Hacía un buen rato desde que había caído la madrugada. Serían las tres o las cuatro, no lo recuerdo. Las calles estaban vacías. Algunas lámparas descompuestas, las dejaban a media luz. No se escuchaba más que el soplar del viento, y mis tacones sobre el asfalto. Llevaba varias horas caminando, así, sin rumbo fijo, sin compañía alguna, ya que ni siquiera la luna se digno a aparecer. Mis piernas estaban cansadas, apenas y las sentía, pero no paraba en mi andar. Prefería soportar esas punzadas en las pantorrillas, que la soledad de mi casa. Mi esposo, después de nueve años de casados, me había abandonado.
Cuando salí del trabajo, conduje hasta el teatro de la ciudad. Compré dos boletos para la obra que se presentaba esa noche, y me dirigí a casa. Abrí la puerta emocionada, feliz de haber decidido romper la rutina. No podía esperar a darle la sorpresa. Al atravesar el pasillo, grité su nombre un par de veces. No tuve respuesta. Lo busqué por todas las habitaciones, y nada. Mi marido no estaba en el departamento. Me deprimí un poco, de nada había servido mi iniciativa. De seguro se quedaría hasta tarde en la oficina, como regularmente lo hacía. Para distraerme, decidí hacerle una deliciosa cena.
De entre tantas recetas apuntadas en mi libreta, escogí para preparar, un platillo exótico con pollo y frutas. Caminé hacia el refrigerador, esperando hubiera dentro todos los ingredientes necesarios, y ahí, en la puerta de éste, estaba la nota. Era un mensaje de Claudio. Sería una explicación para su tardanza, pensé. Error. Conforme leía el recado, mi rostro cambiaba, mis ojos se rasgaban. Al llegar al punto final, dejé caer el papel, y llevé una mano a mi boca. Solté en llanto, como nunca creí hacerlo, no por un hombre. Estaba acostumbrada a ser yo, la que rompiera con la relación. El que fuera al contrario, fue tal vez lo más doloroso, más aún, que saber el nombre de la tercera en discordia.
Luego que se me acabaron las lágrimas, me sentía asfixiada en aquel lugar. Las paredes parecían cerrarse sobre mí, todo me daba vueltas. Corrí hasta la puerta y salí a la calle. Pensaba en ella, en Alejandra, su secretaria. El día que la conocí, no podía imaginar que tuviera más de quince. Se veía en verdad muy joven, pero debía tener al menos dieciocho, de otra forma Claudio no la habría contratado. No podía creer, que mi esposo me había dejado por una adolescente. De inmediato vinieron preguntas, ya clásicas, a mi cabeza. ¿Qué había hecho mal?, ¿ya no era atractiva?, ¿mis treinta y cuatro años eran demasiados?, y otra serie de cuestionamientos que no me provocaron, más que una depresión mayor.
Caminé para olvidar. Lo hice por horas, hasta desconocer los rumbos y sacar ampollas a mis pies. El olvido, jamás llegó. Con cada paso que daba, me sentía más dentro de un gran hoyo. Por mi cabeza cruzó la idea, varias veces, de arrojarme contra el primer automóvil que pasara. Para mi mala suerte, o por mi mala suerte, no encontré uno solo en toda la maldita ciudad, no uno encendido y circulando. Seguí adentrándome en lugares para mí desconocidos, en barrios cada vez más pobres. Rogaba porque apareciera un maleante, y en un intento de asalto, me diera un tiro, pero tampoco sucedió tal cosa. Fue entonces que llegué a un parque. Sentado en una banca, estaba él.
Llevaba puesta una playera blanca, unos jeans rotos de las rodillas, y tenis. Por el tipo de vestimenta, calculé que no rebasaría los veinticinco. Cubría su cara con sus manos, ocultando su llanto. Me quedé un momento observándolo. Su manera tan desaliñada de vestir, lo vulnerable que aparentaba ser, y mi propia fragilidad emocional en esos instantes, me hicieron verlo como el más atractivo de los hombres. No podía observar su cara, ni mi parte preferida de la anatomía masculina, los glúteos, pero aún así me resultaba encantador. Casi por instinto propio, mis pies se movieron con dirección a él. En pocos segundos, estaba parada a su lado.
