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Agustín y Jacinta (o mejor tu madre que una vaca).

en Amor filial

La última de las vacas entró al corral. Por esta tarde, mis labores han terminado. ¡Dios¡ ¡Qué pesado es cumplir con todas mis obligaciones, con todas las tareas que el rancho da¡ Han pasado ya dos años desde la muerte de mi padre, desde que sin más remedio me quedara al frente de la propiedad, y aún sigo haciéndome la misma pregunta: ¿Cómo es que le hacía? Cuando niño nunca fui muy adepto a ayudarle en las cosas referentes a la granja, pero recuerdo con claridad que nunca se quejaba, que todo siempre estaba a tiempo y de su boca, ni una sola maldición. ¿Cómo diablos le hacía? ¿Cómo chingados le hacía para ocuparse de todo él solo? Creo que nunca lo sabré pues la respuesta, al igual que sus restos, yace tres metros bajo tierra, pero bueno, no hay razón para seguir pensando en eso, no este día. Las tierras, los animales, todo está hecho, tal vez un tanto retrasado, pero hecho al fin y al cabo. Puedo subirme a mi caballo y cabalgar hasta la casa, atravesar las tierras a todo galope y sentarme a la mesa. Disfrutar la comida de mi madre y luego a ella como postre.

 

El reloj marca ya más de las cinco y Agustín está por llegar. ¡Muchacho flojo¡ Su padre siempre estaba en la casa a las tres en punto, ni un minuto más ni un minuto menos. ¡Mi Ramiro¡ ¿Estará allá arriba, en el cielo? Yo pienso que sí. No, no lo pienso, lo aseguro. No podría ser de otra forma con lo trabajador y buen esposo que era, con lo bien que nos trató a mí y a su hijo, a su Agustín. ¡Cómo quería al escuincle¡ ¡Cómo lo quería y él que apenas le hacía caso¡ Si lo vieras, arando las tierras, cuidando del ganado… estarías muy orgulloso de él, de cómo ha mantenido el rancho en pie a pesar de su inexperiencia y sin la ayuda de nadie, ni la mía que de granjas se tanto como tú sabías de cocina. ¡Ay Dios¡ ¿De verás lo tienes allá arriba contigo, sentado a tu lado? No lo sé, pero de ser así, te pido por tu madrecita que le cubras los ojos con tu manto sagrado, para que no vea lo que acá hacemos nosotros y por si lo ve, que tus ropas se lo disfracen. ¡Mi Ramiro¡ Si supieras que tu hijo te ha suplido en todo, sin excepción de nada, sin saltarse ni la cama. ¡Ay mi Dios¡ Tú me has de entender, que la carne es débil. Has de perdonarme que la soledad cala y las ganas duelen. Has de bendecir este pecado que cariño me hace falta y hombre… hombre tengo para rato y a punto de llegar a casa está. Mejor me dejo de pláticas y le caliento sus tortillitas recién hechas, de esas que a él le gustan, de esas torteadas a mano al igual que mis nalgas, al igual que mis pechos. ¡Ay Dios mío, que ya me entró la calentura¡ Ha de ser este fogón.

 

Todavía faltan unos metros y el aroma de las tortillas ya me acaricia la nariz. A veces pienso que en verdad estoy enfermo, pero ¡cómo me pone ese olor¡ No sé a que se deba, pero nada más huelo que alguien está torteando y… ya han ustedes de saber. ¿Qué será? ¿Qué será? Tal vez el imaginarme a mi mamá a un lado del fogón, dándole forma a la masa con sus dedos y chupándose los labios, con su blusa de manta resbalando por su hombro derecho de tanto aplauso, dejando al descubierto parte de sus senos, esos que me amamantaron y desde niño me inculcaron este amor por ella, por sus carnes, por sus curvas, porque ¡gracias Dios que te lo llevaste¡ A mi padre, quiero decir. Me dejó la joda de la granja, pero también el lado de su cama y el derecho de pasarme de la raya y que me cojo a su mujer, que me olvido de follar con vacas y le entramos duro al sexo incestuoso que sabe más rico. Sí, me da un poco de pena contarlo, pero han de saber que todo, lo de mi madre y lo mío, lo de enrollarnos tarde, día y noche, comenzó por una vaca.

