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Recuerdos de una perra vida (3)

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Recuerdos de una perra vida. Parte 3.

Capítulo 2.

"Perseguida por la infancia".

 

Isabel levantó la mirada y a unos cuantos pasos de ella, con las manos manchadas del rojo de la sangre de Paulina, se encontraba su padre. La enorme tristeza, provocada al ver el cuerpo sin vida de su amada, que le quitaba el aire, se transformó de inmediato en un terror que la paralizó.

Sus labios temblaban, como en un intento de gritar y pedir ayuda, pero la voz no le salía. Quiso levantarse, pero sus piernas no le respondían. Tuvo ganas, de tomar unos de los trozos de vidrio y correr, hasta chocar con el pecho de quien la observaba con tanto coraje. Deseó, tan sólo por un instante, acabar con la existencia, de quien en un principio se la regalara. Por un momento, no pensó en otra cosa que no fuera tomar revancha, pero sólo por un momento. El asesino de su novia, así fuera la peor de las personas, era antes que otra cosa, su padre. Sus principios no le permitían odiarlo. Ese conflicto entre sentimientos y razón, bloqueó toda reacción de su parte. En esa ocasión, ni llorar podía. Clavó la mirada en el piso. Se quedó estática, esperando que pasara, cualquier cosa que eso fuera, lo que tenía que pasar. Se desconectó del mundo. El futuro dejó de importarle.

Su padre conocía bien esa actitud. Sabía que ella no se opondría a nada; es más, ni siquiera abriría la boca para quejarse. Cualquier castigo que le impusiera, por haber escapado de la casa para irse a vivir con la zorra de su novia, ella lo soportaría como una roca. No movería un solo dedo y no emitiría sonido alguno. En ese instante, Isabel era como una muñeca al servicio de su dueño. Era como un objeto más, incapaz si quiera sentir. Su mente estaba inmersa en un poderoso sueño que, desde su infancia y cada que se presentaba una situación similar, usaba como escape. Su padre cerró la puerta. Caminó lentamente hacia ella, memorizando el sonido de sus botas sobre la madera, sintiendo como el calor entraba en su cuerpo, gozando la gran excitación que se apoderaba de él.

La tomó por el cabello y la levantó poco a poco, obligándola a acariciarlo con su rostro. Cuando la boca de su hija alcanzó el nivel de su entrepierna, la detuvo por unos segundos. La empujó contra él, presionando la erección que comenzaba a notarse. Hacía mucho que no tenía esa sensación. Los labios de su hija estimulando su verga, así fuera por encima del pantalón y de manera obligada, era lo más parecido a la gloria. Ya no lo recordaba, pero el olvidó hizo más intenso el volver a sentirlo. Dejando la lentitud de lado, el hombre poseído por la lujuria jaló fuertemente la cabellera de la chica, hasta que sus caras quedaron frente a frente. La miró a los ojos. Esa especie de muerte momentánea lo encendió aún más. La besó con desesperación y rabia.

Isabel no movía ni sus labios ni su lengua. Dentro de su mundo, pensaba, o más bien anhelaba, que el no moverse restaría ganas a su padre, pero no era así. Ella no lo sabía, o tal vez habría actuado de otra manera, pero ese sometimiento sin reproches, era precisamente lo más excitante para él. A su progenitor no le importaba, no encontrar respuestas a sus caricias, si así se les podía llamar. Siguió besándola y mordiéndola, en la boca, las orejas, la nariz y el cuello. La despojó de la sábana que cubría su cuerpo. Luego de admirar su desnudez un breve lapso, la arrojó contra el suelo, para comenzar a quitarse la ropa él también.

De forma por demás rápida, la camisa, los pantalones, los calzones y las botas quedaron regados por la sala. La anatomía del padre de Isabel quedó al descubierto. De no haber sido su hija, gustarle los hombres y no encontrarse en aquella situación, quizá le hubiera resultado atractivo, porque a sus pocos menos de cuarenta el señor tenía un buen cuerpo. Espalda ancha, abdomen plano y pelo en pecho. Brazos musculosos, piernas firmes y sobre todo, una impresionante herramienta entre las piernas. Aunque no la estuviera mirando, Isabel la recordaba muy bien. Larga, gruesa y prieta. Como todo macho orgulloso de estar bien equipado, su padre agarró su pene por la base y, mientras se acercaba a ella, lo meneó de arriba a abajo.

