo que esa expresión no duró mucho y ahora se ve tan feliz como lo recordaba, con esa bella sonrisa adornando su rostro. Quisiera preguntarle y decirle tantas cosas, pero no se como empezar. Espero que lo que voy a hacer lo diga todo.

No ha dicho una sola palabra desde que me tomó del brazo, yo tampoco se que decirle, por más que trato de pensar en algo sensato no lo consigo, pero creo que ya no hace falta. Mientras yo trataba de armar un par de líneas que expresaran lo más acertadamente posible lo que siento, él se me ha adelantado y me ha sorprendido con un beso. Todos los días soñando con este momento y ahora por fin puedo vivirlo. Finalmente tengo sus labios sobre los míos y el sabor es mucho más dulce de lo que imaginé, más lleno de alegría. Creo que las palabras sobran después de esto. Alterando un poco la frase popular,"un beso dice más que mil palabras".

Me siento en el cielo, por primera vez desde que tengo memoria me siento bien, feliz. Su frágil y pequeño cuerpo embonando a la perfección con mis brazos y sus labios húmedos y cálidos acariciando los míos son lo más cerca que he estado del paraíso. Todas esas noches tratando de adivinar la razón que tuvo para no llamarme, todas esas noches de amargura infinita ahora valen la pena, ahora que lo siento tan cerca de mí. Este beso ha borrado cualquier otro pensamiento o preocupación en mi mente, él la ocupa por completo, llenándome de dicha.

Sus labios ya no tocan los míos pero aún los siento. De nuestras bocas aún no sale ninguna palabra, creo que ninguno de los dos quiere arruinar la magia del momento con una torpe frase fuera de lugar. Como si fuéramos una pareja de hombre y mujer, me ha tomado de la mano y caminamos juntos hasta mi destino, sin importarnos nada más que la felicidad que en ese momento nos invade, sin importarnos las miradas o los comentarios, nada de esa basura puede quitarnos lo que por tanto tiempo hemos esperado.

El beso ha llegado a su final, pero sólo en el plano físico, porque en mi alma hemos seguido unidos todo el tiempo que hemos tardado en llegar desde el sitio donde nos encontramos hasta la estación del tren, caminando juntos, tomados de la mano, obedeciendo por primera vez en mi vida a ninguna otra cosa que no sean mis sentimientos, liberándome por primera vez de todas esas ideas que me han inculcado desde niño y por las cuales he reprimido lo que verdaderamente soy. Por primera vez en mi vida me siento libre.

La hora de despedirnos ha llegado, pero no me siento triste, mañana es mi día libre y me ha prometido que lo pasaremos juntos, además ahora puedo llamarlo cuando en verdad lo extrañe demasiado y no soporte el no escuchar su voz o cuando simplemente, tenga ganas de decirle que lo quiero o de darle las buenas noches. Después de otro beso que me parece aún mejor que el anterior nos decimos hasta mañana y cada uno toma su camino, yo hacia mi casa y el de regreso a su auto para después también irse a al suya.

No quiero hacerlo, pero tenemos que despedirnos. Quisiera llevarlo a mi casa y no dejarlo irse de mi lado nunca más, pero no aún no estoy preparado, aún no puedo. No me queda opción que darle un beso y verlo partir, esperando que llegue el día siguiente y podamos pasarlo juntos, como se lo he prometido. Salgo de la estación y camino de regreso a donde estacione mi carro. Camino entre nubes, flotando en el aire, admirando la luz de las estrellas que al igual que yo, esta noche parecen tener un brillo especial.

