A las veinte horas con treinta y tres minutos, María fue declarada muerta. Su corazón se detuvo a media cirugía, como si hubiera estado harto de asistir a, prácticamente, una por mes. Cuando Mario, médico suyo y de su familia desde hacía varios años, se preparaba para hacerle un fino y peligroso corte, abrió los ojos de manera repentina, a pesar de estar bajo el efecto de la anestesia, y lo miró fijamente para después quedarse dormida para siempre.
Han pasado ya veinte minutos desde esa última mirada y el perturbado galeno no puede olvidarla, no puede borrarla de su mente, de su consciencia, porque lo que le atormenta no es en sí la muerte, sino la culpa que de ésta tuvo. Sus compañeros trataron de que no se sintiera responsable, recordándole una y otra vez la débil e inestable salud de María y repitiéndole hasta el cansancio lo delicado de la operación, pero ni siquiera los escuchó. No podía hacer otra cosa que no fuera recordar esa última e inquisitiva mirada, llena de rabia y decepción que su paciente favorita, antes de morir, le dedicó.
Han pasado ya veinte minutos desde el suceso y Mario no puede olvidarlo. En un intento desesperado por conseguir arrancarse esa culpa y esa mirada, abre el cajón de su escritorio y saca un pequeño sobre con un polvo que no puede ser más que cocaína dentro. Coloca una línea sobre el vidrio y la aspira entera y con prisa. Necesita sentir esa artificial euforia lo más pronto posible, el efecto de la dosis que tomó antes de entrar a la sala de operaciones desapareció junto con María.