Al darse cuenta de mi presencia, el muchacho levantó la cabeza. Me di cuenta de que no tenía la edad que yo había calculado, era sin duda mayor, tal vez más que yo. También pude notar que en efecto era atractivo, mucho, demasiado. Su rostro era precioso, fino y elegante, casi femenino. Sus caireles rubios caían sobre su frente. Y sus ojos verdes, se veían rojos por tanto llorar. De no haber sido por esa barba descuidada, habría jurado estar frente a una mujer. No era mi tipo, a mi me gustaban más toscos, como Claudio, pero ese detalle no era importante, no en ese momento. Necesitaba un hombre, sin importar quien fuera. Para no pasar por una completa ofrecida, inicié una charla.
-¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? - le pregunté, sentándome a su costado.
-No me lo tomes a mal, pero no quiero hablar de mis problemas con una desconocida. - me respondió riéndose, más bien burlándose, de mí.
-¿Qué es tan gracioso? ¿Tengo cara de payaso?, o ¿qué? - lo cuestioné un poco molesta.
-Pues...si. Tu maquillaje está todo corrido. - me recordó, haciéndome reír también - Te ves chistosísima. Perdón, pero no puedo evitar reírme.
-Que pena, ni siquiera pensé en eso cuando salí de mi casa. Me sentía tan mal. - dije, mientras me limpiaba con las manos - ¿Cuántas personas no se habrán burlado como lo haces tú ahora?
-Y, ¿por qué te sentías tan mal? - preguntó, ya un poco más serio.
-Espérame un segundo. - cruce los brazos - No me quieres contra que te sucede, pero si quieres que yo te cuente a ti. ¿No te parece un poco injusto?
-Bueno, si no quieres contarme no lo hagas. - dijo levantándose de la banca.
-No, no te vayas. - lo jalé del brazo, para volver a sentarlo - Está bien, te voy a decir el porque de mi tristeza.
-Te escuchó entonces. - me miro directo a los ojos.
Empecé a contarle lo que había ocurrido esa noche, que en realidad era la noche del día anterior. No dejó de mirarme, ni por un instante. El verde de sus ojos, impidió que me desquebrajara otra vez, me calmaba, de una manera extraña. Era como si hubiera en ellos un sufrimiento tan grande, que se tragaba el mío, relajándome. Mi voz se debilitaba con cada palabra que salía de mi boca. Mi mirada cambió de posición, se pozo en sus labios. Eran delgados, un poco resecos, pero igual me atraían, me llamaban. Llegó el momento en que dejé de hablar. Lo tomé de las mejillas, cerré los ojos, y lo besé. Lo besé con la pasión que da, el necesitar sentirse querida.
Me correspondió por un lapso. Pude sentir su lengua jugando con la mía, y me excité. Una de sus manos se apoderó de mi seno, encendiéndome aún más. Lo acariciaba con dulzura y lentitud, como si fuera una escultura a la que hay que cuidar, pues se podría romper. Movía sus dedos en círculos, sobre mis pezones, que ya se sentían duros. Respondiendo al placer que me estaba proporcionando, puse mi mano sobre su entrepierna. Por encima del pantalón, se notaba un gran bulto, tan endurecido como mis pezones. Lo apreté y entonces, él se apartó. Dejó de tocarme y de besarme. Quitó mi mano de su bragueta. Se veía muy alterado.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué te pones así? - le pregunté, sorprendida por su reacción.
-Esto está mal, no podemos seguir. Será mejor que regresé a su casa. - decía muy convencido, contradiciendo a su erección.
-¿Ahora me hablas de usted? ¿Por qué está mal? Los dos lo queremos, - lo arrinconé contra el respaldo - no puedes disimularlo.
-No voy a negar que lo deseo, es usted muy bella, pero no debemos continuar. - su tono ya no era tan firme.
-Entonces no me rechaces, por favor. No soportaría que otro hombre me hiciera sentir fea. - mis manos comenzaban a bajar su cremallera - Por favor bésame, te lo ruego.
-No, déjeme, se lo pido por... - no pudo seguir hablando. Sellé sus labios con un beso.
Aún con mi lengua hurgando su paladar, intentó oponer resistencia; pero cuando saque su falo de los pantalones, y lo apreté con mi mano, terminó por ceder. Sus manos volvieron a la acción. Se deshicieron de mi blusa y mi sostén. Mis tetas, en la posición que nos encontrábamos, quedaban casi frente a su boca. Bastó con que se inclinara un poco, para que la punta de su lengua rozando el pezón derecho, ya sin la ropa de por medio. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Necesitaba sentir algo así. Obtenerlo...fue maravilloso. Pensé que me vendría en ese instante, por algo, después de todo, tan simple. Mis bragas estaban empapadas. Y mi mano, subía y bajaba por su pene.
