miprimita.com

Infidelidad virtual

en Sexo Virtual

Iván se duchó de manera apresurada pues eran ya casi las once, hora en que cada viernes se sentaba frente a su computadora y comenzaba a charlar con esa mujer. Lo hacía los viernes porque era el día que a su esposa le tocaba guardia en el hospital. Era enfermera y por nombre llevaba Lucía. Estaban por cumplir los diez de matrimonio y no tenían hijos. Al principio porque querían disfrutarse el uno al otro y después...ya ni ellos sabían el porque. Quizá porque se acostumbraron a vivir solos o tal vez porque ya no se sentían lo suficientemente unidos como para aumentarle una persona a la familia.

Sí, a pesar de seguir juntos y amarse más que a nadie, ya no sentían esa conexión que tuvieran los primeros días, ese no poder despegarse el uno del otro y contarse hasta qué tan amarilla había sido la orina mañanera. Poco a poco y con la ayuda de sus múltiples ocupaciones, se habían ido distanciando hasta llegar a un punto en el que se dieron cuenta que no se conocían y lo que es peor aún, no intentaban hacerlo. Ya no se decían las cosas importantes, esas en las que se piensa cuando estás a solas o acostado al lado de tu amante, después de un exhaustivo y delicioso hacer el amor.

Iván no sabía el porque su esposa había permitido que llegaran a ese punto, pero sí sabía porque lo había hecho él. Aunque al principio el sexo entre ellos había sido bueno y constante, como lo es casi en todas las parejas recién casadas, con el paso de los años sus secretos lo fueron convirtiendo en algo monótono y cada vez más esporádico. Nunca se había atrevido a decirle que a él lo satisfacía el dolor, el sentir una navaja cortando pacientemente su garganta o una fusta marcando su espalda. El saberse humillado, sometido ante la mujer que ama.

Nunca se había atrevido siquiera a mencionarlo por casualidad en una plática y con el transcurso de los días, por no mostrar esa parte que era tan suya como el ser un famoso conductor de televisión, se fue abriendo una brecha en su cama. Lo que era un colchón matrimonial, se convirtió en un extenso desierto en el que las arenas de los secretos les impedían comunicarse. Y siendo el sexual uno de los campos más importantes de una relación, que se contaminaran los otros fue cuestión de tiempo. Fue cuestión de desayunos silenciosos y cenas aburridas que se volvieran unos extraños.

Por todo lo antes dicho es que le gustaba charlar todos los viernes por la noche, a través de la computadora, con esa mujer. Se identificaba con ella, ya que también era casada y el mismo problema había prácticamente sepultado su matrimonio. Por temor a ser considerada una puta o una loca, no le expresaba sus sádicos deseos a su marido. Por miedo a ser tachada de degenerada o perder al hombre que amaba, con el transcurrir de los años se fue disfrazando de dama sumisa a la que el misionero le parece la única posición válida. Así fue matando, con sus falsas actitudes, el fuego, la pasión.

Era por eso que tanto le agradaba encontrarse con ella, pues al menos por unas horas y utilizando frías palabras, podía cumplir sus fantasías, esas que por miedo, cobardía o estupidez no comentaba con su esposa. Era por eso que tan apresuradamente tomó un baño para no llegar tarde a la cita. Era por eso que no se vestía, para mostrarse tal y como era a pesar de que no usaban cámara por mutuo acuerdo. Era por eso que con claro nerviosismo se conectaba a internet y, con una enorme sonrisa en su rostro delatando su felicidad y compitiendo contra la enorme erección que de tan sólo rozar el teclado con la yema de sus dedos ya tenía, lanzaba la frase que daba inicio a la conversación.

Buenas noches, mi señora.

Buenas noches, amor.

¿Cómo se encuentra?

Desnuda y ansiosa por descargar mi furia en contra tuya. Desnuda y con mi sexo ya húmedo de tan sólo imaginar lo mal que voy a tratarte ésta noche.

Yo también estoy desnudo y mi verga está que explota de pensar lo que va a hacerme.