Puedo adivinar el asco en sus caras, pero han de comprenderme. A uno le da por crecer y la sangre se calienta. La lengua de fuera y babeando, y ni una potranquilla cerca. Yo no sé a quién se le ocurrió que los ranchos debían estar en medio de la nada, pero ha de haber sido a un maricón, a un puto que seguro le bastaba con pepinos y zanahorias y de las viejas ni se acordó. ¡Desgraciado¡ Fue por ese al que le gustaba por el culo que no tuve otra opción que iniciarme con las bestias. Y es que uno se cansa de tanta paja, de no sembrar la semilla. Era una vaca o el celibato, y en mi lugar habrían hecho lo mismo, ¿qué no? Habrían entrado a los corrales al igual que aquella noche de calentura entré yo. Habrían buscado al animal menos repugnante o a la consentida, y pues a darle. Un banquito para estar a la altura, el cierre abajo y la erección de fuera. Unos segundos de duda y por fin lo tibiecito, el mete y saca que te desorbita los ojos y a ella… a ella ni cosquillas. Sí, estando acostumbradas a toros sementales con dinosaurios entre las patas, que iba a sentir un chilillo. ¡No¡ No estoy diciendo que lo tengo chiquito, ¡líbreme Dios¡ Lo que digo es que para una vaca no me ajusta, pero pregúntenle a mamá. Pregúntenle y verán como se pone de contenta. Pregúntenle y verán como luego que luego abre las piernas.

Pero en fin, sigamos con la historia. Les contaba que me fui para los corrales, y escogí una res para enterrarle mi inocencia que ya me había tardado. A los casi dieciocho, y con un rancho a cuestas, me lo merecía. He leído varios relatos de padres misericordiosos que llevan a sus hijos con una experta en las artes del amor, para que los instruya y no queden como idiotas ante sus mujercitas, pero el mío nada de nada. Ni una plática ni un consejo, nada. Nomás se fue y me dejó con tanta duda, con tantas ganas, sin conocer mujer alguna y que ahí estaba la vaca, inmutable por mi vaivén, riéndose en silencio de mis miserias y… un momento, ya les dije que no son miserias, pero quiero ponerlo bien en claro para que no lo anden pensando pues no es cierto, es sólo que para aquel rumiante era muy poco y, aparte del asco, tuve que tragarme mi orgullo. Yo que había soñado con que mi primera vez sería con una hembra que me rogaría no más, y ese maldito animal que seguía comiendo hierba. Díganme si no se sentirían mal, si no sería como para que se te bajara, pero mis hormonas fueron más fuertes. Cerré los ojos, me agarré de sus anchísimas caderas y a imaginar que la destrozaba. A pensar en sueños guajiros y los gritos de tu madre escuchándose a lo lejos, los gritos de tu madre devolviéndote a la tierra y que te sales del culo de la res. Y que te quedas sin moverte y con eso de fuera, duro como roca y el sudor escurriéndote por la frente, la vergüenza navegando en el estómago. Tu camino al mundo del placer que se detiene a medio pasillo y los deseos prohibidos hablándote al oído.

