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Tres cuentos de hadas

en Sadomaso

La muñeca fea.

La pequeña Mariana estaba emocionada. Siempre que miraba en el televisor algún concurso de belleza, soñaba con ser una de las participantes. Se imaginaba caminando por la pasarela, con la corona y la banda que le otorgan a la ganadora. Incluso, ensayaba un discurso de agradecimientos frente al espejo, aún cuando las reinas de belleza no lo necesitan, se limitan a llorar. En las tardes de juego con sus amigas, uno de esos concursos era la opción preferida. Esa mañana, se enteró de que ya no tendría que conformarse más, con simples juegos. En su escuela habría un certamen de belleza, llamado "La muñeca más bonita". Si bien, no dejaba de ser un evento pequeño, para ella representaba un sueño hecho realidad. Participaría, por fin, en una competencia como las que tantas veces vio en la pantalla. Estaba feliz.

Llegó a casa gritando de felicidad. Arrojó la mochila y corrió a la cocina. Quería contarle todo a su madre, la señora Martínez. Después de preguntarle, "¿qué crees que pasó hoy en la escuela mami?", y tener por respuesta un simple "no se", la niña le relató lo ocurrido. Con una gran luz en sus ojos, una sonrisa preciosa, y una energía desbordante, Marianita le contó hasta el más mínimo detalle a su madre. Ella, con cada palabra que escuchaba, afinaba la navaja con que cortaría los sueños de su hija. La señora Martínez sonreía, sí, pero no porque compartiera la felicidad de la chamaca, sino por la satisfacción que le causaría destrozarla. En cuanto la pequeña terminó de hablar, su madre soltó todo su veneno.

-Está bien que hagan un concurso de belleza en tu escuela. Lo que no me parece, es que tú, participes. ¿Qué no sabes lo que significa belleza? Contéstame, ¿qué no lo sabes? - le gritaba la señora Martínez a su hija.

-Sí, lo se mamá, signifi... - Mariana no pudo concluir la frase, la interrumpió su madre.

-¿Entonces? ¿Por qué diablos te inscribiste? Si sabes lo que significa ser hermosa, entonces también sabes que tú no lo eres. ¿Para qué quieres participar, si de seguro eres la niña más fea del colegio? ¿Para que todos se burlen de ti? Marianita, por Dios, tú y yo sabemos perfectamente que no tienes ni la más remota posibilidad de ganar. - la señora Martínez ya no podía ocultar su placer, le encantaba lastimar a su hija con sus palabras. Nada más de ver, que los ojos de la niña se ponían rojos, sus pezones se ponían duros, y la entrepierna se le humedecía.

-Mami, ¿por qué me dices eso? Yo no estoy fea. - decía Marianita entre sollozos. Conocía muy bien a su madre, lo mal que ésta solía tratarla, pero tenía esperanzas de que esa vez fuera diferente. Le dolía comprobar que no.

-¿Qué no estás fea? Bueno, creo que tienes razón. En realidad estás horrenda. Mira nada más que ojos, parece que eres bizca. Esos pelos de escoba que tienes. Las orejas de Dumbo. Y tu nariz y panza de puerco. Si, ese es el concurso que te quedaría bien, uno que se llamara "La niña más cerda", porque eso es lo que eres hijita, una cerda. No me extrañaría que cuando caminaras por la pasarela, ésta se quebrara y cayeras al suelo. Has de tener como veinte kilos de más. ¿Cómo se te ocurrió que podrías ganar un concurso de belleza? Los milagros no existen corazón. Acéptalo, eres la niña más horrible de todas, siempre lo serás. Será mejor que te acostumbres a estar sola, porque ningún hombre se va a fijar en ti, ni el más feo de todos.

La expresión de Mariana, cambiaba conforme su madre seguía hablando. Toda la alegría y la emoción que había en su rostro, fue sustituida por tristeza y lágrimas. Para la señora Martínez, ver la manera desconsolada en que lloraba su hija, era todo un gozo. Sonreía de oreja a oreja, reflejando maldad y odio. Esa niña a la que trataba con tanta saña, era la causa de que su vida se hubiera arruinado. Su carrera de modelo se vio truncada con su embarazo, nunca pudo regresar a los desfiles de modas. Ver que Mariana se ponía más chula con el paso del tiempo, la atormentaba, le recordaba que sus mejores tiempos habían pasado. De alguna forma debía sacar todo esa frustración, y no encontraba una mejor que insultar a su hija.

