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Porque te amo te la clavo por atrás

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Porque te amo te la clavo por atrás.

El lujoso deportivo azul volaba sobre la solitaria carretera 66. Su conductora, una hermosa pelirroja de enigmática mirada, presionaba y mantenía el acelerador a fondo. Tenía prisa. Tenía una cita. El reloj marcaba ya más de la medianoche, y hacía una hora que ella debía haber llegado al lugar del encuentro. No le gustaba ser impuntual. ¡Lo odiaba!, pero habían surgido algunos… imprevistos, y no pudo ignorarlos. Su cabeza estaba llena de reproches y suposiciones. ¡Negativas todas, por supuesto! Su mente, acostumbrada a presenciar y ejecutar los más terribles actos, la torturaba proyectándole una y mil imágenes del que seguramente habría de ser el fin. La idea de perderlo hacía hervir la sangre de la mujer. Hundía más el acelerador, pero el auto iba ya a su máximo. El corazón le latía cada vez más apresurado, la garganta parecía cerrársele, y justo antes de que un par de lágrimas escapara de sus ojos, algo llamó su atención. A un costado del camino, cargando una maleta y titiritando de frío, un hombre pedía un "aventón".

Durante las últimas semanas, los medios de comunicación habían mencionado hasta el hartazgo los asesinatos de casi una docena de mujeres. El número de puñaladas causantes de la muerte iba de quince en el noticiero matutino a treinta en el programa de opinión nocturno. Algunos canales aseguraban que antes de morir las víctimas eran ultrajadas sexualmente, y más de un reportero hablaba ya de un asesino en serie. De nota en nota y de la prensa a la televisión los datos variaban una y otra vez, pero en algo todos coincidían: la carretera 66 era el único testigo de tan indignantes crímenes. Y ese punto de común acuerdo fue lo que a la chica del lujoso deportivo azul le disparó la adrenalina. ¿Podría ser ese hombre parado a un costado del camino el asesino? Tal vez sí, tal vez no. ¿Debía detenerse ella a averiguarlo, a pesar de llevar una hora de retraso? Seguramente no, pero a la pelirroja el peligro la atraía, tanto o más que una noche de sexo con quien a causa de su impuntualidad podría ya no ser su amante. Pensando en lo que podría acontecer de resultar aquel hombre el homicida, iluminándole los ojos el futuro olor a sangre, la mujer movió el tacón del acelerador al freno y el coche se detuvo tras un escandaloso rechinar de llantas. El hombre se dirigió con lentitud hacia el vehículo, permitiéndole a la conductora meditar. ¿Esperarlo o arrancar? ¿Jugar con la muerte o sentarse en una verga? ¿Peligro o sexo, diversión o amor? ¡Qué rayos!, ¡ella podía tener los dos! Si Adrián la amaba tanto como ella a él, seguramente entendería. Después de todo, ¿qué son una o dos horas de retraso cuando has esperado ya por tantos años? Después de todo, ¿qué podría pasar?

– ¡Buenas noches, señorita! – Saludó el extraño, abriendo la puerta del auto – Gracias por detenerse – agregó una vez dentro –, me ha salvado usted la vida.

– ¡Oh, vamos! No es para tanto – dijo ella, poniendo el coche otra vez en marcha.

– ¡Cómo no! ¿Sabe cuánto llevaba ahí parado?

– No. ¿Cuánto?

– ¡Dos horas! Dos horas, y es usted la primera que me encuentro. Y con el frío que hace…

– ¿Y qué hacía parado a medianoche a un costado de la carretera? ¿Se le descompuso el auto? Digo, porque no lo vi por ningún lado.

– No, no es eso.

– ¿Entonces?

– Pues… Lo que pasa es que…

– ¿Qué? ¿Qué pasó?

– No sé, es que es algo… vergonzoso.

– ¡Vamos, cuénteme! Le aseguro que no me burlo, todos hemos pasado por cosas vergonzosas. Además, yo le salvé la vida, ¿o no? Creo que merezco saber por qué.

– Está bien. Mi novia y… Mi esposa y yo acabamos de casarnos, ayer para ser exactos. Yo no tengo un buen trabajo y fue bastante complicado organizarle la boda cómo ella quería, pero a fin de cuentas le cumplí. Me gasté lo que se suponía sería para el enganche de una casa, pero ella tuvo su fiesta de princesa, con banda de guerra y todo. Lo malo fue que para la "Luna de miel" no me alcanzó. Ella soñaba con conocer la playa. Somos de un pueblito muy pequeño, ¿sabe? Generalmente, los hombres sólo salen para buscar trabajo en la ciudad y las mujeres para su viaje de bodas. Ella estaba muy ilusionada con visitar el mar, me costó mucho trabajo convencerla de al menos ir a la capital del estado, y en auto. Si dormíamos en el coche, le dije, y no comíamos mucho, podríamos hacer un pequeño viajecito, así no fuera el que ella había soñado. Se puso rejega y a punto estuvo de mandarme al diablo, pero al final aceptó. E iba todo bien, hasta que… Hasta que me echó del carro y me dejó ahí parado, en medio de la carretera, sin un peso en la bolsa y muriéndome de frío.

– ¡Vaya! ¡Qué historia! Pero… ¿por qué decidió bajarlo y abandonarlo a su suerte? Una mujer enamorada no haría eso, no al menos que usted la hubiera provocado. ¿Qué le hizo, eh?

– ¿Yo? ¡Nada! Lo único que le pedí fue… pues lo que cualquier esposo le pediría a su esposa. ¡Ya sabe!