 

Ya se escuchan los pasos de mi niño, haciendo rechinar el piso con esas botas que eran de su padre, esas botas que tanto me gustan y le pido no se quite, que me cabalgue con ellas. Ya camina por la sala y me empiezo a mojar, sucia pecadora. Nada más de recordar aquella noche se me pone la piel chinita, se me erizan los vellitos de la entrepierna. No puedo evitarlo, cada que mi Agustín vuelve del campo, hambriento y ansioso, se me vienen a la mente aquellas imágenes, aquellas escenas que me excitan tanto. Andaba yo con insomnio y salí a tomar un poco de aire. Cubrí mi semidesnudez con una bata casi transparente y me puse a recorrer las tierras. El tiempo se me fue y llegué hasta los corrales. Ahí, entrando muy sospechoso, me encontré a mi hijo, y me ganó la curiosidad. Lo seguí para ver que se traía entre manos sin saber lo que me esperaba, sin siquiera mis pensamientos acercarse a lo que aquella noche ocurriría. Tratando de no hacer ruido, cuidándome de no pisar alguna hoja seca que me delatara, me acerqué al lugar y me escondí detrás de un montón de paja. Mi muchacho no se veía por ningún lado. Creí que lo había perdido y en verdad iba para otro lado, pero de repente, de detrás de una de las vacas, se asomó su linda cabecita de cabellos negros e incipiente barba, de ojos tristes y facciones delicadas. Pasó un buen rato y él que no hacía nada. Siguieron corriendo los segundos y que me entra la desesperación. ¿Por qué se quedaba parado? ¿Para qué diablos había ido? No lo supe hasta que abandoné mi escondite y, con el mismo sigilo con el que había entrado a aquel sitio maloliente, caminé hasta tener una mejor perspectiva, hasta que lo miré tirarse sobre el lomo del animal, hasta que frente a mis ojos y entre las carnes de la res observé a su verga perderse, una y otra vez, con un enorme vigor, con unas ganas tremendas que me endurecieron los pezones y alertaron mi consciencia. ¿Qué… estaba haciendo ese escuincle? ¿Por qué si era tanto su deseo, no se desahogaba aquí conmigo?

¡Malos pensamientos, ideas infernales¡ Incluso yo me sorprendí cuando formulé esa pregunta. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué, en lugar de sentir repugnancia por aquella escena de zoofilia, me invadían los celos? ¡Vaya situación¡ Una vaca provocándome envidia y mi hijo haciendo que mis bragas se empaparan. Había perdido los cabales, el sentido, la cordura o la decencia, ¡¿qué se yo?¡ ¡Mi Ramiro¡ Lo que dirías si supieras lo que hicimos bajo aquel techo de madera. Lo que me harías de conocer nuestras perversiones, pero no es mi culpa, nada pude hacer contra su juventud, contra esa hermosa polla que cuando grité el nombre de su dueño apuntó hacia mi cara: orgullosa y húmeda, altiva y sumamente hinchada, esperando continuar lo interrumpido y yo rogando porque fuera en mi interior, yo haciendo a un lado los valores, la moral y la vergüenza, vistiéndome con ese traje de puta que entre sus brazos tan bien me queda, tan bien me hace sentir. Y es que si lo vieras, con ese cuerpo labrado bajo el sol, a base del trabajo diario, de sus esfuerzos por continuar con tu legado, con tus sueños. Ten por seguro que si lo tuvieras frente a ti cómo yo lo tuve aquella noche, estando tan necesitado de amor y de atenciones cómo yo lo estaba, habiéndote ido tan pronto y de repente, harías lo mismo, sin importar que ambos fueran hombres.

 

Agustín estaba confundido, a pesar de que el que su madre lo atrapara en aquella embarazosa situación le causaba miedo y vergüenza, también lo ponía más caliente. Y es que por más que lo negara, por más que había intentado enterrar en lo más hondo de su memoria aquellos recuerdos, aquel rechinar del colchón, aquellos gemidos del otro lado del muro, no podía. Era su madre la primera mujer a la que miró como tal, la que despertó sus más bajos instintos. Era ella la culpable de las sábanas manchadas y los deseos carnales, y entonces la tuvo ahí: a unos cuantos pasos y semidesnuda. Su excitación se elevó al máximo. Su pene continuaba erguido y palpitando con mayor intensidad conforme ella se aproximaba, conforme esos verdes ojos se acercaban. Su pecho subía y bajaba ante lo agitado de su respiración, ante su enorme nerviosismo, únicamente comparable al tamaño de su miembro, ese que ya tenía hechizada a doña Jacinta, ese hacia el que la mujer se dirigía con las más negras intenciones, con las más sucias ideas revoloteando en su cabeza y la lujuria entre sus piernas, brotando a chorros como hacía rato no veía.