La niña no pudo soportar más, los maltratos de su madre. Sin parar de llorar subió a su cuarto, con sus sueños rotos, y sus esperanzas muertas. Cuando los pasos de Mariana ya no se escuchaban, la señora Martínez metió una mano bajo su falda. Se masturbó con ritmo violento, al mismo tiempo que sus ojos se tornaban brillosos. El placer aumentaba, y sus piernas temblaban. Se dejó caer al suelo. El orgasmo fue de suma intensidad. Con él, vinieron también los lloriqueos.

Mariana, mientras tanto, se miraba en el espejo. De no haber sido contaminada con las mentiras de su madre, se habría dado cuenta de que a pesar de tener sólo once años, su belleza podría competir contra la de cualquier mujer. Pero no era eso lo que ella veía, sino una niña con extremo sobrepeso, de facciones toscas, horrible, una cerda, como le decía su madre. Tomó su caja de música. Con furia, la lanzó contra el espejo, haciéndolo pedazos.

Uno de ellos cayó junto a su pie derecho. Se inclinó para tomarlo. Al hacerlo, se pincho un dedo. Le dolió un poco, pero a la vez percibió ese dolor placentero. Una gota de sangre salió por el orificio que hizo el vidrio, y la limpió con su lengua. Le gustó el sabor. Levantó otro trozo de vidrio. Presionó con una de las puntas su piel, dejando atrás con cada milímetro, además de un hilo de sangre, una de las palabras que le dijo su madre. Era como si el dolor, borrara sus tristezas, sus penas. Por unos segundos, tan solo por unos segundos, se sintió libre, feliz.

 

 

El rey de chocolate.

Diego tenía todo lo que siempre deseó cuando era niño. De ser un adolescente endeble, invisible para las chicas, se había convertido en un hombre atractivo, perseguido por docenas de mujeres. Se había graduado de una prestigiosa universidad en el extranjero, como administrador de empresas. El negocio que empezara un par de años atrás, se había transformado en un imperio mundial. Aquel niño pobretón, blanco de las burlas, figuraba ya en la lista de la revista Forbes, como uno de los hombres más ricos del mundo. Diego no podía pedir más, su vida era perfecta.

Esa mañana se encontraba de especial buen humor. Uno de sus consejeros, le había hecho una sugerencia para incrementar sus ganancias. Gracias al avance de la tecnología, para realizar un proceso que antes necesitaba tres hombres, ya nada más se necesitaba uno. Eso significaría, reducir los gastos a la tercera parte, sin disminuir los beneficios. La idea le pareció brillante, lo emocionó. Más excitante era aún, el tener que despedir a algunos de sus empleados. Le fascinaba ver sus caras, cuando escuchaban "estás despedido". Ese día vería muchas, por tal motivo su buen humor.

Desde que entró en su oficina, llamó a su secretaria, para pedirle que cancelara todas sus actividades. Quería disfrutar al máximo, una de sus experiencias favoritas. Obviamente, no podría despedir a todos sus trabajadores de manera personal y a solas, eran demasiados. Por tal razón, escogió de entre todos ellos los que a su parecer, le brindarían más placer. El primero era Fernando Duarte, encargado de un área, que ni recordaba, ni valía la pena hacerlo. La cita estaba hecha para las diez de la mañana. Faltaban cinco minutos. Diego se sentó detrás del escritorio. Esperó impaciente a que llegara la hora. Por fin, el afortunado tocó a su puerta.

El tal Fernando, desde que entró a la oficina de Diego, dejó ver su personalidad altiva. Sin duda, para alguien que disfrutara el humillar a la gente, ese era el mejor candidato. Ver como se doblega alguien que a leguas se nota orgulloso, sería un verdadero espectáculo. Diego invitó a su empleado a tomar asiento. Éste se sentó, y fiel a su sentido de iniciativa, no esperó a que su jefe le dijera el motivo de su llamada, él preguntó.

-¿Para qué me llamó, Señor Flores? - preguntó con voz altiva, Fernando.

-No me gusta darle vueltas a las cosas, así que voy a ser directo con tigo. Te llamé para decirte que estás despedido. - contestó Diego, con notoria satisfacción.

-¿Despedido?

-Si, si, escuchaste bien. Desde éste momento, estás fuera de la empresa.