– No, no sé. ¿Por qué no me lo dice?

– ¡Ay, señorita! ¡No me haga esto!

– ¿Qué? ¡No me diga que le da pena! ¡Vamos, hombre! Ya me contó la mitad de la historia y resultó no ser tan vergonzosa como usted creía. ¿O es que acaso me reí? No, ¿verdad? ¿Qué le cuesta entonces platicarme el resto? Seguro que no es nada grave, nada que no haya escuchado yo antes. ¡Ándele!

– De acuerdo, se lo voy a decir. Laura, así se llama mi esposa, es una muchacha educada a la antigüita, por lo que de novios no pasamos de los besos. Ya sabe, ella quería esperarse al matrimonio y todas esas boberías. Yo la respeté, pero uno es hombre y… ¡Ya estábamos casados, no entiendo por qué dijo que no! Sólo… Sólo le pedí que mientras yo iba manejando, ella… ¡Usted sabe! Ella… "se bajara a tomar agua". No fue nada malo, ¿o sí? Digo, no para que se hubiera puesto como loca y me dejara botado en el camino.

– ¡Sí que es una perra tu mujercita, eh! Mira que negarse a darte una mamada y… Ay, perdón. No te importa que te hable de tú ni que use ese tipo de lenguaje, ¿o sí?

– No, está bien.

– Bueno. Es que a las cosas hay que llamarlas por su nombre, y a tu esposa no le queda otro adjetivo que el de perra. ¿Cómo pudo negarse a darte al menos una chupadita, después de que tú la esperaste hasta la boda? ¡Por Dios! Si no lo hacía por gusto, al menos por obligación.

– ¡¿Verdad?! Eso mismo yo le dije, pero ya ves cómo terminó.

– ¡Ay, mi… ¿Cómo te llamas? Creo que olvidamos presentarnos.

– Sí, creo que sí. Me llamo Julio.

– Yo soy Vanesa.

– Pues mucho gusto, Vanesa. Y, gracias por comprenderme.

– No es nada, Julio. ¿Sabes? A pesar de no estar de acuerdo con ella, entiendo la posición de tu esposa. Lo que sí no entiendo, es cómo pudo decirle que no a alguien tan apuesto como tú. – La mujer retiró una de sus manos del volante y la llevó hasta el muslo de su copiloto –. Tienes unos ojos preciosos, y si lo que hay aquí debajo – sus dedos se movieron hasta alcanzar la bragueta del individuo – es tan bueno como ellos, ¡seguro que tu verga es la mejor de América!

– Pues… ¿por qué no me lo dices tú, preciosa?

– A ver. ¡Sácatela!

El sujeto desabotonó sus pantalones y fue bajando el cierre con paciencia extrema, como si estuviera a punto de revelar el mayor de los tesoros. Con la misma lentitud deslizó la prenda hasta el nivel de sus rodillas, y después hizo lo mismo con su bóxer, dejando finalmente libre lo que resultó ser una polla que aún en reposo presumía de buen tamaño.

– ¡Ay, está dormidita! – Exclamó la pelirroja entre decepcionada y divertida.

– Sí, pero seguro que si le das una sacudidita se despierta.

– ¿Tú crees?

– ¡Por supuesto!

– A ver.

La mujer cogió el decaído miembro y comenzó a agitarlo, logrando, en efecto, despertarlo. Un par de segundos, y entre sus dedos tuvo un imponente falo. No podía nombrarlo el mejor de América pues no había conocido a todos, pero sin duda era muy bueno. Largo, grueso, de cabeza rosada y más duro que una piedra, empezó a pajearlo.

– ¿Y qué me dices? – Preguntó el tipejo – ¿Tú te negarías a darme una mamada? ¿Tú me bajarías del carro como lo hizo Tania?

– Pues… no lo sé. ¡Tal vez sí! – Respondió ella soltando la verga – Además, ¿que no se llamaba Laura?

– ¡Maldita perra! – La insultó el sujeto, repentina y completamente enfurecido – Creí que contigo podría ser educado, pero resultaste igual que todas.

– ¿Que todas? ¡¿De qué rayos hablas?!

– Hablo, ¡de que quieras o no habrás de mamármela, puta desgraciada! – Aseveró el enloquecido individuo, sacando de la nada una navaja que presionó contra el cuello de la pelirroja – ¡Así que detén el auto, Vanesita! Detenlo y bájate que vamos a gozarla.

La mujer obedeció las órdenes de quien a final de cuentas sí resultó ser el asesino de la 66, pero cuando sus pies pisaron el asfalto, contraria a la reacción de cualquier otra mujer, en lugar de correr o llorar, en vez de suplicar o de pedir auxilio, miró al tipo a los ojos, y con frialdad y decisión le dijo:

– Pide tu último deseo porque hasta aquí llegaste.

– ¿Qué? ¿Como que hasta aquí llegué? ¡De qué chingados…

¡BANG! ¡BANG! De dos trallazos quedó el miembro hecho pedazos con todo y su grandeza, y los alaridos de su dueño manchando de rojo el gris cemento. ¡BANG! ¡BANG! Dos disparos más y el cerebro se hace añicos, los noticieros ven su audiencia derramarse y la chica vuelve al auto. Todavía tiene prisa. Todavía tiene una cita.

