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Cabeza de ratón

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Cabeza de ratón.

– ¿Lista? – Pregunta doña Gertrudis a su hija golpeándole ligeramente las mejillas –. Pues entonces… – continúa sin esperar respuesta de la niña – ¡ve por ellos! ¡Impresiónalos!

A sus once años, Carmelita no conoce nada fuera de la danza. Su mundo se limita a la barra, los saltos y los giros. Desde que tiene uso de razón, y por mandato de su madre, ha estado bajo la tutela de una vieja bailarina rusa retirada en ese pueblecito del que hasta esta tarde ha tenido la fortuna de salir. Bajo la atenta supervisión de la madre y las indicaciones de la anciana rusa la niña fue soportando su peso sobre la punta de los pies y se ha convertido en una estrella local, animando siempre fiestas y celebraciones con su enorme talento e indudable gracia. Los aldeanos la alaban como a su diosa particular, y por ese creerse fuera de este mundo, y por imposición de su madre, ¡claro está!, ha decidido acudir a un concurso que con seguridad la catapultará al espacio, a bailarle a las estrellas de verdad y a uno que otro cometa despistado.

Una bocina ha gritado su nombre y, no sin antes escuchar las advertencias e inútiles consejos de su madre, Carmelita pisa ese su primer escenario lejos de su San Pedro querido. Camina hasta el centro del entarimado luciendo orgullosa el tutú que la madre coció la noche anterior para hacer pasar por nuevo y que la niña se vea como la princesita que es. Las primeras notas se escuchan ya. Ella se coloca en posición y finalmente comienza a moverse torpe de un lado a otro haciendo gala de las enseñanzas que la vieja rusa le ha transmitido bajo la siempre eterna vigilancia de su madre, la de ella y no la de la anciana que seguro ya ni polvo es. Su pequeña figura brinca como un sapo en la parrilla y en lugar de esa sonrisa que de ser un pueblerino de San Pedro seguramente sus rostros mostrarían, los jueces verdugos hacen muecas de desapruebo mientras anotan inclementes en sus libretitas los defectos infinitos de la escuincla. Espalda mala, brazos malos. Rodillas malas, piernas malas y tobillos peores. ¡Qué desastre de mocosa odiosa! ¿Quién le ha dicho que baila? ¿Quién le ha permitido subir al escenario? ¡Que la música termine de una buena vez! Que termine para cantarle con gusto su fracaso y mandarla de regreso a ese pueblo carretonero del que nunca debió salir.

– ¡¿Cinco?! ¡Cuatro! – exclama incrédula la madre invadiendo el escenario –. ¡Jueces ciegos, jueces malditos! Mi hija es la mejor y sus ojos legos no pueden apreciarla porque son de puerco, ojos que no ven más allá del lodazal. Mi hija es una estrella nada más porque salió de mí, y me la llevo antes de que me la apaguen – apunta provocando la algarabía del jurado, incapaces de soportar otro segundo esos tobillos gordos dignos de cuadro de Botero que tan ridícula y grotescamente contrastan con el resto cadavérico del cuerpo, y después abandona el entarimado, el parque, la ciudad, de regreso a su pueblito que ahí sí saben lo que es bueno y lo que no les pasa desapercibido.

Carmelita no entiende del todo lo que ocurre, su cerebro acostumbrado a elogios no asimila las miradas críticas burlonas de la Santa Inquisición del baile. Su mente atrofiada por tanta prohibición ni siquiera siente los pellizcos dolorosos con que la madre la castiga por estúpida al tiempo que le repite que su niña es la mejor, en esas contradicciones por las que Carmelita a veces piensa que en verdad la odia. La niña camina junto a su principal verdugo con dirección al autobús que las lleve de vuelta al reino del que sí son reinas. ¡Porque ambas lo son! La madre es la responsable de la niña, de sus logros insignificantes que no por pequeños dejan de ser logros ni darle a ella el mérito que se merece, uno tal vez mayor al de la hija pues ha sacrificado su vida para estar al lado de esa a quien ha esclavizado con su asfixiante y demandante frustración por no haber conseguido ella ni en su infancia ni en su vejez ni siquiera hacer una pirueta.

Ya están ambas en San Pedro, y Carmelita baila para los aldeanos, quienes ignorantes de técnica como de todo la miran asombrados contonearse como chapulín con vestidito. Y Doña Gertrudis también brinca, de la felicidad de ver a su hija triunfar, ya que eso confirma que años de reprimendas y prohibiciones han valido la pena, que ella en verdad ha hecho lo mejor para su hija pues es sin duda la mejor de las madres existentes y por existir, nadie la supera, esas miradas asombradas se lo dicen. Carmelita baila y baila, y cuando termina, contrario a otras ocasiones en que estando a estas alturas la invade una necesidad de llanto inmensa al escuchar que su falta de muñecas es recompensada con aplausos, hoy nomás no siente nada por el consentidor ruidazo de la audiencia. Hoy nada más quiere matarlos a todos por no darse cuenta de lo mal que ha bailado. Hoy, por alguna extraña razón que su cerebro aún mareado no alcanza a comprender pues se sale de los pasos y los compases, se siente una basura y los aplausos no le causan ni cosquillas. Hoy ha descubierto que es cabeza de ratón.

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