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La mujer barbuda

en Sexo con maduras

La mujer barbuda.

Junto con el verano, la feria y el circo llegaron a San Andrés. Durante veinte días, la calma del pequeño y pintoresco pueblo se vería interrumpida por decenas de juegos mecánicos, puestos de comida y el más grande espectáculo de malabaristas, payasos y fieras salvajes. Como cada año, la rutina y la monotonía que dominaban las vidas de los habitantes del lugar se llenaría un poco de color y magia. Por eso es que esperaban con anisa esa parte del año. Y de entre todos ellos, el más feliz por la llegada de la comitiva era Juanito, un jovencito que repartía sus horas entre en el campo y los libros. Un jovencito de carácter tierno, muy tímido e introvertido que parecía guardar sus sonrisas para junio y julio, sus meses preferidos.

Podrán pensar que como todo muchachito de su edad, que como todo adolescente que viviera en un lugar cuya mayor novedad era la cosecha del maíz, Juanito veía iluminada su vida cuando en el cielo estallaban los juegos pirotécnicos anunciando el arribo de los peculiares y diversos visitantes. Podrán pensarlo, pero ese no era el motivo por el que el chamaco se sentía feliz. A él no le agradaba subirse a las atracciones que inundaban ese terreno que servía de basurero las tres estaciones del año restantes, ni siquiera a los clásicos caballitos. Odiaba a los payasos y se ponía muy estresado al observar el acto de los trapecistas. En general, detestaba todo lo que tuviera que ver con la feria y con el circo. Bueno, todo menos a ella: la mujer que tres años atrás, teniendo el apenas trece y al aire libre, le robó la virginidad. Era a ella a quién le debía su cambio de ánimo, a esa hermosa mujer que además de un orgasmo le arrebató también el corazón. A esa linda hembra apodada "La mujer barbuda".

Corría el año de 2003 cuando los hechos sucedieron. Era sábado, segundo día de fiesta en San Andrés a causa de la excéntrica visita. Juanito había sido invitado por un par de amigos a la función de las siete, y obligado por sus padres a asistir. Desde las cuatro, por consejo de la exagerada de su madre, el niño aguardaba en el sofá, ya bañado y arreglado, a que se dieran las seis y sus compañeros de colegio tocaran a su puerta. La espera fue larga, mirando cada diez segundos el paciente avanzar de las manecillas. Las uñas se fueron acortando, y cuando su lugar estaba a punto de ser ocupado por los dedos sus amigos finalmente aparecieron. No sin antes recibir la bendición de doña Margarita, los tres escuincles se marcharon rumbo al circo.

Llegaron a la meta pasaditas las seis con quince, bastante a tiempo para comprar los boletos y coger un buen lugar. Se formaron en la fila, y avanzaron con lentitud hacia la taquilla. Pero no habían adelantado siquiera dos cuerpos, cuando Pedro y Pablo comenzaron a desesperarse y buscar qué hacer. Como las opciones no eran muchas, como no podían moverse sin que les ganaran el lugar, decidieron que lo mejor sería burlarse de su compañero. ¡Como de costumbre!

– Oye, Juanito: ¿de qué se trata el libro que traes? – preguntó Pablo.

– De un muchacho y una muchacha que no pueden ser novios pues sus familias se odian a muerte – respondió Juanito fingiendo indiferencia, pero en el fondo sintiéndose contento de que sus amiguitos hubieran notado que cargaba un libro.

– ¡No seas tonto, compa! – exclamó Pedro –. Nosotros nos referimos a este – indicó sacudiéndole el peinado de partido en medio y soltándose a reír.

– ¿Quién te peina así, güey? – cuestionó el primero –. ¡Pareces menso!

– Y luego esos lentecitos y ese chalequito. ¡No!, me cae que sí pareces pieza de museo – se burló el segundo y ambos soltaron la carcajada.

Juanito tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no derramar ni una sola lágrima. Los ojos se le rasgaron de la rabia y sintió ganas de asesinar a aquellos dos que tenía enfrente, pero sólo atinó a salir corriendo y esconderse entre los traileres del personal del circo y demás trabajadores de la feria. Y una vez a solas, lejos de la crueldad de sus compañeritos, entonces sí se echó a llorar.

– ¿Por qué lloras, pequeño? – inquirió una voz interrumpiéndole el desahogo.

