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Noche de bodas

en Transexuales

La ceremonia religiosa ya había pasado y el banquete había terminado, Gustavo estaba finalmente en su noche de bodas. Había esperado ansioso por ese momento desde que conoció a Patricia, más aún cuando ella se negó, durante todo el noviazgo, a que tocara, al menos con un suave rozón, su entrepierna. Nunca le decía el porque, nunca le explicó sus razones, pero "de la cintura para arriba lo que quieras" era la favorita de la chica.

Él había soportado esa frustración, la de no poder hacer algo que tanto quería, porque la parte de arriba era en verdad muy buena, pero de cualquier manera no suficiente. Siempre le había faltado ese meter un dedo por entre sus bragas, sentir ese húmedo y cálido orificio, pero nada. De eso ella ni quería hablar, pero su negativa pronto sería cosa del pasado. Se encontraba "poniéndose cómoda" en el baño y él, ya vestido solamente con un bóxer negro y ajustado que hacía resaltar la excitación de cual era presa, la esperaba, recostado en la cama, deseoso de probar ese misterioso sexo.

Patricia finalmente salió del sanitario y se veía espectacular. Llevaba puesta una pequeña bata transparente y debajo, sólo unas pantaletas de encaje blanco. Sus senos, en toda su grandeza, firmeza y plenitud, se balanceaban libres con cada paso, mostrándole esos deliciosos pezones que a su lengua gustaban tanto. Derramaba sensualidad y parecía más bella conforme se acercaba a la cama. Era como si sus ojos negros, su cabello rizado hasta los hombros, su estrecha cintura y sus bien torneadas piernas fueran otras después del matrimonio, otras mejores.

Se sentó en un costado del colchón, lo miró fijamente, le sonrió, le dijo "te amo" y comenzó a acariciarle, por encima de la tela, su pene. Movía su mano lentamente de arriba abajo y de abajo arriba, despertando a ese animal que en las noches deseaba tener dentro, pero del que por su propia regla, la de "de la cintura para arriba lo que quieras", entre otras cosas, no podía disfrutar. Poco a poco fue ganando tamaño y la prenda parecía romperse, hasta que, no pudiendo esperar más, la sacó de su prisión y, agachando un poco su cabeza, se la metió entera en la boca.

Como le gustaba a Patricia mamar aquella la polla de su novio, entonces ya marido. Aunque era gruesa no era demasiado larga, por lo que podía abarcarla toda sin miedo a sufrir una arcada. Podía rodearla con sus labios sin problema y pasarle la lengua por todo el tronco y al llegar a la punta, sobar con especial atención esa parte detrás del glande, tal como lo hacía esa ocasión. Y Gustavo no podía evitar gemir, tampoco tomar del cabello a su esposa antes novia para, levantando también su cadera, marcarle el ritmo de la mamada. Eso lejos de molestarle, a ella le gustaba, que su hombre le dijera como, que su macho le ordenara cuando.

La dedicada mujer continuó chupando aquel trozo de carne que aunque no muy grande, si antojadizo, por varios minutos. Mientras con su boca le proporcionaba un placer intenso a su esposo, con su dedo buscó una parte que a ella en especial le fascinaba: el ano. Comenzó por sobarlo de manera superficial y luego dando pequeños empujones, lo más delicados posibles para que él no se negara. Y no se negó, no sólo porque su mujer era la diosa del sexo oral, sino porque aquellas caricias nuevas no le desagradaron. Pronto abrió las piernas y levantó un poco las nalgas para que ella pudiera continuar con su tarea, con más facilidad.

Así le introdujo un dedo y después otro, empezando a moverlos, ya dentro de su culo, en direcciones opuestas, masajeándole la próstata de forma que hizo que se retorciera y gimiera sin limitaciones. Aquella nueva sensación resultó el mejor descubrimiento para Gustavo. Casi estaba olvidándose de aquella su obsesión: la entrepierna de su mujer, pero una próxima venida se lo recordó y aparto a ésta de su miembro y de su ano. No lo hizo porque aquello le incomodara, sino porque era muy pronto para bañar el paladar de su esposa con su corrida.

Con una desesperación que delataba el estado extremo de excitación que se encontraba, la levantó hasta que sus bocas quedaron uno frente a la otra. La besó apasionadamente, como si quisiera meterle el cuerpo por la garganta, casi quitándole el aire. Sus manos no se quedaron quietas e iniciaron con constantes sobadas a sus senos, a su espalda y a sus nalgas, esas que tampoco había tocado y que tan enloquecedoramente hermosas encontró. Le quitó rápidamente aquella bata y fue besándola del cuello hacia abajo, deteniéndose a mamar esos erectos, marrones y deliciosos pezones. Luego el estómago y un poco más abajo, lo que siempre había estado esperando.