*****

Algunos me conocen como Amanda, otros como Sofía, otros más como Daniela y en mi acta está escrito el nombre de María, pero la verdad es que prefiero el de Vanesa, es el que le doy a los hombres antes de meterles una bala entre las cejas. Sí, soy una asesina, una asesina y nada más. Podría decir que a sueldo, pero en ocasiones no mato por dinero sino por placer, por diversión, por accidente o porque simplemente es necesario, como en el caso del tal… ¿Cuál era su nombre? ¡Ah, sí! Julio, el depravado de la 66, era uno de esos tantos tipos que no merecen respirar mi mismo aire. Era un sujeto al que alguien debía eliminar, de una u otra manera. El que fuera yo la que lo hiciera fue mera coincidencia, cosa del destino. Así como fui yo pudo ser cualquiera, y haber sido su verdugo, honestamente, no me produjo una satisfacción mayor de la que siente un barrendero cuando va limpiando calles. Quizá están pensando que en mi acto hubo algo de heroísmo, que con ello salvé a muchas mujeres de un trágico final, pero no, no fue así. Para que una acción sea heroica debe ser ejecutada buscando hacer un bien, y cuando jalé el gatillo yo sólo pensaba en que odio la basura, en que no me gusta que esté fuera de sitio, fuera de un tiradero o de una tumba. Las chicas que murieron por causa de ese pobre desdichado no me importan ni siquiera un poco. No las conozco, no hay razón para sentir ni pena ni rabia ni nada que se le parezca. Si fueron tan estúpidas como para terminar así, no valían más que su asesino, también eran basura, y como basura no merecían más que morir. Si con cuatro balas le salvé la vida a diez, veinte o cien, pues… ni modo, siempre hay consecuencias indeseables. Y en fin, que ya no quiero hablar de eso, ya le di más de las líneas necesarias. Mejor he de hablarles de otro tema, de uno que igual no me interesa, pero que seguramente han de querer saber: de por qué me convertí en una asesina, de cómo fue que entré a este mundo.

Tal vez muchos no van a creerme, y de ser así me importa un bledo, pero la verdad es que todo fue sin yo quererlo. Una niña de once años no sueña con andar borrando gente ni… Bueno, hay algunas que sí, pero no era ese mi caso. Lo que a mí me sucedió fue meramente casual. Por la mañana me amarraba yo las agujetas, por la tarde cocinaba una sopita y por la noche destrozaba cráneos sin saber cómo ni cuándo ni por qué. Está bien, el cómo y el cuándo si los sé, y… también el por qué, ¡lo acepto!, pero de eso no tengo ánimos de platicar. Además, en este mundo no es el fondo lo que importa sino la forma, no nos hagamos. Nadie quiere escuchar la historia triste de la niña bien que acaba vendiendo sus miserias al mejor postor, lo que la gente quiere es saber cómo las vende, cuánto obtiene de ello y si alguna vez disfruta. A nadie le interesa si la estrella pop de moda tiene algo más que aire en la cabeza, con que siga enseñando todo menos canto nos basta y sobra. Así es que del porque no leerán ni una frase, y de lo otro, del cómo y del cuándo, la verdad es que tampoco hay mucho que decir, por lo que seré bastante breve. Al final de cuentas, poco o mucho la gente nunca está contenta. ¿O sí?

Era algún día entre semana, no recuerdo exactamente cuál pues todos parecían iguales: de la casa a la escuela, y de la escuela a la casa. Como ya lo mencioné, tenía once años, lo que significa que han pasado veinte desde entonces. ¡Veinte! ¡Vaya, qué rápido se pasa el tiempo! Pero bueno, sigamos con la historia. Estaba yo en la secundaria, en el primer año, y aunque varios de mis compañeros merecían haber sido el primero, no fue hasta que regresé a casa que le pinté al tigre la primera raya. Mi madre acostumbraba pararse a la puerta y esperar a que llegara, pero esa noche no salió a mi encuentro. No es que me doliera o me importara, la verdad es que nunca le tuve mucho aprecio, pero con todo y eso no dejó de sorprenderme. Ella fue siempre fiel a la rutina, y no ver su ojeroso rostro al doblar la esquina fue motivo de extrañeza. Supe de inmediato que algo sucedía, algo… malo, por así decirlo. Abrí la puerta con sumo cuidado, entré caminando de puntitas y me topé con una imagen que… aún me impacta: en el suelo, mi madre desnuda y con la cara ensangrentada, y parado frente a ella, un sujeto que le apuntaba con dos armas, una de fuego otra de carne.

– Creíste que podrías engañarme, ¿no? – Apuntó el desquiciado individuo al tiempo que le propinaba otro golpazo a mi progenitora – Creíste que podrías robarme y vender toda esa hierba sin que yo me diera cuenta, ¿no es así? Tengo que reconocer que tu plan era bastante bueno, pero por ambiciosa descubrí todo el teatrito. No pudiste conformarte con hacerlo un par de veces, ¡no!, querías más, y más y más ¡y más, maldita perra! Agradezco a Dios por tu avaricia, porque ahora de lo único que voy a darte más y más es de mi verga. Siempre quise romperte ese culito rico que te cargas, mamacita, pero negocios son negocios. Cada que entrabas a mi casa se me paraba el pito nada más de verte, pero me aguantaba. Es tu socia, me decía. No puedes cogértela, pensaba. Pero ahora ya no somos nada, así que es tiempo del desquite. Antes de vaciarte el cargador, puta de quinta, vas a darle a papi un poco de placer – señaló tomándola de los cabellos para ponerla de rodillas –. Anda, ¡empieza a mamar! – Ordenó poniéndole la punta entre los labios.

