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Pastel de tres leches

en Gays

Cuando era niño, la tarta de fresa era mi postre favorito, pero, aunque parezca exagerado, desde hace algunos años se había convertido en mi peor pesadilla. Su sabor aún me agradaba, y me regresaba a aquellas tardes en que mi abuela me daba una rebanada recién horneada, acompañada de un delicioso chocolate hecho con molinillo, como en los viejos tiempos. De vez en cuando, cuando entre mi trabajo y mi casa encontraba cinco minutos de vacío, detenía el auto afuera del café ubicado frente a la clínica donde nací, y me comía un trozo, en ocasiones, si estaba de mucho antojo, dos o tres. Pero algunas noches, generalmente las que iban acompañadas de lluvia intensa, mi postre predilecto me quitaba el sueño, me impedía descansar. Sé que yo tenía la culpa, por haberle contagiado a mi pequeña el gusto desmedido por la tarta de fresa, pero aún así no me acostumbraba a los asaltos repentinos. Siempre que escuchaba el primer relámpago, con la cabeza bajo la almohada, repetía una y otra vez "¡esta noche no, esta noche no!", pero mis plegarias nunca eran escuchadas, y luego de abrir con temor furioso la puerta de mi recámara, mi hija saltaba sobre mí y exigía que saliera a comprarle una tarta de fresa, o de lo contrario lloraría hasta que el primer rayo de luz iluminara su rostro, seco de sus falsas lágrimas. Y a mí no me quedaba más remedio que poner una sonrisa hipócrita y decirle que con mucho gusto haría lo que me estaba pidiendo.

No me mal entiendan, amo a mi hija más que a nada o nadie en el mundo, pero eso no significa que no me molestara conducir hasta el café que antes mencione, a media noche y con los párpados entre abiertos y cerrados, sólo para cumplir los caprichitos de mi nena. No me gustaba. Me enfurecía, de hecho. Pero sé que tenía que entenderlo. Hace dos años que su madre ya no está, ni con ella ni conmigo. Nunca supe por qué, jamás llamó para decirlo ni dejó una nota para explicarlo, pero una noche, de esas que vienen acompañadas de lluvia intensa, después de fingir un orgasmo con el fin de hacerme sentir bien, todo un macho, tomó nuestros ahorros y unas cuantas de sus prendas y se marchó sin siquiera darle un beso de despedida a su retoño. Bueno, eso no lo sé, pero me gusta repetirlo para hacerla ver más despiadada. Sé que los problemas de pareja son siempre de dos, pero a nadie le gusta sentirse culpable, y siempre que me acuerdo de ella me repito que fue una desgraciada insensible, como para convencerme que nunca la desatendí, que fui el mejor de los esposos y… Creo que me entienden.

Volviendo a mi hija, sé que su forma de desahogarse, su manera de decirme que extrañaba a su madre, por más que yo intentaba sustituirla con huevos quemados y uniformes mal planchados, era pidiéndome que saliera en plena madrugada a comprarle una tarta de fresa. No lo sé, pero tal vez creía que en una de esas volvería no sólo con la tarta, sino con su mamá y un final de cuento de hadas. O algo así diría un psicólogo: "Señor, los repentinos episodios de desesperación que presenta su hija en noches de abundantes precipitaciones son un reflejo de los traumas que el abandono de su madre le ocasionó. Algunos niños enmudecen, otros se vuelven violentos y unos más se vuelven actores, pero la suya lo obliga a salir en busca de su madre, con el pretexto de comprarle un postre". Algo como eso me habría dicho cada vez que fuera a recogerla al consultorio, aunque quien sabe, nunca la llevé a uno, creo que no sirven de mucho. Y bueno, tampoco creo que sea para tanto, pues desde hace un par de meses mi pequeña ha dormido como roca, y cuando se despierta, ya no me pide que salga a comprarle su tarta de fresa… ahora prefiere el pastel de tres leches.

Sí, ha dejado en paz las tartas al enfocar sus traumas en un postre diferente, la muy… traviesa. Pero al menos ya no tengo que salir a comprarlo, puesto que siempre hay en casa. No crean que aprendí a cocinar y que en el proceso mis gustos cambiaron, no. Tampoco crean que compro pastel congelado por docenas y cuando la niña quiere uno lo caliento en el micro, nada de eso. Se trata de algo más, algo que sucedió gracias a una de esas noches en que mi hija me ordenó salir por su terapia psicológica disfrazada de harina y azúcares, una de esas noches en que el viento te murmura a la oreja que el destino anda rondando, buscando hacerte una de las suyas. Una de esas noches en que un pequeño cambio en la rutina tambalea tu vida entera y modifica tus planes, tus creencias y tu sentir… Como siempre que mi niña amenazaba con hacer estallar mis tímpanos si no cumplía sus demandas, me mal vestí con unos jeans y una playera, subí a mi auto y conduje en automático hasta el café que por tercera vez menciono. Tardé unos minutos en salir del coche, el tiempo necesario para que mis lagañas me permitieran abrir los ojos por completo. Mastiqué rápidamente una pastilla contra el mal aliento y crucé las puertas de aquel aromático establecimiento, sin tener la más mínima idea de lo que al entrar encontraría.

*****

Me mordí el labio y apreté mis puños lo más fuerte que pude, para no llorar. Aquella escena me resultaba en extremo conocida, la había vivido ya muchas ocasiones, pero de cualquier manera me dolía, sobre todo por el hecho de no haber aprendido la lección y estar otra vez en el mismo punto. Me sentía tan poca cosa, que ni siquiera atinaba a pronunciar palabra. Escuchaba la respiración de Carlos y mi corazón latiendo. El silencio sepulcral era como sal en la herida, pero me era imposible escupir al menos un "adiós". O hablaba o hacía hasta lo imposible por no desmoronarme, pero no ambas. Obviamente decidí callar y morderme el labio hasta percibir el aroma a sangre, así que tuvo que ser Carlos quien le puso fin a nuestra historia. Con las más estereotipadas frases, debo agregar.

– Lo siento mucho, bebé – se disculpó una vez más, por algo que, aunque me castre, en realidad no era su culpa –. De verdad lo siento. Espero que no me odies, y que… si quieres, sigamos siendo amigos – propuso ingenuamente –. Adiós – se despidió, y finalmente pude derrumbarme y llorar a gusto.

¿Amigos? ¿En verdad creía posible que siguiéramos siendo amigos, o sólo lo había dicho para consolarme, para hacerme sentir menos basura? Me habría gustado preguntárselo, ver la mentira en su rostro cuando me contestara entre tartamudeos que su propuesta era genuina, pero ya no tenía caso. Sólo habría hecho más agónico un momento que desde el principio supe que tarde o temprano llegaría. Las relaciones entre un marica chupa vergas y un machito "abierto a otras opciones" siempre terminan así, lo sabía más que de sobra, pero otra vez había caído… U otra vez me había hincado, mejor dicho. Otra vez me había puesto en cuatro para que me dieran lo que tanto me gustaba, y después… a llorar como una nena de lo vacío que había quedado, de lo imbécil que por enésima demostraba ser. De lo sucio que me sentía, porque a pesar de las culpas, de la rabia y de la humillación oprimiéndome el pecho, no dejaba de pensar en esa gruesa tranca embistiéndome sin freno.

Me estaba quemando por dentro, pero la imagen de Carlos encima de mí, dentro de mí, me excitó tanto que tirado a la puerta de mi casa me desabroché los pantalones, me saqué la verga y comencé a hacerme una paja, desesperada, violenta, como si estuviera castigándome por ser tan puto y tan idiota, por creer que alguna de esas aventuras terminaría diferente, como cuento de hadas. Seguí mordiéndome los labios, mientras en mi mente Carlos me empalaba y a lo largo de mi polla mis manos se movían. Me estaba quemando por dentro, y la única forma que encontré de arrancarme ese fuego, o al menos la única acorde al estilo de vida que me empeñaba en mantener, aun cuando sólo me hacía mal, fue masturbarme frenéticamente hasta manchar de semen mi playera, hasta eyacular sin haber tenido un orgasmo, con el único fin de desahogarme. Y después de haberlo hecho, me quité la ropa sucia y caminé hacia la recámara, pero justo cuando estaba a la mitad del camino entre la puerta y mi cama, a alguien se le ocurrió inoportunamente tocar el timbre.

Mi primera reacción fue molestarme, pues la una de la madrugada no es precisamente una buena hora para visitas, pero enseguida me convencí de que no podía ser otro que Carlos, arrepentido de haber terminado con lo nuestro. Con esa idea en la cabeza, me dispuse a abrir la puerta sin siquiera abrocharme el pantalón, creyendo que si me veía medio desnudo Carlos saltaría encima de mí y me haría el amor. Pero no era él quien tocaba, sino Amelia, la señora que atendía mi cafetería por las noches. Todos los sentimientos que viajaban por mis venas fueron reemplazados por la vergüenza que sentí cuando la cara de la pobre mujer se pintó de rojo pena. Me disculpé por presentarme en ese estado y ella por haberme ido a tocar a esas horas. Luego me volví a disculpar por abrirle casi en cueros, y ella otra vez me dijo que sentía molestarme a tan altas horas de la noche. Repetimos la escenita por un par de minutos más, hasta que entre risas le pregunté en qué podía ayudarla. Sin mirarme a los ojos, todavía algo apenada, me respondió que le habían llamado del hospital para comunicarle que su hijo Alfredo había sufrido un accidente. Me rogó que la cubriera por unas horas para que ella pudiera irse a la clínica, a ver a su hijo. Por supuesto que le di permiso de marcharse, no sin antes ordenarle que se tomara unos días libres si la cosa iba muy grave, y obligarla a aceptar unos pesos por si algo le hacía falta. Con una ternura que me hizo olvidar lo que hasta antes de ese momento había pasado, Amelia me besó la frente, me dio las gracias y se fue corriendo. Entonces yo, sin pensar mucho las cosas, como si fuera a mí a quien se me hubiera accidentado un hijo y a causa de ello mi cerebro estuviera en pausa, me vestí rápidamente, salí de la casa, di vuelta a la calle y cruce las puertas de mi negocio, sin tener la más mínima idea de lo que al entrar encontraría.

