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Dos más para el olvido

en Gays

Dos más para el olvido.

Alejandro había perdido de vista al grupo. Hacía ya un buen rato, desde que el transporte en el que viajaban fuera sacado del camino por los rebeldes, que no sabía nada de sus amigos, que no oía si quiera un grito de auxilio. Tras la volcadura, al igual que sus compañeros, se apresuró a buscar un lugar para refugiarse; corrió sin importarle nada más que su vida. Luego de la explosión cuya fuerza derribara su vehículo, escuchó varias más. Con cada una de ellas, la voz de alguien, de quien el nombre no podía adivinar pero sabía a la perfección se trataba de uno de los suyos, se desgarraba, de la misma manera que seguro lo hacía también su cuerpo, en alaridos de dolor, para después callarse para siempre. Así fueron cayendo, uno por uno, como fichas de dominó, junto con aquellos que apenas conocía, todos los que le acompañaban desde su adolescencia, todos quienes ocupaban un lugar en su vida, en su corazón.

Se preguntó cuándo habían perdido el control de la batalla; si en verdad alguna vez lo habían tenido; si alguien puede decir que tiene en sus manos tal cosa como una guerra; si sabía, al menos, la razón exacta por la que ésta había comenzado; el porque estaba él ahí. No encontró respuesta a sus preguntas. Era tal su desesperación por ponerse a salvo, que ni siquiera intentó buscarlas. Lo único que logró, fue descubrirse solo, completamente solo. A excepción de Dios, ya no quedaba alguien que pudiera ayudarlo, pero ese, desde hacía mucho, a pesar de las oraciones nocturnas y los sacrificios, no volteaba su mirada hacia aquellos lugares. El lastimado muchacho, al darse cuenta de que las esperanzas de supervivencia eran prácticamente nulas, y por primera vez desde que se alistara en el ejército por mandato de su padre, sintió miedo. Temor, más que a la propia muerte, a la poca utilidad que ésta podía tener, al olvido que después de ella podría venir.

Cerró los ojos y aceleró el paso. Se internó en el bosque que separaba a las montañas de la ciudad, de esa de la que años atrás se marchara con sólo la mitad de su alma. Para sacar todos los pensamientos desalentadores de su mente se puso a recordar, esos días en la secundaria, esos pocos instantes de verdadera y total felicidad al lado de su único y gran amor. Por un momento consiguió ahuyentar el pesimismo, pero éste, junto con el terror y la desesperanza, regresó muy pronto. Luego de encontrar a Federico, quien fuera su compañero de cuarto durante toda la preparatoria, y creer que podrían escapar juntos, escuchó una explosión más. El impacto lo lanzó varios metros contra el suelo. A un lado de su cara, cayó uno de los brazos de su amigo, que no tuvo la misma suerte. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Su corazón se contrajo y una enorme tristeza lo invadió, pero no había tiempo para sentimentalismos. Siguió corriendo por su vida, por lo poco que de ésta le restaba.

 

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Dicen que cinco mudanzas pueden generar el mismo estrés que la pérdida de un ser querido. De ser eso verdad, para el invierno del 90, año en el que, junto con mi familia, llegué a la capital del país, yo ya cargaba en mis hombros la muerte de casi cuatro amigos o familiares. A los primeros no los había conocido en toda mi vida, el relacionarme con las demás personas nunca fue una de mis características, yo más bien prefería charlar con los libros y jugar con los silencios; y por los segundos, no sentía la más mínima simpatía, así que, si todos esos estudiosos del cambio de residencia están en lo correcto, llevaba el estrés de a gratis. Sí, más grande que mi edad, era el número de ciudades en las que había vivido. Para otra persona, el haber recorrido de norte a sur el país donde nació podría significar mucho, el más grande de sus logros, pero no para mí, no para un jovencito introspectivo y agresivo, no para un adolescente con problemas de adaptación que veía todo, mucho más grave de lo que se oye. A mis menos de quince, me sentía ya como un anciano, y no lo digo por la fuente de experiencias que estos son, sino por el cansancio y las pocas ganas de vivir que algunos de ellos muestran. Amargado, era la palabra más adecuada para describirme.

Mi padre, el honorable y distinguido Señor Gómez, trabajaba en una de esas empresas transnacionales a las que poco les importan sus empleados. No recuerdo el puesto en el que se desempeñaba. La verdad, es que muy poco me interesaba cualquier aspecto relacionado con su vida. Lo que si tengo muy en claro, es que por culpa de ese empleo no permanecíamos en el mismo sitio más de un año. Él se sentía muy orgulloso, por ser el elegido para la expansión y establecimiento de su "casa", como llamaba al corporativo donde laboraba, a lo largo de todo el país. Decía que esa tarea sólo podía ser asignada a un hombre que, además de capaz e inteligente, tuviera toda la confianza de los altos ejecutivos. Quizá toda esa porquería sobre lo grande e importante que era, esa que salía de su boca cada noche durante la cena, era en parte verdad, pero a mí me tenía sin cuidado. La causa de mi nula vida social, era todo lo que mi padre representaba para mí. Estoy seguro que era injusto, pero en la pubertad una de las cosas que buscas, es una figura a quien culpar de tus traumas y frustraciones. El honorable y distinguido Señor Gómez, fue para mí esa figura. Sobre él, descargaba todo ese estrés acumulado.

Con todos esos sentimientos negativos, esa rabia que me servía como disfraz para mis inseguridades y miedos, llegué a la secundaria estatal número veinte, donde pretendería, si así me lo permitía el incierto futuro que caracterizaba mi vida, terminar el tercer grado. Era tanta mi experiencia en eso de llegar a un grupo a mitad del año, que estaba acostumbrado a los desprecios, bromas e insultos, los podía manejar a la perfección, pero de cualquier manera estaba un poco temeroso. Mi madre no encontró lugar para mí en una escuela privada. Por primera vez en mi vida, conocería las carencias y desventajas de una escuela de gobierno. La idea que las personas de mi clase tenían acerca de los más "necesitados", como los llamaban en su estúpido intento de no insultarlos con algún otro adjetivo, no era muy buena. Nunca me dejé influenciar por los prejuicios de la gente, pero aún así tenía mis dudas. Pronto descubrí que tener compañeros de niveles económicos más bajos, estaba muy lejos de ser peor que lo que hasta entonces había conocido. Hubo bromas y rechazos, más nunca con la malicia que mostraban los más ricos, nada que no supiera manejar. Lo que no me esperaba, con lo que no estaba listo para lidiar, era con la otra parte. También hubo gestos de amabilidad; esos...esos si que me asustaron, sobre todo, los que venían de parte de él, del niño más hermoso de todos, de Miguel, de mí Miguel.

Desde que entré al salón, desde que la profesora me presentó frente a todo el grupo, desde que nuestros ojos estuvieron frente a frente, experimenté una sensación totalmente nueva para mí. Su manera de mirarme era tan...no se, tan cálida, tan llena de paz, que no pude mantenerla. Me giré y busqué, a pesar de que me señalaba una butaca a su lado, el lugar donde estuviera más alejado de él. Pero eso no fue impedimento para que durante toda la clase, estuviera observándome de reojo, de una manera inquietante, casi acosadora. Una de mis cualidades, ha sido siempre la enorme facilidad para las matemáticas. No hubo escuela en la que no ganara un premio por ello. No había problema o ecuación que no pudiera resolver, no hasta que tuve su penetrante y expresiva mirada sobre mí. La maestra nos pidió resolver unos sencillos ejercicios, unos que en otras circunstancias había terminado antes de que otros abrieran si quiera sus cuadernos, pero no esa vez. Mi cerebro estaba bloqueado. El que Miguel me estuviera vigilando me puso en verdad nervioso, tanto que el estómago comenzó a dolerme. Sin pedir antes permiso, y con las risas de la mayoría como coro, salí corriendo del aula. Busqué los sanitarios y me encerré, o al menos eso creí, en uno de ellos. Luego de unos minutos de profundas respiraciones, me di cuenta del porque mis nuevos compañeros se reían de mí. Por alguna razón que entonces no entendía del todo, tenía una firme erección, una que mi pantalón no podía disimular.