Luego vino el más grato recuerdo que tengo de mi madre, el único que me enorgullece. En lugar de hacer lo que aquel idiota le mandaba, en lugar de abrir la boca y aceptar gustosa el duro sexo, buscó arrancarlo con las pocas fuerzas que en sus dientes le restaban.

– ¡AHHHHHHHHHHHHHH! – Gritó el sujeto, sintiendo que perdía su falsa hombría – ¡Perra! – La insultó sacando chispas por los ojos, tirándola de nuevo con el uso de sus puños – ¡Esto sí no te lo perdono! ¿Cómo… ¡AHHHH! ¡Maldita zorra! – Un puñetazo más – Yo sólo quería darte una oportunidad para morir contenta, pero si esto es lo que quieres…

A partir de ese momento las fotografías en mi cabeza pierden nitidez y se entremezclan, por lo que no puedo afirmar lo que ocurrió. Recuerdo a mi madre forcejeando, la cara de placer de su atacante, mi entrada a escena, un cuchillo, un par de balas, mucha sangre y al final dos cuerpos. Veo una imagen tras otra, pero pasan con tal rapidez que no sé ni cuál sigue de cual. Todo es tan confuso, que ya no estoy segura de si fue mi madre o si fui yo la que mató al tipejo. Lo que sí recuerdo y bien, es que mientras yo observaba atónita ambos cadáveres, un hombre se coló en la casa y se paró a mi lado. Me acompañó por un instante, y antes de marcharse me ofreció una faja de billetes como muestra de agradecimiento. Mi madre resultó ser una narcotraficante, y su asesino no era más que el jefe traicionado en busca de venganza. Al parecer, el hombre que me dio el dinero deseaba deshacerse de ellos pues hacía tiempo le estorbaban, y en la felicidad de verlos muertos, me pagó como si hubiera hecho yo el trabajo. No recuerdo si en verdad lo hice, y de haberlo hecho no fue mi intención, pero al final salí beneficiada. Aunque por accidente, esa noche supe a lo que habría de dedicarme.

Desde entonces han pasado ya veinte años. Al principio las cosas no fueron sencillas, debo de admitir. El mercado laboral es de por sí una selva, y si a eso le agregamos que gente como yo no puede buscar empleo en los diarios, ya se han de imaginar. Además estaba el hecho de que soy mujer. Sí, no crean que la discriminación es exclusiva de las oficinas, yo también pasé por eso. Que si no puedes hacerlo, que si es trabajo de hombres, que sí pero te pago menos, en fin. Le batallé, al igual que le batallan los que buscan algo de comer, ¡lo sé!, tampoco quiero que me vean como una mártir porque no es así, estoy lejos de serlo. ¡Vaya si estoy lejos! Pero bueno, poco a poco fui haciendo camino en esto de cortar cabezas, hasta convertirme, hoy por hoy y sin afán de presumir, en la mejor. Personas de los más diversos ámbitos me buscan para darle un poco de orden a sus vidas, y aunque después de superar la etapa de la culpa vinieron tiempos en los que matar me producía un gran placer, la verdad es que en la actualidad ya me aburrí. Son contadas las víctimas que no se van sin provocarme al menos una sonrisita, con la enorme mayoría ya no siento ni cosquillas, y ver caer un cuerpo no es lo mismo que antes. Es por eso que he pensado seriamente en retirarme, por eso y porque… estoy enamorada.

Hace un par de semanas, una mujer acudió a mí buscando justicia, según dijo. Su marido, un tal Adrián Benavides, le había sido infiel en varias ocasiones y ella estaba harta de cargar con cuernos. Quizá el divorcio habría sido una salida menos complicada y… Pensándolo bien, creo que no, los trámites legales son todo menos sencillos, pero en fin. El caso es que la desdichada esposa prefería darle muerte al desgraciado esposo pues con esto, además de vengarse, cobraría una póliza de exorbitantes cifras. No suelo aceptar trabajos del tipo pasional, pero Aurora me ofreció una buena cantidad y tuve que hacer una excepción. Dos millones de los verdes por un tipo común y corriente cuyo único crimen era ser de ojo alegre sonaba a un negocio que no podía rechazar, estarán de acuerdo. Una excelente paga por un trabajo para niños. ¿Qué podría salir mal? Casi nada, hoy lo sé. Sólo… Sólo que me enamoré.

El cazador flechado por su presa, ¿cuántas veces no han leído o escuchado mencionar la misma historia? ¿Cientos? ¡Miles! Quizá millones, pero como bien lo dicen, nadie aprende del ejemplo de otros. Todo mundo sabe que el amor y el trabajo no van de la mano, y nunca ni siquiera tuve tentaciones, pero ese hombre… Aún no entiendo cómo fue que me hechizó. Tal vez, si les relató los sucesos, si les describo las caricias y les cuento de los besos podrá alguno de ustedes explicarme. Aunque, tratándose de amor…

Eran cerca de las once cuando entré al hotel. Según los datos de la esposa, en el bar del edificio encontraría a mi víctima. El tipejo andaba de "viaje de negocios", y si la información que le proporcionó a su mujercita era correcta, si no había decidido a última hora hospedarse en el de enfrente o el de al lado, y tal como acostumbraba, estaría sentado a la barra, con una copa en la mano y asechando, esperando un buen prospecto para compartir el cuarto. Atravesé el lobby para averiguarlo.