-Mira todo lo que va a ser tuyo, hijita. - Le dijo frotándole una mejilla con su falo - ¿Te gusta? Si, ¿verdad? ¿Cómo no te habría de gustar si eres una putita? Por más que trates de negarlo, acostándote con cuanta zorra cruce por tu camino, se que te encanta la verga. Por eso - acercó la punta de su instrumento a los labios de su hija -, voy a dejar que me la mames por un rato. - La metió casi entera en la boca de Isabel.

El enorme y chorreante miembro, resbaló hasta llegar a la garganta de la muchacha, provocándole unas nauseas que supo reprimir a la perfección; seguía viajando por otras dimensiones. Su padre colocó sus brazos a los costados. Comenzó a follarla por la vía oral. Los labios o la lengua de Isabel no se movieron ni un sólo milímetro. Él enfurecido sujeto continuó metiendo y sacando, de manera vertiginosa, su pija. El glande se alojaba lo más profundo que la posición le permitía y regresaba a la superficie, para de manera inmediata, volver a arremeter en contra de la jovencita. A pesar de la nula cooperación de Isabel, su padre estaba cada vez más excitado. En un principio, no tenía en mente correrse en su boca, pero ya no podía parar hasta que lo hiciera. Su polla siguió entrando y saliendo, hinchándose con cada nueva estocada, hasta que finalmente inundó la cavidad con abundantes chorros de semen.

Por la cantidad de fluidos que llenaban la boca de su hija, se podía adivinar que el señor, no se había vaciado en un tiempo. Fueron casi diez disparos. Parecía que su eyaculación sería eterna. Isabel no tragó una sola gota, por lo que el blanquecino líquido escurría por sus comisuras. Una vez saciada, al menos por el momento, su sed de sexo filial y no consentido, su padre se levantó y se dirigió a la cocina. Isabel quedó tirada, con la boca llena de leche; ni siquiera para escupirla, regresó de su travesía mental.

Su padre volvió de la cocina con un emparedado y un refresco. Se sentó en el sofá. Encendió la televisión para ver caricaturas, mientras comía para recuperar las fuerzas perdidas en su venida. Ahí, sentado, observando las estúpidas aventuras de una niña de las montañas, parecía otra persona. Nadie creería, de escucharlo, lo que minutos antes había hecho. Se veía como un niño, tierno e inocente; de no haber sido por ese impresionante físico, y esa enorme verga que empezaba a erguirse de nuevo, bien pudiera haber pasado por uno.

Una vez terminado el emparedado y el refresco, apagó el televisor y esa expresión de furia regresó a su rostro. Su pene se encontraba firme y duro otra vez. Estaba listo para atacar por segunda ocasión, pero ya no una boca seca, quería algo más. A la vez que comenzaba a masturbarse, para lubricar un poco, le ordenó a su hija que fuera. Ella ni se inmutó. Por primera vez, luego de tantos años de disfrutar de ello, le molestó la actitud de Isabel. No deseaba pararse del sillón. Quería que la chica caminara hasta él y se sentara encima de su pija, pero no podría ser así. Tuvo que levantarse y arrastrar a su hija hasta el mueble. Apretó los dientes. Por su desobediencia, se preparó a castigarla.

Con toda la fuerza contenida en sus poderosas manos, abofeteó a la pobre muchacha, una y otra, y otra vez. No paró hasta que de la nariz y boca de ésta, corrieran ríos de sangre y semen. Cuando creyó que era suficiente, se preparó a penetrarla, pero se le ocurrió un lugar mejor para hacerlo que la sala. La cargó hasta la cocina y, luego de tirar al piso todo lo que había encima de ella, la acostó sobre la mesa. La longitud de las patas era perfecta. El sexo de Isabel le quedaba a la altura de su palpitante polla. Se acomodó entre las piernas de la joven. Buscó con la punta de su mástil la entrada a la gloria, como el llamaba a ese estrecho orificio, y atrajo a su hija hacia él, atravesándola hasta el fondo.