-Pero, ¿por qué? ¿Cuál es el motivo por el que me está corriendo? Usted no puede hacerme eso, soy uno de sus mejores trabajadores, no me puede correr así como así.

-¿Quién dijo que no puedo? Lo estoy haciendo, ¿o no? Mire, Señor... ¿Cuál era su apellido? ¿Cuál? ¿Cuál?...Ya recordé, Duarte. Señor Duarte, los hombres que estaban bajo su mando, también dejarán de ser parte de la empresa, así que ya no lo necesitaré a usted tampoco. ¿Para qué voy a querer a un supervisor, si no hay personal que supervisar? Haber, dígamelo.

-Pero, ¿cómo que corrió a todo el personal de mi área? ¿Está usted loco? Eso es...

-Silencio. Dese cuenta de quien soy, no creo que le convenga hablarme así, porque además de correrlo, podría hacer que nadie le diera otro empleo. Estoy seguro que eso no sería bueno para usted. Tengo entendido que acaba de adquirir una bellísima casa, sin un sueldo, pagar el crédito le sería muy difícil. Eso sin contar la colegiatura de sus dos hijos, y los caprichos de su esposa. No, no, no, no, no, si yo fuera usted, le bajaría el nivel a mi arrogancia. - Diego no recordaba el nombre del área, de la que Fernando era encargado; pero si, los detalles que hacían de él, un buen candidato para despedir personalmente.

-Perdóneme Señor Flores, no fue mi intención hablarle así, no va a volver a pasar. - el tono altivo de Fernando, había cambiado a uno sumiso. Su orgullo, empezaba a doblegarse.

-Claro que no volverá a pasar, porque en éste instante se marcha. Vamos, fuera. - el momento que seguía después de esas palabras, era el que Diego más disfrutaba, la hora de las suplicas.

-No, por favor, no me eche. Usted mismo lo dijo, necesito dinero para cubrir mis gastos. En otro lado no me van a dar lo que aquí gano, no si empiezo desde abajo. Por favor, no me corra Señor Flores. Se lo suplico. - si segundos atrás su voz era sumisa, ahora estaba a punto del llanto. Fernando se sentía en verdad desesperado, se había olvidado de su dignidad. En lo único que pensaba, era en conservar su empleo, o de otra forma, su vida se arruinaría.

-Déjese de ruegos, que no le van a servir. La decisión está tomada. Márchese por favor, o llamo a seguridad.

-No, por lo que más quiera, - Fernando se puso de rodillas, con las manos juntas, como si estuviera orando - no me despida. Haré cualquier cosa, lo que usted me pida, con tal de conservar mi empleo.

-¿Lo que yo le pida? - preguntó Diego. Nunca había escuchado los ruegos de ningún empleado, pero esa vez, se le ocurrió algo. ¿Por qué no aprovechar la situación, y humillarlo aún más? El sólo pensar las cosas que podría pedirle, lo excitó. Su miembro, guardado bajo sus pantalones, dio muestras de vida.

-Si, lo que usted quiera.

Esas palabras fueron la perdición de Fernando. Diego le pidió, que se acercara a su lugar. Tomó una de sus manos, y la colocó encima del escritorio. Agarró el puro que descansaba en el cenicero, y con él le quemó la palma a Fernando. Éste gritó de dolor, aumentando el placer de su verdugo. Diego no se detuvo, hasta que su ex empleado cayó de rodillas frente a él, doblado por el dolor. Cuando lo hizo, le ordenó quitarse la camisa. Al principio, Duarte dudó, pero Flores le recordó todo lo que perdería de no hacerlo. En un instante, el antes orgulloso hombre, quedó con el torso desnudo. El hombre del puro, bajó su cremallera. Sacó su pene, que estaba ya, duro como una roca.

Fernando supo de inmediato lo que seguía. Le rogó a su ex jefe, le pidiera algo más, eso era demasiado. Como respuesta, recibió una fuerte bofetada, y otro recordatorio. Al humillado sujeto, no le quedó otra opción, se metió aquella verga en la boca. Mientras la mamaba torpemente, le quemaron la espalda con el puro. Duarte dejó de lado el sexo oral, para gritar por el dolor de la quemadura. Diego tomó el abre cartas, y cortó la mejilla de Fernando. "¿Quién te ordenó que pararas? Así te arranque la piel, no tienes porque detenerte", le dijo. El sometido hombrecillo, continuó con su labor.