Cuando uno está en la etapa de la pubertad es muy normal que eso suceda, así no exista una fuente clara de excitación. Con las hormonas aceleradas, los cambios radicales y la gran energía de los jóvenes, una erección no necesita motivo. Ese fue el argumento que utilicé para explicarme lo sucedido, pero por más que me dijera a mí mismo, por más que jurara no había otra razón, en el fondo sabía que no era así, sólo que no podía, ni quería aceptarlo. Aunque lo negara, la mirada de Miguel siguiendo paso a paso lo que hacía, mi respiración y mis movimientos, me había gustado. Todas esas sensaciones extraña, la de mi mente atrofiada, la del dolor en el estómago y la de falsa incomodidad, no eran sino producto de lo mucho que me agradaba pensarme atractivo para alguien más. El que ese alguien fuera otro hombre, era lo que me impulsaba a rechazar cualquier indicio de placer en todo aquello. No me podía dar el lujo de admitir que ese muchachito de finas facciones y larga cabellera, desde el primer momento, me pareció la persona más bella que había visto en mi vida. No podía, pero cada segundo que seguía pensando en él, cada instante tratando de ocultar mis sentimientos, el que la hinchazón en mi entrepierna disminuyera, se veía más difícil. En un arranque de espontaneidad, y sin prestar atención a lo sucio del lugar, bajé mis pantalones y ropa interior para comenzar a masturbarme.

No era la primera vez que lo hacía, pero sí la primera en que presté más atención, a las sensaciones que me provocaba el tocar cierto lugar, a las texturas y los detalles. Recorrí hacia atrás el prepucio, dejando libre el glande. Presioné a éste suavemente, con dos dedos, notando como un hormigueo, generado desde ese punto, viajaba por toda mi anatomía, provocándome escalofríos y suspiros de placer. Continué explorando el tronco, frotando las venas marcadas, palpando su firmeza, percibiendo su calor. Al llegar a la base, bajé y acaricié también mis testículos, para luego continuar con las piernas, el estómago, el pecho y el rostro. Descubrí que el cuerpo es mucho más que los genitales. Y cada roce, cada sonido y sensación, estaban acompañados de esa mirada que tanto, desde el primer momento, me inquietó. Estaba gozando como nunca, de eso no había duda. Jamás me había dado tanto placer con mis propias manos, pero había algo que no me permitía disfrutar del todo. Ese algo, era el estar pensando en él, el sentirme así por otro hombre. Dejé a un lado la paciencia y la delicadez. Tomé mi virilidad y comencé rápidos movimientos de arriba hacia abajo y de regreso. Manipulaba de manera violenta mi miembro, como castigándome por esa nueva faceta de mi personalidad, cuando de repente la puerta se abrió. Pensé que la había cerrado bien, pero no fue así. Miguel me sorprendió con mi mano derecha rodeando mi pene, y mi mente imaginando el suyo.

La infinita vergüenza que sentí al verme atrapado en aquella embarazosa situación, instantáneamente se transformó en un gran enojo. Miguel, a pesar de notar lo apenado que yo estaba, aún cuando se daba cuenta que la impresión no me permitía ni soltar mi falo, seguía ahí, parado y sonriendo, como si estuviera disfrutándolo. Conteniendo las lágrimas, reuní todas mis fuerzas. Devolví mi ropa a su lugar y, de un fuerte puñetazo sobre su rostro, mandé a mi observador al piso. Cuando éste intentaba ponerse de pie, salté sobre él y acerté otro golpe a su cara. Lejos de sentirme satisfecho por haberle dado su merecido a aquel fisgón, mi molestia se acrecentó. No se si era de piedra y mis golpes no le dolieron en lo más mínimo, pero su desesperante y encantadora sonrisa no se borró ni un momento. Yo deseando matarlo y él lanzándome una tierna mirada. Me invadieron unas ganas enormes de curar sus heridas, de bajar mi cara al nivel de la suya y besarlo. Era como si ya lo quisiera, pero no podía dejar que ese naciente cariño se apoderara de mí. No sabía como reaccionar. Me enfurecí y, para evitar perder la cabeza por completo, salí del baño, dejándolo a él tirado, con la marca de mi puño en su mejilla izquierda y un hilillo de sangre colgando de sus labios.

No regresé al salón, ni a lo que restaba de la clase de matemáticas, ni a las siguientes. Me refugié detrás del auditorio, esperando a que el timbre que anunciaba la salida sonara. Pensé que estando solo, lejos de la acosadora mirada de Miguel, mi tranquilidad regresaría, pero no. Cada segundo, desde que salí del baño hasta que dio la hora de salida, su rostro llenó cada uno de mis pensamientos. Volví a empalmarme. Seguro de que nadie me sorprendería, me masturbé por segunda vez, en esa ocasión, hasta manchar las piedras con mi corrida, la primera en honor a alguien, la primera dedicada a él. Cuando llegó el momento de abandonar la escuela, corrí hacia la puerta, sin importarme que mis cosas se hubieran quedado en el salón. No quería toparme de nuevo con él, pero mis esfuerzos por escabullirme rápidamente no sirvieron de nada. Justo cuando mi pie izquierdo piso la acera, escuché una voz que me llamaba. No lo había oído hablar, pero por lo elegante y melódico de esa voz, supe que era él. Por un momento dudé en hacerle caso, pero finalmente lo hice. Di media vuelta y ahí estaba, parado frente a mí, con mi mochila en una mano, y su corazón en la otra.

-Ten, se te había olvidado en el salón. - Me dijo, al mismo tiempo que me entregaba lo que yo, deliberadamente, había decidido no recoger.

-... - No le di si quiera las gracias, pero al parecer no le importó.

-No vayas a faltar mañana o de lo contrario, te perderás la excursión al zoológico. - Me comentó emocionado, con esa eterna sonrisa de oreja a oreja.

-... - Volví a quedarme callado.

Me marché, mientras él se despedía de mí como si no lo hubiera golpeado horas antes. Deseaba voltear y decirle también hasta mañana, regresar y darle las gracias por todo, pero no lo hice. Caminé con la cabeza gacha hasta el automóvil de mi madre, quien, fiel a su puntualidad, ya me esperaba en la esquina. Toda esa tarde me la pasé encerrado en mi recámara, ansiando fuera el día de mañana, anhelando que su actitud no cambiara y yo me atreviera a modificar la mía. Todos me habían dicho que dos hombres no pueden ser más que amigos, que estaba mal, que era una aberración. Nunca opiné lo mismo y después de conocerlo a él, aún menos; sin embargo, eso no significaba que no estuviera aterrado por lo que podía sentir, por lo que podía hacer, por los demás, por el que dirán, por absolutamente todo. No concilié el sueño en toda la noche. Miré las estrellas por horas, soñando que me perdía en una de ellas. Soñando con él, con los dos. Antes de despedirse, Miguel me advirtió que si faltaba al día siguiente me perdería de la excursión al zoológico. Me parecía un tanto ridículo, que alumnos de secundaria se emocionaran de tal forma por una visita al zoológico. Pensé en no asistir, pero a fin de cuentas no lo hice, no falté. No me perdí la excursión, pero si, desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron, muchas cosas más; entre ellas, la oportunidad de nunca sentir en carne propia, lo doloroso que en ocasiones, es el amar.

 

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Treinta minutos después de la volcadura que diera inicio a su huída, y habiendo esquivado milagrosamente todos los obstáculos, Alejandro llegó a las orillas de la ciudad. El bosque, la carretera y los espacios despejados habían quedado atrás. Estando entre aquellas calles y edificios, un poco de su fe regresó. El joven soldado conocía la capital del país como la palma de su mano. Además de haber vivido unos meses en ésta, siempre que tenía oportunidad de regresar en sus vacaciones lo hacía. Recordaba muy bien, como unas de las imágenes más bellas guardadas en su memoria, las tardes caminando por el centro histórico, con el sol en la cara y las voces de la gente en los oídos. Le fascinaba sentarse en una de las bancas de la plaza principal y mirar a los infantes jugar con las palomas. Le gustaba subir al kiosco, recargarse en el barandal y admirar a cuanto hombre atractivo cruzara por sus ojos, fantasear que hacía con ellos, todo lo que pocas veces se atrevía; pero sobre todo, le agradaba pensar que nunca se había marchado y que, junto con el amor de su vida, atendía un pequeño negocio de decoración, que su vida era perfecta. Desgraciadamente, la realidad estaba muy lejos de parecerse a sus ideas.

Ese kiosco, como gran parte de la ciudad, estaba destrozado. La guerra, con toda su crueldad e indiferencia, había transformado a una urbe antes nombrada patrimonio de la humanidad, en un montón de escombros, sonidos de armas de fuego por lo rincones, cadáveres en las esquinas, e historias perdidas. No quedaba nada de esa belleza. Todo lucía como aquel barrio pobre que visitara de vez en cuando. Ya no había contrastes; no había diferencia entre una calle y otra, en todas se respiraba ese aroma a muerte y soledad. Lo que empezara como una inofensiva manifestación obrera, había llevado a todo un país, incluyendo a su antes prospera capital, literalmente a la ruina.