Su lengua continuaba estimulando mis pechos. Se detenía especialmente en mis pezones. Los succionaba y mordía con delicadeza, haciéndome ver las estrellas. La maestría de sus caricias, mezclada con el sentirme deseada, me estaban llevando rápidamente al clímax. No tardaría mucho en explotar en un intenso orgasmo, pero no quería que eso sucediera, no todavía, no sin tener su verga dentro. Lo aparté de mi torso. Él no quería dejar de chupar mis tetas, decía que eran las más hermosas que había visto, pero logré zafarme. Le di un beso. Me hinqué frente a él, sobre el sucio suelo. Metí su miembro en mi boca, lo más que pudo entrar.
Cuando el glande se topó con mi garganta, lo escuché suspirar. En un principio, decidí practicarle sexo oral para bajar mi temperatura, pero no estaba funcionando. No se si fue su tamaño, el sabor de su lubricante, o mi necesidad de cariño, pero entre más saliva dejaba sobre su falo con mi lengua y labios, más excitada me sentía. Él estaba en el mismo estado. Sus suspiros eran ya jadeos. Podría venirse en cualquier momento. Como pude, me quité las pantaletas. Dejé de mamar aquel embriagante instrumento. Regresé a la posición anterior, con mis piernas al lado de las suyas, y mis manos sujetándose a la banca. Me tomó de la cintura, y me sentó salvajemente sobre su verga.
Ese hombre me llenaba por completo, era justo lo que deseaba. Sentía la punta de su espada en el corazón. Se movió dos o tres veces en mi interior, con el clásico mete-saca, y me corrí como nunca. Mis jugos mojaban su vello. Mis gritos rompían el silencio de la noche. Con mi orgasmo, ayude a que llegara el suyo. Mi vagina cerrándose sobre su pene, le exprimió hasta la última gota de semen, almacenada en sus bolas. Me desplomé sobre él, aún con mi cuerpo atravesado. Acariciaba mi cabello, yo el suyo. Estaba completamente agradecida y satisfecha. Había sido muy corto, pero sin duda, muy intenso.
Descansamos por unos minutos, así como habíamos quedado, unidos el uno al otro. Luego me vestí, y él guardó su ya adormecido miembro en sus calzoncillos. Volvimos a besarnos, pero con ternura, en una forma de decir gracias. Nos miramos a los ojos, sin decir palabra. Lo abracé, lo besé de nuevo. Pasada la euforia del momento, me sentí un poco avergonzada. Aún así, quería decirle lo mucho que había significado para mí. Cuando intenté abrir la boca, el puso un dedo sobre mis labios. Dio media vuelta y se marchó, con los primeros rayos de sol. En algunas ocasiones, es mejor quedarse callados, esa era una de ellas.
Estaba por seguir mi camino, marcharme de aquel parque, justo como mi fugaz amante, pero algo me detuvo. Mi curiosidad no me permitía regresar a casa, no sin antes hacerle unas preguntas a aquel desconocido. Él ya me había dejado claro que prefería el silencio, pero no podía desatender dicha curiosidad. Nunca lo había hecho antes, y no sería esa la primera vez. Tenía que saber al menos su nombre. Corrí tras de él, gritándole que se detuviera. Se paró. Volteó su cara hacia mí. Hizo un gesto que significaba "¿no entendiste que no quiero hablar?", pero no le presté atención. No dejaría que se fuera, sin responder mis cuestionamientos.
-Sólo quiero hacerte un par de preguntas. - le dije.
-¿Qué preguntas? - exclamó, resignado.
-¿Cómo te llamas? - pregunté.
-¿Cómo me llamo? - sonrió - Adrián, me llamo Adrián.
-Y, ¿por qué estabas llorando? - junté mis manos en señal de plegaria - ¿Puedes decírmelo?
-No, creo que será mejor que no lo sepas. - agachó la mirada.
-Pero, ¿por qué? ¿Acaso es tan grave? - me intrigaba un poco su negativa a responder, y la forma en que lo hizo.
-Sí, es muy grave, pero si en verdad quieres saberlo...te lo diré. - sus ojos se pusieron vidriosos.
-Sí, quiero saberlo. Dímelo, por favor. - le pedí, sin hacer caso a sus lágrimas.
-Lloraba porque...- hizo una pausa que me pareció eterna, pero que después habría preferido nunca terminara - tengo SIDA.