Diego siguió quemando la espalda de su mamador. Más que sentir los labios inexpertos de Fernando cerrándose sobre su falo, disfrutaba del dolor que a éste le provocaba, y el que no pudiera quejarse. "¿Quién es el tonto ahora?", "Ya no soy el negro flacucho y pobretón, ¿verdad?", "Soy el rey, todos hacen lo que a mí me plazca", fueron algunas de las palabras que pronunció, antes de correrse en la boca de su ex empleado. Fernando se tragó todo el semen, sabía que si derramaba una sola gota, podría irle muy mal. Cuando terminó su trabajo, se puso de pie. No pudo usar la camisa, su espalda estaba quemada, le ardía. El Señor Flores sonreía, satisfecho. Nunca pensó que el provocar dolor el resultaría tan placentero, pero así había sido.

-Ya hice todo lo que me pidió, Señor Flores. Ahora me va a devolver mi empleo, ¿verdad?

-Es verdad, hiciste todo lo que te pedí, pero he cambiado de opinión, - el rostro de Diego era maldad pura - sigues despedido.

 

 

La bella, el malo, y el látigo.

Un hombre está acostado sobre la cama. Se encuentra atado, de las muñecas y tobillos, a los cuatro extremos. Una cuerda más rodea su cuello, pasa por detrás de la cabecera, y regresa hacia su cuerpo. Las ataduras están hechas con fuerza. Se cierran con rabia sobre sus extremidades. La piel en esos lugares se nota un poco violeta, por la falta de circulación. No lo cubre prenda alguna. Cada centímetro de su negra piel queda a la vista. Sus firmes pectorales, vientre plano, piernas y brazos fuertes, y una verga descansando encima de un par de testículos grandes y peludos, todo se puede admirar.

A un lado de la cama, está quien de seguro, hizo todos esos nudos, una bella mujer. Su desnudez es casi similar a la del sujeto. Lleva puestas unas botas de cuero, pero lo demás está al aire. Sus generosos senos, su diminuta cintura, su sexo depilado, todo. En una de las manos, lleva un látigo negro. En la otra, un trozo de vidrio. Se ha subido al colchón, parándose en medio de las piernas del prisionero. "Vamos a comenzar con tu castigo", le dice, para soltar un azote sobre su cara. La mejilla de éste se enrojece, su falo comienza a despertar.

-Has sido un niño muy malo. Has humillado a muchas personas el día de hoy. Por esa razón, debo de castigarte. - dice la mujer, con gran seriedad, disimulando muy bien el gozo que se refleja en sus ojos.

-Si, castígame, me lo merezco. Soy una mala persona. - suplica extasiado el sujeto amarrado a la cama.

La mujer del látigo le propina un azote más, ésta vez, en el pecho, con más fuerza. A ese le siguen otro, y otro, y uno más, hasta llegar a veinte. Conforme se incrementa la cantidad, también aumenta la rabia y la potencia con que ella lo golpea. Su cara ya no puede fingir serenidad. Sonríe, abre sus ojos al máximo. Disfruta cada uno de los latigazos, el sonido que hacen al chocar contra la piel, el que se escucha cuando corta el aire, antes de llegar a su destino, el color rojo que comienza a cubrir el torso de su víctima, todo. Quien recibe las laceraciones, se siente igual o mejor, la dureza y tamaño que ha ganado su pene es la mejor señal.

-Esto es lo que te mereces, - la mujer azota nuevamente el pecho lastimado del hombre - desgraciado.

-¿Qué no tienes fuerzas? ¿Es esto lo más que puedes hacer? Dame más duro perra. Vamos, hazlo.

Y la rubia obedece esas peticiones. Descarga toda su furia en cada nuevo latigazo. Ha perdido la cuenta de cuantos lleva. Su concentración está puesta, en la sangre que empieza a brotar de las heridas. La continuidad y fuerza en los azotes, ha conseguido sangrar al de raza negra. Los delgados ríos de color carmín, corren por su estómago. Unos se pierden entre los negros arbustos que se encuentran más abajo, regándolos, dándoles vida. Otros, resbalan hasta las sábanas, manchándolas. Pero todos, son un símbolo del placer que esas dos personas sienten. El placer de dejar atrás los problemas, y vivir en la libertad que da el dolor, el sentirlo, y el provocarlo.