Los brazos del despiadado hombre eran los que se movían. Apartaban y acercaban el cuerpo de su hija, con violencia, sin ningún tipo de contemplación hacia ella. Isabel, que había estado en otro lugar todo ese tiempo, al sentir las fuertes embestidas de su progenitor, no pudo mantener más su indiferencia. Sus ojos se llenaron de lágrimas y comenzó a quejarse por el dolor que, causado por el monstruo que tenía dentro de su vagina, sentía la estaba matando. A él, eso le resultó más excitante. Cada grito y cada lágrima, eran un motivo para seguir destrozándola. No se detuvo. No mostró compasión.

Siguió penetrándola por más de media hora. Además de eso, la espalda y las nalgas de Isabel se astillaron, por la constante fricción contra la mesa. La desdichada chica deseaba morir y reunirse con su querida Paulina, pero los milagros no les suceden a personas como ella. Para su fortuna, su padre no resistió más. Después de una última, y mucho más salvaje estocada, terminó dentro de ella. Se sintió aliviada, pero sólo por un instante. Sabía muy bien, que de regresar a su casa, eso se repetiría todas las noches.

Después del intenso orgasmo del señor, y por órdenes de él, ambos se vistieron para regresar a su hogar. Isabel lo hizo con paciencia, deseando nunca terminar, alargando lo más que pudo el momento de abandonarse a las garras de aquel hombre que, a pesar de todo, no podía odiar. Desesperado por su tardanza, la fue a buscar al cuarto que, minutos antes, había sido testigo del amor que ella tenía por su, entonces ya muerta, pareja. La encontró sentada en la cama, acariciando las sábanas, llorando de manera silenciosa. Se acercó a ella y la abrazó.

-Ya no llores hija. Te juro que todo lo que hice es por tu bien, porque te quiero mucho. Una niña como tú, tan bella y delicada, no podía vivir con esa zorra. Tu lugar está a mi lado. Tu deber es ocupar el vacío que dejó tu madre. Vamos para la casa y olvidémonos de todo lo que pasó. Te prometo que todo va a estar bien. Te amo. - Le dijo mientras le daba un beso en la frente, y salían de la habitación.

Bajaron abrazados las escaleras. Isabel no paraba de llorar. Se sentía tan mal, que ni siquiera volteó a ver a Paulina por última vez. Estaba a punto de sumergirse en su mar de sueños, cuando escuchó el sonido inconfundible de un disparo. Su padre cayó al suelo, con una bala en el muslo derecho. Daniela, la espectacular rubia enamorada de su hija desde hacía tiempo, le había disparado. Él lastimado hombre trató de levantarse, pero de inmediato recibió otro disparo, esa vez en el hombro. Daniela llamó a Isabel y ésta, más aterrorizada que nunca, corrió a su lado.

-He venido a salvarte, amor mío. Tú y yo nos vamos a ir de ésta maldita ciudad. Vamos a vivir como reinas, con el dinero que tu padre me pagó por saber la dirección de Paulina. ¿No estás contenta?

Isabel no podía creer lo que escuchaba. Después de todo, si había sido Daniela la que enteró a su padre, del lugar donde vivía su difunta novia. Su mente comenzaba a bloquearse de nuevo, ante la insoportable realidad que se le presentaba. Luego de besar a la confundida chica, Daniela disparó por tercera vez. La bala atravesó la frente del padre de Isabel, quitándole la vida. Su cuerpo cayó al lado del de Paulina. Su asesina y su hija, salieron de la casa. Se subieron a un auto y escaparon a toda velocidad.

Todo aquello era un error. Pero Isabel no podía razonar en ese momento, estaba paralizada por todos los hechos, eso sin contar el miedo a negarse y morir de un disparo en la cabeza. Deseaba morir, era cierto, pero no de esa manera. Decidió desconectarse otra vez del mundo real. Pensó que lo mejor, era dejar que las cosas que tenían que pasar, pasaran. Como acostumbraba hacerlo, en su infinita cobardía, le dejó su destino a la suerte.

El coche abandonó los límites de la ciudad. Daniela estaba feliz de estar con la mujer que amaba. Imaginaba todo lo que harían juntas. Le dijo a Isabel que la amaba. Ésta, sin saber las consecuencias que eso le traería, le contestó que ella igual. El sol comenzaba a salir, pero sólo para los demás. Isabel...nunca más vería la luz.

Continuará...

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