El espacio entre los dos cada vez era más corto. Sus miradas cada vez se juntaban más, casi se tocaban. Ella era otra, se había olvidado de todo lo que no fueran aquellos dos cuerpos atrayéndose, y sus pasos eran motivados nada más que por el sexo. Él permanecía estático, al contrario de su falo que brincaba sin parar, ansioso del primer contacto, deseoso del primer roce, ese que finalmente llegó y ya no hubo marcha atrás.

En un lapso de locura, en uno de esos momentos de arrebato en los que no piensas en otra cosa que satisfacer lo que el cuerpo te pide, lo que el cuerpo te exige, Jacinta envolvió la verga de su hijo con su bata, desatando ésta y provocando que el nacimiento de sus senos quedara a la vista, a la de Agustín, que al observar tan bello panorama sintió crecerse más, sintió que se expandía entre los dedos de su madre, cubierto por aquella suave y casi transparente tela.

Permíteme limpiarte, esa vaca te ha dejado muy sucio. – Dijo ella comenzando a mover su mano de arriba abajo, recorriendo pacientemente la firmeza de su hijo, viajando desde la base hasta la punta y presionando ésta suavemente.

¡Ah¡ – Exclamó él por la grata maniobra.

¿Qué estabas haciendo? – Le preguntó Jacinta sin detener sus movimientos masturbatorios y desabotonándole la camisa.

Yo… yo… – Agustín no pudo responder, el placer que le producía el que fuera otra mano la que lo satisficiera era tan grande que no podía pensar en otra cosa, que le era imposible siquiera formar una frase.

No tengas miedo en contestarme – le pidió la mujer acariciándole el torso –. Entiendo que tú ya eres un hombre, no hay muchachas cerca y… bueno, no te quedó de otra. Anda – lo animó al tiempo que le pellizcaba la tetilla izquierda –, cuéntame.

¡Ah¡ – Gimió otra vez el chico, al sentir como retorcían tan sensible parte de su cuerpo.

¿No me vas a decir lo que hacías? – Insistió Jacinta – ¿No me vas a contar cómo es que te ensuciaste tus partes? ¿Voy a tener que adivinarlo yo? O… ¿es que acaso te molesta que te toque y quieres limpiarte tú mismo?

¡No¡ – Gritó Agustín ante la posibilidad de que su progenitora detuviera lo que hacía – No es eso, no me molesta que me toques. Es sólo que…

¿Qué que? Dímelo ya que me estoy impacientando. Dímelo ya o me regreso para la casa. – Lo amenazó falsamente la extasiada madre, cómo si ella no gozara con todo aquello, cómo si no disfrutara de masajear aquella verga tanto o más que él.

Está bien, te voy a contar – aceptó finalmente el chamaco –. Estaba… ya sabes, teniendo relaciones con la vaca. Es que ya me había artado de hacerme pajas y…

¿Y qué? No sientas pena conmigo, soy tu madre, te conozco desde que eras un bebé y nada de lo que me digas me puede asustar o sorprender. Sígueme narrando. – Ordenó Jacinta aumentando la velocidad de sus caricias.

Pues… ya me había cansado de hacerme pajas – reveló Agustín –. Necesitaba de algo más y cómo ya sabes, aquí no hay muchas opciones: o era una gallina, o era una vaca.

¡Que injusto¡ – Expresó la indignada mujer, soltando el enhiesto pene del jovencito – ¿Dónde me dejas a mí? ¿Qué yo no cuento? ¿Qué yo no existo? ¿Qué te parezco más asquerosa que una bestia?