Eres un niño taaaan malo. ¿Quién te dio permiso de empalmarte, estúpido? Quiero que golpees tu cabeza contra la pared como castigo. Quiero que te sangres la frente por no controlar tus ganas e instintos. Quiero que te duela para que así se te baje esa maldita calentura. No debes de excitarte si yo no te lo digo, si yo no te lo ordeno. ¿Entendiste?

Sí, mi señora.

Y obedeciendo a las palabras de esa mujer, Iván se levantó de su asiento y caminó hacia el muro más cercano. Como si ella estuviera vigilándolo desde el otro lado de la pantalla y no quisiera hacerla enojar, impactó su cabeza contra la pared en tres ocasiones. La fuerza de los golpes fue la suficiente para abrir esa herida que mencionaba esa mujer. La sangre comenzó a correr desde su frente y al llegar a sus labios, la atrapó extasiado con su lengua. Le gustaba hacerse daño, pero más le gustaba que alguien se lo pidiera, que alguien se lo ordenara. Y esa mujer lo hacía y por eso se le había vuelto un vicio charlar con ella. Por eso cumplía todos sus mandatos en lugar de sólo pretender hacerlo, ya que al fin y al cabo ella no lo observaba y no podía saber si eran verdad sus palabras. Pero no le era posible mentirle, prefería hacerlo con su esposa al intentar explicar el porque de las cicatrices.

¿Ya has hecho lo que te he ordenado, basura?

Sí, mi señora. Tal y como me lo dijo, he golpeado mi cabeza contra el muro y mi erección ha disminuido.

Muy bien, amor. Ahora quiero que te describas para mí.

Pero... ¿para qué si ya sabe como soy? Ya lo he hecho antes.

No cuestiones mis órdenes, por una chingada. Si te digo que te describas, eso mismo haces. Por tu desobediencia voy a abofetearte hasta que tus mejillas sangren de la misma manera que tu frente.

Sí, mi señora. Castígueme por cuestionar sus deseos. Golpéeme hasta que esté satisfecha.

¿Puedes sentir mis golpes, desgraciado? ¿Puedes sentirlos?

Sí, mi señora.

Y te gustan, ¿verdad? Te gustan porque te hacen saber lo poco que vales, lo insignificante que eres.

Sí, me gustan. Le pido que no pare, por favor. Le ruego que continúe golpeándome. No valgo nada y merezco ser castigado por ello.

Iván tecleaba esas palabras con lentitud, ya que, para hacer más vivo el castigo que le propinaba esa mujer, él mismo se abofeteaba una y otra vez. Y al mismo tiempo que sus palmas chocaban contra sus mejillas, su miembro, que luchaba por mantener flácido hasta nuevo aviso de parte de su señora, se convertía en una fuente de líquido preseminal. Le satisfacía sentirse sometido, saberse a merced de esa mujer al otro lado del monitor. Gozaba leyendo cada letra que ella escribía, como si en lugar de caracteres fueran verdaderos y certeros golpes contra su cara. Lo disfrutaba y mucho.

¿Ahora sí vas a describirte para mí, gusano?

Sí, mi señora. Lo haré.

Muy bien, amor. Dime cómo eres.

Soy alto, mido cerca de uno noventa. De complexión media y piel morena. Cabello castaño oscuro, corto y ligeramente ondulado. Ojos color café y cejas pobladas. Nariz recta y labios delgados. Uso bigote y barba de tres días. Cuello amplio y con la manzana de Adán notoria. Espalda ancha y brazos fuertes. Manos grandes de dedos largos y uñas bien cuidadas. Torso cubierto completamente por un vello que baja por mi estómago, ligeramente afectado por la comida chatarra, pasa por mi ombligo y se vuelve más abundante en mi pubis. Piernas largas y ejercitadas, también peludas. Pies grandes. Un trasero de esos que no se notan al llevar pantalones, pero resulta agradable al contacto directo, firme y redondo, también lleno de pelos. Y por delante un par de grandes testículos que cuelgan junto con una...