En cuanto penetré el refugio de borrachos y solteros, las miradas de los ahí presentes cayeron sobre mí. Siempre he puesto la mente por encima del físico, aborrezco a esas hipócritas que pregonan no vender su cuerpo sino su talento y que sin embargo visten como putas. Odio usar ropa atrevida, pero esa noche era indispensable. Si quería llamar la atención del tal Adrián, no me quedaba de otra que mostrar la mercancía, la cual, haciendo la molestia a un lado, es de buena calidad. Claro que llevando aquel vestido azul metálico de gran escote y sin espalda no sería mi presa el único en mirarme, pero bueno, siempre hay consecuencias indeseables. Esforzándome por no sacar el sable y degollar a todo aquel que me chifló o me piropeó, caminé hasta la barra con total sensualidad. Una vez ahí, me senté a dos lugares del marido infiel, quien, tal y como lo pronosticó su esposa, sostenía una copa en espera de algo más. Y luego, cuando sentí que sus ojos se clavaban ahí donde entre sexy y vulgar se asomaba mi tanga, e imitando a las estúpidas modelos de champús, giré mi cuello y el olor de mi cabello se esparció por todo el sitio. El primer paso estaba dado. Ahora, era el momento de charlar.

– ¿Qué es lo que tomas, guapo? – Inquirí tratando de escucharme seductora.

– ¡Oye tú! – Se dirigió al cantinero – Sírvele a la señorita un güisqui doble – le ordenó sin la más mínima cortesía –. Perdón, pero me gusta anticiparme – apuntó como queriendo impresionarme.

– ¡¿Ah, sí?! Entonces, ¿por qué mejor, en vez de pedirme un trago, no me invitas a tu cuarto? Si en verdad te gusta anticiparte, creo que debes arriesgarte más.

– ¡Vaya! Veo que te gusta ir rápido.

– Sí. ¿Para qué perder el tiempo en idioteces? Tú quieres una mujer para calmar la hormona, yo soy la única que parece andar con ganas y… ¿Nos vamos ya?

– ¡Pues vámonos! – Aceptó ofreciéndome la mano.

– Gracias, pero no necesito ayuda para bajarme de una silla – lo rechacé mostrándome grosera, aplicándole la técnica infalible de sí quiero pero no, te las doy pero a mi modo. Enseguida abandonamos el lugar, y nos dirigimos hacia el ascensor.

– Dime algo, preciosa – me pidió antes del elevador abrirse –: ¿cómo es que una chica como tú, tan linda y elegante, se sienta frente a mí y me sugiere que tengamos sexo, así como así y sin yo pedirlo antes? ¿No te parece algo extraño? Digo, hay mujeres fáciles, pero generalmente son feas, desesperadas o… prostitutas. ¿Acaso cuando termine de cogerte pasarás factura? ¿Eres una puta, mi amor? Si lo eres dímelo, que gustoso pago por adelantado. O… ¿es que acaso eres algo más? ¿Por qué no hablas? ¿Es eso, te mandó mi esposa? Porque si te contrató esa bruja, yo puedo doblar la oferta si prometes no contarle nada, si eres buena y… me das esa boquita.

El que entonces catalogué de desgraciado me tomó desprevenida y me besó. No era la primera vez que me besaban, aunque nunca tuve un novio o un amante que no fuera ocasional, utilizaba ese artificio para doblegar la voluntad del blanco en turno, pero esa vez pasó algo diferente, algo que me hizo perder el control y abofetearlo, no como la asesina que interpreta un papel para envolver a su objetivo, sino como la mujer confundida y alterada que ve caer su resistencia y sus barreras por culpa de un burdo e inocente beso y a manos de un hombre que comenzaba a sospechar no era corriente ni común.

– ¡No vuelvas a hacer eso – exigí entrando al ascensor –, o tendrás que dormir solo! A mí sólo me besan cuando quiero, ¿oíste? Y si no te gusta, pues búscate otra que te baje lo caliente.

Fuera de una leve y cínica sonrisa, Adrián no tuvo reacción para mi agresiva actitud. Durante los primeros siete pisos se mantuvo quieto y sin hablar, como aguardando a que fuera yo la primera en hacerlo. Pero al ver que no tenía yo la más mínima intención de romper el hielo que en principio no existió, se decidió a atacar y me acorraló contra una de las esquinas del elevador.

– No me contestaste, chiquita – dijo al tiempo que acariciaba mi mejilla y me ponía a temblar por dentro –. ¿Eres una espía de mi esposa? ¿Te envió para pillarme en la movida? – Me cuestionó pegando aún más su cuerpo al mío, dejando al nivel de mi vientre su paquete.

– No, no me mandó tu esposa – respondí tratando de que la voz no me flaqueara, fingiendo una calma que estaba lejos de sentir –. Pero si así fuera, ¿te importaría acaso? ¿No me deseas lo suficiente como para tomar el riesgo?

– ¡Claro que sí! ¿Que no lo sientes? – Se pegó más a mí, y noté como ese sexo que antes bajo su pantalón dormía comenzaba a despertar.

– Sí, lo siento. Pero si continúo sintiéndolo, ya verás como tú no – lo amenacé, apartándolo de un empujón.

– ¿Por qué te pones tan rejega, muñequita? ¿Por qué, si fuiste tú la que propuso tener sexo?

– Porque… ¡Ya lo dije! Si… no te gusta, puedes buscarte otra.