*****

Como todas las noches que mi hija se despertaba exigiéndome una tarta, en la cafetería se encontraban familiares de alguno de los pacientes internados en la clínica de enfrente, esa en la que yo nací. No había que preguntárselos, en los rostros cansados y angustiados de aquellas personas se podía adivinar el número de noches que llevaban "durmiendo" en un sofá, esperando regresar a casa, ya fuera con un enfermo menos agonizante y una caja de medicinas, o con un cuerpo y un certificado de defunción. Alguna vez estuve yo en la misma situación, cuando mi chiquita adquirió un extraño virus que por poco acaba con sus huesos y con la posibilidad de llevar una vida como cualquier otro niño. Fueron noches difíciles, tanto que a veces pienso que mi aún esposa se fue para no volver a vivir una etapa como esa. En verdad fue duro, y por eso me identificaba con aquella gente, y les sonreía cuando volteaban a verme, como en señal de apoyo. Por eso, y porque el enfado de levantarme a media noche por fin le daba espacio a otras sensaciones, me sentía extrañamente cómodo cuando entraba a aquel lugar. Me sentía como en casa de mis padres, y como si en verdad lo estuviera, me senté a esperar a que mi abuela me sirviera un chocolatito bien caliente, para acompañar la rebanada de mi postre favorito. Para mi sorpresa, mi abuela, Alias Amelia, nunca apareció.

Me levanté de la silla y caminé hasta una mesa donde un par de mujeres se tomaba un par de cafés. Les pregunté si no sabían dónde andaba Amelia, y me explicaron que después de recibir una llamada que la puso muy nerviosa salió corriendo sin explicaciones. La dulce mujer que atendía el lugar tampoco dijo a qué hora o cuándo iba a volver, pero igual decidí esperarla unos minutos, hasta que pasó casi media hora y resignado me dispuse a regresar al auto. Caminé hacia la puerta, pero justo antes de salir fue que él apareció.

De estatura media, delgado, de tez morena, cabello negro alborotado y ojos grandes, vistiendo unos jeans rasgados, unos tenis blancos y una playera sin manga que dejaba al descubierto sus bien torneados brazos y las pulseras en ambas muñecas, aquel muchacho, a quien en un principio sólo le noté su juventud, entró a la cafetería con la intención de suplir a Amelia, o al menos eso entendimos todos por la manera rápida y entrecortada en la que habló. Ya un poco más calmado, y al ser yo quien más cerca de él estaba, me pidió que no me fuera, que lo siguiera hasta la barra y con gusto atendería mi pedido.

Así lo hice. Lo seguí.

– Perdón, pero no contaba con que a Amelia se le presentaría una emergencia, y tardé algo en vestirme – me explicó una vez estuvo tras la barra –. Me llamo Miguel – apuntó, dándome la mano –, y soy dueño de la cafetería.

– Mucho gusto – contesté a su saludo –. Yo me llamo Germán, y aunque vengo muy seguido por aquí, es la primera vez que te veo. ¿De verdad eres el dueño? – Pregunté honestamente interesado.

– Si, de verdad – respondió en tono de sorpresa –. ¿Por qué no me crees?

– No es eso – afirmé un tanto avergonzado –. Lo que pasa es que… como ya te dije, nunca te había visto. Además, eres…

– Casi un niño, ¿cierto? – Terminó mi frase justo con las palabras que yo habría usado. Pudo haber dicho "muy joven", o simplemente "joven", pero no, dijo exactamente lo que yo estaba pensando, y yo no creo en casualidades.

– Sí, eso mismo iba a decir. Eres casi un niño – confirmé –, has de tener dieciocho o diecinueve. Ya exagerando, unos veinte.

– Gracias por el cumplido, pero en realidad tengo unos cuantos más – confesó.

– ¿De verdad? ¿Cuántos más? – Inquirí sin otra cosa en mi mente que nuestra plática.

– Cinco más, tengo veinticinco – respondió, al tiempo que me daba la carta.

– Eso si no te lo creo, pero si tú lo dices, pues así ha de ser – señalé, mientras abría la carta con la intención de leerla, como si hubiera olvidado a qué había ido.

– Pues así es, mi amigo. Por fortuna soy un "come años".

– De cualquier manera estás muy joven. Y ya tienes tu negocito, eh. Eso habla muy bien de ti. Se ve que eres muy trabajador.

– Pues algo, pero ya déjate de halagos, que me vas a sonrojar – dijo en tono afeminado, y ambos nos reímos, como si nos conociéramos desde hace tanto tiempo y nos tuviéramos tanta confianza que una plática tan banal como aquella era para nosotros una conversación de lo más interesante y divertida –. Mejor dime qué quieres. ¿Un café, un pastel de chocolate o un besito? – Preguntó en broma.

– Pues ninguna de las tres cosas – contesté entre risas –. Quiero dos tartas de fresa, por favor.

– ¿Tartas de fresa? No me digas eso – comentó, angustiado.

– ¿Por qué no? – Cuestioné, extrañado.

– Es que desde antier se me acabaron, y como no me han traído uno de los ingredientes, no he hecho más. Lo siento, Germán – pronunció mi nombre como si lo hubiera dicho ya miles de veces, con una dulzura que evitó que la escases de tartas me enojara –. Pero tengo de otros sabores. O… puedes llevarte un pastel. Te garantizo que aquel que elijas te va a encantar.

– Eso ya lo sé, he probado todo lo que vendes, pero las tartas de fresa son mis favoritas y…

– No seas caprichoso, hombre, que voy a pensar que el casi niño eres tú – intentó bromear de nuevo, pero no consiguió hacerme reír –. Bueno, te propongo algo: si te llevas otra cosa, la próxima vez que vengas te regalo las tartas de fresa que quieras. ¿Te parece?

– Gracias, pero en verdad tenían que ser tartas de fresa.

– ¿Hay alguna razón en especial? – preguntó, después de recoger la carta que yo ya no iba a necesitar –. Porque dudo que sea sólo porque son tus favoritas.

– Sí, hay una razón en especial, pero te la cuento otro día.

– ¡Oh, vamos! Sabrá Dios si algún día volveremos a coincidir. ¿Por qué no me lo dices? – Insistió –. Sea lo que sea, prometo no burlarme.

No acostumbro hablar mucho de mi vida personal, menos aún con personas que acabo de conocer, pero como dije antes, Miguel me inspiraba mucha confianza. Con la seguridad de que en verdad no se mofaría ni tendría al menos un pensamiento negativo, accedí a compartirle un poco de mi vida.

– Está bien – le dije, y comencé la historia.

Le conté todo a grandes rasgos, de mi matrimonio fallido, de mi hija abandonada por su madre, de mis intentos inútiles de reemplazar el vacío, de las exigencias en noches de intensa lluvia, de mis teorías psicológicas al respecto… Miguel me escuchó atentamente durante el tiempo que estuve hablando, sin hacer un solo comentario, mirándome a los ojos, mostrando interés e incluso empatía. En parte por querer ocultar la situación, en parte porque dejé de creer en la gente, no me gustaba hacer amigos desde que Ella se marchó. Tampoco me gustaba conservarlos, por eso dejé de frecuentar a los que ya tenía. Me portaba amable con todo mundo, saludaba de beso y era encantador, pero hasta ahí. Si se trataba de intimar, así fuera al más mínimo grado, me alejaba para nunca volver. Nadie sabía lo que había en mi cabeza o lo que pasaba dentro de mi casa. A nadie se lo había dicho, pero algo me impulsó a compartirlo con aquel muchacho. Y no me arrepentí, porque además de liberado me sentí comprendido, querido. Tal vez andaba algo sensible y medio cursi, pero en aquellos grandes y oscuros ojos cafés pude ver una chispa de cariño. ¡Y era por mí! ¡Para mí! Por un lado me sentí patético, alegrándome de que un extraño me demostrara un afecto que ni siquiera estaba seguro de que fuera real, pero por el otro me emocioné. Tanto, que en ese mismo instante supe que aquel chico sería parte de mi vida… una muy, muy importante.

*****

Desde el momento en que se inauguró el café, evento al cual sólo asistí porque fue imposible convencer a mi hermana de que fuera en mi lugar, no me había parado en el negocio más de tres o cuatro veces. Nunca me ha gustado la administración ni nada que se relacione con ello. En realidad, la cafetería sólo la monté por si algún día se me acaba la inspiración. Soy pintor, lo fui desde que pinté en un muro mi primer paisaje, utilizando únicamente mocos de diferentes tonalidades. Es asqueroso, lo sé, pero a los cuatro años nadie me había regalado al menos unas acuarelas, y de alguna forma tenía que arreglármelas. Con el paso de los años las sustancias corpóreas dieron paso a las pinturas, y los muros a los lienzos, y con empeño y un poco de suerte me volví famoso. Bueno, no exactamente yo, sino mi obra y mi nombre artístico. Nunca me he aparecido en una de mis exposiciones, y contra todo lo que pudiera pensarse, esa timidez disfrazada de misterio me ha resultado bastante bien. El último cuadro que pinte, el de un par de hombres desnudos mirando a una mujer vestida hasta el cuello, se vendió en muy buen precio. Mi cuenta bancaria, a diferencia de mi vida amorosa antes de Germán, nunca ha estado en números rojos, pero uno nunca sabe cuánto tiempo te sonreirá el destino, así que parte del dinero obtenido por la venta de mis cuadros lo invertí en un negocio que jamás he tenido la intención de atender más allá de cocinar yo mismo lo que ahí se vende. No han sido pocos los que critican mi forma de pensar, pero ninguno de ellos sabe de la efectividad y la honradez de Amelia. Hasta hoy, ella se ha encargado de todo sin problemas. En los cinco años que lleva trabajando para mí sólo ha faltado una vez, y como ya lo saben, por causas de fuerza mayor. Aquella noche, por primera vez, me vi obligado a cuidar de mi patrimonio. Al principio la idea no me agradó en lo más mínimo, sobre todo por lo que había pasado minutos antes de que Amelia me pidiera permiso de marcharse, pero en cuanto entré al café, en cuanto me topé a Germán, aunque suene como un desgraciado, agradecí que Alfredo se hubiera accidentado.

Había pasado poco tiempo desde que Carlos se marchara de mi casa y yo me quedara sintiéndome la peor de las personas, pero aquel hombre se metió en mi cabeza justo al verlo. Proyectaba el mismo glamur que cualquier persona en aquella cafetería, a mitad de la madrugada y enfrente de un hospital, podría haber proyectado… Jeans aguados, playera mal fajada, sandalias, barba de tres días y ojeras de un siglo. Se le veía muy mal, y de haber estado en un antro quizá ni siquiera habría notado su presencia, pero estábamos en mi cafetería, él caminaba hacia mí, mi corazón estaba roto y debajo de esa apariencia descuidada vivía el primer hombre que hizo temblar mi voz sin decir o hacer nada más que caminar. No pude evitarlo…

Tratando inútilmente de hablar con claridad, le expliqué por qué estaba ahí y le pedí que me siguiera hasta la barra, para atender su pedido. Entablamos una conversación de lo más estúpida, pero sin duda la mejor que había tenido en años. Con cada sonido que salía de su boca yo sentía que me enamoraba, pero cuando me contó lo de su esposa, lo de su hija, mi corazón ya era suyo. No exagero, es sólo que a veces, cuando te sientes miserable, alguien que se siente probablemente peor que tú resulta una persona de lo más atractiva. Y Germán me atraía demasiado. Tanto, que intenté retenerlo el mayor tiempo posible.