Detente ahí. No quiero que me hables de tu pene hasta que lo tengas duro como una roca.

Y... ¿podría usted ayudarme a ponerlo así, mi señora?

Está bien. Has hecho lo que te he pedido y has aguantado mis castigos, creo que te mereces un poco de cariño.

Gracias. Muchas gracias, mi señora.

Voy a ayudarte hablándote de mi físico. Quiero que con cada parte que de mi cuerpo te describa, tu erección vaya subiendo de tono. ¿Has entendido?

Sí, mi señora.

También soy morena y de cabello castaño oscuro. A diferencia de ti, no soy tan alta. Mido apenas uno setenta, pero eso no significa que no pueda hacer contigo lo que se me plazca. Mis rasgos no son tan finos como los que tú describes, pero estoy segura que en conjunto lucen más bellos que los tuyos, porque tú eres una basura y yo una diosa, tu diosa. Soy delgada, ya no tanto como lo era antes de casarme, pero sigo levantado suspiros con mi estrecha cintura. Piernas bien torneadas y libres de celulitis. Unas caderas anchas y unas nalgas preciosas que son envidia de todas mis amigas y que tú nunca podrás tener, pues eres tan poca cosa que sería demasiada bondad de mi parte dártelas. Mis senos no son grandes, no como las de esas modelos de revistas que estoy segura hojeas para calmar la calentura que no puedes saciar con alguien real pues eres tan insignificante que nadie se fija en ti, ni siquiera tu esposa. Pero están firmes y coronados por unos pezones color marrón que mientras te digo esto, al imaginar lo mucho que me deseas, se van poniendo cada vez más duros. Y mi entrepierna, concha, sexo, coño o como sea que tú lo llames en tu enorme estupidez, mojado y palpitando por una verga, una que no será la tuya porque como he dicho antes, no vales nada y no mereces tener algo tan bueno como yo. Así de atractiva soy, así de hermosa estoy. Seguramente que tú cosa se ha parado como nunca antes, ¿verdad? Se ha parado al escuchar el mujerón que está enfrente y que nunca podrá tener porque eres un idiota, un don nadie, una basura que no tiene el más mínimo valor. Está como piedra, ¿verdad?

Sí, mi señora. Está como piedra por lo hermosa que eres.

Dime, ahora sí, como es. Dime de que color, de que tamaño y que sabor.

Es un poco más oscuro que el resto de mi piel, sobre todo de la mitad hacia la punta. Es bastante grueso y las venas se le marcan. Está un poco inclinado hacia la derecha y el prepucio aún cubre la cabeza, que es color gorda y color púrpura. Me mide unos dieciocho, está como piedra, palpitando y escupiendo de tan excitado que está por su descomunal belleza, mi señora.

Sí que es un buen pedazo de carne. Casi se me antoja, pero su dueño es una mierda que le quita todo el encanto. Repítelo después de mí: eres una mierda que no vale nada.

Sí, soy una mierda que no vale nada.

Por eso no podrás meter esa tu herramienta en mi mojado y tibio sexo. Tendrás que conformarte con una lenta y delicada paja. Mastúrbate para mí y hazlo con lentitud, como si te diera vergüenza hacerlo porque sabes no mereces ni una pizca de atención o placer. Hazlo y dime cada uno de tus movimientos.

He tomado mi verga con tres dedos, a la mitad de su longitud. Los he comenzado a mover de arriba abajo y abajo arriba, sintiendo como ese cosquilleo empieza a nacer desde mi sexo y sube por mis venas, erizando el vello de mis brazos, piernas y pecho. Me masturbo con paciencia, con lentitud. Tal y como usted me lo ha ordenado mi señora. Jalo el prepucio y de vez en cuando masajeo solamente el glande, mojando mis dedos con lubricante que hacen más fácil y placentero mi trabajo. Recorro una y otra vez el tronco de mi polla, de ésta endurecida y palpitante polla que ansía alguna vez estar en usted, en sus adentros. Y con esa imagen que se nunca será realidad, por lo poca cosa que soy yo y lo grande y bella que es usted, sigo frotando la suave y a la vez rugosa piel de mi miembro, una y otra vez, con calma, con esa vergüenza que me da el gozar pues se que no me lo merezco. Me masturbo y lo disfruto porque se que lo hago por usted, para usted. Por sus órdenes y deseos.