– ¡No, no, no! Eso no. Otra como tú, con esta cara – recorrió mi rostro desde la frente hasta la nariz con la yema de su dedo medio –, con este cuerpo – su dedo se siguió hasta el inicio de mi escote, hasta tocar el canal entre mis senos y obligarme a ahogar un suspiro –, con estos labios…

Su boca se fue acercando a la mía con lentitud desesperante, y yo, entre desear con ansia el beso y rogar que no llegara, no supe ni qué hacer. Permanecí inmóvil y a su merced. Si él hubiera querido, me habría podido asesinar sin yo ponerle alguna traba. Me tenía atrapada. Para mi fortuna no era su intención, y para mi fortuna o no, tampoco me besó. Justo antes de que nuestros labios se rozaran, las puertas del ascensor se abrieron y dejé de sentir su erección contra mi abdomen.

– Ya llegamos – indicó, y sin esperar por mí caminó a la habitación.

Cuando aún no lo conocía más que en foto, pensé que follar con él antes de matarlo no era mala idea, pero en el instante en que dejó el elevador y un extraño vacío llenó mi pecho, ya no estuve tan segura. En el trayecto al cuarto pensé incluso en desistir y regresar el pago, pero mi orgullo profesional me lo impidió, y una vez dentro, ya no hubo marcha atrás. Aprisionándome entre la pared y su cuerpo, Adrián me dijo:

– Ahora sí, preciosa, ya no te me escapas. Quieras o no, te he de coger. ¡Y ya verás como te gusta! – Prometió.

Y así fue.

Con sus dedos alrededor de mis muñecas cual esposas, Adrián me besó de una manera tan apasionada que mi entrepierna de inmediato se mojó. Su lengua envolvía la mía mientras que sus manos iban de mis muslos a mi cuello, siempre pacientes, siempre suaves, despertando mis instintos, animándome a gemir.

– ¡Lo ves! – Exclamó al escuchar que el primer sonido de satisfacción se me escapaba – Esto apenas va empezando, y tú estás que ya te corres. Ya decía que eras bien puta.

Ni el que me llamara puta ni nada de lo que dijo después me interesó, mi atención estaba concentrada en el placer que me proporcionaban sus manos en mis pechos. Adrián había deslizado de mis hombros los tirantes del vestido, y mis senos se mostraban orgullosos de conservarse firmes a pesar de haber pasado de los treinta. Él los estrujaba casi con rabia, como si quisiera hacerme daño. Tomaba ambos pezones, duros como piedra, y los jalaba hasta el grado de hacerme pensar de un momento a otros se desprenderían. Me clavaba las uñas al mismo tiempo que sus labios me besaban tiernamente y su abultado paquete se presionaba contra mi cintura. Me regalaba tanto sensaciones de gozo como de dolor, me mantenía en la línea que separa a ambos, y yo estaba como loca. Y eso que, justo como él lo dijo, la noche apenas comenzaba.

Fue cuando se olvidó de mis pechos y se deshizo de mis bragas para hundirse entre mis piernas, que conocí el verdadero éxtasis. Con total maestría, lamió cada pliegue y besó cada rincón, en especial ese que tanto deleite le provoca a una mujer. Con algo de ayuda de sus manos, su experta lengua me llevó hasta el punto de necesitar en mi interior su verga, hasta el punto de hacer algo que nunca en la vida creí hacer, hasta el punto de suplicar me penetrara.

– ¡Métemela, por favor! – Le pedí jalándolo de los cabellos, tratando de apartarlo de mi sexo húmedo – Ya no aguanto más. ¡Por favor! ¡Métemela ya! – Insistí, y por fin Adrián se incorporó.

– ¿Métemela, por favor? ¡Vaya! ¡Qué cambio! ¿Dónde quedaron los golpes y el rechazo? ¿Dónde quedó la mujer que no se dobla?

– ¡Aquí, cabrón! – Le grité escupiéndole la cara – Y ahora fóllame, que no soporto.

Aún más excitado por el escupitajo, Adrián me dio la media vuelta y estrelló mi rostro contra el muro, con violencia, como diciéndome que él ahí mandaba, que si me follaba no sería por mí sino por él. Lo escuché bajarse el cierre, y de inmediato sentí la dureza de su miembro recorrer mis nalgas. Embarró una y otra con los ríos de lubricante que brotaban de su polla, para luego colocar el glande en la entrada de mi cueva. Creí que el momento había llegado, que no esperaría un segundo más y finalmente sentiría todo su grosor en mi interior, pero me equivoqué. El muy desdichado repasó incontables veces el camino de mi vulva hasta mi ano, impacientándome, enloqueciéndome. Estuve a punto de volver a suplicar, pero antes de que yo lo hiciera él habló.

– ¡Prepárate, chiquita, porque esta va a ser la cogida de tu vida! – Presumió para después clavármela entera ¡y por el culo!

Su regordete capullo desgarró sin problema ni piedad mi estrecho agujerito, y su largo y ancho mástil me produjo un ardor tan terrible que creí morir. Grité como animal herido y golpeé la pared hasta sangrarme los nudillos, pero él nunca se detuvo y mucho menos se salió, continuó embistiéndome con una fuerza desmedida, y repitiendo hasta el cansancio que pronto habría de acostumbrarme.

Juré que eso nunca pasaría, pero luego de un tiempo, en parte gracias a sus dedos en mi sexo y a sus besos en mi cuello, empecé a gozar. Las sensaciones que me producía su hinchado pene entrado y saliendo de ese sitio que pensé sólo servía para cagar, fueron una experiencia tan nueva como placentera. No sólo desapareció el dolor, sino que cada estocada fue una inyección de adrenalina conduciéndome a un orgasmo múltiple. Exploté de forma intensa para hacerlo por segunda, por tercera y cuarta vez. Me corrí tan numerosa y prolongadamente, que cuando su verga me inundó el culo de semen yo ya no podía ni gemir. Y aunque nunca me ha gustado que los hombres duerman luego de un buen polvo, fue imposible soportar el peso de mis párpados.

