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A falta de pene...

en Sexo Oral

Jamás había respirado un aire tan lleno de hipocresía. El dueño de la compañía para la cual trabajaba, ese al que todos odiábamos por imponernos un ambiente sumamente presionado y un horario que nos recordaba los tiempos de la esclavitud, había decidido dar una fiesta para festejar por más reciente adquisición: una empresa en bancarrota que le serviría para lavar una buena cantidad de su sucio dinero. Todos sus empleados, entre ellos yo, habíamos sido prácticamente forzados a asistir y la mayoría de ellos se deshacía en halagos y atenciones para ese desgraciado. Puedo entender que tengamos que soportar sus injusticias porque, viviendo en un lugar tan pequeño, falto de oportunidades y teniendo la primaria como grado máximo de estudios, no tenemos más opción, en caso de que querer mantener al menos nuestros hogares y un pato de sopa en la mesa, pero, rebajarnos a adularlo como si lo consideráramos casi un Dios, es muy distinto. Presenciar como algunos de mis compañeros perdían la poca dignidad que les quedaba me asfixiaba.

Buscando un lugar donde aún quedara aire fresco, caminé hasta los rincones del salón donde se llevaba a cabo la celebración. Ahí, sentado en una de las mesas más alejadas, donde la música ya poco se oía y las luces casi nada iluminaban, me encontré con él: un hombre de aproximados cuarenta años, muy guapo. Aunque al principio me llamó la atención su bello rostro de ojos negros y grandes, pestañas largas, nariz recta, boca de labios gruesos, quijada cuadrada y corona entrecana, después me intrigó el que no lo conocía. Las caras de todos y cada uno de los trabajadores de la planta las llevo grabadas en la mente y estaba segura de que la suya nunca la había visto. De haberlo hecho, la habría recordado, alguien tan atractivo como él no se me olvidaría tan fácilmente. Dispuesta a averiguar el porque había asistido a la fiesta y como una vía de escape para lo mal que me la estaba pasando, me acerqué a su mesa. Le pregunté si podía sentarme y en cuanto, después de mirarme de pies a cabeza, me dijo que sí, comencé a charlar con él, esperando conseguir algo más que su nombre.

- Soy Aurelia, trabajo en la empresa del señor Gutiérrez como operadora de producción - me presenté -. Tú, ¿quién eres? ¿Qué haces aquí? - Le pregunté.

- Me llamo Miguel y estoy aquí por la misma razón que tú y que todos los demás: por obligación, para conservar mi empleo. - Contestó.

- Entonces, ¿también trabajas para él? Me parece extraño pues nunca te he visto en la planta, ni siquiera una vez. - Comenté.

- Eso tiene explicación. Yo no trabaja en su empresa de plásticos, sino en su casa, como mayordomo. - Me sacó de dudas.

- ¿Eres su mayordomo? Entonces, ¿hace que sus sirvientes también asistan a sus fiestas? No puedo creerlo. Sí que es un idiota. - Aseguré.

- Pues sí, pero ¿qué le vamos a hacer? No nos queda otra que aguantarlo, si queremos seguir comiendo - dijo -, pero hablemos de otra cosa, de algo más interesante que el arrogante, engreído y estúpido de nuestro jefe. - Propuso.

- Y, ¿cómo de que quieres hablar? - Pregunté.

- No se, tal vez de lo hermosa que estás. Quizá de lo bien que lucen tus senos debajo de ese vestido que llevas puesto. De lo irresistible que eres. - Exclamó, tomándome por sorpresa.

Era cierto que me le había acercado buscando algo más que una simple e inocente plática, pero su manera tan directa de decir las cosas me tomó desprevenida.

- ¿Por qué me dices eso? - Fue lo único que se me ocurrió decir, de lo nerviosa que estaba.

- Porque es lo que pienso, la verdad. Porque me pareces encantadora, tanto que te comería esas tetas hermosas en éste mismo instante. Tanto que hundiría mi lengua en tu coño y la movería en tu interior hasta que te vinieras de manera abundante y en medio de alaridos. - Atacó otra vez.

Ese hombre si que sabía lo que quería, llevaba a la frase "ir directo al grano" a otro nivel, pero su honestidad extrema, algo tan raro entre las personas del mundo moderno, lejos de parecerme insultante o vulgar, me resultó excitante en demasía. De tan sólo escuchárselo decir, me imaginé su lengua hurgando en mi cuevita, la cual por culpa de esas simples frases ya estaba goteando, deseosa de que quien estaba frente a mí cumpliera su promesa.

- ¿Qué me dices? ¿Quieres que me coma tu húmedo sexo, preciosa? - Preguntó.

- Sí. - Respondí de manera seca y concreta, luego de haberlo dudado por unos segundos.

En cuanto me escuchó darle permiso para que me practicara sexo oral, me propuso ir al baño, para que nadie fuera a interrumpirnos. Encontrando su petición muy lógica, me puse de pie y, cuando esperaba que él también se levantara, me siguió con su silla de ruedas. Eso sí que me dejó fría. Nunca me habría pasado por la cabeza la idea de que fuera paralítico, pero así era, lo que explicaba el porque no había dicho verga en lugar de lengua. Intenté que no notara mi reacción y, más por lástima que por convicción propia o deseo, seguí caminando hacia los sanitarios, con él, sentado sobre su silla, detrás de mí.

Entré yo primero, para cerciorarme de que nadie se encontrara en el lugar. Cuando terminé de revisar cada uno de los cubículos, le dije que podía pasar y cerramos con seguro. No sabía que hacer. Antes de que descubriera su problema físico ansiaba un encuentro sexual con él, pero en ese momento lo único que quería era salir corriendo, algo que no hice por consideración a él, otra vez por lástima.