Muy bien. Lo haces muy bien y por eso voy a recompensarte. Voy a cortar esa tu morena piel con la hoja plateada de mi navaja, ahí justo donde se hace notoria esa manzana de Adán de la que antes me hablaste. Siente el filoso frío del metal, acariciando tu cuello, preparándose para hacer presión sobre él y manchar tu pecho con su sangre. Siéntelo y siéntete en mis manos. Date cuenta que soy dueña de tu vida. Date cuenta de que puedo acabarte en un segundo si así lo quisiera. Date cuenta que eres una basura que goza al sentirse sometido, en las manos de alguien más, en las manos de una mujer bella y hermosa como yo. Date cuenta y no pares de masturbarte. Quiero que tu sangre se derrame por tu torso, llegue hasta tu entrepierna y se mezcle con ese lubricante que tu verga ya expulsa con generosidad para que así, revueltos ambos fluidos sea más fácil tu tarea y el placer, que gracias a mí tienes y del cual no eres merecedor, aumente. ¿Sientes el filo de la navaja, rasgando tu piel en el límite de la vida y la muerte? ¿Lo sientes?

Sí, lo siento. Siento como va cortando suavemente y el carmín ilumina mi moreno cuerpo. Y no paro de masturbarme, disfrutando el que mi vida esté en sus manos. Gozando con cada una de las heridas que usted, mi señora, me hace en su infinita misericordia.

Y no sólo corto tu cuello. Hago lo mismo con tu pecho, vientre y brazos. Puedo ver esos gestos de dolor cuando el arma atraviesa tu piel, de la misma manera que esa verga que mueves entre tus dedos nunca me atravesará a mí. Y me complace verte sufrir, saber que en cualquier momento podría perforar tu corazón y acabar con tu miserable vida, haciéndole un favor a éste mundo que seguramente sería mejor sin una mierda como tú viviendo en él. Siente como me acerco a tu sexo. Tiembla ante la posibilidad de que puedo separarlo de tu cuerpo con un simple pero contundente corte. Tiembla y goza con ese miedo, ese temor que te provoca la incertidumbre, la de saber que repentinamente, si yo así lo deseo, puedes quedarte sin huevos de manera literal, puedes convertirte en una mujercita y no ocultar más lo poco hombre que eres. Siente ese miedo y compláceme con tu dolor. Siéntelo y no pares de masturbarte, pues podría ser la última vez que tengas esa tu endurecida verga entre tus dedos.

Sí, lo siento. Siento ese miedo que me provoca el poder que tiene sobre mí, el estar a su merced. Lo siento y no dejo de masturbarme, para usted, por usted.

Iván no mentía al decir que podía sentir ese miedo. Si bien esa mujer no estaba ahí para lacerar su cuerpo, tenía sus propias manos para hacerlo. Y así, mostrando una gran habilidad para ocuparse de varias tareas a la vez, continuaba masturbándose al mismo tiempo que escribía y se auto cortaba utilizando el abre cartas. Su cuello y torso eran ya un mapa de finas o toscas heridas que, juntas, formaban un río de sangre que desembocaba en su sexo y se mezclaba con el líquido preseminal, haciendo, justo como esa mujer se lo había ordenado, más fácil su tarea de darse satisfacción.

¿Estás excitado?

Sí, mi señora.

¿Qué tan excitado?

Mucho, mi señora. A punto de venirme.

Entonces detente. Tú no seguirás masturbándote ni yo seguiré cortándote, pues se muy bien que eso te gusta y no quiero darte más placer. Ahora es tu turno de satisfacerme. Tendrás el privilegio de probar mi sexo, el premio de hundir tu cara entre mis piernas y tu lengua entre mis labios. Hazlo ahora, maldito bastardo. Hazme gozar que soy tu reina, tu diosa.