Haciendo gala de un repentino e impresionante optimismo, Alejandro intentó ver el lado bueno de las cosas. Fue difícil hacerlo, pero se dio cuenta de que todos esos muros fragmentados a mitad de las avenidas y esas casas a medio derrumbar, serían un buen escondite. Esperando que enviaran refuerzos o que las tropas que habían salido horas antes del cuartel, siguieran con vida y en un episodio de suerte lo encontraran, entró a un negocio que solía llamarse: "Gran Café". De los pelotones que horas antes abandonaran la base, era mejor olvidarse. Los refuerzos de seguro llegarían, pero que su misión fuera la de buscar sobrevivientes...eso, ni pensarlo.

 

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Después de ese poco afortunado primer día, las cosas entre nosotros cambiaron. No nos volvimos los mejores amigos de la noche a la mañana, pero si me fui mostrando un poco más amable con el transcurrir del tiempo. Ya no lo dejaba con la palabra en la boca, ni tampoco lo golpeaba cada vez que me sentía nervioso. Por primera vez en mi vida le permití a alguien que no fuera yo, entrar en mi mundo, de la misma manera que me di la oportunidad de entrar en el suyo. Poco a poco, me fui acostumbrando a él, a su presencia, a su plática, a su risa y a su gentileza. Se ganó mi confianza, así como yo tuve la suya sin hacer nada más que aparecerme. Con todo y esa distancia, que de cualquier manera dejé por precaución, la de no querer ser lastimado, se podía decir que éramos amigos. Su mirada permaneció igual, atenta a cada uno de mis movimientos, pero ya no me molestaba que estuviera observándome. En lugar de creer que me acosaba, intenté pensar que me cuidaba. Logré lidiar con eso, así como con mi negativa a relacionarme con las personas, pero no con la atracción que sentía hacia él. Cada día que terminaba, y aún en contra de todos mis esfuerzos por que no fuera así, me convencía más de que estaba enamorado. Al principio supe como manejarlo, incluso conseguí controlar las inoportunas erecciones, pero tenía miedo de que, por una de sus propuestas, todo ese dominio se me fuera de las manos. Con el pretexto de que sus padres estarían fuera de la ciudad y no le gustaba quedarse solo, me invitó a pasar la noche en su casa. Traté de negarme, pero terminó por convencerme. Nos despedimos al finalizar las clases, con la promesa de que nos encontraríamos más tarde.

Le había dicho que si para no causarle una decepción, pero en realidad no sabía si podría cumplir mi promesa, aún tenía que pedirle permiso al Señor Gómez. La relación entre ambos no era la mejor. Más que padre e hijo, parecíamos enemigos de guerra; no había un sólo día que no peleáramos. Estaba seguro de que su respuesta sería no. De cierta manera, eso me provocaba un gran alivio. Por un lado, deseaba dormir en casa de Miguel, pero por el otro, estaba el temor a perder la cabeza. Si mi padre se negaba y no acudía a la cita con mi compañero, no sería mi culpa. Cuando a la hora de la comida le comenté mis planes, lo hice casi rogando porque no me permitiera llevarlos a cabo.

-Padre, quiero pedirte algo. - Hablé con tono nervioso.

-¿De qué se trata? - Preguntó sin dejar de leer el periódico.

-Bueno, un compañero de la escuela me invitó a pasar la noche en su casa y quiero pedirte permiso para ir. - Contesté.

-Está bien, no hay problema. Puedes ir con una condición - levantó la mirada -, dale a tu madre algún teléfono o dirección en donde podamos localizarte.

No podía creerlo, cuando necesitaba que me dijera que no, salía con que no había problema, que me daba permiso. En verdad que ese cambio tan repentino en su personalidad nos tomó por sorpresa a todos, a mi madre, a mi hermana, a mí y hasta a la servidumbre. Algo extraño tenía que estar pasando; una persona no se vuelve amable y comprensiva como por arte de magia. No se si los demás pensaron lo mismo, pero a mi mente vino de inmediato la idea de que tenía una amante. El sexo, salvo en contadas excepciones, siempre pone de mejor humor a las personas. Mi madre era una de esas excepciones, así que no quedaba de otra, el honorable Señor Gómez estaba teniendo una aventura fuera del matrimonio. No podía quedarme con la incertidumbre, por lo que hice algo en lo que todos pensaban pero no se atrevían, cuestionar ese cambio en su estado de ánimo.

-Padre, ¿puedo hacerte otra pregunta? - Dije de manera imperativa.

-Claro hijo, pregúntame lo que quieras. - Continuó con su amabilidad.

-¿A qué se debe... - tomé un trago de agua antes de continuar - que estés tan contento?

-Pues... - lo noté nervioso, como tratando de idear una excusa convincente - a que ésta mañana, mi jefe me anunció que ya no habría cambios.

-¿A qué te refieres? - Me mostré confundido.

-A que ya no tendremos que cambiarnos, ni de casa, y mucho menos de ciudad. A eso se debe mi alegría. - Comentó con una emoción desconocida en él, haciéndome sentir culpable por mis sucios pensamientos.

La noticia fue el mejor de los regalos, no sólo para mí, sino también para el resto de la familia. Yo era el único que me quejaba abiertamente, pero sabía muy bien que a mi madre y hermana tampoco les agradaba vivir como nómadas. El saber que ya no tendríamos que movernos de lugar de residencia ni una sola vez más, fue tan grato, que por primera vez en mucho tiempo me lancé a los brazos de mi padre, para abrazarlo y darle un beso en la mejilla. Estaba tan contento, que ya ni siquiera me importaba la posibilidad de perder el control esa noche, en casa de Miguel. Terminamos de comer como nunca antes, luciendo como una verdadera familia. Después tomé un baño, me vestí y me perfumé. Anoté la dirección y el teléfono en un papel que dejé pegado al refrigerador. Salí de mi casa feliz, dispuesto a pasar un buen rato. Gracias a la noticia del hombre que pensé jamás volvería a llamar Seños Gómez, toda esa carga sobre mis hombros había desaparecido, esa sí, como por arte de magia.

Tomé un taxi y le pedí me llevara a casa de mi amigo. La alegría que me embargaba era tanta, que ni siquiera noté cuando el pavimento se cambió por tierra, las majestuosas residencias por pequeñas y descuidadas construcciones, y las esquinas vacías por grupos de jóvenes con tatuajes en sus brazos. Aquellas imágenes, tan contrastantes con el ambiente en que estaba acostumbrado a desenvolverme, casi me hacen querer regresar. No se si era mi imaginación, pero cuando bajé del vehículo, esos que estaban en una de las esquinas me miraban de una forma extraña, como si fuera yo un tipo de invasor. Comencé a sentirme atemorizado. Toqué a su puerta, perdiendo en cada golpe un poco de la felicidad antes ganada. Él no abría, lo que terminó de ponerme los nervios de punta. Los pandilleros hablaban en voz baja, como si estuvieran tramando algo en mí contra. De repente, uno de ellos caminó hacia donde yo me encontraba. Golpeé con más fuerza y desesperación la puerta. Afortunadamente, ésta se abrió y me libré, entrando al hogar de mi compañero, que dicho sea de paso era el único con otro piso, de lo que ya veía, en mi ataque de paranoia, como una muerte segura. Mi cara estaba pálida y mi respiración acelerada. Miguel, como si estuviera burlándose de mí, no quitaba de sus labios esa, a pesar de todo siempre encantadora, sonrisa. Me ofreció un vaso de agua para calmarme. Cuando regresé a la normalidad nos dirigimos a la cocina, donde ya nos esperaba una deliciosa tarta con olor a manzana.

-¿Quieres un trozo? - Me preguntó dando por hecho que la respuesta sería sí - Lo hice yo mismo. - Afirmó, al mismo tiempo que cortaba una rebanada.

-¿Tú lo hiciste? No te creo. - Mentí.

-Por supuesto que sí. Soy un gran cocinero - fingiendo molestia, tomó un plato para colocar el pedazo que antes cortara -, y... ¿sabes para quién lo hice?

-No, no lo se - volvía a mentir, quería escucharlo de sus labios-. ¿Para quién?

-Pues para ti, tontito. ¿Para quién más? ¿No quieres probarlo? - Acercó, usando un tenedor, un trozo a mi boca.

-Veamos si en verdad eres tan bueno como dices. - Abrí la boca, y él introdujo el tenedor con la tarta. Cerré mis labios sobre el cubierto y él lo sacó lentamente, para después limpiarme con una servilleta, con más paciencia aún.