– Pues ahí tienes mis razones – apuntó para finalizar su historia –. ¿Qué opinas al respecto? – Preguntó –. ¿Crees que estoy mal educando a mi hija? ¿O sólo piensas que trato de lavar mis culpas al cumplir sus caprichitos? No tienes que contestarme, eh – advirtió sin darme tiempo a pronunciar palabra –. La verdad es que ya he hablado demasiado y tú tienes que atender este lugar. Además, hoy no hay tarta de fresa. Será mejor que me vaya.

– ¡No, no, no! No te vayas, por favor – le supliqué, en un tono que seguramente delató las ganas inmensas que tenía de besarlo –. Sé que lo que quieres se me terminó, pero permíteme que te ofrezca algo más. Te prometo que a tu hija le va a encantar, a tal grado que ni se acordará de las dichosas tartas.

– No me lo tomes a mal, pero dudo mucho que eso sea posible. ¿Qué podría sustituir a tan delicioso postre? – Inquirió con curiosidad.

– No preguntes, hombre. Tú sólo sígueme – le pedí, justo antes de brincar la barra y dirigirme a la salida.

– ¿A dónde vamos? – Cuestionó intrigado.

– A mi casa – respondí sin detener el paso –. Está aquí a la vuelta – comenté para animarlo –. ¡Vamos! Que no voy a hacerte nada – afirmé, contrario a mis deseos, y él finalmente salió detrás de mí. Luego caminamos hasta el que en verdad era un departamento, en silencio, él porque moría del frío que la lluvia había dejado, y yo porque moría de ganas de abrazarlo y pedirle que me consolara.

Una vez en el pasillo de mi hogar, le ofrecí a mi tembloroso invitado una taza de chocolate caliente, para contrarrestar el frío. Él aceptó, y mientras se la tomaba sentado en la sala, fui a buscar el pastel que en adelante sería su postre favorito en lugar de las tartas.

– ¡¿Un pastel?! – Exclamó en cuanto vio aquello que le aseguré calmaría las ansias de su hija –. Perdón, pero… mi nena jamás estará contenta con eso.

– ¿Cómo puedes saberlo? Ni siquiera lo has probado, así que no puedes juzgarlo. Parece un pastel de tres leches común y corriente, pero te aseguró que eso es sólo por fuera. En cuanto lo prueben, sentirán que han llegado al cielo – le dije al mismo tiempo que se lo entregaba.

– No… seas exagerado. No dudo que esté bueno, pero de eso a que nos hará sentir en el cielo… En fin. ¿Cuánto te debo?

– Hagamos una cosa – le propuse –: si tengo razón, mañana me pagas el doble de lo que cuesta, o de lo contrario es gratis, junto con todas las tartas de fresa que compres hasta el día de tu muerte.

– ¡Hecho! – Aceptó, dándome la mano para cerrar el pacto.

– Pues entonces no se diga más. Y ahora vete, que tu hija ha de estarse preguntando por qué tardas tanto.

– Tienes razón, me olvidé por completo de la hora. Pero es que la verdad me caíste bastante bien, y me pase muy a gusto el rato que estuvimos platicando – expresó con sinceridad, haciéndome sentir que en cualquier momento se me doblarían las rodillas.

– A mí también me agradas, y espero que no sea la última vez que nos veamos – insinué, tratando de no sonar demasiado obvio.

– Seguro que no. ¿O ya se te olvido que mañana vendré por mi primera ración de tartas gratis? – Me recordó la apuesta.

– Es cierto – asentí.

– Hasta mañana, entonces – se despidió.

– Espera – lo detuve antes de que cruzara la puerta –. Una última pregunta.

– Dime – accedió a darme un par de minutos más.

– ¿Cuántos años tienes? Lo pregunto porque a pesar de todo tu también te ves muy joven, y ya hasta tienes una hija.

– ¿A pesar de todo? Voy a hacer como que no escuche esa parte porque ya tengo que irme, pero ni creas que voy a olvidarlo, eh. Ya me cobraré después – amenazó con tono pícaro.

– Está bien – me arrancó una sonrisa por última vez en esa noche.

– No te gano por tantos – aseguró –. Tengo treinta.

Germán se fue en cuanto me dijo su edad, sin volver a despedirse, como si hubiera adivinado que de pasar un segundo más en mi casa lo habría secuestrado, para obligarlo a dormir en mi cama, desnudos, abrazados, con su verga entre mis nalgas y en mi oreja su respiración. Me sentí más triste que nunca entre aquellas cuatro paredes. Estaba feliz de haberlo conocido, pero estando a solas pude ver las cosas en su verdadera dimensión…

*****

Es mentira que los humanos somos los únicos animales que cometemos el mismo error dos veces, pero sí los únicos en cometerlo más de diez. Un ejemplo de esto es Miguel. Sí, las cosas saldrían mucho mejor de lo que nadie pudo haber pensado, pero en aquel momento él no lo sabía. Aquella noche lo único seguro era que Germán tenía una hija y una esposa, una que ya no estaba, pero a fin de cuentas una mujer. No habían pasado ni dos horas desde que Carlos volviera a golpearlo con el puño de la realidad, y Miguel ya se estaba enamorando de otro heterosexual, a pesar de haberse prometido, como ya cientos de veces, que nunca más lo haría, que se olvidaría de esa estúpida fantasía suya de convertir a un "machito" y mejor se conseguiría una "loca". Una vez que estuvo a solas y el silencio lo obligó a reflexionar, Miguel volvió a hacerse la misma promesa. Le dolía mucho no volver a ver a ese hombre tan desaliñado como atractivo. Se fue llorando a su habitación, y en su gusto por el drama exagerado incluso acuchilló uno de sus cuadros, pero se convenció de que aquello que a punto estaba de iniciar sólo lo lastimaría. Entre lágrima y lágrima juró que nunca más pensaría en Germán.

Pero al día siguiente, como era de esperarse, nuestro amigo el pintor se olvidó de todo excepto de aquel hombre. En cuanto se escuchó la alarma, Miguel saltó de la cama y empezó a pintar a su nuevo objeto del deseo. Luego, cuando sus tripas amenazaron con romperle los tímpanos de tan alto que gruñían, se preparó una ligera ensalada y un jugo de naranja, por eso de no subir algunos gramos. Por la tarde, después de ver dos capítulos del maratón de su serie favorita, tomó una siesta para recargar las pilas. Al despertarse se dirigió al baño y se dio una ducha. Se vistió con sus mejores ropas, se roció con el más caro de sus perfumes y se dispuso a atender la cafetería. Caminó hacia la puerta tarareando una melodía, y justo cuando estaba por salir de su departamento, Amelia apareció.

– Buena noches, joven Miguel – lo saludó la dulce mujer.

– Buenas noches, Amelia – respondió Miguel –. ¿Qué haces aquí? – Preguntó enseguida –. Yo te hacía en el hospital, cuidando a Armando. ¿No fue grave el accidente?

– Pues ya ve que no – dijo Amelia –. Afortunadamente sólo fueron unas raspaditas y un brazo quebrado. Ni siquiera hubo que internarlo, ¿usted cree? Es que yo le recé mucho a Dios para que nada le pasara, y pues me escuchó. Qué bueno, ¿no? Así puedo venirme a trabajar. De hecho, voy para la cafetería, sólo pasé a dejarle el dinero que me dio ayer. Muchas gracias, pero no hubo necesidad de gastarlo.

– Nada de eso, señorita. No quiero que me lo regreses, Amelia – indicó Miguel –. ¿Cómo sabes que no lo vas a necesitar después?

– No creo, la verdad. Como le dije, ni siquiera hubo que internar a mi muchacho – repitió Amelia –. Además, con lo de mi sueldo me ajustaría perfecto en caso de que haya que comprar algo. Tómelo, que ya casi es mi hora de entrada.

– ¡Insisto! – Exclamó Miguel, haciéndose el indignado –. Quédate con el dinero o me voy a ofender, voy a pensar que estás rechazando mi ayuda.

– No es eso, joven – trató de explicar la mujer –. Lo que pasa es que…

– No me digas nada – la interrumpió él –. Llévate el dinero, que para algo te ha de servir. Si no es para comprar medicinas, pues igual te lo gastas en una tele nueva, en un vestido, o se van a cenar por ahí tu hijo y tú. ¡Es más! ¿Por qué no te tomas la noche libre y te llevas a Armando a cenar a un buen restaurante? ¿No estaría genial que celebraran que nada le pasó? Yo creo que sí. A ver, ¿hace cuánto que no sales? – Inquirió el muchacho.

– Pues…

– Lo ves. Fue hace tanto que… ¡ni siquiera te acuerdas! No se diga más. Ahorita mismo te me vas para tu casa – ordenó Miguel –, te pones muy guapa y te vas con Armando al restaurante ese con nombre de película, el piratas del no se qué. ¿Entendido?

– Pero es que… ¿Quién va a atender la cafetería? – Protestó Amelia.

– ¿Cómo que quién? ¡Pues yo! – Contestó Miguel –. Bien lo dice el refrán: quien tenga cafetería, que la atienda.

– No, es quien tenga tienda – lo corrigió su empleada –. Quien tenga tienda que…

– ¡Cómo sea! – Interrumpió otra vez el desesperado pintor –. El caso es que esta noche yo me encargó de atenderla, y tú te me vas a festejar que la vida le dio una segunda oportunidad a tu hijo. Gózalo, ahorita que lo tienes. Dios no lo quiera, pero igual mañana le pasa algo y tú te arrepientes de no haberlo llevado a comerse unos ricos camarones. Sería muy mala onda, ¿no crees?

– Este… sí. Creo que sí – dijo Amelia, entre extrañada y confundida por la insistencia de su jefe.

– Entonces vete y no rezongues más – decretó él –. ¡Ándale! Y mañana me cuentas cómo te fue.

– Está bien – aceptó la mujer –. Nos vemos, joven – finalmente se despidió.