¡No, no, no¡ ¡Claro que no¡ Eres hermosa y me gustas mucho, pero… – El muchacho se detuvo al darse cuenta de lo que había dicho, al percatarse que había aceptado que su propia madre le atraía, como si eso fuera más grave de lo que ya habían hecho.

¿En verdad crees que soy hermosa? – Lo cuestionó ella con otra vez su tono dulce – ¿En verdad te gusto, mi niño? – Volvió a tomarlo de la polla, pero ya sin prenda alguna de por medio, a mano limpia – Dime, ¿te has masturbado pensando en mí? – Lo desprendió de la camisa – ¿Te has hecho una paja en mi honor? – Le bajó los pantalones – ¿Te has tocado fingiendo que tus dedos son los míos? – Deslizó su bóxer.

Sí, lo he hecho. – Confesó el turbado adolescente.

Y… ¿te has corrido gritando mi nombre? – Lo interrogó Jacinta acelerando aún más el sube y baja, sintiendo como las venas de aquel grueso y caliente instrumento se marcaban cada vez más, como sus palpitaciones eran más continuas, como se aproximaba al clímax.

Sí, me he corrido pensando en ti. Me he… ¡ah¡ Me he corrido diciendo tu nombre y… ¡Ay, Dios¡ ¡Sí¡ ¡Ah¡ ¡Ah¡ – Gritó el chamaco inundado por su orgasmo, disparando su semen contra el vientre y las piernas de su madre, quien sonreía testigo del placer de su retoño, de lo prohibidamente placentero de sus actos.

E hipnotizada por el momento y sin perder tiempo en preámbulos, se tiró sobre el suelo tapizado de paja, se arrancó la bata y las pantaletas, abrió las piernas de par en par y lo invitó a perderse entre ellas, entre aquella brillante y mojada maleza que ocultaba esa gruta por pocos explorada, esa cueva desde hacía tiempo olvidada y deseosa de sentir de nuevo, ansiosa de tenerlo dentro.

Ven, mi amor. – Le indicó Jacinta señalando su sexo, mostrándole sus labios.

Agustín no tardó en obedecerla y se arrodilló frente a ella. Sus músculos volvían a responderle y su confusión y timidez se habían ido en el esperma. Lo único que le quedaba era aquella hembra sedienta de carne pidiéndole que fuera, y aquel deseo por tantos años reprimido de hacerla suya a pesar de ser su madre. Pensado en ello, en que al fin se cumplirían sus sueños, la miró directo a los ojos y le dedicó una perversa sonrisa llena de lujuria, como señal de la complicidad que había surgido entre ellos, producto de haberse olvidado de barreras, de prejuicios y demás. Le sonrió para después hundir su rostro entre aquel pelaje, entre aquellos montes. Ella, al sentir la lengua traviesa del muchacho hurgar su intimidad, comenzó a jadear. Su espalda se arqueaba y ella misma estrujaba sus pechos, totalmente poseída por el placer que, con todo y su inexperiencia, su vástago le brindaba. Pero aquello no era suficiente, para eso estaba su pastor alemán, ese perro que había resultado ser más que una mascota. Ella necesitaba otra cosa, requería de algo más contundente, de algo más largo y grueso que una lengua: de una verga, una buena, justo como la que su hijo se cargaba, como la que instantes atrás ella misma había exprimido y poco a poco y después de la venida se recuperaba, poco a poco su dureza y gran tamaño recobraba.

Detente, por favor. – Demandó Jacinta.

¿Por qué? ¿Lo estoy haciendo mal? – Preguntó Agustín, preocupado por la inesperada petición de su madre.

No te alteres – calmó al muchacho –, no es eso. Lo que sucede es que necesito algo más… contundente. ¿Ya la tienes dura de nuevo, mi bebé?

Pues… ¿por qué no lo compruebas tú misma? – Propuso el joven.