Esa plática, por más inocente que pareciera, y la forma en que él limpiaba los restos de comida, más como si estuviera acariciándome que otra cosa, comenzaron a elevar mi temperatura, lo que se reflejó en el bulto bajo mis pantalones. Di media vuelta y, sin decir una sola palabra, regresé a la sala, procurando que él no se diera cuenta ni de mi nerviosismo, ni de mi excitación. Me senté en el sofá y a los pocos segundos lo observé caminando hacia mí. Me quedé paralizado. Miguel tenía una erección tan, o más clara que la mía, pero con la diferencia de que él no hacía el más mínimo intento por ocultarla. De seguro trataba de seducirme, pensé. Me sentí aún más turbado. Se sentó a mi lado y me miró a los ojos. Puso su mano izquierda sobre mi muslo, haciéndome temblar de pies a cabeza. Acercó su cara a la mía. Podía sentir su respiración raspando mi boca. Podía escuchar los latidos de su corazón o tal vez del mío, que amenazaba con estallar en cualquier momento, ya no lo sabía. Todo a mí alrededor giraba con gran velocidad. Quería que me besara de una vez por todas, pero sabía que si eso sucedía, ya no habría marcha atrás. Sus ojos, sus profundos y hermosos ojos se clavaban en los míos y me daban ganas de llorar. Necesitaba hacer algo, ya fuera para dar un paso adelante o para terminar con todo definitivamente, pero no era capaz de mover un solo dedo. Mi cuerpo no me respondía.

-¿Por qué te fuiste sin decir nada? Acaso, ¿no te gustó la tarta? - Por fin habló.

-No es eso. Claro que me gustó, estaba muy rica. Es sólo que... - miré a todos lados, buscando algo que me sacara de aquella situación - creo que es mejor que veamos una película. - Le sugerí al toparme con un video sobre la mesa.

-¿Una película? Pero... - su eterna sonrisa se desvaneció - ¿no vas a querer otro trozo? La hice para ti.

-Yo no dije eso - lo tomé del hombro -. Mientras vemos el video, podemos comérnosla. ¿Qué te parece?

-Está bien - se levantó del sillón -. Voy por ella a la cocina. Si quieres, tú de mientras conecta el televisor y la video.

-De acuerdo. - Acepté.

Nos recostamos en el mueble a ver televisión y comer tarta de manzana. Miguel se olvidó de la agresividad mostrada minutos antes, del querer seducirme. Colocó su cabeza sobre mis piernas, para que le diera de comer en la boca. Esa forma tan tierna de ser, es lo que tanto me gustaba de él. La calma regresó a mí. Todo el tiempo que duró el filme permanecimos callados, no hacía falta decir nada. Me sentía mejor que nunca, ahí, junto a mi mejor amigo, al lado de quien tanto amaba. A diferencia de él, no puse la más mínima atención a la pantalla. Mi mirada estaba concentrada en su rostro, en las sombras que las imágenes proyectadas en el televisor dibujaban sobre éste. Hundí mis dedos en su pelo y froté su cuero cabelludo. Él correspondió a ese gesto de complicidad con unas palmadas en mi rodilla. Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si mis ruegos hubieran sido escuchados. Estando con él, nada más tenía importancia. Deseaba quedarme así para toda la vida, pero no era posible. La cinta terminó. Él se levantó para sacar el video y desconectar los aparatos. Yo fui a la cocina a lavar los platos. Cuando enjuagaba el último de ellos, sentí su pecho presionarse contra mi espalda. Me dijo que era hora de ir a dormir. Cerré el grifo del agua y subimos a su habitación, abrazados.

Una vez dentro del cuarto, Miguel me dio la espalda y comenzó a quitarse la ropa, quedándose nada más en calzoncillos, uno tipo bóxer que marcaban de manera provocativa su pequeño, pero firme y redondo trasero. Eso no me lo esperaba, y mucho menos que su actitud desafiante regresara. Se volteó hacia mí, mostrándome su parcial desnudez, su torso lampiño, su vientre plano, el camino de vello que iniciaba en su ombligo y se perdía bajo su ropa interior, que a su vez, aprisionaba a un miembro que empezaba a dar signos de vida. No pude evitar mirarlo de arriba a abajo, una y otra vez. Su cuerpo era, al menos para mí, perfecto. Caminó hacia donde me encontraba. Rascó sus testículos masculina y sensualmente, sin apartar su mirada de mí un sólo instante. No pude soportar más. Como un niño asustado, me quité los zapatos, me tiré a la cama y me oculté bajo las sábanas. Creo que entendió que yo no estaba preparado para ir más adelante, porque no hizo preguntas acerca de mi infantil reacción y se limitó a acostarse al otro lado de la cama. Me deseó buenas noches y se durmió.

El saberlo ahí, tan cerca, no me dejaba si quiera cerrar los ojos. Una parte de mí, me decía que intentara conciliar el sueño, pero la otra, me pedía que lo despertara y continuara con lo que nunca había del todo iniciado. Luego de mucho darle vueltas al asunto, la segunda opción se impuso. Salí de entre las sábanas y me hinqué a su lado. Al parecer, él dormía profundamente, boca arriba y con los brazos y las piernas estiradas, pero no así su entrepierna. La tela de su bóxer empezó a estirarse producto de una potente erección. Lo apretado de la prenda me permitía distinguir perfectamente cada forma, cada trazo. Mi cara se tornó roja; me apenaba el pensar que de un momento a otro, Miguel podía despertarse y atraparme espiándolo. Eso que tantas veces había intentado su forma adivinar, estaba a mi alcance. Bastaría con estirar el brazo para poder tocarlo. Titubeé en hacerlo; no quería ser descubierto con las manos en la masa. Pensé, dudé e incluso volví a esconderme, pero luego de juntar mis fuerzas me decidí. Bajé poco a poco esa cubierta negra que me separaba de mi objetivo, liberando poco a poco toda su virilidad. Cuando ésta quedó fuera por completo, rebotó contra su bajo vientre para después apuntar orgullosa al techo. Era más hermosa de lo que había imaginado; blanca, gruesa y totalmente recta. Con demasiada cautela, y sintiendo que el corazón se me salía del pecho, descubrí la rojiza y triangular punta, que extrañamente exponía una gota de lubricante. Sin perder el tiempo en razonamientos, me agaché y tomé esa gota con mi lengua.

Gracias a ese sabor tan peculiar como exquisito, aunado a la siempre excitante sensación de peligro, me vine sin tan sólo tocarme, manchando mi ropa. El clímax llenando mis venas, hizo que mi lengua se moviera a lo largo de su falo sin ningún control. Lo escuché gemir y creí que ya no estaba durmiendo. Me espanté y me acosté rezando porque no fuera así. Espere un rato y al ver que no daba rastros de haber reaccionado, me dispuse a subir su bóxer. Lo hice con mucho cuidado, sin despegar mi vista de su rostro, rogando que no se levantara y me rompiera la cara o aún peor, se lanzara sobre mí y me comiera a besos, tirando por la borda la poca razón que en esos momentos me quedaba. No se si en verdad no estaba despierto, pero de haberlo estado, le agradecí que no abriera los ojos. Me metí otra vez bajo las sábanas. En el fondo...bueno, no tan el fondo, deseaba que Miguel me rodeara con sus brazos e intentara avanzar, pero creo que después de todo fue mejor que no lo hiciera. Todo aquello había sido demasiado para mí; ya habría oportunidad de ir más allá cualquier otro día. Cerré mis ojos, contando los segundos para marcharme de regreso a casa. No es que me resultara desagradable su compañía, sino que por el contrario, la disfrutaba más de lo que yo mismo quería y creía. Esa noche no dormí, pero aún así, en mis sueños, hicimos el amor.

 

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En cuanto cruzó el hoyo donde antes estuviera la puerta de entrada, del que en sus mejores tiempos fuera el sitio de moda, lugar para políticos importantes, intelectuales y artistas, el abatido militar se sintió un poco mejor. El encontrarse bajo un techo, por más inestable que éste pudiera ser, le transmitía una pizca de seguridad. Sus piernas y brazos le temblaban. El cansancio se movía por cada una de sus venas. No había comido en los últimos dos días, nada más que un paquete de galletas saladas y una manzana en mal estado. Tiró su armamento y mochila al piso, para aligerar el peso sobre sus hombros. Estiró sus piernas y brazos y deseó como nunca un licuado de fresa con chocolate y canela, de esos que le preparaba su nana, cuando era apenas un chiquillo, para hacerlo sentir mejor después de una pelea con su padre. La melancolía lo invadió y sintió unas ganas enormes de llorar, pero ni siquiera tuvo tiempo de derramar la primera lágrima. El ruido que emitió su equipaje, al chocar contra el sucio y cuarteado mármol, había despertado a uno de los rebeldes, que al igual que él, se ocultaba en aquella maltrecha construcción, esperando salvar su vida de los ataques que el ejército, desde que empezaran todos los movimientos hostiles por parte de su grupo, mandaba sin tregua y compasión alguna.

