miprimita.com

Regreso a casa

en Gays

Regreso a casa.

Siempre me encantó estar en el pórtico, pasarme las horas mirando el horizonte verde y silencioso. Metía en los bolsillos de mi viejo pantalón azul dos o tres galletas de avena, de esas que mi madre acostumbraba preparar para la cena y que yo a escondidas me robaba sin saber que ella bien sabía, y me mecía por horas en la pequeña hamaca, saboreando las galletas y pensando en lo que habría detrás de las montañas, esas a las que una vez fui con mi padre a pasear las cabras, aquel el único día que me sentí su hijo, aquel el único día que de él tuve un abrazo.

Siempre me encantó estar en el pórtico, era mi lugar favorito de la casa. Considerando que también dejaba atrás a mi madre y a mi hermana, sonará ridículo, e incluso cruel lo que diré, pero, cuando me fui para la ciudad, sin más equipaje que tres pantaloncitos y un par de camisas, lo que más extrañé fueron esas horas en el pórtico, en MI pórtico. Porque lo consideraba mío, y tantas tardes habitándolo con mis sueños y mis fantasías, con mis miedos y mis penas, me daban el derecho de sentirlo así. Esas columnas despintadas, esa vieja hamaca colgando frente a la ventana y esas tablas rechinando a cada paso guardaban en su deterioro una gran parte de mi vida, miles de recuerdos, tristes y felices, inventados y reales. Ese pórtico fue lo último que vi cuando escapé a los golpes de mi padre, esos que luego de encontrarme con las zapatillas y el vestido de mi madre se vinieron en cascada y sin descanso. Quizá por eso me costaba tanto regresar a él, volver a pisar sus desgastadas tablas. Tal vez por eso me empezaron a temblar las piernas y a doler el pecho cuando el viento columpió la hamaca, y entonces tuve que apoyarme de Francisco para no caer.

– ¿Te encuentras bien? – Preguntó preocupado mi amigo – ¿En serio quieres entrar? Porque si quieres irte está bien, nadie te culpará por eso.

– No, no, no. Estoy bien – mentí –, de verdad. Sólo… fue un pequeño mareo, ¡una sobrecarga de emociones! ¿Sabes? Cuando era niño solía acostarme en esta misma hamaca, e imaginaba que en realidad estaba con mi padre, entre sus brazos, escuchando una de esas historias que los padres suelen contarles a sus hijos a la hora de dormir. Cuando era niño, solía sentarme a ver el cielo y… soñaba con que… ¡Dios, son tantos los recuerdos! – Exclamé con la voz a punto de quebrárseme –. Son tantos que… No sé, quisiera… Yo…

Mi garganta se cerró y me fue imposible continuar hablando. Con los nervios destrozados, completamente abatido, caí sobre mis rodillas y estallé en un llanto tan amargo que contagié a Francisco, quien mostrando solidaridad, se hincó a mi lado y me abrazó con fuerza.

– ¡Ay, Alfredo! ¡No me gusta verte así! – Reclamó mi amigo –. Regresémonos a casa – me propuso –. De veras que… no tienes que hacer esto. No tienes que demostrarle nada a nadie. ¡En serio que no! Mira, tú mismo me has dicho que venir hasta acá no fue por gusto propio, sino porque tú madre te llamó para pedírtelo. Si nos vamos, si nos regresamos sin que te despidas de tu padre… ¡nadie va a juzgarte! Ya lograste mucho llegando hasta aquí, hasta este lugar que tantas cosas te recuerda. No vinimos con la intención de visitar en exclusiva la fachada, pero mira nada más cómo te has puesto. ¿No crees que, de entrar, de ver otra vez a tu padre, los daños serán más grandes que los beneficios? ¡Vámonos, Alfredo! Vámonos y… No sé, a la mejor hasta te doy un beso.

Fue imposible no reír ante ese comentario. Como siempre, como cada vez que mi vista se nublaba, ahí estaba Francisco echándome la mano, haciéndome sentir mejor.

– ¿En la boca? – Inquirí siguiéndole la broma.

– Pues… No sé, puede ser – contestó él, repasando el contorno de mis labios con su dedo medio.

– Está bien, me convenciste – apunté para después incorporarnos ambos –. Mi psicóloga me dijo que me haría bien cerrar el ciclo, pero… la verdad es que no puedo. ¿Crees que eso me convierte en un cobarde? – Lo cuestioné agachando la mirada.

– No, claro que no – me respondió –. En lo único que te convierte es… en humano. – Me levantó la cara –. Y dudo que eso sea algo malo, ¿no?

– Gracias, Francisco. ¡Muchas gracias, en verdad! – Expresé volviéndolo a abrazar.

– De nada – dijo él alborotándome el cabello –. Y ahora vámonos – señaló separando nuestros cuerpos pero dejando su brazo detrás de mi cuello –, que con un poco de suerte alcanzamos a llegar con luz.

– Pues vámonos, entonces – acordé con la intención de caminar directo al coche, pero antes de siquiera dar un paso, antes de siquiera asimilar que pretendía marcharme de mi casa sin decir adiós, una voz a mis espaldas me detuvo, una voz que no escuchaba desde hacía quince años, una voz que se notaba envejecida, llena de cansancio… ¡La voz de mi madre!

– ¿Hijo? – Preguntó como tratando de reconocer en mí a aquel chiquillo que huyera de sus faldas al cumplir los trece. Yo di media vuelta y la miré a los ojos, emocionado hasta los huesos –. ¡Hijo! – Gritó una vez convencida de que ese parado frente a ella era su muchacho, y enseguida corrió a darme un abrazo.