Caí en un profundo y largo sueño del que hoy, semanas después, no he podido ni he querido despertar. Recordar esa u otra de las noches que he pasado entre sus brazos, es como… ¡pisar el acelerador a fondo que voy tarde, que ya basta de palabras! Como decidir que si perdona mi impuntualidad extrema, dejaré el pasado atrás y cambiaré de vida. Como no mentirle más, y amarnos hasta el fin del tiempo. Hasta que la muerte nos alcance, hasta que la muerte nos separe…

*****

Vanesa descendió de su lujoso deportivo azul, y corriendo entró a donde su amado la esperaba. Atravesó la enorme sala, cruzó un par de puertas y un pasillo, y finalmente se encontró en el comedor. Sentado a la mesa, rodeado de charolas, cubiertos y copas y con rostro entre molesto y aburrido, la miraba Adrián.

– Pensé que nunca llegarías – comentó con tono serio el anfitrión.

– ¡Perdóname, mi amor! Lo que pasa es que…

– ¡Nada de perdóname! ¡¿Quién diablos te has creído?! Te he esperado como idiota por dos horas, y lo único que dices es lo siento. ¿Crees que con eso es suficiente? ¿Crees que con eso se arreglan las cosas, las citas canceladas, la comida fría? ¡No, chiquita! Ahora mismo quiero que… me des un beso – demandó el sujeto antes de soltar la carcajada.

– Pero… ¡Qué cabrón eres, desgraciado! Ya me había creído todo – declaró Vanesa, caminando hacia él.

– ¡Ah! Pues eso te pasa por hacerme esperar tanto. ¿Dónde andabas, eh? – Sus bocas se juntaron – ¡Ah, qué rico beso! ¿Sabes qué? ¡A quién le importa dónde andabas! Siéntate, bombón, que seguro tienes hambre.

– La verdad sí.

– Pues a ver si te gusta la ensalada. Fui para lo único que el tiempo me alcanzó, porque ¿sabes qué? Casi acabo de llegar.

– ¿Qué? ¿Acabas de llegar? ¡Y con todo y eso andabas reclamando! Pero si te digo…

– ¡Perdón, perdón! Ya verás como la cena lo compensa, mi amorcito. Y si no – Adrián tomó la mano de su amante y la llevó hasta su entrepierna –, de seguro que esto sí.

– Yo tengo una mejor idea – señaló Vanesa –. ¿Por qué mejor no nos brincamos la ensalada, y probamos de una vez el postre? – Propuso al tiempo que empezaba a masajear eso debajo de su mano.

– Suena bien, preciosa, pero de verdad que tengo hambre – se negó el dueño del paquete –. Vamos a comer, y prometo que después te doy tu leche.

– Está bien, papito. Pero come mucho, que te voy a dejar seco.

– Eso… lo veremos.

Por espacio de cinco minutos, el único sonido que en el viento se escuchó fue el de sus muelas triturando la lechuga y la cebolla, el jitomate y el pimiento. Hombre y mujer cenaban en silencio, hasta que ella finalmente habló.

– Oye, mi amor. ¿No has pensado qué vamos a hacer con lo de Aurora? Ya ha pasado casi un mes, y yo ni siquiera la he llamado.

Vanesa le había confesado a Adrián haber sido contratada por su esposa. No le dijo exactamente para qué, ni tampoco la suma exorbitante que le había pagado, pero sí que trabajaba para ella.

– ¿De verdad quieres que hablemos de eso, muñequita?

– Pues… ¡sí! Todavía no decidimos qué voy a decirle, o si le regresaré el dinero o no.

– ¡Ay, mi amor! Ya te dije que a final de cuentas el dinero es mío, que puedes quedártelo si así lo quieres.

– Sí, lo sé, pero es que…

– ¡Pero nada! Olvídate de ese tema, y mejor hablemos del… Señor Do Santos.

– ¿Qué… dijiste?

Vanesa se quedó paralizada al escuchar que Adrián nombraba al jefe de la mafia sudamericana. Supo de inmediato que aquello no era coincidencia, que no podía tratarse de alguien con el mismo nombre, que su novio, de una u otra forma, lo sabía todo, y que seguramente, no por su impuntualidad pero sí por sus secretos, ahora sí habría de perderlo. Quiso explicarle y suplicar perdón, pero lo único que salió de su cuerpo fueron lágrimas.

– ¡No llores, preciosa! Yo lo único que hice fue hacerte una pregunta, contéstamela y punto. ¿O es que acaso no puedes hablar, te comieron la lengua los ratones? Muy mal, muy mal. Pero bueno, no te preocupes, que para eso estoy aquí. El Señor Do Santos, o "el negrito", como también suelen llamarlo, te consideraba casi una hija. Y digo te consideraba, porque tu imagen ante él ya no es la misma. Antes solías ser casi una sombra, ejecutar sus mandatos con total limpieza y no regando pistas como ahora. Te has vuelto descuidada, Daniela. Has perdido el toque, mi querida Amanda. Te has equivocado, has sido la causante de que el hijo de Do Santos esté muerto, pues no hiciste tu trabajo, y eso hay que pagarlo, ya lo sabes. ¿Y cómo hay que pagarlo?, puedes preguntarte. ¿En pesos? ¿En dólares? ¿En euros o en semillas? ¡Nada de eso! Un error como el que cometiste tú, al permitir con tu torpeza que ligaran el asesinato del "tlacuache" con el hijo de Do Santos, no se paga más que con la vida. Y es una lástima, de veras. Te juro que… en serio me gustabas – confesó Adrián poniéndose de pie, disponiéndose a salir.