- ¿Qué te pasa? ¿Tienes algún problema con mi invalidez? - Me cuestionó, percatándose del cambio que tuve en mi actitud al verlo en la silla de ruedas.

- No, claro que no. Lo que pasa es que no acostumbro a meterme con extraños y estoy algo nerviosa. - Contesté, tratando de sonar convincente.

- No te preocupes, mujer. No vamos a hacer nada malo, después de todo, estoy paralizado de la cintura para abajo. No te puedo violar. - Dijo en son de broma.

- Tienes razón. - Comenté, luego de una leve risa por su chiste.

- Ven acá. Acércate que yo no puedo hacer mucho al respecto. - Me pidió y accedí de inmediato.

Caminé hacia él y le puse mis senos al nivel de su cara, por pura compasión. Con sus manos y boca, empezó a acariciarlos de una manera tan deliciosa que me sorprendió. No tuvo muchos problemas para volver a tenerme con el sexo como fuente. No podía creerlo, pero era verdad: dejé de verlo como un paralítico y comencé a pensar en él como el hombre que, a pesar de su problema, que al parecer sólo a mi me había molestado, era. Perdí la timidez y, presionando mis pechos hacia el centro, atrapé su rostro entre ellos, mientras sus manos se deslizaban hasta mis nalgas y las masajeaban con maestría, prendiéndome por completo.

Ese hombre me tenía como un volcán a punto de hacer erupción y ni siquiera me había quitado la ropa, lo que hizo al poco tiempo, dejándome completamente desnuda y a merced de sus manos y su boca. Ya sin obstáculos de por medio, lamió mi piel entera, desde mi cuello hasta mis pies y sólo con un poco de ayuda de mi parte. Habiendo ensalivado mi cuerpo, habiendo marcado el que en esos momentos era su territorio, se apoderó de uno de mis pezones al mismo tiempo que me penetraba con sus dedos, provocándome un sobresalto y una aceleración en mis palpitaciones.

Mamó mis pezones hasta que se hartó y, finalmente después de tanto esperar, me pidió que me hincara arriba de la silla, para que mi entrepierna le quedara a modo. Lo obedecí y con calma se fue acercando a ella, expulsando aire por su boca para estimularla aún de lejos. Cuando su lengua tocó por vez primera mi humedecida vulva, de manera instintiva, lo empujé hacia ella, quitándole la respiración por unos momentos, pero él ni siquiera se inmutó. Esperó a que me tranquilizara para empezar con sus maniobras.

Primero lamió los bordes y, poco a poco y en forma de círculos, se fue aproximando al centro. Una vez ahí, emprendió el camino de regreso hacia las orillas, haciendo que me desesperara por tenerlo dentro. Utilizó la misma técnica una y otra vez hasta que, justo antes de que me volviera loca, me penetró. Aquello que sentí entrar en mí, obviamente, no se comparaba con un pene en erección, pero de cualquier manera me complacía, mucho. Miguel sabía darle un muy buen uso a su juguetona lengua, de eso no cabía duda.

Ya estando en mi interior, mi bucal amante dio inició a un apresurado mete y saca al que acompañó con un par de dedos. Lamía, chupaba y movía sus expertas pertenencias dentro de mi vagina y el placer que me hacía sentir era en verdad intenso, aún cuando no había una polla en escena. Me proporcionaba infinidad de sensaciones, siempre cuidando no tocar mi clítoris, dejándolo para el final, como postre. Yo moría porque le pusiera más atención a ese mi inflamado botoncito, pero sabía que su intención era la de impacientarme, por lo que esperé a que él decidiera cuando hacerlo. Después de todo, él era el experto.

Mientras el me complacía con su boca, yo daba de pequeños apretones a mis pezones, duros como piedra. Mi cuerpo se estremecía ante sus caricias y mis caricias mezcladas. Cada vez me era más difícil contener esos sonidos de gozo que aquella lengua me provocaba y que yo, por miedo a ser descubierta, me guardaba. Pero cuando finalmente se ocupó de mi clítoris, ya no pude cerrar la boca. Con cada uno de sus lengüetazos o de sus mordiscos, me arrebataba un fuerte gemido que, para mi fortuna, no podía ser escuchado por el alto volumen de la música y lo alejado de los baños, detalles de los cuales, por tanto placer, me había olvidado. Dejando a un lado sus dedos, que exploraban mi ano, Miguel me fue empujando hacia el que sería el orgasmo más intenso que jamás hubiera experimentado. Tan sólo con su lengua, que no le daba tregua a esa mi sensible protuberancia, consiguió que me derramara de manera abundante y en medio de alaridos, tal y como él mismo lo había dicho. Se bebió todos mis jugos para luego permitirme bajar de su silla, para vestirme y regresar juntos a la fiesta.

- ¿Qué piensas ahora? ¿Aún crees que necesito de una verga para proporcionarte placer, Aurelia? - Me preguntó, como si hubiera leído mis pensamientos antes de que entráramos a los sanitarios donde me había hecho vivir, quizá, los minutos más placenteros de toda mi existencia.

- No, ya no pienso eso. - Contesté de manera limitada, besándolo después.

Pasamos toda la noche charlando de mil y un cosas, conociéndonos más a fondo, aunque yo estaba segura de haber conocido ya la que sin duda era su mejor habilidad, su mejor faceta. Al terminar la fiesta, nos despedimos y cada quien tomó su camino. Prometimos volver a encontrarnos...en la siguiente celebración.

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