No pude más que permitir que me abrazara, estaba en extremo conmovido y ni uno solo de mis músculos respondía a mis órdenes. Ni siquiera la lengua. Todas esas frases que por años almacené en mi mente, esperando aquel momento para finalmente sacarlas, se borraron en cuanto mi madre me envolvió entre lágrimas y olor a avena. Fui incapaz de escupir al menos un te quiero, pero al parecer no le importó, al parecer ella tenía muchos de esos, suficientes para dos. De mil y un formas, entre caricias, besos y apapachos me expresó todo ese amor guardado, ese amor que no disminuyó ni un poco desde mi partida, ni siquiera ante la descortesía de no escribirle nunca. Mi madre… Siempre linda y cariñosa.

– No sabes… ¡el gusto que me da volver a verte, madrecita! – Comenté luego de varios minutos en silencio –. Pensé tanto en este día, que… Que no sé ni…

– No hacen faltan las palabras, mijo – afirmó apretando mis mejillas –. Tus ojos me lo dicen todo, mi bebé.

¡Su bebé! Es curioso, pero… a pesar de ya rondar los treinta, aunque en apariencia ya no era un niño… de repente me sentí pequeño, como si tuviera tres o cuatro y mirara todo desde abajo, esperando a que ella me lo diera, necesitando de su compañía y ayuda para vivir. Mi madre. ¡Cuánto la adoré en ese momento! ¡Cuántas ganas de abrazarme a ella y no soltarla nunca, refugiarme en su regazo! ¡Cuántas ganas de volver el tiempo y junto con mi hermana comenzar de nuevo! Lejos, muy lejos…

– ¿Cómo estás, mamá? – Cuestioné una vez nos separamos –. ¿Y cómo está mi hermana?

– Bien, muy bien – contestó esbozando una sonrisa que le daba credibilidad a sus palabras –. Ella fue a llevarle la leche a tu madrina, a Mariquita. ¿Te acuerdas de ella?

– Sí, por supuesto que me acuerdo, pero… ¿por qué fue ella a llevársela? Mi… papá siempre lo hacía, ¿no? ¿Acaso sigue malo? ¿De verdad está tan grave?

– ¿Por qué… mejor no hablamos de eso luego, mijo? Mira que algo se te está olvidando, eh – indicó con cierto tono pícaro que me recordó que iba acompañado –. ¿Quién… – caminó hacia mi mejor amigo – es este muchacho tan guapo? – Inquirió parándosele enfrente –. ¿Acaso es… tu novio?

¿Mi novio? Eso deseé desde el momento en que lo conocí, pero no, hasta ese entonces no lo era. Y así quise decírselo a mi madre, pero él, tomándome la mano con orgullo y hablando con total seguridad, le dijo lo contrario, dejándome entre el desconcierto y la felicidad, entre la confusión y la alegría.

– Sí, soy su novio – confesó como si lo fuéramos realmente –. Me llamo Francisco, y me da mucho gusto conocerla, doña Tere. – Le extendió la mano, esa que no se entrelazaba con la mía, y mi madre respondió al saludo sin importarle que viniera de otro hombre, algo que me emocionó aún más –. Alfredo me ha contado mucho sobre usted – remató la escena de película.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué tanto le ha dicho mi muchacho? Cosas buenas, quiero pensar.

– ¡Ah, claro!

– ¡Vaya! ¿Y como qué cosas le ha dicho?

– Pues… me ha dicho que prepara unas galletas con avena que ni en la mejor panadería. ¿Es cierto eso?

– Pues acabo de sacar unas del horno. ¿Por qué no vamos para adentro a ver qué opina? – Sugirió mi madre.

– ¡Vamos! – Aceptó Francisco, y los dos entraron a la casa, sin dejarme más opción que recoger sus pasos…

Algo en el interior de aquel que nunca pude ver como mi hogar había cambiado. Los muebles, las paredes y el aroma eran los mismos, pero la sensación que estos transmitían no. Por alguna extraña razón, y contrario a lo que había esperado, no me provocaron ni mareos ni llantos. Estar de nuevo entre aquellos muros tapizados de la más variada y pintoresca artesanía no significó un conflicto. Me sentía bien, demasiado bien, pero me resultaba complicado percibirlo pues mi pensamiento se ocupaba de otro asunto: de la sorpresiva actitud de Francisco, mi mejor amigo y, a partir de ese momento, mi supuesto novio.

A él, a Francisco, lo conocí cuando llegué a la ciudad huyendo de la ira de mi padre, esa que desaté al vestirme de mujer, costumbre que, aclaró, se esfumó con el transcurso de los años. Yo no llevaba conmigo más que esos tres pantaloncitos y ese par de camisas que antes mencioné, la poquísima plata que le hurté al culpable de mi huída se desvaneció entre dos emparedados y el boleto de autobús. Era apenas un adolescente, casi un niño, no pensé en qué haría cuando el dinero se acabara, sólo abandoné mi casa y… de repente me encontré asustado e indefenso, sin al menos un lugar para dormir. Anduve vagando en busca de algún sitio donde improvisar mi cama, pero ni las bancas de los parques ni el cemento frío de las calles me inspiraban algo de confianza. Mal que bien, en aquel lugar al que juré nunca volver tuve siempre un techo y un colchón, mismos que empecé a extrañar. Sumamente aterrado, sin tener la más mínima idea de lo que el futuro me traería, creyendo que muy seguramente sería una muerte triste y solitaria, me senté a la puerta de una casa, una cualquiera sin distintivo alguno, y comencé a llorar.

Fue entonces, cuando mis lágrimas caían al piso y se perdían entre los charcos que la inesperada lluvia, esa que empezó a caer justo cuando me preguntaba si mi suerte no podría ser peor, había formado, que volví a creer en Dios y en los ángeles.