– No, no estoy llorando – contestó Juanito –. Es que… – no pudo seguir hablando por la impresión que le provocó descubrir de quién era la voz.

Frente a los ojos del muchachito, se erguía la figura de una mujer madura, delgada, de curvas bien definidas y generosos pechos que se apreciaban casi por completo debido a la escasa ropa que su dueña traía encima. Incapaz de hablar ni de cerrar la boca, el chico clavó su mirada en aquel provocador y revelador escote, recordando aquellas revistas para adultos que un amigo de su padre le prestara y gracias a las cuales por primera vez se masturbara. Sí, Juanito podía ser tímido y retraído, pero no de palo. A sus trece años era ya un experto en pajas y al ver a una dama ya se le hinchaba. Y como aquella que tenía parada enfrente lo era, o al menos sus senos pues la cara aún no se la veía, sufrió en efecto una erección, una que ni siquiera por lo infantil de su pene pudieron sus pantalones ocultar.

– Ya veo que no estabas llorando – apuntó la desconocida con tono sugerente y sentándose a su lado –. Estabas leyendo, ¿verdad? ¿De qué se trata tu libro? ¿Es uno del Marqués de Sade? – lo interrogó acercándole los pechos.

–… – el chamaco continuaba sin hablar y sin cerrar la boca, extasiado por el par de de manjares que a unos cuantos centímetros de su cara se agitaban. Incluso un hilillo de saliva resbalaba por sus labios.

– A ver, préstamelo – pidió la mujer arrebatándoselo –. No, no es del Marqués sino de ese aburrido y cursi de Shakespeare. Yo ya lo leí, mi niño. Y ¿sabes qué? No me gustó. Tampoco me han gustado los muchos otros que he leído, pero ¿qué más puedo hacer sin nadie cerca para divertirme, sin nadie tan lindo como tú a mi lado? – le acarició la mejilla, luego el torso, el vientre, y cuando se seguía para la entrepierna… Se detuvo bruscamente.

– ¿De – Juanito levantó la cabeza finalmente decidido a pronunciar palabra, topándose con que el rostro de la hembra estaba cubierto por un velo –… de verdad no le gustó? – completó la pregunta.

– De verdad – reafirmó ella –. Lo que a mí me gusta, es jugar a la primera vez, pero nunca quieren jugar conmigo. ¿Tú querrías? – le puso la mano sobre el muslo muy cerca de su sexo, provocándole un saltito.

– Este… no sé cómo se juega – argumentó el escuincle devolviendo la mirada al escote.

– No te preocupes, que yo te voy diciendo – ofreció la cuarentona –. Lo primero que hay qué hacer, es quitarnos algo de ropita – señaló deshaciéndose del sostén, mostrándole sus blancas y algo caídas tetas sin ningún pudor.

Juanito se quedó estupefacto ante el inesperado movimiento de la extraña, pero al mismo tiempo se maravilló de lo que observaba y deseó tocarlo. Para su buena suerte, el segundo paso del supuesto juego fue precisamente eso. La mujer le indicó que la tocara, que le agarrara los pechos y le pellizcara los pezones. Y él, un tanto temeroso y un más emocionado, le obedeció y pronto logró ponerlos duros, haciendo que su guía le dictara la siguiente orden: besárselos, chupárselos.

– ¡Anda! – lo animó –. ¡Chúpamelos, pequeño! – le exigió.

En cuanto la segunda frase entró por sus oídos, el adolescente acercó su boca y le dio un primer y tímido lengüetazo al derecho. Luego le dio otro con un poco más de soltura, y luego otro, otro y otro hasta que se encontró prendido del oscuro y excitado botón, y su anfitriona gimiendo de placer.

– ¡Bien, lo haces muy bien! – lo felicitó depositándole un beso en el peinado –. Pero ahora – lo separó de sus senos –, me toca a mí – le estrujo la polla por encima del pantalón.

Juanito sintió que el corazón se le salía cuando la mano de aquella hembra fue a dar sobre su cautivo e inflamado miembro. Y más acelerado se sintió cuando la desconocida le desabotonó la ropa y se la bajó hasta los tobillos, dejándolo desnudo de la cintura para abajo, con su infantil falo señalando al cielo. Y creyó que se vendría cuando la del rostro cubierto se hincó frente a él y se levantó un poco el velo como anunciando que se la mamaría, justo como las modelos de aquellas revistas pornográficas lo hacían. Se creyó el ser más afortunado del planeta. Sin embargo, antes de que su verga fuera alcanzada por los labios de la dama, ésta se puso de pie causándole una gran decepción.