Jacinta estiró la mano y se apoderó del miembro de su hijo. Sonrió feliz al encontrarse con una potente erección. Alentó a Agustín a penetrarla, a enterrarle su inocencia como lo hiciera antes con aquella vaca, a perforarla con su casi virginidad y juntos asegurarse de que ese "casi" desapareciera por completo. El adolescente se puso de pie para enseguida acostarse encima de ella, buscar la ansiosa vulva con la punta de su pene y, habiendo dando con ella, adentrarse en aquel tibio y estrecho canal, invadirlo con su inflamada virilidad, llenar ese vacío de meses con su juventud y sus ganas. Ella se estremeció de pies a cabeza al sentir aquel instrumento desgarrando su adentros, al sentir aquel trozo de carne recoger las telarañas que, después de su muerte, su esposo ya no había limpiado.

¡Así, bebé¡ – Expresó Jacinta en medio de suspiros – Ahora muévete, ¡destrózame¡

Esas palabras estuvieron un tanto de más pues Agustín no requería de ellas para hacer lo que estaba haciendo, no las necesitaba para, una vez habiendo tocado fondo, una vez sus testículos habiendo topado contra el culo de su madre, moverse como poseso, con su falo insertado en aquel orificio por el que diecisiete años atrás saliera a la luz. El chico era primerizo, pero no estúpido, sabía lo que le seguía a la primera penetración y comenzó con un violento mete y saca que sacudía el cuerpo entero de Jacinta, quien, presa de un placer nunca antes experimentando, enterraba sus uñas en la espalda de su incestuoso amante y gritaba como si la vida se le estuviera escapando.

No tardó en llegarle el primer orgasmo a la frenética mujer. Luego de clavar sus colmillos en el cuello de su hijo, se vino de una manera escandalosa. Agustín sintió los espasmos de su progenitora oprimir su verga y, sin poder evitarlo, explotó con la misma intensidad que la vez anterior, regando con su semen aquel ansiado agujero, aquel soñado lugar.

¡Maravilloso¡ – Exclamó Jacinta refiriéndose a lo que acababan de vivir, creyendo que había terminado ya.

Pero lejos estaban las cosas de terminar. El mancebo no se salió de su madre una vez eyaculado, continuó follándola con el mismo ritmo endemoniado con el que había empezado o tal vez más. Su polla permanecía dura como roca y no daba signos de encogerse, de flaquear ante tanto y tanto esfuerzo. Gracias a su juventud y a haberse corrido ya en dos ocasiones, no se detuvo en el mete y saca hasta que, entre suplicas de ya no más por parte de la exhausta mujer, justo como lo viera en sus más calientes fantasías, volvió a venirse, ya no de manera tan abundante pero sí gozándolo al máximo.

Pensé que querías matarme. – Bromeó Jacinta.

… – Agustín no mencionó palabra, se limitó a sonreír pues estaba muy cansado.

Transcurrieron cerca de diez minutos y el chico se quedó dormido, completamente agotado por la monumental cogida. Su mamá, al verlo así: desnudo y con los ojos cerrados, sintió una ternura que contrastaba con la pasión antes exhibida. Colocó sus manos en las mejillas del chamaco y, lentamente, fue acercándose a sus labios. Emulando aquellos días en que lo mecía entre sus brazos, lo besó leve e inocentemente, si es que eso era posible después de la entrega que habían protagonizado. Lo cubrió con un poco de paja y, desde ese instante y hasta que el primer rayo de sol tocó su cara, asumiendo otra vez su papel de madre, veló su sueño.

 

¡Cuánto tiempo ya de eso¡ ¡Qué noche inolvidable fue aquella¡ La recuerdo como si fuera ayer. Todavía me parece escuchar los gemidos de mi madre y el chapoteo de mi miembro al entrar y salir de su sexo, el golpeteo de mis huevos en su cuerpo y aquel orgasmo tan intenso. ¡Cómo se me pone de pensarlo¡ Hasta se me olvidan las tortillas y mejor primero el postre, mejor primero ella. ¡Cuánto es que la extraño¡ Y eso que la tuve en la mañana, pero no importa. Camisa y pantalón afuera, y que huela el aroma de mi verga. Que venga aquí y me descubra masturbándome, que supla mis dedos con sus labios y a gozar como aquella vez, a disfrutar como esa noche y olvidarnos de que es mi madre y yo su hijo que la carne habla, que la carne exige y no hay nadie más cerca.