– ¡Virgen santísima! – Entre gota y gota, escuché una voz que al voltear mi cara supe era de mujer –. ¡Pero mira que empapado estás, chiquillo! – Exclamó con suma preocupación la que a partir de ese momento se convirtió en mi salvadora –. Ven, vamos adentro para que te seques – sugirió para tomarme de la mano y arrastrarme al interior de esa casa cualquiera a cuya puerta me senté a llorar. Y digo arrastrar no porque me haya obligado, sino porque en mi estado no podía yo ni mover un dedo –. ¿Qué hacías ahí sentado, mojándote? – Me preguntó una vez entramos a su hogar –. ¿Que no tienes casa, un lugar a donde ir? – Me cuestionó justo alcanzamos la bañera, y aunque no le respondí, aunque seguí actuando como un zombi, por su intuición o instinto maternal, no sé, de inmediato comprendió que, en efecto, no contaba con un techo para resguardarme de la lluvia –. ¡Oh! – Exclamó apenada –. Perdóname, chiquito, no sabía que… ¿Qué pasó? ¿Te escapaste de tu casa? ¿Te corrieron tus padres? Porque tienes padres, ¿cierto? Porque… ¡Qué impertinente soy! Seguro no quieres hablar, ¿verdad? Pues bueno, ya mañana me dirás lo qué pasó. Por ahora te daremos un baño caliente, que no quiero que te enfermes. ¡Francisco! – Gritó llamando a quien pensé sería su esposo –. ¡Francisco! ¡Ven por favor, mijito – supe que no era su marido a quien llamaba, de hecho era imposible que lo hiciera, ya que, como ella misma me lo comentaría días después, él murió a los tres años de casarse, víctima de una extraña enfermedad que los doctores confundieron con la gripe –, que necesito que me ayudes! ¿Francisco? ¡Francisco!

La señora continuó gritándole a su hijo hasta que éste apareció, y entonces yo me enamoré.

– Perdón, mamá – se disculpó aquel jovencito de cuyos ojos me prendí desde un inicio –, pero estaba… ¿Quién es él? ¿Qué hace aquí? – Inquirió una vez me descubrió.

– Él es… La verdad es que no sé su nombre, no ha querido abrir la boca, pero igual se quedará esta noche. Me lo encontré sentado afuera de la casa, justo llegando del trabajo. Al parecer se escapó de la suya y no tiene a donde ir, así que decidí que podía quedarse aquí. No te molesta, ¿verdad?

– A ver, considerando que tus temas favoritos son la cocina y la política, ¿crees que me molesta el hecho de que al menos esta noche podré platicar con alguien además de ti? ¡Por supuesto que no!

– ¡Sangrón! A ver si dices lo mismo cuando quieras que te haga un pastelito, eh.

– No se crea, mi bolita de algodón. Nada más lo dije en broma. ¿Quién la quiere, eh? ¿Quién la quiere?

– Tú, mi escobita con bigote, mi muñeco de peluche.

Madre e hijo comenzaron una tierna lucha de besitos, voces aniñadas y cursilería, una lucha que además de provocarme cierta envidia, debo de admitir, me arrancó un par de sonrisas.

– Mira, se está riendo de nosotros, de nuestras idioteces – apuntó la madre.

– ¿De nosotros? ¿De nuestras idioteces? ¡Claro que no! A ver, ¿de quién te ríes? – Me preguntó Francisco –. Verdad que de ella, de lo ridícula que se ve comportándose como una niña siendo ya casi una anciana – se contestó él mismo, sacándome otra risa –. Lo ves – se dirigió a su madre –, esa sonrisita lo confirma.

– Está bien, pedazo de fideo con pelos, esta vez no te discutiré ni te daré tu merecido por hablarle así a tu madre. Pero no te creas que es por miedo, eh, sino porque este pobre niño necesita un baño o se me enferma. En cuanto lo ayudes con eso, te voy a dar tu merecido. Así que vete preparando, bellaco – advirtió la mujer con falsa rabia para enseguida abandonar el cuarto, dejándome a solas con su muchacho.

– ¿Apoco no es genial mi mamacita? Mis tías se burlan y nos critican por llevarnos así, porque según esto no es la forma en que madre e hijo deben comportarse, pero yo digo que no entienden. Nos queremos tanto y nos tenemos tanta confianza que no tiene nada de malo. Pero bueno, seguro no quieres oír más de esa historia, así que… ¡a bañarnos! – Decretó Francisco, y de inmediato se empezó a quitar la ropa.

Sus prendas fueron cayendo una a una al suelo, y aunque aquel hombrecito tenía sólo dos años más que yo, sin duda su cuerpo me aventajaba por al menos seis. Estaba más desarrollado, más marcado, más… apetecible. No era demasiado alto… Bueno, tal vez sí para su edad, pero qué importa. El caso es que aquel uno sesenta y cinco de estatura ya no dibujaba una figura adolescente, al menos no como la mía. Completando el bello cuadro de su cara, de ojos negros y barba incipiente, aparecieron ante mí unos brazos y unas piernas bien torneadas, una espalda ancha, unos pectorales definidos y un estómago con indicios de simular un lavadero, ¡todo, claro!, cubierto de esos pelos de los que su madre hablará, de esa capa de vellosidad que en su pecho era abundante y que bajaba en una línea que pasaba por su ombligo hasta llegar ahí, hasta ese lugar donde con admiración clavé mis ojos, entre hambriento y asombrado.

– ¡Oye! No me veas con esos ojos, que me va a dar pena – suplicó Francisco, y aunque en la voz se le notaba que era broma, no pude evitar el sonrojarme.

– Pe… Perdón – susurré agachando la mirada, avergonzado de verdad.

– ¡Ay, chamaco! No te pongas así, que no lo dije en serio – explicó tratando de calmarme –. Y apúrate a encuerarte que no quiero que te enfermes, soy presa fácil del contagio. Ándale, que yo de mientras lleno la bañera.