– ¡¿Por qué te paras?! – inquirió el jovencito sacando a relucir su lado macho.

– No desesperes – le dijo ella –, que voy a hacerte algo mejor – prometió justo antes de quitarse sus bragas y develarle su peludo sexo.

El niño, al ver en vivo aquella escena que tantas veces había visto en revistas, supuso moriría de la emoción. Aunque la mujer no tenía la vulva depilada, le gustaba. Es más, esa abundante y negra mata le ponía aún más, le hacía desear estar dentro de ella, y no tuvo que aguardar mucho para ello. La desconocida se le acercó, le agarró la pollita por la base y la apuntó hacia arriba, y lentamente la fue dirigiendo a esos sus labios no cubiertos por el velo. La punta del miembro rozó los erizados vellos, y enseguida se perdió entre ellos. La mujer se sentó tragándose entero y de un intento el pene del escuincle, algo que, aunque fácil, a él le resulto sublime.

– ¡AHHHHHHHHHHHH! – suspiró Juanito al sentirse dentro de aquella tibia y suave cueva, al saberse, como el amigo de su padre lo diría: todo un hombre.

– Ya no te quejas, ¿verdad? – comentó ella entre sonrisas –. Y aún falta lo mejor – advirtió comenzando con un sube y baja que obligó a su huésped a cerrar los ojos.

Gracias al ir y venir de la extraña, el miembro del jovencito se deslizaba una y otra vez fuera y dentro de aquel delicioso canal. Las sensaciones que experimentaba por ello eran intensas, mucho más que las que le daba una paja. Y fue esa intensidad y el que era un primerizo por lo que no pudo contenerse demasiado. Antes de que pasaran tres minutos, sus testículos se vaciaron en el interior de la mujer, obsequiándole el primer orgasmo provocado por el coito. Y ella, al sentir los chorros de semen bombardearla, llevó sus dedos a su clítoris y se masturbó hasta corredse, dándole al escuincle unos segundos más de placer a expensas de sus espasmos. Luego se levantó y le pidió que se vistiera, mientras ella hacía lo mismo.

– Bueno, ya obtuviste lo que querías. Ahora vete, por favor – ordenó la dama una vez que el sostén y las bragas regresaron a su sitio –. Y dile a tu amiguito Jorge, que tú eres el último al que le hago el favorcito. Dile que no mande a nadie más, porque ni aún estando tan lindos como tú voy a cogérmelos.

– ¿Jorge? – preguntó Juanito confundido –. Yo no conozco a ningún Jorge – agregó para sorpresa de la extraña.

– ¿Como que no conoces a ningún Jorge? – lo interrogó la mujer, un tanto molesta un tanto apenada –. Entonces… ¿Él no te mandó para que yo te desvirgara?

Jorge era un muchachito como de quince que el día anterior, el primero de la feria en San Andrés, había tenido sexo con ella. La mujer había accedido porque el jovencito en verdad era muy guapo, y un ejemplar como ese, siendo ella ya un poco mayor y sobre todo al cargar con aquel problema, pocas veces en la vida. Creyó que no habría consecuencias, pero esa misma noche llegaron dos escuincles más exigiendo que los atendiera. Ella lo hizo. ¿Qué son dos más?, se dijo. Pero al encontrarse con Juanito, al copular con él sin siquiera preguntarle el nombre, se harto de jugar el rol de simple objeto sexual. Cuando se enteró de que el tímido niño no estaba ahí con esas intenciones, quiso que la tierra se la tragara. Sumamente abochornada, no tuva otra que pedir disculpas y rezar misericordia.

– ¡Perdóname, pequeño! Te juro que… Te juro que yo no lo sabía. ¡Perdóname, por favor! – le suplicó una y otra vez arrodillada a sus pies.

– Está bien – apuntó el niño sin chistar.

– ¿De verdad? ¿Así de fácil? ¿No vas a pedirme nada a cambio? ¿No quieres ponerme alguna condición? – lo cuestionó incrédula, acostumbrada a tratar con gente de otro tipo.