Sí, mi señora.

Mueve tu lengua, rápida y ferozmente.

Sí, rápida y ferozmente. La muevo por toda su vulva. Sus jugos me llenan la boca con ese exquisito y embriagante sabor que me enloquece. Siento su envolvente calor cubrir mi lengua y la meto un poco más adentro. He comenzado a utilizar también un par de dedos que...

¿Quién te dijo que hicieras eso, grandísimo idiota? Mereces un castigo por tu atrevimiento. Mereces que te azote con mi látigo y voy a hacerlo. Voy a hacerlo, pero tú no dejes de mover esa lengua y ya que los has metido, deja ahí esos dedos.

Sí, mi señora.

Siente el rigor de mis azotes contra tu espalda. Siéntelos y conforme el dolor crezca mueve más rápido tu lengua en mi sexo. Siente como tu piel se va tornando colorada y luego, tras tantos azotes, comienzan a formarse grietas sobre ella. Siente como te hago llagas sobre las llagas y como gozo al hacerte sufrir. Siéntelo y no dejes de satisfacerme, que estoy a punto de explotar.

Sí, mi señora. Lo siento, siento la fuerza de sus azotes agrietando mi espalda con esa furia y poder que le caracterizan. Y no me detengo porque se que merezco esos golpes, por ser tan poca cosa, un don nadie que tiene el privilegio de hacer gozar a una diosa como usted y debe de pagar por ello. Lo siento, mi señora. Lo siento.

Y en verdad que Iván sentía cada uno de esos latigazos sobre su espalda, pues utilizando el cable del ratón que previamente había desconectado, se lastimaba él mismo. Se azotaba una y otra vez haciendo esas llagas de las que esa mujer hablaba. Y gozaba con ello y su erecto pene no dejaba de escupir presemen. Y movía su lengua, como si en verdad su cabeza estuviera hundida entre las piernas de quien llamaba su señora. La movía con velocidad e imitando hacerlo dentro de aquel que imaginaba como el más húmedo, tibio y delicioso coño. Y disfrutaba pensar que en realidad ella estaba a punto del clímax y que del otro lado del cable, se masturbaba pensando en él.

Y así era, pero él no podía saberlo. Del otro lado de la pantalla, en la soledad de una oficina a media noche, esa mujer, vestida nada más que con un sostén de encaje negro, se masturbaba frenéticamente, imaginando que sus dedos eran los de ese hombre al que tanto le agradaba sentirse golpeado y sometido por ella. Del otro lado de la pantalla, en las depresivas y antiguas instalaciones de una clínica, esa mujer estaba a punto de llegar al orgasmo y todo su cuerpo comenzaba a temblar con esa corriente eléctrica que de su entrepierna empezaba a nacer.

Sí, sigue así desgraciado. Ya casi. Falta poco. Me voy a venir, me voy a...

Esa mujer no pudo continuar tecleando, verdaderamente había llegado a la cima máxima del placer y se corría de manera abundante sobre esa silla de cuero en la que estaba sentada con cuatro de sus dedos enterrados en su vagina. Sus gritos eran fuertes y de no haber sido porque se encontraba a solas con decenas de sedados enfermos, alguien la habría descubierto en pleno acto virtual. De no haber estado sola, de seguro habría perdido su empleo por no atreverse a hacer con su marido, lo que con ese hombre desconocido imaginariamente hacía.

Gracias, mi señora. Gracias por haberme dado el privilegio de hacerla terminar.

De nada, bastardo. Ahora como premio a tu obediencia y buen desempeño, voy a permitir que tú también lo hagas. Vuelve a masturbarte, pero ésta vez con furia y sin detenerte hasta que expulses todo ese semen que seguramente, por tu mala suerte con las mujeres, incluyendo a tu esposa, tienes, has de guardar.

Sí, mi señora.

Dime como lo haces. Dímelo, hijo de puta.