¿Encuerarme? ¡¿Cómo quería que me encuerara sin que se notara mi erección?! Sí, a pesar del bochorno que sentí cuando me cachó admirando su entrepierna, la excitación se apoderó de mí. Y no era para menos, si consideramos lo que para mí significaba aquella escena. Aunque en ese entonces no conocía el término para nombrar mis preferencias, estaba consciente de mi gusto por los hombres, y aquel que tenía enfrente, adolescente o no, era el primero que veía desnudo. Por más que intenté pensar en otra cosa para bajarme la hinchazón, la imagen de su pene circuncidado reposando sobre sus gordos testículos se negaba a salir de mi cabeza. No podía asegurarlo pues no había visto ni siquiera otro además del suyo, pero su miembro me pareció el más hermoso. Y mi erección no decaía.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué no te desvistes? – Me interrogó Francisco, ya un tanto impaciente –. No vas a decirme que te da vergüenza, ¿o sí? Digo, nada más estoy yo aquí, y somos hombres. ¿O acaso es otra cosa? ¿No puedes moverte? ¿Quieres que te ayude?

– Este… No, no es eso. Lo que pasa es que…

– ¿Qué, que en verdad eres mujer? – Regresó su humor –. No, no, no. Ya sé lo que tienes. Se te paró, ¿no es cierto? – Soltó como si fuera nada –. Sí, eso es – aseveró muy divertido.

– ¡No, claro que no! – Mentí asustado, al tiempo que retrocedía unos pasos y mi rostro se ponía color tomate.

– ¿Ah, no? ¡Eso lo veremos! – Sentenció para lanzarse contra mí dispuesto a desnudarme, objetivo que siendo yo un niñito endeble, no le fue difícil conseguir.

Así como Francisco era el primer chico que veía desnudo, también era el primero frente al que quedaba yo sin ropa, y por instinto intenté cubrir mis genitales, pero él, agarrándome de las muñecas, lo impidió poniéndome de espaldas contra el muro, con los brazos extendidos y completamente expuesto. Entonces, buscando darle fin a aquella situación, como bien lo dicta el manual del muchachillo quebradizo, me arranqué a llorar.

– Pero… ¿Por qué lloras? – Inquirió Francisco, entre entretenido y preocupado –. Si no es para tanto, hombre. Es… ¡Es una simple erección! Lo más normal del mundo, sobre todo a nuestra edad. Mira, yo también estoy igual – indicó liberando mis muñecas.

Si su sexo había sido motivo de impresión estando flácido, el mirarlo por completo endurecido fue una fuerte sacudida. ¿Que él estaba igual? ¡Mentira! No había punto de comparación entre nosotros. Mientras mi falo era delgado y no pasaba de los once, el suyo era bastante grueso y de seguro le medía unos quince o más. Era imponente, maravilloso, tanto que mis lágrimas cesaron pues mis energías se concentraron en mirarlo. Y de repente, como si el instinto se hubiera apoderado de mi voluntad, en un acto lleno de inconciencia, en un arrebato de deseo, lo envolví con mi derecha y suspiré.

– ¿Qué… estás haciendo? – Me cuestionó el dueño de tan exquisito instrumento, sin perder la sonrisa pero confundido.

No le respondí, me limité a recorrer la dureza de su pene sin importarme nada más, y cuando de la punta empezó a brotar el lubricante que mojó mis dedos, aceleré mis movimientos. No supe si Francisco aún reía pues me cuidé de no alzar la cabeza, pero ya no formuló pregunta alguna. Su respiración se percibía agitada, y en ocasiones escapaba de su boca algún gemido, leve, pero gemido al fin y al cabo. Aquello le excitaba igual que a mí, quizá por razones diferentes, pero le excitaba, y eso, sin entender muy bien por qué, me daba gusto.

Continué por un buen rato masturbándolo, y su sexo estaba cada vez más duro y gordo, incluso había crecido un poco. Pensé en ponerme de rodillas y metérmelo en la boca, por curiosidad o porque mi experta inexperiencia así me lo dictaba, no lo sé. Me chupé los labios, y a punto estuve de mamársela, pero algo lo impidió, algo que de forma inesperada hizo Francisco: masturbarme con la misma intensidad que yo a él. Siendo su mano más grande y mi pene más pequeño, le resultó sencillo hacerlo. Y tras un par de minutos de trajín, ambos alcanzamos el orgasmo, eyaculándonos encima. Fui yo el primero en derramarme, pero apenas un segundo después lo hizo él, lanzándome un chorro tras otro. Y entre los disparos tres y cuatro, completamente loco y esperando ser correspondido, le planté un beso en la boca, obteniendo, por supuesto, su total indeferencia.

– Este… Vamos a bañarnos, ¿no? – Propuso en cuanto se vaciaron sus testículos, evitando comentar el beso y lo demás –. Creo que quedamos… algo sucios – señaló buscando provocar en mí una sonrisa, pero la fantasía se había esfumado y mi retraimiento estaba de regreso –, ¿no te parece? Metámonos al agua, que la bañera ya está llena – sugirió caminando hasta ella –. ¿Qué, no vas a venir? – Cuestionó con el agua cubriéndolo hasta el pecho.

– Eh… Sí – murmuré no muy convencido, pero conciente de que no quedaba más opción.

Mi ropa estaba empapada, y por lo vieja de seguro hasta podrida. No tenía un lugar a donde ir ni mucho menos algo que comer. La idea de sumergirme en aquel pequeño espacio junto con Francisco, luego de lo que momentos antes ocurriera, no me resultaba emocionante ni atractiva, pero… ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Huir, llorar?

– Este… Lo de hace rato… – Intenté justificarme.

– ¿Cómo te llamas? – Preguntó para interrumpir mi explicación.

– ¿Eh?

– ¿Que cómo te llamas? Si no mal recuerdo, aún no me lo dices.