– Pues… Bueno, si quiero algo – amenazó el chamaco.

– Lo que quieras – dijo ella.

– Quiero que me des un beso – pidió él.

– ¡¿Un beso?! No, eso… – la dama no pudo seguir hablando ni tampoco negarse, antes de siquiera darle chanza de impedirlo, Juanito le arrancó el velo revelando su peculiar rostro.

La razón por la cual la desconocida no quería despojarse de la tela que ocultaba la mitad inferior de su cara, era la negra y espesa barba que nacía de sus mejillas y mentón. Aquel desperfecto genético iba muy bien con su acto como "La mujer barbuda", pero no con presentarse ante un adolescente al que acababa de robarle la virginidad a causa de una confusión. Le daba vergüenza provocarle miedo o asco, más nada de eso él sintió. Luego de acariciar aquellos cabellos con ternura, Juanito la besó como si fuera ella de lo más normal, como si fuera cualquier otra mujer sin aquella peculiaridad. Después le dijo gracias y salió corriendo, olvidando su novela de "Romeo y Julieta".

La mujer barbuda recogió el libro y lo apretó contra sus pechos, como tratando de abrazar a aquel el único ser que la había visto a los ojos sin expresarle algo más que afecto. No pudo evitar derramar un par de lágrimas y desear volver a verlo, algo que ocurrió al siguiente año y al que vino. Sí, y de manera consciente y sin mal entendidos de por medio, volvieron a gozar del sexo y se convirtieron en amantes de verano, en el uno para el otro. Ella no lo criticaba ni le hacía bromas de mal gusto, y él la encontraba atractiva aún teniendo barba de hombre.

Juntos vivieron momentos felices, momentos mágicos que tres años después, habiendo cumplido dieciséis, Juanito anhelaba repetir. Vestido con sus mejores galas, perfumado de manera un tanto exagerada, y orgulloso del desarrollo físico que había sufrido en los últimos meses, el jovencito fue a buscar a su peluda amada. Ansiaba enseñarle que a él ya también le salía barba (tres pelillos solitarios), y que se cargaba ya un "buen pedazo" (según él). Moría por presumirle y escuchar sus historias. No podía esperar más para estar entre sus brazos, y en cuanto el desfile de remolques y traileres pisó el pueblo se lanzó a buscarla. Pero para su desdicha, nunca la encontró.

– Tú debes ser Juanito, ¿verdad? – inquirió una voz a sus espaldas antes de que deprimido y cabizbajo él se marchara –. ¡Sí, eres tú! – exclamó la dueña de la voz una vez el chamaco la miró de frente –. Eres justo cómo ella te describió.

– ¿Ella? – la interrogó el adolescente con nuevo brillo en sus ojos –. ¿Está hablando de Elisa, la mujer barbuda? ¿Usted la conoce? ¿Dónde está? ¡Dígamelo, por favor!

– ¡Calma, calma! Sí, estoy hablando de ella y también la conozco. Bueno, mejor dicho la conocía – señaló la señora insinuando lo peor.

– ¿Como que la conocía? ¿Quiere decir que… – el chico perdió el habla tan sólo de pensar lo que a continuación aquella desconocida le confirmó.

– Sí, quiero decir que se murió – soltó fríamente destrozándole al muchachito el corazón –. Por eso mismo estoy aquí, porque ella aseguró que tú vendrías y me pidió que te entregara esto – extendió el brazo ofreciéndole un pañuelo amarrado con un listón.

Juanito lo tomó y, sin importarle que la mensajera estuviera a punto de contarle cómo fue que todo sucedió, emprendió el camino de regreso a casa. No le interesaba conocer los detalles, su amada estaba muerta y escuchar el cómo o el por qué en nada cambiaría su pena. No lo haría sentir mejor. Moviéndose como un robot, sin siquiera parpadear, se metió bajo las sábanas. Deshizo el nudo del listón y ante sus ojos apareció un negro mechón de aquella barba, de aquellos bellos e inolvidables besos, de aquella su mujer. Los labios le temblaban, el alma le punzaba. Estrujando entre sus manos los cabellos, comenzó a llorar en bajo. Los días se le fueron entre lágrimas y malos sueños. El circo se marchó pero no con éste los recuerdos, no el vacío ni el dolor. No la infinita rabia de perder a un amor.

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