He rodeado mi verga con mi mano. La agito con gran rapidez y fuerza, casi lastimándome. Una y otra vez. Estoy a punto de eyacular, puedo sentir ese torrente de semen que en la semana he acumulado subiendo por mis conductos, hacia la punta de mi hinchado pene, preparándose para salir al mundo y darse cuenta de lo estúpido y poca cosa que es su dueño. Siento ese hormigueo en mis testículos dirigirse hacia mi polla. Lo siento, ya casi termino. Ya casi termino. Ya casi ter...

Al igual que antes lo hiciera esa mujer, Iván interrumpió su escritura para disfrutar de su orgasmo, uno de lo más intensos que con ella había tenido. Disparó espesos y potentes chorros de semen contra el monitor, el teclado, el piso y sus piernas. Parecía que su corrida no tendría fin y cuando éste llegó, no dejó de masturbarse. Continuó haciéndolo hasta que la verga le dolió de lo sensible que había quedado por la venida. Eso era quizá lo que más le gustaba, cruzar la delgada línea que separa al placer del dolor. Y con esa mujer podía hacerlo.

Muy bien. Ahora que te has derramado, quiero que limpies tu venida usando solamente tu lengua. Después quiero que hagas lo mismo con tu sangre, como si estuvieras haciéndome una ofrenda a mí, a tu diosa. Hazlo, gusano.

Sí, mi señora.

Iván se levantó de la silla y, cumpliendo el mandato de esa mujer, comenzó a recoger con su lengua los restos de semen regados por todo el equipo y parte del suelo y su cuerpo. En esos lugares donde no alcanzaba a llegar, hacía uso de sus dedos con miedo a enfurecer a su señora, como si ella pudiera darse cuenta de ello. También limpió sus heridas, que poco después volverían a sangrar al no haber sido debidamente atendidas. Bebió su propio esperma y su propia sangre, ofreciéndolos mentalmente a su señora, a su diosa, sintiéndose feliz de complacerla hasta la última palabra.

Ahora te daré una última orden. Quiero que vayas al motel "El rinconcito" y quiero que lo hagas en una hora, ni un segundo más o menos. Quiero que lleves puesta una camisa blanca sin abotonar, que pueda ver esas heridas que seguramente te has hecho a lo largo de nuestras conversaciones. Quiero que te pongas un pantalón de manta y no lleves nada abajo, que se transparente esa verga que tan bien me has descrito. Quiero que vayas al motel y te dirijas a la habitación número cinco. Ahí te estaré esperando, lista para maltratarte en vivo y en directo. ¿Has entendido?

Sí, mi señora. Ahí estaré.

Hasta dentro de una hora, entonces.

Hasta dentro de una hora.

En cuanto Iván escribió esa última frase, se levantó apresuradamente de su asiento para buscar en el armario las prendas que esa mujer le había ordenado llevara. Se vistió tal y como ella se lo había pedido y bajó a la cochera. Subió a su auto, lo encendió y arrancó a toda velocidad, pues ese motel estaba a las orillas de la ciudad y si no se daba prisa no llegaría en el tiempo pactado. Por su parte, esa mujer dejó sus ocupaciones esperando que nadie lo notara y caminó hacia el lugar de la cita, situado a unas cuantas cuadras de la clínica. La hora acordada transcurrió y la puerta del cuarto número cinco del motel "El rinconcito" se abrió. Había llegado el momento de que esas dos personas que tan bien se entendían en el mundo virtual, averiguaran si también podían hacerlo en el mundo real.

Y ahí, tendida sobre la cama usando nada más que un corsé y unas bragas negras de cuero, estaba esa mujer. Era tal como lo había dicho. No había mentido en nada, pero tampoco lo había dicho todo. No había comentado ni su nombre, el de su marido o su profesión. Por ese omitir información e ignorando las pistas que siempre existen en esos casos, fue que Iván se sorprendió al darse cuenta de que esa mujer, con la que cada viernes desahogaba sus fantasías y la que en ese momento estaba esperándolo acostada en la cama de ese motel, no era otra que Lucía, su esposa.