No pude permanecer con los ojos cerrados más de una hora continua, deseaba tener poder sobre el tiempo y adelantar las horas para que la mañana llegara más rápido. Cada minuto que pasa me parece eterno, no veo la hora en que nos encontremos nuevamente y vuelva a apretarme entre sus brazos para robarme un beso. Ya he tomado un baño, me he vestido, he desayunado y estoy listo para partir al lugar donde acordamos encontrarnos. No quiero perder tiempo esperando a que pase un autobús, no quiero llegar ni un segundo tarde, así que he tomado un taxi y mientras el chofer escucha música de banda yo recuerdo la noche de ayer para hacer más soportables los minutos que faltan para la hora pactada. He llegado rápidamente a mi destino. Le pago al conductor y me bajo del taxi. Camino hasta encontrar una banca desocupada y me siento a esperar que transcurran los cinco minutos restantes.

Cuando nos despedirnos anoche no regresé al hospital, no quería que mi felicidad se viera opacada por las desagradables sorpresas que ocurren en esos lugares. Me fui directamente a mi casa dispuesto a dormir bien para despertarme con muchos ánimos el día siguiente y pasármela genial con él. Todo se quedó en planes, porque en cuanto abrí la puerta sonó el teléfono anunciando malas noticias. Por un momento pensé que se trataría de mi amor, que me llamaría para desearme dulces sueños, pobre iluso. La persona del otro lado era una enfermera que me llamaba para avisarme que mi padre se había puesto más grave y era posible que no pasara la noche, que me necesitaban en el hospital urgentemente. Cuando colgué ni siquiera el recordar sus besos me alegraron un poco. No podía creer que mi padre volviera a arruinarme la vida. Volví a subirme al coche y conduje hasta la clínica deseando que ese maldito viejo se muriera de una vez por todas y dejara de hacerme la existencia miserable. Cuando llegué ya estaban ahí todos los amigos, clientes y conocidos, por la cara que tenían supuse que efectivamente mi padre había fallecido. Un médico me lo confirmó, me dio una larga explicación del porque había sucedido tal desgracia, palabras a las que no ponía atención, no me interesaba saber la razón de su muerte. Me senté en una silla y me puse a llorar, pero no por haberlo perdido, eso hace mucho que lo deseaba, lloraba porque tendría que encargarme de todos los arreglos funerarios y no podría cumplir la promesa que le hice a mi querido mesero, lloraba porque aún muerto mi padre seguía complicándome la vida, seguía manejando mis actos a placer, sin importarle mi bienestar. Todos me daban palabras de ánimo y me pedían resignación y fuerza. Desearía haberles gritado lo aliviado que me hacía sentir el no tener que volver a escuchar los gritos de ese anciano amargado pidiéndome que lo ayude, pero no tenía caso. Me levanté resignado a cumplir con mi deber, esperando que el destino se apiadara de mí y me dejara asistir a la cita, al menos para explicarle lo que paso.

He esperado más de una hora y él no aparece, creo que me ha dejado plantado. Me siento tan estúpido por haberme hecho ilusiones, por haber creído en sus palabras, en sus besos, por haber pensado por un momento que podía ser feliz. No debí haber aceptado que sus labios me tocaran, debí haberlo rechazado. ¿Cómo es posible que haya pensado que alguien como yo podía gustarle a alguien como él? Ahora tengo que pagar el precio de mi ingenuidad y soportar nuevamente este sentimiento de vacío que se ha hecho más grande con este nuevo tropiezo. Ya no tiene caso esperar más, él no aparecerá, será mejor que me valla, que vuelva a perderme entre la desolación de mi mundo y empaque mis esperanzas y sueños en la maleta que habían estado guardados, ahí es donde pertenecen y de donde nunca debieron haber salido. Será mejor que regrese a mi camino, en el que no hay alegrías, pero tampoco situaciones inesperadas que hacen más grandes las heridas, que hacen que se me escape más la vida.

Gracias a Dios pude escaparme por un momento, pero él ya no está, ¿qué esperaba después de dos horas de retraso?, esta vez si que he estropeado todo. Sólo espero que quiera escucharme, que me perdone, porque si no lo hace habré perdido todo, ya no tendrá sentido vivir.

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