– Nos vemos – respondió el joven –. Qué te vaya bien, Amelia. Me saludas a Armando. Y no comas demasiado, eh. No te vaya a dar indigestión. Porque entonces sí que estaría grave. No podrías venir a trabajar y…

Miguel continuó diciendo incoherencias hasta que su empleada de confianza dio vuelta a la calle. Quería asegurarse de no verla regresar, al menos esa noche. Y una vez que el camino estuvo libre, cerró la puerta de su departamento y se dirigió hacia el café. Le indicó a la muchacha del turno de la tarde que ya podía retirarse, y se sentó tras la barra, a esperar al hombre de su vida.

Fue alrededor de las veinte con quince que Germán entró al café. A diferencia de la madrugada anterior, quizá porque esta vez nadie lo había despertado para obligarlo a salir en medio de una tormenta, a buscar una simple tarta, no iba de pordiosero. Los jeans aguados y la playera mal fajada habían sido reemplazados por un traje gris, una camisa blanca y una corbata de rayas azules, rosas y grises. Las sandalias le habían dado paso a unos zapatos color café perfectamente boleados, y en el lugar de las ojeras de un siglo y la barba de tres días se encontraba un rostro digno de cualquier portada de revista. Germán acababa de cerrar un importante trato para publicitar a una de las más prestigiadas marcas de joyería, por eso el elegante atuendo. En cuanto vio a aquel hombre dirigirse hacia la barra caminando como modelo, Miguel terminó de engancharse. No daba crédito del cambio, pero le encantó. De inmediato imaginó en su sucia cabecita que desgarraba aquel traje y se comía a besos a aquel que sin duda debía ser un cuerpo suculento. En tan sólo unos segundos, el joven pintor fantaseo con hacerle el amor a Germán en mil y una posiciones diferentes, y se excitó tanto que al instante tuvo una erección. Cuando Germán lo saludó, entre el miedo de que lo abultado de su pantalón fuera notorio y la impresión que el hombre que tenía enfrente le causaba, Miguel no pudo ligar más de tres palabras. Se la paso diciendo monosílabos por un buen rato, sin entender del todo lo que hablaba con Germán, hasta que éste, haciendo referencia al pastel de tres leches, preguntó cuánto debía.

Resultó que Miguel había tenido razón, y a la hija de Germán le había encantado el postrecillo, tanto, que se lo devoró y envió a su padre a comprar más. Miguel rechazó el dinero, argumentando que había sido un regalo, pero Germán, arguyendo que siempre cumplía su palabra, insistió en pagar el doble, justo como habían quedado. Entre que uno decía que sí y el otro que no, fue surgiendo una amistad que superó las paredes de aquel café. Una amistad que los llevaba un día al cine, otro al estadio. Un fin de semana a andar en bicicleta, el siguiente a un concierto o a una exposición. Incluso, quizá por no tratarse de una mujer, por eso de que su hija fuera a ponerse celosa porque alguien intentaba ocupar el lugar de su madre fugitiva, Germán invitó a Miguel a pasar varias tardes de juego en compañía de la pequeña Julia, y ella también le fue tomando aprecio al joven pintor, cariño que era profundamente correspondido. Miguel pasó de confundir un intenso deseo carnal con enamoramiento a sentir verdadero amor, lo cual le hizo las cosas más difíciles. Controlar sus instintos y no desabrochar los pantalones de Germán para darle una buena mamada había sido relativamente sencillo, pero callar todo lo que sentía era como estarse consumiendo en las llamas del infierno. Y aquella noche en el gimnasio, finalmente se quemó…

Una de las tantas cosas que Miguel y Germán empezaron a hacer juntos, fue ejercitarse. A Miguel jamás le había gustado eso de levantar pesas o correr sobre una caminadora. La genética había sido generosa con él, por lo que, a pesar de su casi nula actividad física, lograba conservarse delgado. Se había inscrito en un gimnasio con la intención de tonificar los músculos y así tener un mejor cuerpo, pero en los últimos seis meses sólo había asistido en dos ocasiones, una siguiendo a un chico que le pareció extremadamente guapo, y otra para repetir el furtivo encuentro en los baños. Cuando Germán le propuso que fueran juntos, para animarse el uno al otro y no perder el interés, Miguel pensó en lo tedioso que serían las repeticiones y lo cansado que serían las series, pero al final no pudo negarse. El joven pintor se convencía día a día de que nada iba a suceder con su nuevo amigo, por lo que verlo desnudo en las regaderas se convirtió en la única esperanza de "intimar" más allá de las confesiones sobre traumas del pasado. Para su mala suerte, Miguel no había cumplido ni siquiera ese deseo. Ya que por las mañanas las regaderas del gimnasio eran extremadamente concurridas, Germán prefería bañarse al llegar a casa. Miguel se estaba hartando de aquella situación. Aun cuando le gustaba estar cerca de Germán, Miguel odiaba hacer lagartijas y abdominales, terminar sudado de los pies a la cabeza, apestando, y si a ese pequeño inconveniente le sumaba su ansiedad insatisfecha por ver al padre de Julia como Dios lo trajo al mundo, y la frustración exponencial de no poder decirle todo lo que sentía… En resumen, Miguel estaba decidido a no continuar con el suplicio. Una tarde de sábado, antes de arreglarse para ir al antro y quitarse un poco de estrés, el pintor tomó el teléfono y marcó el número de su amor platónico, con el firme propósito de poner fin a su atlética relación.

– ¿Bueno? – Respondió la pequeña Julia.

– ¡Hola, preciosa! Habla Miguel – Se identificó el muchacho –. ¿Se encuentra tu papi? – Preguntó entre queriendo ponerle fin a todo y deseando arrepentirse.

– Sí, acaba de llegar de una junta – contestó la niña –. ¿Quieres que te lo pase?

– Por favor.

Miguel esperó unos minutos, mismos que aprovechó para ensayar el discurso de despedida que llevaba escribiendo desde hacía un par de noches. Repitió tres veces la entrada y cinco el adiós, pero como suele suceder en estos casos, todo se le olvidó en cuanto Germán le habló desde el otro lado de la bocina y la ciudad.

– ¡Qué onda, Miguel! – Saludó el publicista –. ¿Listo para ir al gimnasio?

– ¿Al gimnasio? – Inquirió el pintor, honestamente confundido –. ¿De qué estás hablando? No quedamos en ir al gimnasio. ¡Es sábado! Al único lugar que iré es al antro.

– Nada de eso – refutó Germán –. Tú me prometiste que me acompañarías a hacer un rato de ejercicio, así que ahora no puedes echarte para atrás. Acuérdate que los sábados el lugar está casi muerto, y podremos usar los aparatos a placer.

Las palabras "aparatos" y "placer" en una misma oración eliminaron la poca resistencia que Miguel habría podido poner. Cuando el pintor no dijo una sola palabra, su amigo supo que ya no era necesario intentar convencerlo, que ya lo había hecho, pero aun así siguió hablando.

– Desde hace tres sábados he querido ir, pero por una u otra razón no se había podido – explicó Germán –. Hoy no surgió nada inesperado, y mi hija pasará la noche con su abuela, así que podemos aprovechar para hacer unas cuantas series, darnos un baño y después tomarnos unas chelas viendo el beis. ¿Qué me dices? No te puedes negar.

– Está bien. – Estaba seguro de que no había prometido nada acerca de ir en sábado al gimnasio, pero quizá lo había olvidado, ya qué más daba. En el fondo, Miguel sabía que aquello era lo que más deseaba, por más que se dijera lo contrario. Además, la propuesta de Germán se escuchaba muy bien. Era imposible que se hubiera negado –. Te veo en veinte minutos – apuntó, entre resignado y ansioso.

– En veinte – acordó Germán, y ambos salieron de sus respectivos hogares con rumbo al gimnasio.

Cuando Miguel llegó, Germán ya lo esperaba arriba de la caminadora. Miguel decidió no anunciarse, para disfrutar unos momentos la hermosa postal que era su amigo trotando. Playera sin manga, los músculos marcándose a cada paso, bajo los pantalones cortos un sensual péndulo provocado por el trote, las primeras gotas de cansancio resbalando por el cuello, en fin. Germán le resultaba tan endemoniadamente atractivo a Miguel, que éste optó por un aparato en el cual pudiera realizar sentado las evoluciones, para ocultar su emoción. Y una vez que las hormonas estuvieron bajo control, entonces sí comenzó a trotar al lado de su amigo.

– Creí que no vendrías – comentó Germán.

– ¿Por qué? – Preguntó Miguel.

– Porque dijiste que nos veíamos en veinte minutos y ya pasaron más de treinta – contestó el publicista.

– Perdón, pero el tráfico estaba imposible en el trayecto entre la clínica 14 y la fábrica de pelotas – se justificó el pintor –. Pero ya estoy aquí, ¿no? ¡Tal cómo lo prometí! – Exclamó en tono sarcástico.

– ¿Estás molesto? – Inquirió Germán, ante la actitud algo agresiva de su compañero.

– Claro que no – aseguró Miguel –. ¿Por qué lo preguntas?

– No, por nada. Yo nada más decía…

El silencio se apoderó de aquellos dos hombres después de ese último comentario. Siguieron trotando quince minutos más, luego aceleraron el paso y finalmente hicieron uso de un par de máquinas, sin dirigirse la palabra, tensionados. Parecía que sabían lo que en instantes ocurriría y estaban entrenando cómo sentirse incómodos. Caminaron hacia las regaderas, todavía en silencio. Y fue al sentarse en una de las bancas, después de quitarse los tenis, que Miguel estuvo a punto de cambiar el destino de ambos, pero Germán se encargó de impedirlo.

– ¿Sabes qué? Creo que mejor espero a bañarme en mi casa – sentenció el dueño del café.

– ¡Cómo crees! – Exclamó el padre de Julia, convencido de que algo ahí ocurría –. ¿Qué te pasa? Desde que llegaste has estado… no sé, algo extraño. Siento como que no quisieras estar aquí, como si hubieras venido a la fuerza. ¿Te molestaste porque te insistí? Sí, ¿verdad? Está bien, reconozco que fui algo desconsiderado, pero te juro que en verdad acordamos venir. Y pues… tú aceptaste, a fin de cuentas. De cualquier manera, ¿por qué no te das un baño para que te vayas limpio? No es tarde, seguro alcanzas a ir al antro. Mira que por las chelas ni te apures, yo puedo tomármelas solo – señaló un tanto chantajista –. Y para la otra, si no quieres acompañarme, simplemente no lo hagas. Pero ahorita vamos a bañarnos – indicó, poniéndose de pie para quitarse los shorts –. Anda, que si nos damos prisa igual y alcanzamos a meternos un rato al jacuzzi de masajes y te vas más relajado – sugirió, despojándose de la playera y del bóxer.