Con una lujuria increíble, casi diabólica, brillando en sus ojos, tomó ambos lados de aquellos diminutos calzoncillos y de un tirón los rompió, quedando ante sus ojos lo que él pensó sería el objeto de sus sueños y deseos. En lugar de esa cálida y mojada cueva donde más adelante depositaría su lefa, encontró un par de testículos y una buena verga, sujetado todo, de manera que sólo la desnudez los delatara, en dirección a los glúteos.

La primera reacción de Gustavo fue la sorpresa, pero pronto esa impresión se convirtió en enojo, en rabia, por saberse engañado por ese hombre que creyó mujer, por ese hombre que pensó era su esposa, su amada Patricia. Sin poder contener toda esa furia, se lanzó contra el cuello de aquel que veía ya como un fenómeno, para intentar ahorcarlo y castigarlo por su engaño. Apretó sus manos con todas sus fuerzas y el rostro de quien creyó la más bella de las mujeres se tornó entre azul y morado, por la falta de aire que en verdad lo estaba matando.

En eso, como recurso para salvar su vida, Patricia volvió a meter un dedo en el culo de su esposo y éste, al sentir esa extraña pero placentera sensación, la soltó instintivamente. Ella aprovechó ese momento de debilidad y lo besó, al mismo tiempo que comenzaba a masturbarlo con la mano que tenía libre. La chica u hombre, lo que fuera, sabía muy bien lo que hacía, así que el antes colérico sujeto poco a poco se fue calmando, poco a poco se fue entregando a esas caricias que, vinieran de quien vinieran, no podía negar que le agradaban, que las disfrutaba.

Ya sin esa rabia de por medio, Patricia intentó convencer a su esposo que se amaban y eso era lo único importante. Que nadie haría tantas cosas por él como ella, nadie falsificaría papeles para poder casarse o contendría sus ganas durante tanto tiempo. Le dijo que el tener un pene entre las piernas, en lugar de una vagina, no la convertía en hombre y mucho menos cambiaba sus sentimientos. Tal vez sus argumentos eran incluso estúpidos, pero fueron resultando. Gustavo había adelantado la boda porque ya no podía seguir lidiando con aquella frase que se convirtió en su martirio, pero fue su amor hacia ella lo que en un principio le hizo proponerle matrimonio. Ese amor que, como ella decía, no podía desaparecer por algo, después de todo, tan insignificante como una verga. La amaba y la amaba mucho, no podía darse el lujo de perderla. Sería difícil vivir con ese improvisto, pero más lo sería apartarse de ella. Resignado y tratando de luchar contra sus ideas y convicciones, correspondió a aquellos intentos de su mujer por complacerlo.

Se enredaron en una batalla por ver quien besaba al otro con más ganas. Él liberó aquella tremenda sorpresa y sus pollas chocaron una con la otra, provocando una chispa que aunque diferente, fue para ambos placentera. La excitación fue subiendo y pronto los toqueteos ya no fueron suficientes. Entonces Patricia le pidió a su amado entrar en ella. Haciendo un gran esfuerzo por hacerse a la idea de que no sería un coño sino un culo el que penetraría, la volteó sobre la cama y le separó las ganas, para besar, venciendo su asco, aquel escondido lugar.

De tan sólo sentir aquella la lengua de su esposo atravesando su ano, preparándola para lo de después, Patricia creyó que se vendría. Más que el placer físico, lo que gozaba era saber el gran esfuerzo que Gustavo hacía, darse cuenta de lo mucho que la amaba. Estuvo a punto de llorar por lo feliz que se sintió, pero ya no tuvo tiempo porque sin previo aviso su marido la penetró. Debido a sus no tan sorprendentes dimensiones, le había resultado fácil rellenar aquel esfínter que para su sorpresa, también era tibio y estrecho, quizá mejor que una vagina.

Y dejando caer todo su peso sobre la espalda de su mujer, Gustavo, ya sin prejuicios que nublaran su mente, gracias a lo bien que se sintió haber entrado en ella, comenzó a follarla con enorme gusto, con enormes ganas y para complacencia de ella. Y mientras la embestía una y otra vez con toda la fuerza de sus ganas, le besó el cuello, la nuca y las orejas, provocando que se desviviera en gemidos que intensificaban el disfrute del momento.

Siguieron estando unidos, moviéndose él dentro de ella, por largo tiempo, hasta que de repente, para acelerar el orgasmo de ambos, Patricia empezó a mover sus caderas de una manera tan sorprendente que en segundos consiguió que su marido se vaciara. La inundó con potentes chorros de leche que la quemaron por dentro, haciendo que también terminara entre su cuerpo y la cama. Él se desplomó por completo y ella tembló al sentirse aplastada y aún con esa rica verga dentro. La besó, pero esa vez con ternura, como confirmándole que la amaba más allá de géneros, más allá de sus dudas.