Éste, más por instinto, el de defenderse al percibir el peligro cerca, que por querer dañarlo, apuntó con una metralleta al asustado Alejandro. La cara del sorprendido soldado se torno pálida. La sangre se le fue hasta los pies y no supo que hacer. Pensó que en definitiva, eran sus últimos segundos de vida, que aquel hombre llenaría su pecho de plomo, pero no sucedió así. En lugar de disparar, el miembro de la resistencia contra el gobierno sólo lo observaba, directo a los ojos, como si quisiera decirle algo con la pura mirada. De repente, luego de darse unos minutos para recordar ese rostro, que bajo capaz de sangre, vello y polvo guardaba las más bellas y finas facciones, y esa manera tan acosadora de ver por parte del rebelde, el antes atemorizado cabo sonrió de oreja a oreja, reflejo de la gran alegría que sentía.

No podía creer lo que sucedía. Su primera impresión fue pensar que estaba soñando, que tantos días en combate ya le provocaban alucinaciones, pero no, era él, el amor de su vida, aquel jovencito del cual se separara años atrás por mandato de sus padres. El destino, después de todo, no era tan cruel. Luego de empeñarse en fastidiar su existencia, lo compensaba con tan magnífico regalo. Todo malestar desapareció. Estaba feliz, tanto como no lo estaba en los últimos años.

 

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No hicimos más que dormir, y ciertamente no tuve un minuto de total tranquilidad en toda la madrugada, pero la experiencia, a pesar de todo, fue muy grata. A la mañana siguiente, el primer rayo de luz llegó acompañado del timbre del teléfono. Miguel continuaba dormido y por la forma en que roncaba, era obvio que nada podría despertarlo. Lucía tan tierno y adorable. Con su cabello alborotado, boca abierta y esas marcas del colchón en su espalda parecía un ángel. Me quedé mirándolo y estaba tan absorto, pensando en todo lo que había ocurrido la noche anterior, en todo lo que podría haber pasado de yo haberlo permitido y las consecuencias que ello habría traído, que casi me olvidaba del teléfono. No quería despertarlo, así que contesté esperando que no fuera algo importante, lo cual era muy poco probable en base a las veces que el aparato había timbrado ya. No sabía si sus padres estaban enterados de que pasaría la noche en su casa, pero de no estarlo, no quería dar explicaciones, no me sentía con los ánimos de hacerlo. Afortunadamente no eran ellos, ni tampoco algún otro familiar, amigo o conocido. Era mi madre la que sorpresivamente, tomando en cuenta su poco interés hacia mi vida, llamaba.

-¡Hola hijo¡ - Me saludo con tono melancólico.

-¿Mamá? ¿Para qué hablaste? - Pregunté un tanto irritado por la llamada.

-Perdóname si te causo alguna molestia, pero... - hizo una pausa, como para reunir fuerzas para seguir hablando - quiero decirte algo muy importante.

-¿De qué se trata? ¿Qué tienes? - La cuestioné preocupado por su estado de ánimo.

-Bueno, quiero que sepas que... - una pausa más - te quiero mucho.

-¿Nada más para eso llamaste? - Casi no contengo la risa.

-Si, solamente para eso. Me di cuenta que nunca te lo había dicho, no al menos en los últimos años. Quería que lo supieras. Te quiero mucho hijo. - Susurró dulcemente, logrando atravesar mi coraza.

-Yo también te quiero mamá. - Respondí, notando la alegría que mis palabras le provocaban.

-Eso era todo. Cuídate mucho mi amor. Nunca olvides lo que acabo de decirte. - Colgó en cuanto terminó esa frase. No me permitió decir más nada.

En cuanto colgué, y de manera repentina, empecé a sentirme raro, como nostálgico, como te sientes cuando recuerdas a alguien que no ves en años. Mi corazón latía de manera extraña y tenía muchas ganas de llorar. Me resultó extraño que las palabras de mi madre me causaran tal emoción, pero no le presté mucha atención y bajé a la cocina. Preparé el desayuno para Miguel y lo coloqué en un enorme plato que, a falta de una, servía como charola. Regresé a la habitación y, junto con una nota de agradecimiento, en la que le decía lo bien que la había pasado, lo dejé encima del buró. Besé su frente y rocé sus labios con un dedo. Me marché sin que él se diera cuenta. Tomé un taxi y le pedí me llevara de regreso a mi casa. Conforme me acercaba a mi destino, esa peculiar sensación, de una nostalgia que se sentía como si tuviera un vacío enorme en el estómago, regresó. Así también volvieron las amenazas de llanto. No había motivo alguno para que me pusiera de esa forma, pero no podía evitarlo. Todo empeoró cuando llegué a mi dirección.

El taxi me dejó en la esquina, ya que había un tumulto de gente rodeando una ambulancia y tapando el paso. Caminé lentamente, como si no quisiera avanzar, como si tuviera un presentimiento de lo que me esperaba adelante. Me preguntaba quien habría necesitado de los servicios médicos. Ya conocía la respuesta, pero me negaba a aceptarlo. Ya sabía que esa ambulancia estaba fuera de mi casa, pero tenía la esperanza de que no estuviera equivocado. Con cada paso, esas esperanzas se fueron perdiendo. Ante mi presencia, la gente se apartaba para dejarme pasar. Me miraban con una lástima casi insoportable, que crecía conforme continuaba mi camino. Algunos, los más piadosos o hipócritas, que se yo, incluso se atrevían a darme una palmada en mi hombro o decirme unas estúpidas palabras de aliento. Justo antes de cruzar la entrada a mi hogar, dos paramédicos salieron; cargaban una camilla que transportaba un cuerpo cubierto de pies a cabeza por una sábana blanca. Atravesé el jardín y me topé con mi hermana. Con una voz entrecortada y la mirada perdida, me confirmó lo que yo ya sabía. Ese cuerpo que ocultaba la sábana, era el de mi madre.

Sin saberlo, la mujer que me dio la vida había estado viviendo con problemas de hipertensión durante ya varios años. Mientras dormía, la presión en su sangre llegó a niveles fatales. De haber sufrido de una hemorragia, las cosas no habrían terminado de la misma manera, pero eso no sucedió y un derrame cerebral la mató. Alguna vez, en uno de mis tantos episodios de paranoia, ya había imaginado que ella moría. Creé una escena digna del más aterrador filme gore, con un despiadado y desquiciado asesino serial, sangre en las paredes, órganos por todo el piso y policías en las habitaciones. En esos momentos de sadismo, la pérdida de mi progenitora no me causaba tantos problemas, pero aquello era un sueño, no la vida real. No podía explicar lo que sentía. No la extrañaba, no hacía mucho que la había visto por última vez. No estaba feliz, pero tampoco me invadía la depresión que en momentos como esos, se supone debes tener. Además, estaba el hecho de que minutos antes había charlado con ella por teléfono, hecho que no podía comentar con nadie sin esperar que no me llamaran loco. Todo era tan confuso. Creí podría mantener el control en situaciones como esa, pero me equivoqué. No sabía que hacer y, como acostumbraba hacerlo cada que las circunstancias me rebasaban, salí huyendo, haciendo caso omiso de los gritos de mi hermana. Tomé un taxi y regresé a donde Miguel. Necesitaba un abrazo, como nunca antes. Lo necesitaba a él.

Cuando llegué a su casa y me abrió la puerta, me lancé a sus brazos y estallé en llanto. En esas lágrimas, aparte de todo lo que me provocaba la muerte de mi madre, descargué todas mis otras frustraciones, incluida la de no poder decirle al amor de mi vida que lo era. Miguel no hizo una sola pregunta. Aguardó pacientemente, sin apartarse de mí un sólo instante, a que me calmara para pedirme que me sentara y ofrecerme, como lo hizo el día anterior, un vaso de agua. Secó mis ojos con un pañuelo, esperando a que yo mismo le contara el porque de mi crítico estado emocional.

-Mi madre está muerta. Cuando llegué a mi casa, la sacaban en una camilla, cubierta completamente por una sábana. - Sollocé.

-... - No dijo palabra alguna, sólo volvió a apretarme fuertemente contra su pecho.

Nos quedamos así por un largo tiempo, hasta que él se puso de pie y caminó hacia donde estaba el equipo de sonido. Lo encendió y puso un disco. Luego de unos segundos, se escuchó una música suave seguida de la inigualable voz de Sinatra. Estiró su mano, haciéndome una clara invitación a bailar con él. Creo que eso me confundió más que el propio fallecimiento de mi madre. No supe como reaccionar ante su sorpresiva actitud. Me quedé quieto, nada más mirándolo, por lo que se acercó hasta el sillón donde yo estaba sentado y, tomándome de la mano, me obligó a pararme. Como controlado por sus movimientos, lo seguí hasta el centro de la sala. La música seguía, al igual que mi confusión. Colocó mi mano izquierda sobre su hombro derecho. La derecha la levantó, apretada por la suya, al nivel de nuestros cuellos. Me sujetó firmemente por la cintura y me pegó contra su cuerpo. Fue entonces que desperté y me di cuenta de que Miguel seguía vistiendo solamente unos bóxer. Recargué mi cabeza en la suya para ocultar el rubor en mis mejillas. Comenzamos a bailar, al mismo tiempo que nuestros sexos, uno junto al otro, se empezaron a levantar.