– En serio que prefiero bañarme en mi casa – repitió Miguel, mirando hacia el suelo, tratando de no voltear a ver a su amigo desnudo, deseando que éste no le provocara una erección.

– Está bien, no voy a insistirte si no quieres. No voy a hacer lo mismo de hace rato, pero nada más explícame una cosa – pidió Germán, sentándose junto a su amigo, haciéndole más difícil resistir la tentación –. Una sola y te dejo ir. ¿Por qué, si antes eras tú el que se quejaba de que me fuera a bañar a mi casa, hoy que las regaderas no están hasta el tope y quiero quedarme, tú me dices que mejor te vas? ¿Tanto te molestó que te cambiara los planes? Creí que te gustaba venir. Según me dijiste, hacer ejercicio era una de tus actividades favoritas, por eso pensé que te agradaría acompañarme y…

– ¡Mentí! – Gritó el pintor –. ¡Odio hacer ejercicio! ¡Odio terminar todo sudado! ¿Sabes cuántas veces había venido al gimnasio antes de conocerte? Dos, Germán. ¡Dos!

– ¿Entonces por qué me contaste algo totalmente distinto? – Preguntó el publicista.

– ¿De verdad no lo sabes? ¿De verdad no te has dado cuenta? Te conté todas esas mentiras y acepté acompañarte estos meses porque quería estar contigo – declaró Miguel, al borde del llanto –, porque me encanta estar a tu lado y…

– A mí también me agrada mucho tu compañía – interrumpió Germán –, pero somos amigos, no tenías que hacer algo que no querías sólo para darme gusto y…

– ¡Por favor, Germán! ¡Ya no te hagas el tonto! – Ordenó Miguel, soltando las primeras lágrimas –. Sé que has notado la manera en que te miro. Sé que te has dado cuenta de que la manera en que a veces te trato no es del todo la de un amigo. Sé que entiendes todo, y si crees que voy a decirte lo que tengo, te equivocas. Lo único que haré es largarme – se levantó del banquillo – y no volver a verte. Sin duda va a ser lo mejor.

– Espera – suplicó Germán, tomándolo del brazo –. Tienes razón, me he dado cuenta de todo, pero… sólo quiero que lo digas.

– ¿Por qué?

– ¡Por favor!

Ambos se miraron a los ojos y permanecieron callados por unos segundos. Para vencer sus dudas y sus miedos, Germán necesitaba que Miguel diera el primer paso, pero éste titubeaba, deseaba explotar de una vez por todas, pero le aterraban las consecuencias.

– ¡Por favor! – Insistió Germán –. Dilo

– Te… amo – confesó finalmente Miguel, sintiéndose al mismo tiempo liberado y lleno de terror, inseguro de cómo reaccionaría aquel hombre que tenía enfrente –. Ahora ya puedes golpearme.

– ¿Golpearte? ¡Tontito!

Germán acarició suavemente la mejilla de Miguel, y el joven pintor, entre sorprendido y feliz, se estremeció hasta el punto de gemir ligeramente.

– ¿Tan así te pongo? – Inquirió con orgullo el publicista, pero no obtuvo respuesta. Su hasta entonces sólo amigo no podía hablar, pues estaba temblando tras otra caricia –. Ya veo que sí – comentó Germán, divertido –. ¿Quieres ver cómo me pones tú a mí? – Le susurró al oído, arrebatándole un gemido más.

Germán condujo hasta su entrepierna la mano de Miguel. Éste, al sentir la gruesa y dura verga, apretó con fuerza, y entonces fue Germán el que gimió. Contento del camino por el cual iban las cosas, el pintor comenzó a deslizar sus dedos a lo largo de aquel trozo de suave y tibia carne. Se detuvo en la enrojecida punta y recogió unas gotas de lubricante, para enseguida llevarlas hasta su boca. Germán no pudo resistir aquel gesto y sin pensarlo demasiado, para no arrepentirse de ir tan lejos, unió sus labios a los de Miguel.

Luego de unos minutos de tiernos y delicados movimientos, los hombres entrelazaron sus lenguas en un beso salvaje. Germán estrelló contra los casilleros a Miguel, le agarró las manos y se las colocó por encima de la cabeza, para inmediatamente morderle el cuello y restregarle su excitación. Miguel sólo atinaba a respirar agitadamente y de vez en cuando sollozar. Estaba increíblemente contento y terriblemente excitado. Su miembro le dolía bajo los ajustados slips, así que liberó sus manos para desnudarse de la cintura hacia abajo. Al mirar instintivamente la portentosa erección de Miguel, Germán pareció dudar. El hábil pintor, experimentado en el sexo con "machos", se dio cuenta del inconveniente y de inmediato ahuyentó los titubeos dando media vuelta y ofreciéndole a su amigo un redondo y generoso y culo.

– ¡Cógeme! – Ordenó el muchacho.

Germán permaneció inmóvil por un rato, pero a fin de cuentas se dispuso a obedecer.

*****

Por supuesto que me había dado cuenta de la manera en que Miguel me miraba, habría sido imposible no hacerlo con lo obvio que era en ocasiones. Al principio creí que era mi imaginación, pero ciertas actitudes que tomaba cuando nos tomábamos unos tragos y perdía un poco el control me convencieron de que yo le gustaba. Lo extraño fue que no me incomodó la idea. Tampoco pensé en alejarlo. Su amistad se había convertido en algo muy valioso para mí, y no estaba dispuesto a perderla por una hipótesis. Fingí que en realidad nada pasaba. Luego me hice creer que aun cuando se hubiera fijado en mí como hombre, Miguel nunca lo confesaría y nuestra relación seguiría sin problemas. Después deseé que sucediera todo lo contrario, porque sin notarlo yo también comenzaba a verlo como algo más.

Tal vez fue que la soledad que ambos vivíamos nos unió tanto que empecé a confundir mis sentimientos, no lo sé. El caso era que de repente me descubrí pensando en él varias veces al día, extrañándolo aquellos que no salíamos a comer o al cine. Y cuando lo veía y por casualidad me daba la espalda, mi mirada siempre iba a parar a su trasero. Me impresionaba que siendo delgado, Miguel tuviera tan buenas nalgas. Y en más de una ocasión se me antojó tocarlas, pegar mi entrepierna a ellas. Debo confesar que en la preparatoria me ocurrió algo similar con un compañero de clase, pero nunca rebasamos la línea de lo prohibido, ni tampoco sentí por él ni por algún otro hombre esa necesidad de estar juntos. No estaba seguro si eran los años de abstinencia tanto sexual como afectiva, pero Miguel me traía loco.

Esa noche me inventé lo del gimnasio, con la mera intención de que la bomba explotara. Los sábados después de las cuatro de la tarde el lugar estaba prácticamente vacío, y pensé que el ambiente de camaradería e intimidad que te brindan las regaderas sería el oportuno para animarlo a hablar. Me imaginé que estando bajo el agua, los dos completamente desnudos y quizá un poco excitados, Miguel se lanzaría sobre mí, tendríamos sexo y las cosas se solucionarían como por arte de magia. Como ya lo saben, la cosa no fue tan sencilla, pero a fin de cuentas llegamos al punto que había estado esperando.

Después de que me dijo que me amaba todo fue más fácil. Confirmar que mis sospechas eran ciertas y saber que no sería rechazado me dieron el empujón que necesitaba, y lo besé. Lo que sentí cuando su lengua entró en mi boca fue diferente a todo lo que había sentido hasta ese momento, incluso diferente a todo lo que dibujé en mi cabeza. Fue hermoso, y precisamente por ello aterrador. Deseaba tener entre mis brazos a Miguel, deseaba percibir su aliento, su calor, pero al mismo tiempo era imposible callar las voces en mi mente, esas que sonaron más alto después de comprobar que besar a un hombre no había sido peor que besar a una mujer. Por eso me impactó que se quitará el pants y los calzones. En mi casa tengo una colección de películas pornográficas, la polla de Miguel no era la primera que veía en semejante estado de erección, pero sí la primera en vivo, y la primera que estaba así por mí. Una parte de mí me reclamaba y deseaba marcharse, pero la otra me instaba a coger aquella polla – un tanto más delgada que la mía, un par de centímetros más larga y curveada un poco hacia la izquierda –, y disfrutarla entre mis manos, e incluso entre mis labios. No supe qué hacer, si atender al ángel o al demonio, si aceptar que me apetecía practicarle sexo oral a un hombre o correr a ocultarme bajo mis prejuicios. No hice ni una ni la otra, sólo me quedé paralizado.

Afortunadamente, luego de haber sacado a gritos y lágrimas lo que se guardó por meses, Miguel estaba mucho más lúcido que yo, por lo que supo cómo actuar en contra de mi indecisión y mi repentina pasividad. La imagen de su lampiño, redondo y generoso culo desnudo le devolvió a mi pene la poca dureza que había perdido en los últimos segundos, y a mis músculos les inyectó la energía que necesitaban para moverse y darle lo que por mucho tiempo él y yo habíamos deseado.

– ¡Cógeme! – Me ordenó, al tiempo que separaba sus nalgas y me incitaba a atravesar su sonrojado ano con mi enrojecido falo.

Sin pensarlo dos veces, caminé hasta que mi excitación rozó el orificio trasero de Miguel, haciéndonos estremecer a ambos. Por unos segundos froté mi verga entre sus glúteos, mientras besaba su cuello y acariciaba su pecho, pellizcaba sus tetillas. Después, olvidándome de dudas y de miedos, me hinqué con la intención de darle un beso negro.

*****

Creí que Germán actuaría de la misma manera en que habían actuado todos los que antes de él me tuvieron contra la pared, pero me sorprendió gratamente. Pensé que no pasarían ni dos segundos cuando ya me estaría follando en busca de satisfacer sus instintos, pero en lugar de eso se arrodilló detrás de mí, acomodó su cara entre mis nalgas y recorrió con la punta de su lengua desde mis huevos hasta mi ano, sin prisa, haciéndome temblar. Recorrió el mismo camino un par de veces más, para después concentrarse en los alrededores de mi ansioso orificio. Tuve que morderme los labios para evitar gemir y provocar que alguien nos escuchara, pero los hilos de lubricante que colgaban de mi petrificada verga delataban el estado de excitación en el que me encontraba gracias a las expertas caricias de Germán. Supuse que el sexo anal había sido una práctica común entre su esposa y él, porque en verdad lo hacía como un maestro, pero imaginé que en realidad le gustaba gozar de aquellos placeres en compañía de otro hombre, y que después de correrse dentro de mí me diría que también me amaba. La promiscuidad suele esconder el miedo a ser romántico, y la lengua de Germán moviéndose en mi interior me hizo soñar con cuentos de hadas.