– Ah. Sí. Alfredo, me llamó Alfredo.

– Bien, Alfredo. Lo de hace rato se queda hace rato, ¿sí? Es… cosa del pasado. Tú sólo disfruta el baño, que mañana ya no nos veremos, ¿cierto? ¿Qué caso tiene hablar de… eso?

No me agradó mucho la oferta, pero tal como él quería, no traté de sacar otra vez el tema al ruedo. En cuanto terminamos de bañarnos, su madre tocó a la puerta para darme algo de ropa. Después cenamos los tres juntos y nos fuimos a dormir, sin aclarar las cosas y creyendo que jamás lo haríamos. Con lo que ninguno de los dos contaba, era con que no me quedaría a pasar sólo una noche, sino… toda una vida.

A la mañana siguiente, su madre, aprovechando que Francisco iba a la escuela desde muy temprano, me sentó en la sala y, luego de casi una hora, me sacó la verdad. Pensé que al conocer los motivos por los cuales había escapado de mi casa me echaría a patadas, pero no, me abrazó con fuerza y me ofreció su hogar, su compañía y cariño. Me prometió darme casa, vestido y alimento sin pedirme a cambio más que estudio. ¡Habría sido un tonto si la hubiera rechazado! Haciendo a un lado los sucesos de una noche atrás, mismos que por obvias razones le oculté, acepté el trato, conmovido hasta las lágrimas como era mi costumbre. ¡Mi vida parecía solucionarse! Me pidió pusiera al tanto a su fideo con pelos, y aunque pensé que éste se opondría rotundamente, no lo hizo. Me dejó en claro que lo del baño no podría repetirse y que por supuesto nada volvería a pasar entre nosotros, pero enseguida prometí que así seria, me abrazó y me dio la bienvenida, y a partir de ese momento convivimos como hermanos, como amigos. Con el correr de los años, ya con la confianza suficiente, no faltaron ni los chistes ni las bromas, pero nunca algo tan grande como pretender que éramos novios. Fue por eso que escucharlo me aturdió…

Pero, ¿qué me turbaba en realidad? ¿Que se lo dijo a mi madre, que ella lo tomó como si nada, o que todo era mentira? ¿Acaso todas las razones anteriores, o quizá ninguna? No estaba seguro, el maremoto de ideas y sentimientos que azotaba mi cerebro no me permitía ver nada claro. Además había otra cosa: ¿por qué mintió Francisco? ¿Por qué, si nunca antes se atrevió a romper las reglas, esas que me puso cuando yo le dije que me quedaría en su casa? ¿Por qué se presentó como mi novio? ¿Por qué después de tantos años? Aun cuando quise evitarlo, del torbellino de mi confusión brotó un rayito de esperanza, esa misma luz que me impulsó a besarlo aquella noche, creyendo con total ingenuidad que sería correspondido. No quería hacerme ilusiones, no quería pensar que la extraña actitud de mi amigo se debía a que de repente me miró con otros ojos, pero no pude evitarlo. El amor es terco y aferrado, nada más encuentra orilla y suelta el ancla, sin preguntarse lo que habrá en la isla. Yo ansiaba saber si el mío en verdad se había salvado del naufragio, así que caminé hasta la cocina, para pedirle a Francisco un tiempo a solas.

– Te quedaste corto, Alfredo – apuntó mi novio imaginario al verme entrar –. ¡De verdad que tu mamá es un genio! ¡Estás galletitas son la gloria!

– Me alegra que te gusten – comenté indiferente –, pero… podemos hablar un momentito – le pedí en voz baja.

– Y… ¿de qué quieres hablar, amor? – Inquirió en tono burlón.

– De eso, precisamente – contesté un poco enfadado –. Podemos… – Hice una seña para indicarle que deseaba hablar afuera.

– ¿Qué significa eso? – Me imitó tratando de causarme gracia, y obteniendo sólo exasperarme.

– Mira, Francisco. No te hagas el chistosito que…

– No te alteres, hijo – intervino mi madre –. Francisco me estaba poniendo al tanto de todo, de cómo su mamá y él te recogieron, y de cómo lograste salir adelante y convertirte en todo un licenciado. Yo quería que me dijera más, pero si tú quieres que me vaya… – puso cara de mártir – sólo tienes que pedirlo – aseguró para después dejarnos solos.

– Gracias, madrecita – mascullé cuando ella ya no me escuchaba –. Tú siempre tan amable.

– ¡Oye! No te enojes con tu madre – sugirió Francisco con sonrisa cínica –, no fue ella quien nos declaró pareja sino yo.

– ¿Y eso te causa gracia? ¿Eso te parece chistoso? – Lo interrogué molesto.

– No, eso no – respondió tomando otra galleta –. Eso no, pero… – se calló un segundo para poder tragar – cómo te pones sí.

– ¡Imbécil! – Lo insulté lanzándomele encima.

No soy de los que gustan de pelear, ¡pero su comentario en verdad me encabrono! Comprendí que el amor que imaginé olvidado, ese que por Él sentía, en realidad no se había ido. El sólo pensarme su pareja me emocionaba hasta las venas, pero que con ello Él se divirtiera me calentaba más que nada, y quise sacarme a golpes ese enojo. ¡Qué ingenuo! Ya no era aquel niñito endeble que llegó a su casa por casualidad, pero aún así me superaba en fuerza. Antes de acertarle un puñetazo, repitiendo la escena del baño, me atrapó por las muñecas y me azotó de espaldas contra el muro.

– Como que esto me recuerda algo, ¿no? – Insinuó siguiendo con su juego.

– Sí, a mí también. Me recuerda que… – me detuve un momento para analizar lo que a continuación diría – que en cuanto volvamos a tu casa – continué –, debo de empacar mis cosas.