 

¡Que extraño¡ Mi niño ya debería haber entrado a la cocina, hace un buen rato que lo escuché caminar por la sala. ¿Qué andará haciendo? ¿Qué se andará agarrando? ¡Ay, mi Dios¡ Ves cómo no puedo pensar en otra cosa, cómo lo único que ocupa mi mente es eso. Por más que lucho contra lo que siento, no puedo sacármelo y mejor se lo saco a él y le doy una buena mamada. Si en verdad existieras y fueras de izquierda, ten por seguro que a ti también te encantaría, que tú también serías adicto a su blanca, deliciosa y espesa leche deslizándose por tu garganta. Te le pondrías en cuatro para que te la diera por el culo que no tienes más que ese agujero. Y no me mires así, que yo no tengo la culpa de tenerlo y de que me lo hayas puesto en el camino, luego de llevarte a mi Ramiro de quien seguro heredo lo buen amante. Y es que rico es que se mueve y ya no aguanto, ya estoy pero si bien mojada y que lo quiero dentro. Y ya que él no se digna a aparecer, ya que desprecia horas de trabajo en la cocina, he de ir yo a buscarlo, he de ir yo corriendo a su encuentro para después cogérmelo, para después gozar como animales y… ¡Ay, mamá¡ Creo que de sólo pensarlo me vengo.

 

Jacinta caminó presurosa rumbo a la sala y ahí se encontró a su hijo. Estaba sentado en el sofá, con la cabeza echada para atrás, las piernas abiertas y llevando solamente aquellas botas que tomara de su padre, esas que a su madre tanto le gustaban. El brazo izquierdo extendido sobre el respaldo, y su axila nutrida de negro y fino vello. Su torso empapado de sudor, sus tetillas levantadas y el orificio de su ombligo. Su mano derecha ocupada, cercando el palpitar de su enrojecida e inflamada verga, meneándola con singular alegría e invitando a su madre a sentarse sobre ella.

¿No vas a comer hoy? – Preguntó Jacinta despojándose de sus ropas.

No tengo mucha hambre – respondió Agustín –. ¿Qué te parece si… mejor hacemos otra cosa? – Propuso sosteniendo su pene por la base, acomodándolo de manera totalmente vertical para hacer más notorio su tamaño, para presumirle su hombría a la autora de sus días, a su sucia y pecadora amante.

Está bien – acordó ella parada ya frente a él –. Hagamos otra cosa. – Dijo al mismo tiempo que se dejaba caer, ensartándose aquel caliente y cilíndrico instrumento.

¡Ah¡ ¡Que delicia¡ ¡Cómo me aprietas, mamita¡ – Gritó el chico alucinado.

¡Y tú cómo me llenas, hijito¡ – Chilló ella dando ya de sentones, dando inicio con el duelo.

Manos entrelazadas, bocas unidas y sexos acoplados. Nada hacía falta y que de pronto se detienen. Agustín suelta el pezón de Jacinta y, sin ésta dejar de reclamarle, estira el brazo para poner boca abajo el retrato de su padre, que parecía estarlos viendo, que aparentaba andar juzgando y llamarlos depravados, sucios pecadores e incestuosos. Y ahora sí, ya sin testigos molestos que perturben su placer, que disminuyan su regocijo, se mueven en perfecta sincronía: él dentro de ella y ella envolviéndolo a él. Olvidándose de parentescos, dejando a un lado los lazos familiares, celebran la suerte de estar juntos, la dicha de tenerse el uno al otro. Con sus fluidos mezclándose y sus sexos combatiendo, festejan su pasión y, por haberse llevado al buen Ramiro, le dan gracias a Dios.

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