Pero el rosa de mis fantasías no era tan intenso como el rojo violeta que viajaba por las exaltadas venas de mi pene. Germán tenía ya tres dedos en mi culo, y la forma en que éstos entraban, salían y dibujaban círculos me impidió seguir ahogando los gemidos. Me retorcía y ronroneaba como gata en celo, sin importarme ya la posibilidad de ser descubiertos. Y cuando Germán se puso de pie para susurrarme al oído lo que iba a hacerme, cuando me advirtió que no podría sentarme en tres días, con la voz entrecortada le supliqué que me cogiera.

– No desesperes, que te voy a follar como nunca antes te han follado – prometió –. Pero antes una cosa… ¿Traes condón? – Preguntó en tono serio –. Porque yo hace mucho que no cargo.

– ¡Métemela así! – Le ordené como respuesta –. Yo tampoco traigo, pero estoy demasiado caliente para preocuparme por el sombrerito – argumenté tratando de persuadirlo, pero Germán se quedó callado e inmóvil –. ¡Vamos! – Exclamé después de unos segundos –. ¡Métemela así! – Repetí –. Sé que tú también lo quieres…

La pasividad que volvió a apoderarse de Germán me hizo pensar por un momento que ahí terminarían las cosas, pero cuando sentí que una intensa punzada me partía el culo me convencí de lo contrario. Al parecer Germán también estaba demasiado caliente, tanto como para follarme sin haberse puesto antes un condón, e intentaba meterme la "puntita". Minutos antes me había hecho un buen trabajo de dilatación, pero aún así le estaba costando trabajo penetrarme. A pesar de que yo no era precisamente un novato en las artes de la sodomía, su polla era tan gruesa que le resultó bastante complicado abrirse paso. Cuando al fin el regordete y amoratado glande superó el obstáculo que sorpresivamente representaron mis ejercitados esfínteres, Germán no se detuvo hasta que su negro vello rozó ligeramente la lisa piel de mis glúteos. Enseguida, como si hubiera adivinado mi gusto por el sexo duro, se dispuso a cumplir su promesa y empezó a follarme ferozmente, descargando en cada embestida un poco de la energía acumulada durante meses de abstinencia.

Como era de esperarse, el ritmo brutal al que su orondo miembro me atravesaba condujo a Germán a un apresurado clímax. Mordiendo mi cuello y acelerando aún más sus maniobras, se derramó tan abundantemente que su semen escurría por mis piernas. Y una vez que sus testículos estuvieron secos, me volvió a sorprender, ya que apretó con firmeza mi verga y empezó a masturbarme. A pesar del poco tiempo que había durado todo, estaba tan excitado que sentir por dos segundos el calor de su mano alrededor de mi pene me bastó para correrme escandalosamente. Pero luego del placer vino la culpa… al menos para él.

La historia comenzaba a repetirse: los efectos del orgasmo se esfumaron y los miedos y prejuicios otra vez se adueñaron de la escena. Germán no supo qué decir después de que limpiamos los restos de nuestro encuentro y lo miré a los ojos. Traté de abrazarlo, pero me evitó fingiendo que en el suelo había quedado una mancha. Pretendí que habláramos, pero propuso que mejor tomáramos un baño. Agarró su toalla y caminó a las regaderas, sin notar que preferí vestirme y marcharme sucio a casa, pues de haberle seguido seguramente se me habría escapado el llanto, y no quise incomodarlo más. Cubrí mi rabia con unos lentes para sol. Tomé un taxi. Juré jamás volverme a tropezar.

*****

Miguel empezó a colgar mis llamadas desde aquel encuentro en los vestidores, por lo que regresé a la rutina de visitar una y otra vez su café, pero él nunca apareció, incluso le prohibió a Amelia que hablara conmigo más de lo estrictamente necesario. Quería borrarme de su vida, y aun cuando podía entenderlo, no quería aceptarlo. Estaba claro que me había portado como un idiota, pero los sentimientos que surgieron al estar con él de esa manera terminaron por rebasarme. Explotar en su interior y sentir las palpitaciones de su orgasmo entre mis dedos fue demasiado para tan poco tiempo. Creí que podría controlarlo, que después del sexo todo se arreglaría, pero no fue así. Los minutos de placer que Miguel me regaló fueron grandiosos, pero en cuanto la excitación se evaporó regresaron con más fuerza todas esas dudas que me atormentaban siempre que pensaba en él, en lo lindo que se veía horneando pasteles, en lo rápido que latía mi corazón cada vez que me abrazaba. No podía darme el lujo de perderlo. No podía permitir que se marchara como estúpidamente lo permití aquella noche, pero simplemente no sabía qué hacer. La esperanza poco a poco se iba diluyendo, y estuve a unos segundos de rendirme. Fue entonces que Julia apareció.

– ¿Puedo entrar, papá? – Preguntó mi pequeña sin esperar respuesta.

– Pues ya estás adentro, ¿no? – Reclamé en tono amable para tratar de ocultar mi malestar, y ella sólo me sonrió traviesa –. ¿Qué desea mi pequeña? – Inquirí al tiempo que la abrazaba fuertemente –. ¿Una rebanada de pastel?

– No, hoy no quiero – respondió.

– ¡Qué bueno! – Exclamé aliviado –. Porque honestamente no tengo ganas de salir – comenté sin pensar, olvidándome de ocultarle a mi hija lo mal que me sentía.

– ¿Por qué no? – Cuestionó preocupada –. ¿Estás enfermo?

– No, chiquita. ¡Por supuesto que no estoy enfermo! – Le imprimí volumen a la frase para que convencerla totalmente, lo último que deseaba era contagiarla de mi mala vibra –. Es sólo que tengo mucho sueño.

– Menos mal – me dijo contenta –, porque si estuvieras malito no podría celebrar mi cumple.

¿Su cumple? ¡Su cumple! Entre el mal de amores y las exigencias del trabajo me había olvidado por completo de las fechas. No estaba consciente ni del mes ni del día, y por primera vez no había comprado el obsequio para Julia con dos o tres semanas de anticipación. Me sentí peor que nunca, pero sólo por un instante, ya que estaba frente a mí la solución a mis problemas. Ciertamente sería una jugada de lo más sucia utilizar a mi hija para atraer a Miguel, pero estaba tan desesperado que me importó un comino el juego limpio.

– ¿Qué quieres hacer este año? – Le pregunté a Julia, fingiendo que nada ocurría.

– Pues… lo mismo de siempre – contestó.

Los últimos dos cumpleaños de mi nena habíamos visitado un parque de diversiones por la mañana y comido tartas de fresa por la tarde, y aunque Julia propuso hacer exactamente lo mismo, yo maquiné un par de cambios a mi favor.

– ¡Perfecto! – Mentí –. Nada más que se me ocurre algo que seguro va a encárate – apunté, con la clara y ventajosa intención de manipularla –. ¿Qué te parece si en lugar de tartas comemos pastel de tres leches? Como que he visto que las tartas ya no son tus favoritas, que ahora te gusta más el pastel que hace Miguel, y pienso que sería buena idea comernos uno cuando regresemos de los juegos, ¿no lo crees? Podríamos decirle que viniera a cocinarlo aquí a la casa o… no sé, que nos acompañara a los caballitos y a la montaña rusa. Creo que sería divertido. ¿O tú que piensas?

– ¡Sí! ¡Invitemos a Miguel! – Aceptó gustosa, tal y como yo lo había planeado –. Llámale ahorita mismo para que lo invites – me pidió.

– ¿Por qué mejor no le llamas tú? – Le sugerí a Julia, para de inmediato ponerle el teléfono en las manos –. Yo no soy el del cumpleaños…

– Bueno – estuvo de acuerdo, y enseguida comenzó a marcar.

Por las veces que le insistió mi hija, seguramente Miguel se puso difícil, pero al final le fue imposible lastimar a una pequeña y terminó aceptando. Según me comentó Julia, lo veríamos el sábado a las nueve de la mañana, en la entrada del parque. La noticia fue sumamente satisfactoria, por lo que abracé a mi niña y la llené de besos hasta hacerla huir de tanto cariñito, dejándome solo pero feliz. Luego de varias noches en vela, por fin pude dormir tranquilo. Incluso soñar algo bonito.

El día del cumpleaños (que para mí en realidad era el día en que recuperaría a Miguel), después de levantarme y tomar un relajante baño de tina, le di a mi hija su regalo. Recibí un agradecimiento y un abrazo, la ayudé a vestirse y me vestí con ropa cómoda pero a la vez presentable, pues quería estar guapo para él. Después subimos al coche y conduje velozmente hasta el parque, en cuya entrada Miguel esperaba sosteniendo con ambas manos una caja. Se trataba del regalo de mi pequeña, mismo que guardé en la cajuela para luego entrar al parque y de inmediato recorrer sus atracciones.

Nos subimos tres veces a los caballitos y cuatro a la rueda de la fortuna. Después desayunamos unas hamburguesas y esperamos una hora para seguir con la montaña rusa, los carritos chocones y finalmente la casa del terror. Salimos del parque como a eso de las cuatro de la tarde y a la casa arribamos a las cinco. Tal como se lo había prometido a mi hija, Miguel se adueñó de la cocina y horneó su famoso pastel de tres leches, mientras tanto, Julia y yo veíamos una película de dibujos animados y comíamos palomitas acarameladas. Cuando el delicioso postre estuvo listo, cantamos las mañanitas y saboreamos dos rebanadas cada uno. Acostumbrada a estar bajo las sábanas antes de las diez de la noche, Julia se despidió del chef con un beso y me pidió que la acompañara hasta su cuarto. Le leí un breve cuento, y en cuanto sus ojos se cerraron regresé a la cocina, donde Miguel aguardaba entre molesto e intrigado.

– Gracias por haber venido – comenté en cuanto lo vi –, y por haberte portado tan bien.

– Usar a la niña fue sin duda algo muy bajo, pero ella no tiene la culpa de tenerte como padre – explicó –. Ha sido un día terrible, pero ella bien lo vale.

– ¿De verdad te la pasaste tan mal? – Pregunté conociendo de antemano su falsa respuesta.

– Sí – respondió en un tono poco convincente –, bastante.

– No te creo, ¿sabes? Estoy seguro de que te divertiste tanto como Julia y como yo – afirmé, al mismo tiempo que me acercaba a él –. Sé que estás molesto conmigo, pero tienes que aceptar que este día fue grandioso y… Bueno, más bien ha sido, porque aún no se termina. Aún podemos aprovechar el par de horas que le quedan – insinué sentándome en la mesa, justo frente a él.