-¿Qué estamos haciendo? - Pregunté de manera tonta.

-Bailando. - Se rió levemente - ¿Qué nunca lo habías hecho?

-Pues...ahora que lo preguntas, no. - Respondí apenado.

-Bueno, ese no es el punto. Lo importante es que te sientas mejor, y yo lo voy a lograr. - Dijo, pegándome más a su cuerpo.

Era verdad que nunca antes había bailado, pero con él como mi pareja, parecía como si lo hubiera hecho toda la vida. Nos deslizábamos por toda la sala, evitando ágilmente cada uno de los obstáculos, envueltos en la calmada melodía y la acogedora interpretación de Frank. Todo se torno de color blanco y azul, como si estuviéramos volando entre nubes, cuando él comenzó a cantarme al oído la letra de la canción. Cada una de sus palabras entraba por mi oreja y llegaba a mi corazón, curándolo de las recientes e inesperadas heridas. Continuamos bailando hasta sentir los pies acalambrados. Cuando eso sucedió, Miguel me llevó hasta una esquina, atrapándome entre los muros y su cuerpo. Me miró fijamente y me dijo que me amaba. Las lágrimas regresaron, pero ya no eran de tristeza, sino de alegría, de emoción. Ambos cerramos los ojos y nos besamos por primera vez. Sonará trillado, pero sus labios sabían a miel; tal vez, así sabe el amor. Ese beso no sólo fue el primero que le daba a él, sino el primero en toda mi existencia. Me preocupaba el quedarme paralizado, pero todo resultó perfecto. Aunque no deseábamos hacerlo, nos separamos. Cuando eso sucedió, yo también le dije que lo amaba. Tenía razón cuando dijo que me haría sentir mejor. Al menos por un momento, me olvidé de todas mis penas. Y si estás regresaban podía contar con su apoyo, porque se quedó ahí conmigo, abrazándome y sin pedir o intentar más nada, sólo abrazándome. Entre sus brazos me sentía muy bien, seguro, en paz, pero sobre todo...querido.

 

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Jamás pensó, menos en medio de aquellas circunstancias, que se volvería a encontrar con el único hombre al que le dio más que su cuerpo. Muchas fueron las noches que lo soñó y varias las oraciones con que a Dios se lo pidió, pero nunca tuvo respuesta. Luego de ese desafortunado día en el colegio, tras el cual se separaron sin siquiera tener la oportunidad de despedirse decentemente, nunca lo volvió a ver. Nunca, hasta que entró en el demolido "Gran Café". A pesar de lo cambiado que estaba, de las cicatrices en su rostro y brazos, de los dedos que hacían falta en su mano izquierda, y de cargar un arma de fuego, Miguel seguía siendo esa persona bella y rodeada de una atmósfera cálida y reconfortante. Ambos tenían tantas cosas que decir, aventuras que contar y preguntas que hacer, pero no eran capaces de articular una sola palabra. Los dos habían planeado lo que pasaría si ese momento llegaba a presentarse, pero como suele suceder en esos casos, más allá de la tensión que agregaba el ambiente, sus mentes estaban completamente en blanco. Era como si sus cerebros, de la misma manera que aquel el primer día en que se vieron ninguno pudo resolver los simples ejercicios de matemáticas, se hubieran atrofiado, como si no funcionaran más, como si en verdad, fueran sus corazones lo único que habitaba en sus cuerpos.

Se miraban sin parpadear, era lo único que hacían. Ya ni siquiera escuchaban las bombas detonarse, o los ruidos de metralletas a lo lejos. Permanecieron unos minutos inmóviles, esperando uno, que el otro diera el primer paso. Finalmente y como siempre solía ser cuando eran más jóvenes, Miguel fue quien se atrevió a hacerlo. Dejó caer su pistola y abrió sus brazos, invitando a Alejandro a acercarse. Éste no demoró en hacerlo; atravesó apresurado lo que antes debió ser la pista de baile y se lanzó a los brazos de su amor. Sin importarles que estaban en bandos contrarios, sin preocuparse del como habían llegado a ese punto o cualquier otra cosa que no fueran ellos dos, su reencuentro, se fundieron en un beso en el que descargaron la pasión contenida por casi quince años.

A pesar de haber matado a docenas de hombres por motivos que no conocían ni entendían del todo, llenando así, poco a poco, su corazón de amargas experiencias y emociones, todo ese amor que sentían el uno por el otro seguía intacto, como si hubiera permanecido oculto a todo tipo de corrupción, esperando el momento de renacer. Afuera estaba el infierno, pero a ellos dejó de importarles.

 

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Podría pensarse que a ese primer beso le siguieron muchos más, que comenzamos un noviazgo o algo parecido, pero no fue así. Si ese día acepté todas sus atenciones, si le dije que lo amaba y todo lo demás, fue sólo porque en verdad me encontraba abatido. De no haberme sentido de esa manera, habría salido corriendo al primer intento de su parte por acercarse. Ese paso adelante de nuestra relación, en lugar de darme valor para continuar avanzando, me trajo más miedos e inseguridades. El ver materializado el amor que nos teníamos el uno al otro, el que ya no fuera nada más una idea recurrente, me hizo entrar en pánico. Estaba acostumbrado a ser una de esas personas que prefieren soñar. Siempre había sido de esos sujetos que prefieren el no hacer nada cuando se presenta la posibilidad de conseguir lo que quieren, en vez de intentarlo y fracasar a medio camino. Era una persona, por más que aparentara ser fuerte y frío, sumamente frágil, fácil de lastimar. Eso me atemorizaba y no podía cambiarlo de un momento a otro, ni siquiera por amor. Dejé de hablarle. La agresividad o la indiferencia con que antes lo trataba, regresó.

Los días pasaron y comencé a extrañar a mi mamá. Luego de unas semanas de no verla, comprendí lo mucho que me hacía falta. Era cierto que me dedicaba poco tiempo, que no se interesaba mucho por mis problemas o mi vida en general, pero de cualquier manera siempre estaba ahí, por si alguna vez llegaba a necesitar uno de sus malos consejos. En ocasiones, cuando una de las sirvientas me recogía de la escuela, subía al auto pensando que era mi madre quien conducía. Al ver a la muchacha de servicio sentada en el asiento que ella antes ocupaba, me daba cuenta de que aún no me hacía a la idea de su muerte. La sensación en mi pecho, la que me provocaba ver la mesa vacía durante la comida o la cena, era tan asfixiante, que llegué a pensar en el suicidio. En varias ocasiones quise arrojarme por el balcón, pero nunca me atreví. Cada vez que fallaba en mis intentos de quitarme la vida, era un paso más hacia el fondo, un escalón más en mi camino al abismo. Mi padre se había encerrado en su mundo desde la tragedia y mi hermana había optado por el camino del alcohol, por lo que no podía hablar con ellos de nada de lo que cruzaba por mi mente. Era entonces cuando más anhelaba tener a Miguel a mi lado, cuando deseaba levantar el teléfono y llamarle para pedirle perdón por mi torpeza. Era entonces cuando más me reprochaba la forma en que estaba actuando. Era entonces cuando peor me sentía, por no hacer nada para cambiarlo.

Con todo lo que me sucedía, mis episodios depresivos, esos que hacía ya tiempo no tocaban mi puerta, volvieron. Al igual que aquel primer día en la secundaria estatal número veinte, dejé de asistir a la mayoría de las clases. Al Señor Gómez se le olvidó como ser estricto. El reprenderme ya no era su deporte favorito, así que cada que lo llamaban para informarle de mi mal comportamiento incluso me defendía, diciendo que era normal que no tuviera ánimos de estudiar después de lo ocurrido. Fue un milagro que no me expulsaran. He llegado a pensar, que la directora obtenía beneficios económicos por eso, de no ser así no me habría permitido continuar en la institución. Cualquiera que fuese la razón, a mi no me importaba. Mientras no me molestaran, lo demás me tenía sin cuidado. Bueno, no todo lo demás, Miguel seguía interesándome y mucho. Él era el motivo principal por el que no me gustaba estar dentro del aula. No soportaba su mirada. No entendía como podía mostrarse aún amable, no después de como me había comportado. Me lastimaba el que todavía me viera con esos ojos, llenos de amor hacia mí. Me resultaba difícil, continuar en esa posición de rechazo cada vez que me sonreía. Por eso es que faltaba a clases.