Al parecer no le gustó la idea de que pudiera mudarme, ya que la expresión divertida de su rostro desapareció para darle paso a otra llena de melancolía.

– No lo dices en serio, ¿cierto? – Solicitó librando mis muñecas.

– Muy en serio – afirmé evitando su mirada para no llorar.

– Pero… ¡no es para tanto, Alfredo! – Exclamó buscando acariciarme la mejilla.

– ¡¿No es para tanto?! – Evité su mano –. ¿Te parece poco el inventar que somos novios y mofarte de ello? Sabiendo que… Sabiendo que te amo.

Francisco se quedó paralizado por mi confesión. No era algo nuevo, no si suponemos que su perspicacia de seguro se lo dijo desde antes, pero oírlo de mi boca lo golpeó. Tartamudeó en su intento de expresar algo sensato que aliviara la tensión, pero al no encontrar las frases adecuadas decidió cerrar la boca. Su bromita se le iba de las manos y él… simplemente no supo qué hacer. Tuvo miedo de soltarme la verdad.

– Ya he vivido con ustedes quince años – agregué después de unos segundos –, creo que es hora de marcharme… Y bueno, voy a despedirme de mi padre para irnos de una buena vez. Tú de mientras… síguete comiendo tus galletas.

Salí de la cocina con el corazón hecho pedazos, seguro de que nunca más podría pegarlo. Darle la espalda a Francisco y caminar por el pasillo sin mirar atrás, era la metáfora perfecta para lo que nuestra relación sería en caso de cumplir la amenaza de mudarme. Una imagen demasiado fuerte que me fue imposible asimilar, ya que en cuanto regresé a la sala me topé con otra de la misma intensidad: sentada en el sillón, justo a un lado de mi madre, descubrí a mi hermana, esa que en mi mente nunca se volvió mujer.

– ¡Alfredo! – Gritó corriendo hacia mí, sumamente emocionada –. ¡Qué gusto me da verte, hermano! – Me abrazó con fuerza, y yo no pude disfrutarlo pues mis nervios eran un desastre –. Estoy tan contenta que… – Se percató de lo frío de mi actitud – ¿Qué tienes, eh? ¿Por qué no me abrazas? ¿Qué te pasa? – Cuestionó entre afligida y preocupada.

– ¿Cómo está papá? – Contesté con otra interrogante –. ¿Puedo verlo, o es que acaso está durmiendo? Quisiera despedirme de él antes de irme.

– ¡¿Ya te vas?! – Inquirieron al unísono –. Pero… ¡si apenas vas llegando! – Se quejaron ambas.

– Bueno… Sí, pero… tengo prisa.

– ¿Prisa? ¡Ay, mijito! Sí que te ha cambiado la ciudad – citó mi madre.

– Pues si quieres irte, vete – sugirió mi hermana con tristeza –, que a mi padre ya no lo verás.

– A ver, a ver. ¿Cómo está eso de que ya no lo veré? – Pregunté sintiendo que mi corazón se preparaba para recibir otro disparo.

– Pues así cómo lo oyes – respondió mi mamacita –: a tu padre ya no puedes verlo porque…

– ¡Porque ya está muerto! – Mi hermana terminó la frase –. Te estuvo esperando, sí, pero hace una semana ya no pudo. Le dio un paro cardiaco y pues… murió. Se fue.

Esa sí que no me la esperaba. ¿Para qué querría verme mi padre? ¿Para ofrecerme una disculpa? ¿Para antes de marcharse gritarme otra vez puto? ¿Para… simplemente despedirse? Nunca lo sabría, pues él… ¡Él estaba muerto! Y enterarme así tan de repente, cuando lo que yo esperaba era subir a verlo, cuando mi cabeza se llenaba de humo y por el dolor faltaba el aire, fue más que suficiente para colapsarme. Me desmayé ante las miradas de mi hermana y de mi madre…

Desperté en aquella cama sobre la que dormí en mi infancia y temprana adolescencia, cubierto con aquella vieja sábana, lisa y blanca, bajo la cual me refugié en las noches de tormenta. Porque siempre odié los truenos, los relámpagos. Y como si la vida se empeñara en castigarme, tras la cortina pude adivinar que el cielo estaba lleno de electricidad. Pero algo extraño sucedía, no escuchaba nada. Mis orejas estaban cerradas para ese y para cualquier otro sonido a mi alrededor, y lo único que oía era a ese remolino de ideas tratando de volverme loco. El regreso a casa, la discusión con Francisco, la muerte de mi padre… cada escena y cada palabra era revivida en mi cabeza, una y otra vez, hasta mezclarse en una sola y producirme una jaqueca tan aguda que me hacía sentir en una especie de vacío, algo así como otra dimensión en la que no estaba seguro ni siquiera de mi nombre. Sabía que lo vivido hacía horas o minutos (me levanté sin la más mínima noción del tiempo) no era un sueño, pero me sentía fuera de la realidad, del mundo. Me deshice de la sábana. Miré mi cuerpo, sin otra prenda encima que mi bóxer negro, y lo sentí ajeno. Mi torso y mi abdomen, planos, lampiños y sin músculos marcados. Mis manos, grandes, de dedos finos y uñas bien cuidadas. Mis piernas, algo flacas y curveadas. Mi sexo, levantando un poco el algodón, entre la excitación y la modorra. Todo, todo parecía flotar entre nubes invisibles por las cuales navegaba sin rumbo mi conciencia. Jamás he consumido drogas, pero podría jurar que me sentía dopado, como si esa sobrecarga de emociones provocada por los sucesos antes mencionados le hubiera administrado algo a mi sangre y estuviera yo en medio de un trance. Traté de incorporarme, de salir del cuarto para comprobar que aquello no era un sueño sino el simple desconcierto post vértigo, pero tropecé apenas di dos pasos. Caí golpeándome contra la cama, pero a pesar del inmediato cardenal, el impacto no causó dolor alguno. Estuve a punto de creer que estaba muerto o algo así, que aquel desmayo en realidad había sido un infarto y que aquella atmósfera era lo que algunos llamaban purgatorio. Mas en ese momento, la puerta se abrió y apareció Francisco.