– ¿Qué diablos quieres, Germán? – Cuestionó molesto –. ¿A qué estás jugando? Porque cualquiera que sea tu jueguito no voy a caer. ¿Crees que puedes actuar como si nada hubiera pasado, después de lo que hiciste?

– ¡Un momento! Que hicimos – aclaré –. Porque yo no te obligué, chiquito.

– ¡Qué…! No me refiero a eso, idiota, sino a cómo te portaste después. ¿Sabes cómo me hiciste sentir reaccionando de esa forma? Sé que nadie me obligó a darte las nalgas y también que me arriesgaba a ser tratado como puta, pero eso no te justifica, ¿sabes? Primero me coges y después te haces el desentendido. Y para colmo, usas a tu hija para chantajearme. ¡Qué poca madre, Germán! ¿Qué buscas? ¿Para qué querías que viniera? ¿Vas a pedirme una disculpa? ¿Vas a volver a humillarme, o simplemente tenías ganas de pastel? ¿Qué quieres, eh? – Inquirió otra vez –. ¡¿Qué demonios quieres?!

– Quiero… Quiero que me des una mamada – contesté con todo el cinismo del mundo, espantándome incluso a mí mismo –. Quiero que me chupes la verga – reiteré, y para mi sorpresa, no fueron golpes ni insultos lo que recibí.

*****

Lo más sensato habría sido estrellar mi puño contra el rostro de Germán, pero su inesperada desvergüenza no hizo más que excitarme. Es cierto, a pesar de que mis patrones de conducta me habían conducido otra vez al punto de sentirme una simple herramienta sexual para alguien confundido entre el azul y el rosa, gran parte de la culpa le pertenecía a Germán, pero él, lejos de ofrecerme la disculpa que creí había sido el motivo por el cual había utilizado a su hija para volver a acercarse a mí, adoptaba la postura de machito imbécil. Debí haberme marchado, pero ni toda la rabia que sentía (provocada sobre todo por mi poca dignidad) logró vencer la terrible atracción que ejercía aquel hombre sobre mí. Desde que parado en la entrada del parque lo miré bajarse de su auto, un torbellino que me hacía trizas el estómago comenzó a derribar la débil barrera que había puesto entre Germán y yo. Justo como lo dijera él minutos antes, aquel día había sido genial, contrario a lo que inútilmente yo intentaba asegurar. Durante las horas que estuvimos con Julia pude controlar mis ganas de besarlo, pero una vez que estuvimos solos las cosas cambiaron. Y cuando me dijo que quería su verga entre mis labios fue imposible contenerme.

– ¡Eres un imbécil! – Exclamé, más como halago que como insulto, y enseguida coloqué mis manos sobre su bragueta, mientras él sonrió en señal de triunfo.

Masajeé un poco su entrepierna, y cuando sus pantalones dibujaron un bulto prometedor, bajé lentamente el cierre y metí mi mano. Por encima del bóxer recorrí su miembro con la punta de mis dedos, sintiendo como crecía un poco más. Apreté ligeramente la cabeza, de la cual brotaban ya unas gotas de lubricante. Después saqué la mano para inmediatamente desabrochar sus jeans y bajarlos hasta sus tobillos. En el camino de regreso lamí su pierna derecha, hasta hundir la nariz en su ingle y percibir su intenso aroma a hombre. El bóxer que Germán vestía aquella noche era holgado, por lo que su erección formaba una evidente carpa. Tomé por el resorte la única prenda que ocultaba su excitación, y con el fin de desesperarlo empecé a jugar con él. Bajaba un poco la tela para besar su pubis y jalar suavemente sus vellos, pero en cuanto mis labios se separaban de su cuerpo volvía a cubrir su piel con aquellos calzoncillos de algodón. Germán se notaba ansioso, sus ojos me gritaban que no siguiera torturándolo, pero decidí que tendría que aguantarse unos minutos más. Continué con mi juego, sólo que esta vez fui dejando su sexo poco a poco al descubierto, hasta que por fin lo vi completo, en todo su esplendor, y entonces me aferré a él con la derecha.

Ya en el gimnasio lo había tenido entre mis dedos, pero era la primera vez que lo veía, al menos en estado de erección. Y la boca se me hizo agua. De entre una abundante mata de negro vello sobresalía orgulloso, rozando los diecisiete. Una vena de tonalidad casi morada se extendía desde la base del grueso tronco hasta el frenillo, de donde surgía el regordete glande, mismo que lucía húmedo, brillante, apetitoso.

– ¿Te gusta? – Preguntó Germán cuando me descubrió admirando su pene.

La respuesta era obvia, por lo que en lugar de hablar use mi boca para algo más placentero.

– ¡Ah! – Gimió Germán cuando la punta de su endurecido falo se alojó en mi garganta –. ¡¡Ah!! – Volvió a gemir cuando mis labios iniciaron un acompasado vaivén a lo largo de su hombría –. ¡¡¡Ah!!! – Enloqueció cuando mis dientes y mi lengua se integraron a la fiesta.

Mis ronroneos aquella tarde en el gimnasio no se comparaban con los escandalosos sonidos que emitía Germán. Cada que mi lengua mariposeaba alrededor del tronco o cuando mis colmillos se clavaban suavemente en el glande, él aullaba con tal fuerza que parecía que la vida se le estaba yendo. Sin importarle que su hija fuera a despertar, él expresaba libremente lo gozoso del momento. Y si a él no le importaba ser captado in fraganti, a mí menos. Al mismo tiempo que desabrochaba mis pantalones para sacarme la verga y empezar a masturbarme, aceleré el ritmo de la mamada y la acompañé con caricias en los huevos. Fue entonces que Germán me interrumpió.

– ¡Por favor, detente! – Suplicó entre jadeos.

– ¿Qué pasa? – Cuestioné fingiendo demencia –. ¿Acaso lo hago mal?

– Bien sabes que no, presumido. – Se levantó de la mesa y se subió los pantalones –. Es sólo que mi hija podría bajar y encontrarnos – explicó –, y no quiero que eso ocurra.

– Entonces – me pegué contra su cuerpo –, ¿aquí le vamos a parar? – Inquirí en tono burlesco, divirtiéndome con todo aquello.

– ¡Claro que no, tonto! – Contestó antes de plantarme un beso –. Vamos a mi cuarto – indicó al tiempo que me daba una nalgada.

– Vamos – acordé para después seguirlo a su recámara.

Justo al cruzar la puerta de su habitación, Germán se me lanzó encima para desgarrar mi ropa, y con la suya hice lo mismo. Cuando estuvimos desnudos me arrojó contra la cama y se acostó encima de mí. Mientras besaba mi cuello y mi espalda, me dijo lo rico que estaba mi culo y lo mucho que deseaba volver a follarme, pero mis planes eran otros. Haciendo uso total de mis fuerzas intercambié las posiciones y empecé a besar su pecho. Acaricié sus tetillas por un rato. Después lamí su abdomen y sus muslos, para enseguida tragarme su polla y darle la mamada de su vida.

Los gemidos regresaron con cada uno de mis lengüetazos. Me esforcé para llevarlo al borde del clímax, y una vez ahí decidí atender a sus testículos. Metí uno de ellos en mi boca y luego el otro, mientras lo masturbaba firme pero lentamente. Cuando cubrí de saliva sus enormes y peludas bolas me seguí camino abajo, provocando que la espalda de Germán se arqueara por el placer. Gracias a la extrema sensibilidad del perineo lo conduje hasta el punto en el cual la excitación se encuentra al máximo pero el orgasmo no te llega, ese momento en que prácticamente te conviertes en esclavo de tus emociones y estás dispuesto a explorar ámbitos nuevos. Necesitaba comprobar que aquel encuentro no sería igual al del gimnasio, y aquella era mi oportunidad. Sin que mi lengua o mi mano derecha se detuvieran, el dedo medio de la izquierda atravesó su ano.

– ¡Uh! – Se quejó Germán discretamente, pero sin hacer algo que impidiera aquella intromisión.

Interpretando su pasividad como un permiso, le clavé otro par de dedos, al mismo tiempo que mi lengua regresó a su verga, la cual estaba a punto de estallar. Se la mamé con ganas, con la misma furia que giré mis dedos en su interior, hasta ponerlo al límite del clímax y entonces detenerme. Repetí en varias ocasiones la jugada, y cuando pensé que no podría negarse, coloqué sus piernas sobre mis hombros y acomodé la punta de mi polla entre sus nalgas, dispuesto a penetrarlo. Con mis propios fluidos lubriqué un poco su ano, previamente dilatado por mis dedos, pero antes de acertar la primera estocada, sintiendo que tal vez me estaba aprovechando, le pedí su aprobación.

– Puedes hacerlo – comentó antes de que yo lo cuestionara, pero sin mirarme a los ojos, cerrándolos incluso.

– ¿Estás seguro? – Pregunté para cerciorarme, pues el gesto en su rostro me decía lo contrario.

– Sí, estoy seguro – confirmó –. Pero si no me crees, mira nada más cómo la tengo – apuntó un tanto apenado.

No me había dado cuenta, pero la erección de Germán se mantenía a tope, lo cual significaba que gozó al tener mis dedos dentro. Convencido al fin de que aquello no lo estaba atormentando, al menos no físicamente, me preparé para atacar.

– Sólo promete que tendrás cuidado – demandó antes de que entrara en él, mirándome a los ojos –. Es la primera vez que hago esto – agregó para dejar en claro que sólo estaba interactuando con su amigo más cercano, que aquel no era un acto gay y que él no era homosexual.

– No te preocupes, cariño – sugerí mientras acariciaba su mejilla e ignoraba sus falsos pensamientos –. Para mí no es la primera, y te aseguro que cuando termine no será tu última – advertí, robándole el cinismo con el que antes él me habló –. Voy a esforzarme para complacerte, y ya verás lo mucho que te va a gustar.

*****

Esa noche en mi cuarto, Miguel me comprobó que nadie como un hombre para el sexo oral. La forma en que usaba su lengua, la manera en que giraba la cabeza y el tiempo que retenía mi verga en su garganta sencillamente me volvió loco. Jamás había estado tan excitado, y al principio quise creer que fue ese inmenso placer que experimentaba el que permitió que los dedos de Miguel hurgaran en mi trasero, pero la verdad era distinta. Me costaba trabajo aceptarlo, pero por más que los miedos y las dudas se esforzaban para convencerme de cambiar papeles, de darle a Miguel el de pasivo, una parte de mí quería, ¡necesitaba sentirlo dentro! Fue por ello que a pesar de la inevitable vergüenza me mostré falsamente resignado y le permití a Miguel iniciar con la faena.