Jamás se había sentido tan mal. En su cuerpo se mezclaban sentimientos tan diferentes como la rabia y la vergüenza. No podía creer que el destino pudiera tener coincidencias como la que en ese momento acababa de descubrir. Se sentía apenado por mostrarse de esa forma ante quien llegó a considerar un ser sagrado, al mismo tiempo que tenía ganas de abalanzarse contra ella y matarla a golpes o follarla como nunca. No supo que hacer o que decir, así que decidió salir de la habitación y olvidarse de todo eso, hacer como que nada había pasado.

No te atrevas a abandonar el lugar, maldito bastardo.

Lucía estaba igual o más confundida y sorprendida que su esposo, pero se percató de lo que ahí sucedía y no estaba dispuesta a cometer un segundo error. Le ordenó a Iván que diera media vuelta y se acercara a la cama. Éste, al escuchar tanta firmeza en la voz de su mujer, no pudo hacer otra cosa que obedecer. Ese gusto por sentirse sometido y dominado, fue más fuerte que toda esa mezcla de sensaciones que en su corazón y mente luchaban. De oír a su esposa emitiendo mandatos como nunca antes lo había hecho, comenzó a excitarse. Su verga se levantó, formando una carpa a la que no pudo ignorar. Caminó lentamente hacia la cama, desnudándose justo como Lucía se lo pedía, mostrándose en todo su esplendor ante esa que entonces vio como su señora, como esa mujer con la que charlaba cada viernes por la noche. Y ella descubrió en él al hombre que siempre deseó y por miedo nunca buscó. A ese hombre sobre quien podría descargar su furia y sus ganas, sin temor a sentirse una depravada. Juntaron sus cuerpos, sus sexos, dispuestos a recuperar el tiempo perdido. Dispuestos a castigar y ser castigados por esos diez años de secretos.

Mas de edoardo

Mi hermano es el líder de una banda de mafiosos

Pastel de tres leches

Hasta que te vuelva a ver...

Regreso a casa

Plátanos con crema

El galán superdotado de mi amiga Dana...

Porque te amo te la clavo por atrás

Runaway

Mi segunda vez también fue sobre el escenario

Mi primera vez fue sobre el escenario

¡Hola, Amanda! Soy tu madre

En el lobby de aquel cine...

El olvidado coño de mi abuela...

Consolando a Oliver, mi mejor amigo

En el callejón

Prácticas médicas

Donde hubo fuego...

Cabeza de ratón

Hoy no estoy ahí

Mi hermanastro me bajó la calentura

Tatúame el culo

Jugando a ser actor

Yo los declaro: violador y mujer

Pienso en ti

Hoy puedes hacer conmigo lo que se te plazca.

Y perdió la batalla

Prestándole mi esposa al negro...

Padre mío, ¡no me dejes caer en tentación!

¿Cobardía, sensates o precaución?

¿Pagarás mi renta?

Al primo... aunque él no quiera

Sexo bajo cero

Raúl, mi amor, salió del clóset

Lara y Aldo eran hermanos

La Corona (2)

Fotografías de un autor perturbado

Diana, su marido y el guarura

La mujer barbuda

No sólo los amores gay son trágicos y clandestinos

Una oración por el bien del país

El gato de mi prometido

Doble bienvenida mexicana

Doscientos más el cuarto

Llamando al futuro por el nombre equivocado.

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo! (3)

Todavía te amo

Simplemente amigos

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo! (2)

¡Adiós hermano, bienvenido Leonardo!

La casi orgásmica muerte del detective...

Internado para señoritas

¡Qué bonita familia!

La profesora de sexualidad.

Podría ser tu padre

Si tan sólo...

Su cuerpo...

Culos desechables

El cajón de los secretos

Agustín y Jacinta (o mejor tu madre que una vaca).

Una mirada en su espalda

Un lugar en la historia...

Veinte años

Razones

Sorprendiendo a mi doctor

Un intruso en mi cama

Una vez más, no por favor, papá

Tu culo por la droga

Lazos de sangre

Cantos de jazmín

El mejor de mis cumpleaños

Tres por uno

Con el ruido de las sirenas como fondo

Heridas de guerra

Regalo de navidad.