Generalmente sólo me escapaba al terminar el receso, que era aproximadamente a mitad de la jornada, pero algunos días, cuando mi depresión era más grande, corría a esconderme en cuanto entraba a la escuela. En uno de esos, Miguel fue a buscarme. Luego de haber buscado en todos los demás rincones, me encontró detrás del auditorio. Yo estaba sentado sobre una piedra, llorando amargamente, cuando sentí su mano acariciar mi cabeza. Le pedí que se fuera, pero no me hizo caso. Trató de tocarme una vez más, pero lo rechacé con un manotazo. Hizo un nuevo intento y lo recibí con un golpe en el estómago que lo dobló del dolor. Me puse de pie y le pedí de nuevo que se marchara, porque no deseaba dañarlo. Me ignoró otra vez. Quise correr, pero él me detuvo. De un tirón me dio media vuelta y quedamos frente a frente, a unos cuantos centímetros el uno del otro. Me miró como nunca lo había hecho, con una extraña mezcla de tristeza, rabia y ternura. Deseé apartarlo, pero mi subconsciente me traicionó y no lo hice. Al ver que ya no había objeciones de mi parte, me besó. Había anhelado ese momento. Por más que me había esforzado en creer que podía olvidarme de él, el tacto suave y cálido de sus labios me convenció de lo contrario. Lo necesitaba, tanto o más que él a mí. Al parecer, mis instintos y sentimientos se habían impuesto a mis miedos y razón. Abrí mi boca para recibir su lengua.

Cuando Miguel pensaba que finalmente había conseguido sacarme de esa absurda negativa, cuando nuestras lenguas se entrelazaban, nuestras manos se movían a lo largo y ancho de nuestros cuerpos y la excitación comenzaba a endurecer nuestros miembros, una parte de mí que aún se negaba a ceder alzó la voz. De un rodillazo en las partes bajas lo aparté de mí y después, de un certero puñetazo a la mandíbula, lo tiré al piso. El verlo ahí, tirado y retorciéndose con las manos en la entrepierna, hizo que me arrepintiera. Me acerqué a pedirle disculpas y tratar de calmar su dolor. Para mi sorpresa, y por primera vez en lo que llevábamos de conocernos, respondió a mis agresiones. Su brazo giró y se impactó contra mi cara, lanzándome de espaldas contra el suelo y rompiéndome el labio. Se abalanzó sobre mí y me sujetó nada más de un brazo, ya que con una de sus manos se apoderó de mis testículos.

-¿Qué diablos estás haciendo? ¿Cómo te atreves a tratarme de ésta forma? - Pregunté enfurecido.

-No estoy haciéndote nada que tú no hayas hecho antes conmigo. Ya me cansé de que te la pases golpeándome. - Contestó con el mismo enojo.

-Si lo hago es porque te lo mereces, porque... - No pude seguir hablando. Apretó mis testículos y yo, por el dolor, los dientes.

-¿Porque me lo merezco? Lo único que he hecho desde que te conocí es tratarte bien. Yo no tengo la culpa, de que seas un niño mimado que se creé con el derecho de tratar a las personas con la punta del pie. El tener una posición económica más alta no te da ese derecho. - Se acercó un poco más a mí.

-Eso no es justo. Sabes muy bien que lo que dices no es verdad. Jamás te he discriminado por no ser rico. - Le reclamé por sus palabras.

-Y entonces, ¿por qué me has ignorado los últimos días? ¿No me amas? ¿Fue mentira todo lo que pasó entre nosotros? - Sus ojos se llenaron de lágrimas.

-No, no fue mentira. Es sólo que... - No encontré una buena explicación.

-Es sólo que nada. No te importó lo que yo podía sentir, cada vez que te miraba y me volteabas la cara, cada vez que me dejabas con la palabra en la boca. Me lastimaste... - su voz se entrecortó - y mucho.

-Siento mucho si te causé algún daño, pero tienes que entender que yo mismo no estaba bien. Mi madre murió y estoy muy confundido. Tengo miedo de empezar una relación con alguien del mismo sexo, miedo de... - Volvió a estrujar mis testículos.

-¿Dolor? ¿Miedo? Permíteme decirte que todos hemos sentido eso alguna vez. Tú no eres el único con problemas. Si, de acuerdo, tu madre se murió, pero la vida sigue. Si, está bien, tienes miedo, pues enfréntalo. ¿Qué no tienes los huevos para hacerlo? - Los presionó una vez más - Te quejas de que tu vida no es fácil, pero no conoces lo que es eso. No eres más que un niño egoísta y estúpido. No se porque te amo.

Esas últimas palabras me dolieron más que el propio deceso de mi madre. Quise llorar, pero no podía dejar que me viera humillado. Por más herido que estuviera no me doblegaría ante él. No comprendía que tenía razón, que lo único que quería al decirme todo eso era que recapacitara, más que para volver con él, por mi propio bien, por mi tranquilidad, por mi felicidad. Alcé la cabeza y mordí su labio inferior. Cuando lo solté, una vez que lo había sangrado, Miguel amenazó con darme una bofetada, pero no lo hizo. Abrió la mano que rodeaba mis testículos y se levantó. Sin decir nada, dio media vuelta y se alejó lentamente. El sonido cada vez más lejano de sus pasos, anunciándome que esa vez el adiós sería definitivo, sacudió mi mente y mi corazón con una fuerza brutal. Dejando a un lado mi orgullo, mis miedos, penas y traumas, corrí a detenerlo.

-Espera Miguel, no te vayas. No me dejes, por favor. Perdóname por haberme portado así. Te amo. Te necesito. Hazme el amor, házmelo ahora. - Supliqué.

-¿Qué? - Preguntó sorprendido.

-Lo que oíste. Quiero que me hagas el amor. Quiero que tengamos relaciones, que me cojas, que me folles o como quieras llamarlo, sólo hazlo. - Insistí.

-... - Se quedó callado. Se limitó a sonreír y tomarme por la cintura, para luego besarme.

Con la pasión que le imprimíamos a cada beso y nuestros dedos hurgando entre los espacios que dejaban nuestras prendas, no tardamos en volver a estar a tope. Esos espacios no eran suficientes; necesitábamos sentir el contacto directo de nuestros cuerpos. Comenzamos a quitarnos la ropa con desesperación el uno al otro, sin parar de lamer nuestros cuellos y rostros. Abrimos cierres y arrancamos botones. Sin cuidar si caían en un charco de agua o sobre un arbusto, fuimos arrojando cada parte del uniforme hasta quedar completamente desnudos, piel con piel. A pesar de ser invierno, no sentíamos frío. Nuestros falos se frotaban entre sí con toda su dureza, generando una chispa que subía y bajaba por todo nuestro ser. La temperatura de uno se sumaba a la del otro y poco ha de haber faltado para que nuestra sangre se evaporara.

Nuestras manos exploraban cada rincón, pero siempre saltándose ese entre las piernas. Ya ambos habíamos visto el pene del otro en aquel estado, él cuando me encontró en el baño y yo la vez que pasé la noche en su casa, pero todavía quedaba algo de vergüenza en nosotros. Para hacer un cambio, fui yo el primero en atreverse. Cuando bajaba lentamente por su estómago, no paré como las veces anteriores; seguí hasta rodear su miembro con mi puño. Miguel suspiró cuando sintió mi mano en esa parte tan sensible de su cuerpo. Empecé a subir y bajar a lo largo de su hombría de forma delicada, provocando que sus suspiros se transformaran en gemidos y se animara a satisfacerme a mí también. En cuanto las yemas de sus dedos palparon mi instrumento, éste dio un pequeño salto y una ola de indescriptibles y placenteras sensaciones azotó mi anatomía. Uno masturbaba al otro y era delicioso, pero quería más. Necesitaba más.

Súbitamente, retiré ambos manos de sus lugares y me coloqué en cuclillas frente a él. De cerca, su verga se apreciaba más grande, gruesa y hermosa. Mis glándulas apresuraron su trabajo con tal imagen y la saliva me llenó rápidamente la boca, escurriendo un poco fuera de ésta. Ese trozo de carne que estaba ante mí lucía apetitoso. No demoré más y lo engullí hasta sentir su vello cosquilleando en mi nariz. Era la primera vez que lo hacía; no sabía exactamente como y obviamente, al topar su glande con mi garganta, me invadieron las nauseas. Afortunadamente logré controlarlas. Inicié mi repaso bucal por cada uno de los pliegues de su hinchado y palpitante miembro. En pocos segundos lo hacía como todo un experto, como si lo tuviera inscrito en mis genes. Mis labios se movían a toda velocidad a lo largo del tronco y mi lengua jugueteaba con la punta, que se había convertido ya en una fuente. Estaba disfrutando enormidades de esa nueva experiencia, cuando Miguel me apartó y me pidió que no siguiera.