Preocupado al verme en el piso, se apresuró a ponerme de regreso en mi colchón. Se sentó a mi lado, acariciando mi cabello. El silencio externo devoró el bullicio de mis pensamientos, y no existió en el mundo más que la mirada de Francisco. Cualquier cosa fuera de sus ojos no importaba, pues en ellos, a pesar de todo, de discusiones y de bromas, encontraba paz. Mi cuerpo aún flotaba como apartado de mi mente y mi percepción del tiempo y del espacio carecía de lógica, pero reflejarme en su mirada, disfrutar del precioso brillo en sus pupilas me calmaba, me hacía bien. Sin abrir la boca ni mover un músculo, le pedí acostarse junto a mí, para verlo más de cerca, y él, como leyendo mis deseos, me complació tirándose a mi lado. Luego me abrazó.

El roce de sus manos en mi espalda, desnuda y sensible, lograron que, súbitamente, mi cuerpo y mi mente convergieran otra vez, y una poderosa chispa de sutil placer me sacudió como a una hoja. Solté un gemido silencioso que con perversa sonrisa Francisco decidió multiplicar, llevando sus caricias más allá de mi cintura, más allá del límite. Apretó mis nalgas, con fuerza pero al mismo tiempo con cuidado, con cariño, provocando que del otro lado mi cautivo sexo comenzara a reaccionar. Y sus ojos… siempre en contacto con los míos, haciéndome desear sus labios, esos que poquito a poco se acercaron hasta humedecerme, en un beso lleno de ternura, en un beso que al sumarse al gozo producido por sus dedos jugueteando con mi recto me inyectaron de pasión. Y de nuevo coordiné mis movimientos, y arranqué con furia y desesperación aquellas prendas que me separaban de su piel canela, para luego desgarrar también la negra jaula de mi excitación, y una vez desnudos, una vez entrelazados nuestros cuerpos nos besamos con más ganas, con deseo, con lujuria.

Su boca abandonó la mía para enseguida aventurarse cuello abajo. Aquellos besos que por años nada más soñé, me forraron de repente pecho y vientre, devolviéndole al ambiente, a mi cerebro, algo de la lógica perdida. Pasó después mi ombligo. Los sonidos regresaron a la escena. Escuché otra vez mi corazón, palpitando acelerado conforme su lengua recorría mi pubis. Y a mi garganta, la escuché escupir suspiros y jadeos cuando sus febriles labios devoraron por completo mi erección, a la que después de un rato renunció para lamer con devoción mi ano, y entonces sí volverme loco. Y entonces sí rogar que me cogiera.

Mis piernas subieron a sus hombros y su inflamado pene se adentró en mi cuerpo con facilidad, mas aunque la felicidad que me embargó tras el acople fue tan grande que creí estallar, por el grosor del invitado fue imposible no sentir dolor. Tuve que morder mis labios y aferrarme a sus espaldas para no gritar, pero afortunadamente las molestias se esfumaron rápido, y la cabalgata dio comienzo. Con ese ímpetu que le imprimes a las cosas que se cumplen después de muchos años de esperarlas, Francisco me embistió desde el principio con violencia, y con cada una de sus estocadas fui subiendo la escalera del placer, hasta finalmente derramarme en un intenso orgasmo que bañó mi torso para luego contagiar a mi aún supuesto novio, y correrse éste en mi interior, regalándome lo que hasta entonces fueron los segundos más radiantes de mi vida.

– Te amo – declaró Francisco, dejándome caer todo su peso.

– Yo también te amo – respondí para después fundirnos en un beso que le puso fin a las mentiras, e inicio a nuestra relación.

Luego nos quedamos en silencio, nada más mirándonos. Si la broma de nombrarse mi pareja cuando no lo era fue para cubrir sus verdaderos sentimientos, esos que quizá antes no notará, o si fue ese juego el que inyectó en su corazón un amor que jamás imaginó sentir, o si aquello era una simple etapa, daba igual. No importaba. No si estaba junto a mí, entre mis brazos, haciéndome feliz. ¡Porque realmente lo estaba! Ese torbellino de angustia y confusión que me azotaba, ya no fue más que una simple brisa refrescando mi tranquilidad. Y la muerte de mi padre… La muerte de mi padre, al igual que a mi hermana y a mi madre… ¡nunca me dolió! No puedo negarlo, la noticia me impactó, tanto que creí me lastimaba, sin embargo, analizando ya con calma los sucesos descubrí que en realidad me daba gusto, que en realidad nada existía si los ojos de Francisco se topaban con los míos, si nos encontrábamos así, como siempre lo deseé: abrazados y queriéndonos. Si ante mí se abrían las puertas de una nueva historia…

 

Siempre me encantó estar en el pórtico, pasarme las horas mirando el horizonte verde y silencioso. Siempre me gustó comer galletas mientras me mecía en la hamaca, pensando en lo que habría detrás de las montañas. Siempre disfruté estar en el pórtico, mi parte favorita de la casa, esa que hoy, con la libertad y la alegría de compartir esos momentos con mi amor, la verdad… La verdad disfruto mucho más.

Mas de edoardo

Mi hermano es el líder de una banda de mafiosos

Pastel de tres leches

Hasta que te vuelva a ver...

Plátanos con crema

El galán superdotado de mi amiga Dana...

Porque te amo te la clavo por atrás

Runaway

Mi segunda vez también fue sobre el escenario

Mi primera vez fue sobre el escenario

¡Hola, Amanda! Soy tu madre

En el lobby de aquel cine...