Cenizas

Botes contra la pared

Madre e hija

Dímelo y me iré

A las 20:33 horas

A lo lejos

Prostituta adolescente

En la plaza principal

¿Por qué a mí?

Después de la tormenta...

Dando las... gracias

Tantra

Lo tomó con la mano derecha

Querido diario

Mírame

A falta de pene...

Río de Janeiro

Dos hermanas para mí

Sucia pordiosera

Un Padre nuestro y dos ave María

Ningún puente cruza el río Bravo

Metro

Tengo un corazón

Masturbándome frente a mi profesora

Regresando de mis vacaciones

Un beso en la mejilla

TV Show

Buen viaje

Noche de bodas

Máscaras y ocultos sentimientos

Caldo de mariscos

Una más y nos vamos

Interiores y reclamos

Suficiente

Cancha de placer

Caballo de carreras.

Puntual...

La ofrecida

El fantasma del recuerdo

Tiempo de olvidar

París

Impotencia

Linda colegiala

La corona

Tratando de hacer sentir mejor a mi madre.

En la parada de autobuses

Crónica de una venta necesaria.

Serenata

Quince años

Gerente general

Lavando la ropa sucia

Cuéntame un cuento

¿A dónde vamos?

Háblame

Licenciado en seducción

Galletas de chocolate

Entre espuma, burbujas y vapor

Sueños hechos realidad

Madre...sólo hay una

Más ligera que una pluma

Una botella de vino, el desquite y adiós

Cien rosas en la nieve

Wendy, un ramo de rosas para ti...

Gloria

Juntos... para siempre

El apartamento

Mentiras piadosas

Pecado

Vivir una vez más

Julia, ¿quieres casarte conmigo?

Para cambiar al mundo...

Dos más para el olvido

Ya no me saben tus besos

Embotellamiento

Húmedos sueños

Por mis tripas

Ximena y el amante perfecto

Inexplicablemente

Quiero decirte algo mamá

Entrevistándome

Recuerdos de una perra vida (4)

Recuerdos de una perra vida (3)

Recuerdos de una perra vida (2)

Recuerdos de una perra vida (1)

Una vela en el pastel

Zonas erógenas

Frente al altar

Ojos rosas

Abuelo no te cases

Mala suerte

Kilómetro 495

Mi primer orgasmo

El plomero, mi esposo y yo

En medio del desierto

El otro lado de mi corazón

Medias de fútbol

Examen oral

El entrenamiento de Anakin

Un extraño en el parque

Tres cuentos de hadas

No podía esperar

La fiesta de graduación

Ni las sobras quedan

La bella chica sin voz

Feliz aniversario

Dejando de fumar (la otra versión)

Una noche en la oficina, con mi compañera

La última esperanza

Pedro, mi amigo de la infancia

Sustituyendo el follar

Dejando de fumar

Buscándolo

La abuela

Tan lejos y tan cerca

Entre sueños con mi perra

Tu partida me dolió

Ni una palabra

Mis hermanos estuvieron entre mis piernas.

Compañera de colegio

La venganza

Tras un seudónimo

Valor

La vecina, mis padres, y yo

La última lágrima

Sueños imposibles

Espiando a mis padres

La amante de mi esposo

Al ras del sofá

La última cogida de una puta

Confesiones de un adolescente

Esplendores y penumbras colapsadas

Volver

Celular

El caliente chico del cyber

Friends

La última vez

Laura y Francisco

El cliente y el mesero (3-Fin)

El cliente y el mesero (2)

El cliente y el mesero (1)

El ángel de 16 (6 - Fin)

El ángel de 16 (5)

El ángel de 16 (4)

Asesino frustrado

El ángel de 16 (3)

El ángel de 16 (2)

Por mi culpa

El ángel de 16

Triste despedida que no quiero repetir

Un día en mi vida

Utopía

El pequeño Julio (la primera vez)

El amor llegó por correo

El mejor año

Mi primer amor... una mujer

My female side