La voluptuosa mujer se ha arrodillado. Pasa su lengua por las heridas. La sangre que recoge con ésta, se la bebe. El trozo de vidrio que cargaba en una mano, permanece en su lugar. Lo utiliza para incrementar el número de cortadas. Al mismo tiempo que hace nuevos caminos por los costados de su amante, aprieta su mano, para lastimarse también ella. Vierte su sangre en la boca de él, para después besarlo. La saliva se mezcla con el otro fluido corporal. Otros de estos, brotan de sus sexos. El beso es pasional, animal. Los dientes de ella se apoderan del labio inferior de él. Lo jalan. Lo muerden, hasta que su cara se salpica de rojo.

-Dime que me deseas. - ordena la mujer.

-Te deseo. - él le contesta.

-Dilo más fuerte estúpido. Di que quieres que me monte en tu verga, dilo, dilo. - repite la rubia, dándole una cachetada tras otra.

-Quiero que te montes en mi verga. Lo deseo. Lo necesito. - grita emocionado el impresionante negro.

Y así lo hace ella. Se ha dejado caer sobre el enorme falo. Su tamaño y grosor la lastiman, pero eso no hace sino darle más placer. Sube y baja con rapidez. Se escucha la verga rozando sus labios, cuando entra y cuando sale, gracias a lo mojados que ambos están. Los pezones de la rubia están erectos. Disfruta la rudeza con que monta al negro. Para complementar la cabalgata, ha tomado la cuerda atada al cuello. La jala con fuerza, provocando que la espalda de su amante se arqueé. La suelta, el aire vuelve a sus pulmones.

-Dime lo bella que soy gusano. - dice entre jadeos la mujer, tirando de nuevo de la soga.

-Eres hermosa, la más bella de todas, perra. - apenas y puede hablar el sujeto, se le dificulta el respirar.

-Dilo una vez más idiota. Quiero escuchar quien es la que manda desgraciado.

-Eres preciosa, y tú eres la que mandas. Me gusta que me quites el aire, jala más fuerte.

Ella sigue moviéndose, con el enorme pene atravesándole el cuerpo. Cada vez lo hace con más velocidad, así como imprime más energía a los tirones que da a la cuerda. El clímax se acerca, puede sentirlo. Las órdenes no dejan de salir de su boca. Él responde con una voz que se debilita a cada instante, pero se esfuerza cada vez menos por hacerlo. Quiere enfocarse en el placer que le dan esa estrecha vagina, cerrando sus paredes sobre su miembro, y la soga atada a su cuello, impidiendo el paso del aire a sus pulmones.

Los jalones a la reata eran espaciados, le daban segundos de recuperación al tipo, pero ahora es un tirar continuo. La excitación de la mujer es tan alta, que no se percata que su amante ya no puede respirar, ni siquiera un poco. Él no se preocupa por eso. Sabe que de un momento a otro lo soltarán. Además está gozando con la situación. Siente como su verga se ensancha y sus testículos se pegan al cuerpo. Sube y baja, entra y sale. No puede resistir más. Ha explotado en el interior de la rubia, inundándola con su semen. Ella, al sentir los disparos del arma que la llena, acelera su ritmo y llega al orgasmo. Grita como una posesa. El placer invade su cuerpo, es casi insoportable.

La mezcla de sensaciones, la ha sacado del mundo por un instante. Nada existe a su alrededor, nada importa más que su propia satisfacción. El sentirse bella, deseada, capaz de provocar la más potente eyaculación, aún siendo alguien como quien tiene debajo. Ese escape de la realidad, es lo que no le permite controlar la fuerza, con que tira de la cuerda. Él ha dejado de preocuparse por todo, incluida la hora en que soltarán su cuello. Está inconsciente, tanto tiempo sin aire, ha hecho que se desmaye. La mujer recupera poco a poco la razón, justo para ver, que su amante ya ni siquiera se mueve.

Sus juegos han ido demasiado lejos. Toda la libertad que ganó con ellos, se ha esfumado. Ahora se siente atrapada, sin saber que hacer. Ha tomado de nuevo el látigo. Azota una y otra vez el cadáver sobre la cama. Le ordena que se levante, que viva, pero ya nada puede hacer. Agarra el trozo de vidrio. Coloca una punta en su garganta. Con todas las fuerzas que le quedan, se rebana el cuello. La sangre se desliza por sus senos, sus piernas, y llega al colchón y al cuerpo encima de éste. En un par de segundos, la vida también se le escapa. Su cuerpo, cae sobre el del tipo. Las sábanas son rojas; oscuro, el destino de sus almas.

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