Después se acostaron frente a frente, mirándose a los ojos, abrazados y sin decir nada. Ella llevó esos dedos traviesos al trasero de su amado y reanudó aquel delicioso masaje de próstata. Por un segundo imaginó, que sabiendo ya lo que realmente ella era, él se negaría, pero no sucedió así. Por el contrario, en lo que significó un inesperado y hermoso gesto de amor, le pidió que le hiciera el amor. Ella no podía creer lo que escuchaba, le parecía demasiado. Era verdad que lo había soñado, pero nunca pensó hacerlo. Nunca pensó, menos aún después de que intentara ahorcarla, que podría satisfacer ese deseo. Antes de hacer nada y para comprobar que no alucinaba, le preguntó si en verdad lo quería, si sabía lo que decía.

Él no dijo nada, se limitó a bajar su mano y tomar aquel miembro que hacía un rato tanto le había disgustado. Lo frotó con el puño cerrado sobre él, sintiendo por primera vez la textura de otro pene que no fuera el suyo, notando como crecía y crecía hasta tomar dimensiones insultantes que le dieron un poco de miedo, pero no hicieron que se arrepintiera. Él amaba a su esposa y para demostrárselo, así le doliera hasta el alma, había decidido dejarse penetrar. Ya sin más confusiones o dudas, Patricia lo acostó boca abajo y se puso las piernas sobre sus hombros. Colocó la punta de su polla en aquel virgen orificio y empezó a empujar, con suavidad, con amor.

Tardaron un poco para que el glande entrara, pero finalmente lo consiguieron. Gustavo no supo si fue la paciencia con que había sido hecho o su cariño, pero no le dolió en lo más mínimo, fue como si su culo hubiera estado esperando ese trozo de carne que poco a poco lo fue llenado, que poco a poco todos sus conceptos pasados fue matando. Y mejor se sintió cuando Patricia comenzó a moverse dentro de él, primero con lentitud y después como si la vida se le fuera en ello.

Sentía esa verga, mucho más grande y gruesa que la suya, entrando y saliendo de su culo, masajeando su próstata mejor que aquel par de dedos, haciéndolo gemir y pedir más como una puta, como nunca pensó lo haría. Se sentía pleno y mordisqueaba los senos de su mujer, buscando soportar el placer que aquella cogida le proporcionaba, aquel enorme placer que lo estaba conduciendo a la cima más alta a la que jamás hubiera viajado. Y Patricia se esforzaba por resistir, por que su esposo fuera el primero en acabar, pero cada vez le resultaba más difícil. Aquella situación era en extremo excitante. Estar embistiendo frenéticamente a su marido, en verdad que si alguien se lo hubiera dicho no lo habría creído, pero estaba pasando y su cuerpo, como nunca antes, disfrutaba de ello.

Siguieron haciendo cada quien su trabajo por unos minutos, él dando de mordidas a aquellos blancos y redondos pechos y ella dándole con todo a ese apretado y virgen culo, hasta que ya no pudieron aguantar más. Gustavo, sorprendido porque ni siquiera se había tocado, explotó en medio de alaridos que mostraban la, nunca antes alcanzada, intensidad de su orgasmo, uno que como nunca antes manchó su pecho, rostro, cabello, almohadas y muros. Habiendo logrado su objetivo, Patricia dejó que ese río de semen que desde hacía tiempo había nacido en sus testículos siguiera su camino y lo descargó en los intestinos de su amado, con una fuerza inusitada que por un instante nubló su vista. Luego del que para ambos había sido el momento de sus vidas, cayeron rendidos uno al lado del otro, satisfechos y sumamente felices.

- ¿Vas a quedarte a mi lado? ¿Vas a quedarte después de saber lo que realmente soy? - Preguntó Patricia.

- Lo haré con una condición. - Respondió Gustavo.

- La que quieras. La que me pidas, amor. Te aseguro que nada me parecerá demasiado, no después de lo que acabamos de hacer. - Aseguró ella.

- Que para la sociedad yo sea el hombre, pero una vez que hayamos cruzado la puerta, me trates como a tu mujer. Que me hagas terminar con la misma fuerza que hace un rato. Que me folles día y noche, sin descanso, sin reparo. - Pidió él.

Ya no hubo más palabras. Patricia besó una vez más a su esposo, emocionada por lo que éste acababa de decirle. Y atendiendo a sus peticiones, con su verga lista para atacar, volvió a levantarle las piernas y lo volvió a penetrar. De un sólo golpe y hasta el fondo. De un sólo intento y hasta lo más hondo. Comenzaron de nuevo ese loco vaivén, unidos, como uno solo. Demostrándose lo mucho que se amaban. Gustavo no consiguió un coño cálido y mojado al casarse con la que quizá en la cama sería el marido, pero en lugar de eso había encontrado algo mejor, algo que lo llenaba por completo. Se entregó a ese algo por completo, esperando lo subiera hasta el cielo del placer de nuevo.

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