Me acostó con cuidado sobre el suelo y se subió encima de mí. Besó mi frente, mis mejillas, cuello, pecho y vientre, una y otra vez como si se le fuera la vida en ello. Descendió un tanto más y cuando creí que me haría lo que yo justo había hecho, me volteó para que quedara boca abajo. Puso sus manos sobre cada uno de mis glúteos e inició un incitante masaje, al mismo tiempo que su húmeda polla intentaba hacerse paso entre ellos. Al conseguirlo, un simple roce de ésta sobre mi ano me hizo estremecer, pero cuando hundió su cara entre mis nalgas y empezó a abrirlo con su lengua, creí que moriría de placer. Me retorcía sin importarme que la tierra, con todas las diminutas piedras que transportaba, raspara mi piel. Es más, cada rasgadura era como una caricia más que aumentaba mi gozo. Se tomó su tiempo. Cuando pensé que no podría resistir más y me correría sin haberme si quiera tocado, se detuvo. Subió hasta mi oído y me dijo algo que terminó de perderme.

-Tienes un culo delicioso. Y, ¿sabes qué? - Preguntó entre una respiración agitada y jadeos.

-¿Qué? - Apenas y pude responder de lo excitado que estaba.

-Ahora soy yo el que ya no puede esperar para cogerte. - Susurró con una encantadora voz mezcla de deseo y malicia.

-Entonces, ¿para qué sigues hablando? ¿Por qué no...aaaaaaagh. - Exclamé de dolor, sin poder terminar de hablar. Dolor que me produjo su pene al atravesar mi virginidad.

Me pidió disculpas por la manera tan brusca en que me había penetrado, causándome un ardor casi insoportable. Intentó salirse de mí para no lastimarme más, pero le rogué que no lo hiciera, que se quedara en mi interior. La sensación de tener su falo alojado en mi esfínter me llenaba, pero no sólo físicamente, sino en todos los sentidos. Para mí, y estaba seguro de que para él también, representaba nuestra unión. Decidir tener una relación con alguien del mismo sexo, sabiendo que eso era mal visto por la mayoría de la gente, traería a nuestras vidas lo mismo sufrimiento que felicidad. Aquella posición en la que nos encontrábamos, con su virilidad dentro de mí, simbolizaba a la perfección esa dualidad y quería tomarla como experiencia para el futuro. Casi como si fuera una orden, le pedí que me montara como si fuera un caballo salvaje, violentamente y sin compasión. Al principio dudo en hacerlo, pero finalmente aceptó. Comenzó a moverse dentro de mí como si deseara matarme.

El dolor, poco a poco, fue dando paso a un peculiar placer que disfruté en demasía. Miguel entraba y salía de mí ser sin descanso. Al mismo tiempo que me destrozaba, hablando físicamente, me regalaba los instantes más bellos de mi existencia, momentos imposibles de olvidar que me acompañan siempre que mi cuerpo exige amor. Las gotas de sudor nos cubrían por completo. Nuestros gemidos eran cada vez más fuertes y prolongados. La vertiginosa velocidad a la que estaba siendo penetrado, desafiando los límites de lo humano, aumentó aún más. Nuestras manos se entrelazaron. Sentí sus dientes clavarse en mi espalda y, segundos después, su semen inundando mi interior. Fue entonces que por primera vez, y sin haberme tocado, además de eyacular tuve un orgasmo, uno de gran intensidad.

Permanecimos inmóviles por un tiempo, recuperando nuestras fuerzas. Una vez que las tuvimos de vuelta, nos sentamos, abrazados. Nuestras espaldas, chocaban contra el muro posterior del auditorio y aún continuábamos desnudos. Estábamos todos sucios y yo tenía pequeñas cortadas por todo el cuerpo, pero no me importó. Cualquier cosa habría valido la pena por sentir todo lo que había sentido. Lo amaba más que nunca y, al igual que él, no podía dejar de mirarlo y sonreír. El mundo nos parecía perfecto; sin embargo, nos habíamos olvidado de un importante detalle: estábamos dentro de la escuela, y en cualquier momento, como en efecto sucedió, alguien podría descubrirnos.

Uno de los profesores, intrigado porque Miguel no regresaba de buscarme, había salido a buscarnos a los dos y finalmente nos había encontrado. Luego de escandalizarse y gritarnos cosas que ni siquiera recuerdo, nos ordenó vestirnos y nos llevó a la dirección. Nos encerraron en cuartos diferentes y llamaron a nuestros padres para notificarles el crimen que habíamos cometido. El mío abandonó su letargo y rápidamente se presentó en la oficina del director. Charló unos minutos con él y después me llevó a casa. Durante el trayecto no pronunció palabra alguna, ni tampoco al llegar. Lo único que hizo fue golpearme hasta que se cansó. Cerró con llave la puerta de mi cuarto como si fuera mi celda, sin tener la delicadeza de al menos llamar a un doctor. No supe como le fue a Miguel, pero no creo que la haya pasado mejor que yo. Unos días después, por medio de una de las muchachas de servicio, me hizo llegar una carta donde entre otras cosas, me decía que me amaba y quería que escapáramos juntos; estaría esperándome en el kiosco de la plaza principal. Nunca acudí a la cita, no tuve el valor suficiente para hacerlo. Semanas después, mi padre me envió a la escuela militar. Jamás volví a ver a mi más grande y único amor, perdiendo así, la mitad de mi alma.

Desde entonces, no ha habido un sólo día que su cara no esté siempre en mi mente o una sola noche que no sueñe con él. Me arrepintió de no haberme fugado, de haberle hecho más caso a mis dudas y miedos que a mis sentimientos. Seguramente, por más mal que nos hubiera ido, mi vida habría sido mejor, ya que cualquier cosa es mejor a estar muerto por dentro, bloqueado a cualquier posibilidad de sentir o dar amor, preguntándome sin cesar que habría pasado si. Ahora parto rumbo al cuartel general de la batalla en contra de los rebeldes que intentan apoderarse del país. Tal vez sea tarde para intentar cambiar las cosas o tal vez no. Quizá, cuando regresé de la guerra, podré buscarlo y vivir juntos para siempre, pero quizá, sólo quizá.

 

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De pronto, con tan sólo sentir sobre su boca los labios del otro, todo el sufrimiento, la desesperación, el miedo y el dolor, valieron la pena. Habrían recorrido el mismo camino cien veces, si les hubieran asegurado que al final, el hombre de sus vidas los esperaría. Olvidándose de todo, sus cuerpos se entrelazaron en caricias toscas e impacientes. Las manos de uno, sin perder más tiempo, buscaron la entrepierna del otro. Ambas mostraban una dureza que hacía mucho tiempo, no veían, desde que precisamente fueran separados, además de por los prejuicios de la gente, por su propia, en especial por parte de Alejandro, cobardía. El uniforme militar de un lado, y las rasgadas prendas del otro, comenzaron a volar por todo el cuarto. Deseaban sentirse piel con piel. Anhelaban llenar esos espacios, físicos y espirituales, que por tanto tiempo habían estado vacíos. Querían descubrir todos esos cambios que se habían perdido por no estar cerca el uno del otro. Los años de sed y hambre se habían terminado; ambos tenían frente a sí, grandes trozos de carne y una fuente inagotable de los más deliciosos fluidos.

De haberles alguien pedido, describieran todas las emociones que en ese momento llenaban sus cuerpos, no les habría sido fácil; sin embargo, no tuvieron que preocuparse por hacerlo, ni siquiera para ellos mismos. No tuvieron tiempo suficiente para disfrutar de su amor, para probar esos jugosos y sabrosos trozos de carne o esos exquisitos y espesos líquidos. Decenas de aviones de guerra atravesando el cielo en dirección al centro de la ciudad, lugar donde se presumía, según los últimos informes de los soldados infiltrados dentro del bando enemigo y de los cuales se sospechaba habían sido asesinados, los regresaron a la realidad, una mucho menos rosa y agradable.

Ese silencio que llenara el lugar minutos antes, se vio interrumpido por el ruido de los motores. Ambos salieron a la calle, desnudos como estaban, impresionados por el gran número de naves. Miraron hacia arriba y vieron como, de cada uno de los aviones, caía una bomba. De esa si que no podrían escapar, pensaron los dos. Se abrazaron resignados, felices de haberse encontrado, contentos de poder al menos morir juntos. Un estruendo ensordecedor y una capa de tierra, humo y fuego lo envolvieron todo, haciendo imposible que alguien pudiera sobrevivir. El silencio regresó, pero para no marcharse jamás. Volvió para, al mismo tiempo que los separaba, unirlos para siempre, en otro plano, en otro tiempo y en otro espacio. En uno donde sus almas permanecerían juntas para siempre, juntas en la muerte. En uno donde ya nadie, jamás, podría separarlos. En uno donde ya no les preocuparía que sus nombres, Alejandro y Miguel, fueran dos más en una larga lista de absurdos pretextos e intereses egoístas, dos más para el olvido.

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