El olvidado coño de mi abuela...

Consolando a Oliver, mi mejor amigo

En el callejón

Prácticas médicas

Donde hubo fuego...

Cabeza de ratón

Hoy no estoy ahí

Tatúame el culo

Mi hermanastro me bajó la calentura

Yo los declaro: violador y mujer

Jugando a ser actor

Pienso en ti

Hoy puedes hacer conmigo lo que se te plazca.

Y perdió la batalla

Padre mío, ¡no me dejes caer en tentación!

Prestándole mi esposa al negro...

¿Pagarás mi renta?

¿Cobardía, sensates o precaución?

Al primo... aunque él no quiera

Sexo bajo cero

Raúl, mi amor, salió del clóset

Lara y Aldo eran hermanos

La Corona (2)

Fotografías de un autor perturbado

La mujer barbuda

Diana, su marido y el guarura

No sólo los amores gay son trágicos y clandestinos

Una oración por el bien del país

El gato de mi prometido

Doble bienvenida mexicana

Doscientos más el cuarto

Llamando al futuro por el nombre equivocado.

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo! (3)

Todavía te amo

Simplemente amigos

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo! (2)

La casi orgásmica muerte del detective...

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo!

Internado para señoritas

La profesora de sexualidad.

¡Qué bonita familia!

Podría ser tu padre

Si tan sólo...

Su cuerpo...

Culos desechables

El cajón de los secretos

Agustín y Jacinta (o mejor tu madre que una vaca).

Una mirada en su espalda

Un lugar en la historia...

Veinte años

Razones

Sorprendiendo a mi doctor

Un intruso en mi cama

Una vez más, no por favor, papá

Tu culo por la droga

Lazos de sangre

Cantos de jazmín

El mejor de mis cumpleaños

Tres por uno

Con el ruido de las sirenas como fondo

Heridas de guerra

Regalo de navidad.

Botes contra la pared

Cenizas

Madre e hija

Dímelo y me iré

A las 20:33 horas

A lo lejos

Prostituta adolescente

En la plaza principal

¿Por qué a mí?

Después de la tormenta...

Dando las... gracias

Tantra

Mírame

Lo tomó con la mano derecha

Querido diario

Río de Janeiro

A falta de pene...

Un Padre nuestro y dos ave María

Sucia pordiosera

Dos hermanas para mí

Tengo un corazón

Metro

Ningún puente cruza el río Bravo

Un beso en la mejilla

Regresando de mis vacaciones

Masturbándome frente a mi profesora

TV Show

Buen viaje

Noche de bodas

Una más y nos vamos

Infidelidad virtual

Caldo de mariscos

Interiores y reclamos

Máscaras y ocultos sentimientos

Suficiente

Cancha de placer

Caballo de carreras.

Puntual...

La ofrecida

El fantasma del recuerdo

Tiempo de olvidar

París

Impotencia

Linda colegiala

La corona

Tratando de hacer sentir mejor a mi madre.

En la parada de autobuses

Crónica de una venta necesaria.

Serenata

Quince años

Gerente general

Lavando la ropa sucia

Cuéntame un cuento

¿A dónde vamos?

Licenciado en seducción

Háblame

Galletas de chocolate

Entre espuma, burbujas y vapor

Madre...sólo hay una

Sueños hechos realidad

Más ligera que una pluma

Una botella de vino, el desquite y adiós

Cien rosas en la nieve

Gloria

Wendy, un ramo de rosas para ti...

Juntos... para siempre

El apartamento

Mentiras piadosas

Pecado

Vivir una vez más

Julia, ¿quieres casarte conmigo?

Dos más para el olvido

Para cambiar al mundo...

Embotellamiento

Ya no me saben tus besos

Húmedos sueños

Por mis tripas

Ximena y el amante perfecto

Inexplicablemente

Quiero decirte algo mamá

Entrevistándome

Recuerdos de una perra vida (4)

Recuerdos de una perra vida (3)

Recuerdos de una perra vida (2)

Recuerdos de una perra vida (1)

Zonas erógenas

Una vela en el pastel

Ojos rosas

Frente al altar

Abuelo no te cases

Mala suerte

Kilómetro 495

El plomero, mi esposo y yo

Mi primer orgasmo

En medio del desierto

El otro lado de mi corazón

Medias de fútbol

Examen oral

El entrenamiento de Anakin

Un extraño en el parque

Tres cuentos de hadas

No podía esperar

La fiesta de graduación

Dejando de fumar (la otra versión)

Feliz aniversario

Ni las sobras quedan

La bella chica sin voz

Una noche en la oficina, con mi compañera

La última esperanza

Pedro, mi amigo de la infancia

Buscándolo

Sustituyendo el follar

Dejando de fumar

Tan lejos y tan cerca

La abuela

Entre sueños con mi perra

Tu partida me dolió

Ni una palabra

Mis hermanos estuvieron entre mis piernas.

Compañera de colegio

La venganza

Tras un seudónimo

Valor

La vecina, mis padres, y yo

La última lágrima

Sueños imposibles

Espiando a mis padres

La amante de mi esposo

Al ras del sofá

La última cogida de una puta

Confesiones de un adolescente

Esplendores y penumbras colapsadas

Volver

Celular

El caliente chico del cyber

Friends

La última vez

Laura y Francisco

El cliente y el mesero (3-Fin)

El cliente y el mesero (2)

El cliente y el mesero (1)

El ángel de 16 (6 - Fin)

El ángel de 16 (5)

El ángel de 16 (4)

Asesino frustrado

El ángel de 16 (3)

El ángel de 16 (2)

Por mi culpa

El ángel de 16

Triste despedida que no quiero repetir

Un día en mi vida

Utopía

El pequeño Julio (la primera vez)

El amor llegó por correo

El mejor año

Mi primer amor... una mujer

My female side