– Espera. ¿Que no antes tienes que matarme?

– No es en serio, ¿o sí? Tú bien sabes que… ya lo hice. Ahora que te he abierto los ojos, además de caerte en cuenta que Aurora no es mi esposa ni que yo me llamo Adrián… Bueno, que no es mi único nombre, de seguro ya notaste que tus piernas no responden, ¿cierto? Pues bien, ese no es más que el primero de los síntomas. Pero no te preocupes, que el veneno que te puse en la ensalada no causa dolor. Después de las piernas se te dormirán los brazos, te sentirás cansada, cerrarás los ojos, y sin siquiera darte cuenta te habrás muerto. Lindo, ¿no? Pensé en hacerlo de la forma clásica, en meterte una bala entre las cejas, pero no quise arruinarte el rostro. También se me ocurrió cortarte en pedacitos, pero lo encontré muy cruel. Quise hacerlo fácil para ti, ¿y sabes por qué? Porque… aunque no lo creas, aunque aparente todo lo contrario, yo… te amo.

– ¿Qué tú me amas? ¡Por Dios! ¡¿Cómo es posible que lo digas?! ¡¿Cómo, si has cumplido lo que te mandaron?! Si en verdad me amaras, habrías hecho lo que yo. Si en verdad me amaras… ¡Ya qué importa!

– Estás equivocada, Vanesa.

– ¡¿Ah, sí?! ¿En qué? A ver explícame, que no te entiendo.

– En asegurar que si en verdad te amara habría hecho lo que tú, habría cambiado el plan. Porque te amo… – La voz de Adrián se entrecortó, como si estuviera a punto de llorar – Porque te amo no te liquidé desde un principio. ¡Porque te amo he esperado casi un mes para matarte! ¡Porque te amo siento que me quemó, que la sangre me hierve y el corazón se me sale! Porque te amo… ¡Oh, Dios! Será mejor que me marche.

– ¡No! Espera. ¡Por favor! Si es cierto lo que dices, si lo que sientes por mí no fue mentira, aún hay tiempo de arreglarlo. Puedes… ¡Puedes llevarme a un hospital! Y una vez curada, escaparemos juntos. Nos esconderemos donde nadie nos encuentre. Cambiaremos nuestras caras, nuestros nombres, nuestras vidas y…

– No sigas, por favor. No puedo hacer eso. No puedo ayudarte.

– Pero… ¿Por qué no?

– Es la primera vez que te enamoras, ¿cierto?

– ¿De… qué estás hablando?

– Sí, es la única explicación para que creas en esas boberías, para que creas que personas como tú y como yo pueden amarse y ser felices. ¡Eso sólo pasa en cuentos de hadas, muñequita! No te engañes. En la vida real, el amor se acaba y al final del día te sorprendes solo, completamente solo. Y como comprenderás, lo único que sirve entonces es la plata. Porque ni siquiera los amigos. ¡Ay, Vanesa! De haberte enamorado antes lo sabrías, y hasta… Hasta quizá podrías seguir viviendo, pero en fin, ya es tarde para eso. Espero que lo entiendas y que no me culpes, porque ya con mi conciencia he de tener bastante. Y bueno, ahora sí tengo que irme. Aunque lo dudes, no quiero presenciar tu muerte, sería muy doloroso. Hasta luego, preciosa. Guárdame un lugar en el infierno y… nunca olvides que te amo.

– ¡Espera!

– ¡Por Dios, Vanesa! ¿Qué quieres ahora?

– Decirte que tú también estás equivocado.

– ¿Qué? ¿A qué te refieres?

– A pensar que eres el primer hombre del que me enamoro.

– ¿No lo soy? ¡Vaya! ¡Qué sorpresa! ¿Entonces por qué la ingenuidad, por qué la estupidez?

– ¡Ay, Adrián! O Juan o José o como te llames. Eso que tu nombras idiotez, ingenuidad, yo prefiero bautizarlo como fe, como esperanza. A pesar de todo, de ser lo que soy y de lo que he vivido, en el fondo siempre soñé con ser feliz. Te parecerá tonto, pero nunca perdí la fe en que todo cambiaría algún día, que encontraría al hombre indicado y dejaría atrás el pasado. Ríete si quieres, pero pensé que tú eras ese hombre. Pensé que de verdad lo eras, y que estaríamos juntos hasta el fin. Claro que no pensé que el fin sería tan pronto, pero bueno. Ya no tiene caso hablar de ello. Ahora que sé que la fe y la esperanza valen mierda, ya todo acabó. Ya no hay nada qué decir ni hacer.

– Bien, porque en serio tengo prisa. Debo de…

– NADA, excepto… decirte que tú también perdiste el toque, que tú también te has vuelto descuidado.

– ¿Qué? ¡¿De qué rayos estás hablando?!

– ¡De esto!

¡BANG! ¡BANG! De dos trallazos cae el asesino al suelo, con el cráneo y el pecho perforados. ¡BANG! ¡BANG! De dos disparos la mujer acorta su agonía, y su historia junto con su aliento se evapora. Los ojos se les cierran para no volverse a abrir, el corazón se les detiene para nunca despertar. La sangre corre, el amor se extingue. El mundo gira, y la vida sigue…

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El ángel de 16 (5)

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