Después de poner mis piernas sobre sus hombros y sus manos arriba de mi cabeza, comenzó a presionar. Debido a que nadie había siquiera tocado ese orificio, creí que el trabajo de dilatación que Miguel había hecho no sería suficiente para que su pene entrara con facilidad, pero sorpresivamente la punta se introdujo sin problemas, y lo mismo sucedió con el resto. Aun cuando quería que me follara, los casi veinte de largo que Miguel tenía me hicieron temblar un poco. Tal vez porque su miembro no es tan grueso como el mío, o quizá porque mis ganas eran tantas que mi cuerpo se la puso fácil, no lo sé, pero ni tiempo tuve de pestañear cuando ya me había ensartado, completito y hasta el fondo.

Lo que experimenté después fue algo extraño, distinto a lo que pensé iba a sentir. No era doloroso pero tampoco placentero el hecho de sentirme… lleno. Resulta poco erótico, pero fue como tener tres tortas y un refresco en el estómago. Afortunadamente las cosas cambiaron conforme aquel trozo de carne se fue moviendo en mi interior. El mete y saca cada vez era mejor, y pronto estuve de regresó en el nirvana. La polla de Miguel me dejaba completamente vacío para de inmediato clavarse hasta adentro, arrebatándome un gemido y unas gotas de pre-cum. Miguel aceleró gradualmente el ritmo de la cogida, hasta que la fuerza con que me follaba era tanta que las patas de la cama amenazaban con partirse. El placer que recorría mi cuerpo por cada embestida me tenía jadeando como nunca imaginé. Mi pene estaba durísimo y chorreando. La excitación era tan fuerte que desesperaba. Necesitaba masturbarme y llegar al clímax cuanto antes. ¡No aguantaba más!

– ¡Ni se te ocurra! – Indicó Miguel cuando intenté pajearme –. Hoy está prohibido masturbarse – decretó tajantemente, y para asegurarse de que obedeciera aprisionó mis manos con rudeza, lo cual me puso más caliente, si eso era posible.

– Pero… ¡Necesito correrme! – Protesté –. Por favor. Ya no aguanto más.

– Dije que no, Germán – reiteró sin parar de penetrarme.

– ¡¿Por qué no?! – Insistí exasperado –. De verdad que si no…

Para evitar que siguiera hablando, Miguel me plantó un beso tras el cual arremetió con más velocidad. Al juntar su cuerpo contra el mío, la suave piel de su abdomen comenzó a frotar ligeramente mi erección, lo cual, sumado al brutal ir y venir de su sexo en mi trasero, me provocó el mejor orgasmo de mi vida, uno de tal magnitud que un hormigueo paralizó mis piernas y mis brazos. Mi verga estalló una, dos, cuatro y hasta nueve veces, y justo cuando la última gota de semen se estrelló contra mi pecho, Miguel sacó su polla de mi culo y se derramó encima de mí. Mi vista estaba un poco nublada, pero me encantó observarlo eyacular. La primera descarga me llegó hasta el cuello y las demás fueron trazando un camino a mi entrepierna, donde entre gemidos terminó de desbordarse. Luego, completamente exhausto, simplemente se dejó caer.

– ¿Entonces qué? – Preguntó mientras jugaba con el fino vello de mi torso.

– ¿Qué de qué? – Me hice el desentendido.

– Ya sabes qué – aseveró en tono mimado, regresando a su habitual forma de ser –. ¿Te gustó o no te gustó?

Me quedé callado por un rato, pero a fin de cuentas respondí que sí. Ya era hora de enterrar prejuicios y dejar de huir.

*****

El que Germán aceptará que tener sexo conmigo le había resultado satisfactorio fue mucho mejor que verlo caminar hacia las regaderas para no afrontar las consecuencias de sus actos, pero un "sí" no me parecía suficiente, necesitaba estar completamente seguro de que él estuviera consciente de lo que había pasado y de lo que vendría después, de cómo cambiarían las cosas.

– ¿Qué tanto te gustó? – Inquirí con la intención de aclarar lo que a partir de entonces íbamos a ser.

– Pues… – titubeó unos segundos – bastante. ¿Por qué lo preguntas, eh?

– Estoy de acuerdo en que tú no me has obligado a nada, así como estoy consciente de que para ti todo esto es nuevo y es difícil enfrentarlo, pero no puedo olvidar lo que ocurrió en el gimnasio – expliqué.

– Lo siento mucho – se disculpó al fin –. Por lo de aquel día, digo. Como acabas de mencionarlo, es muy complicado asimilar que antes de ti la última persona con quien estuve fue mi esposa, es difícil digerir que ahora estoy contigo, con un hombre, y que encima de todo lo he gozado. Es duro, sí, pero eso no justifica el que me haya lavado las manos. Perdón, Miguel. Te lo pido de corazón.

– Gracias. De verdad necesitaba esa disculpa. – Lo besé en los labios –. ¿Me perdonas tú por no ponerme en tu lugar?

– Ni lo menciones, hombre – comentó, y también besó mis labios.

– Y bueno, no es que quiera presionarte ni nada parecido, pero…

– Quieres saber qué onda con nosotros, ¿no?

– Sí.

– Siendo honesto… no estoy muy seguro. Antes que nada debo confesarte que no eres el primer hombre que me atrae. En mis tiempos de estudiante hubo alguien que me interesó, pero nunca pasó nada. No sé si fue algo típico de adolescentes o curiosidad, pero el caso es que no hay comparación contigo. Tú… me gustas mucho. Es muy sexual, sí, pero cada que te veo me dan ganas de desnudarte y hacerte el amor – confesó, y el rojo brotó en sus mejillas.

– Pues por mí no habría problema – bromeé tratando de arrancarle una sonrisa para aligerar un tanto las cosas, lo cual por fortuna conseguí.

– ¡Oye! ¡Estoy hablando en serio! – se quejó entre risas.

– Yo también – afirmé en tono sarcástico –, pero bueno, ya no te interrumpo. ¿Qué decías?

– Te decía que me calientas como nadie – continuó, claramente menos presionado –, y que contigo acabo de correrme como nunca. No sé lo que eso significa, si será que es sólo sexo, si estoy enamorado, si soy homosexual o si estaría con otro hombre, no lo sé. Te quiero mucho, Miguel, y quiero estar contigo, que resolvamos juntos mis dudas. Pero no sé qué pasará después, no sé si sea justo pedirte que me tengas paciencia. Tampoco puedo prometerte nada ni… ya no sé qué más decir.

– No te preocupes, que te entiendo perfectamente. No es la primera vez que vivo esto, ¿sabes? Pero sí eres el primero de quien… Te amo, Germán, y así no me prometas nada quiero estar contigo. Sé a lo que me arriesgo, pero tengo fe en que todo saldrá bien. Y en caso de que no… ¡al menos gozaré de muy buen sexo!

Mi último comentario nos hizo reír a ambos, y enseguida Germán me abrazó con fuerza. Nos besamos. Ninguno conocía el futuro, pero estaba seguro de que al final sería maravilloso. Ya habían sido muchos los tropiezos, no podía equivocarme una vez más.

*****

– ¡Despierten, despierten! – Exigió la pequeña Julia –. Que tenemos que desayunar.

Sin darse cuenta, Miguel y Germán se quedaron dormidos en la misma cama, completamente desnudos y manchados de semen. Gracias a que su sueño sólo se volvía ligero en noches de tormenta, Julia no había escuchado ni gemidos ni jadeos, pero aquello era sin duda comprometedor. Por fortuna Miguel había cubierto instintivamente a ambos con la sábana, por lo que la niña no notó sus cuerpos al natural, pero de cualquier manera el pintor y el publicista se pusieron muy nerviosos cuando Julia les preguntó por qué se habían dormido juntos.

– Porque terminamos de cenar muy noche y se me pasó el camión – argumentó Miguel.

– ¿Por qué no te llevó mi papi? – Contraatacó la curiosa chiquilla.

– Porque el carro se descompuso – mintió Germán para quitársela de encima.

– ¿Qué le pasó? – Cuestionó la insistente pequeña.

– No lo sé – contestó el irritado padre –, pero ya fue suficiente de preguntas, ¿no lo crees? ¿Por qué no vas poniendo la mesa, mi amor? – Le sugirió Germán a su retoño –. Mientras nosotros nos vestimos, ¿sí? ¡Ándale!

– Está bien – aceptó Julia sin seguir con su interrogatorio, y de inmediato salió corriendo rumbo a la cocina.

– ¡Gracias a Dios que es una niña! – Exclamó Miguel en cuanto se quedaron solos.

– Pues será una niña, pero a mí me puso muy nervioso – sentenció Germán brincando de la cama, dejando al descubierto su morena desnudez.

– ¡Me encantas! – Expresó el pintor, admirando de pies a cabeza el cuerpo que tenía enfrente, el cuerpo de su amante.

– ¡Oye! – Refunfuñó el publicista –. No empieces con eso y vístete, que mi hija puede regresar.

– Está bien – acordó Miguel, y ambos empezaron por los calzoncillos.

– No seas desesperado – insinuó Germán al tiempo que abrochaba su camisa –, que a las once Julia tiene catecismo. No sé, igual y cuando estemos solos…

– Ya dijiste – advirtió el de veinte –. Y ahora vámonos, que seguro Julia ya ha de estar desayunando.

Antes de salir del cuarto, Germán tomó a Miguel del brazo, lo azotó contra la puerta y lo besó de forma apasionada. Luego caminaron hasta la cocina, donde efectivamente la pequeña Julia ya estaba almorzando.

– ¡Tu pastel de tres leches está buenísimo! – Comentó la nena cuando vio a Miguel.

– Me alegra que te guste tanto – dijo él –. Si quieres, mañana vengo y te hago otro.

– Yo tengo una mejor idea – señaló Julia –. ¿Por qué no vives con nosotros y me haces uno diario? Que al cabo ya dormiste con mi papi. Te podrías quedar con él.

Germán y Miguel se miraron a los ojos y se rieron por el involuntario doble sentido que había en las palabras de la niña. Pero detrás de la sonrisa, el publicista se preguntaba si vivir juntos sería algo apresurado o si aquella era una señal para llevar al siguiente nivel su relación con el pintor, mientras que éste le pedía a la vida un nuevo hogar, una oportunidad de ser feliz y corregir errores. La decisión no era sencilla, y en lo que ésta era tomada, Miguel cortó una rebanada de pastel y se la ofreció a Germán. Dicen que a los hombres el amor les entra por el estómago, y de ser verdad, Miguel seguro conquistaría a Germán.

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