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Un Padre nuestro y dos ave María

en Hetero: Primera vez

"...espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén".

El padre Guillermo rezaba una y otra vez el credo, como para convencerse de que realmente creía en todo lo que ahí se decía. En su rostro se veía reflejada una enorme angustia. Los últimos días habían sido muy difíciles para él, había vivido cosas que ponían en duda sus convicciones y su fe, esa que tuvo, durante el tiempo que permaneció en el seminario y los primeros meses de su sacerdocio, muy arraigada y que de repente, ante el constante acoso de una de las mujeres del pueblo, ya no sentía tan segura, tan suya.

Oraba sin descanso, buscando calmar sus culpas y sobre todo, sus deseos e instintos. Por primera vez en su vida, puso en tela de juicio las decisiones de su Dios. "¿Por qué a mí Señor?", "¿Por qué me pones ésta clase de pruebas si nunca te he fallado?", le cuestionaba, recordando la imagen de esa mujer entre una pregunta y otra. No podía quitársela de la cabeza. Aún no había cometido algo verdaderamente grave, algo que no pudiera solucionarse con sentidas plegarias, pero tenía miedo de hacerlo, de caer presa de las tentaciones de la carne pues antes que sacerdote, era hombre y como tal, necesitaba del calor de una mujer. Antes no había sentido esas ansias, ese querer hundirse entre un buen par de senos y desahogar sus ganas de cariño. Antes no las había sentido o al menos podía contenerlas, pero ya no más. Deseaba perderse en las curvas de esa mulata que no dejaba en paz a su cabeza ni a su entrepierna, eternamente abultada por pensar en ella.

El afligido y atormentado párroco continuó rezando por varios minutos, tal vez esperando a que sus cuerdas vocales sangraran de tanto uso o que ese Dios al que sentía había traicionado le quitara la voz. Oraba y oraba sin detenerse, hincado al pie del altar, cuando la causante de todas sus preocupaciones apareció en escena. Apenas cubierta con un diminuto vestido blanco, la perversa muchacha acudía al refugio de su obsesión, dispuesta a terminar lo que, aquel día en su casa, ante la presencia de su santa y enferma madre, había iniciado.

**********

Durante el poco tiempo que tenía en el pueblo, nunca había llevado la comunión a doña Esperanza. El padre Santiago, el señor cura, era el encargado de hacerlo, pues una amistad de varios años lo unía a ella. La conocía desde que era una muchachita llena de ilusiones y con sueños de volar muy alto, desde que se negaba a terminar como su madre, algo que finalmente, a pesar de sus esfuerzos, había sucedido. La pobre señora vivía al cuidado de su hija, prácticamente paralizada de pies a cabeza por una extraña enfermedad que la fue acabando, tal y como apareció, rápidamente. Es por eso que el padre Santiago se permitía darle la comunión a domicilio y por lo cual, debido a su ausencia, yo tuve que hacerlo esa ocasión.

El reloj marcaba quince para las cuatro cuando toqué a la puerta. Luego de unos segundos, la hija de doña Esperanza, María, me recibió y me pidió que entrara. No puse mucha atención a la apariencia de la muchacha, sólo noté que era de piel muy morena y ojos y cabellera más oscuros que la misma noche y, como más tarde lo sabría, pálidos en comparación de sus intenciones. Me condujo hasta el cuarto de su madre y me dejó sólo con ella para, en lo que yo pensé era un gesto de amabilidad y nada más, traerme un vaso de agua fresca.

Le di la hostia a la pobre mujer postrada en esa cama y juntos elevamos a nuestro Dios algunos rezos. En eso estábamos cuando sentí que algo mojaba mis pantalones. Abrí los ojos al mismo tiempo que, pro instinto, me levanté precipitadamente de la silla, quedando mi boca al nivel de la de María. Sus ojos me miraron de una forma tan poderosamente inquietante que me puse muy nervioso y ella lo notó. Esbozando una diabólica sonrisa, como si fuera un cazador a punto de matar a su víctima, me besó, así, sin previo aviso y aprovechándose de la incertidumbre que provocó en mí su profunda e irritante mirada.

No era la primera vez que sentía los labios de una mujer sobre los míos, pero sí la primera desde que decidiera, años atrás, entregar mi vida al servicio de Dios. Si su mirada era penetrante, embriagante, su boca lo era aún más. Su saliva era como un veneno que poco a poco fue debilitándome e hizo que correspondiera a esos apasionados movimientos de su lengua. Desconociéndome por completo, la estreché fuertemente contra mi pecho y me entregué completo a ese inesperado pero electrizante beso, mientras mis manos comenzaban a recorrer su espalda.

No pude contar el tiempo que permanecimos unidos, pero me pareció eterno e insuficiente. Sus labios me dotaban de una felicidad hasta entonces desconocida y su lengua, entrelazada a la mía, me producía sensaciones que me asustaban y ante las cuales, frente al Señor, había jurado jamás ceder. Pero no podía hacer nada para evitarlo, esa muchacha, su figura, su mirada, sus besos, todo de ella me atraía con una fuerza tan inmensa, que por momentos pensé debía tratarse de algún demonio que, utilizando su cuerpo, intentaba alejarme del camino del sacerdocio. No podía y no quería dejar de tocarla, de abrazarla, pero un grito de su madre me hizo entrar en razón.

La aparté de mi lado sintiéndome sumamente avergonzado, más que con ella o con doña Esperanza, conmigo mismo, por haber sido tan débil ante las tentaciones mundanas, por haberme dejado arrastrar de esa manera por el pecado. Miré a la mujer enferma y sus ojos fueron el más cruel de los verdugos, me observaban con un desprecio y una decepción que no pude resistir. Tal vez a su hija ya la conocía y era por eso, al ver que yo había caído en sus juegos, que me recriminaba la anterior escena. Sintiendo sus silenciosos reclamos clavarse en mi corazón como filosas dagas, tomé la copa del vino y el tazón de las hostias y me dispuse a abandonar el lugar, pero esa cautivante, sensual y malvada mujer me lo impidió. Me empujó contra el muro con tal violencia, que tiré los sagrados recipientes de la comunión al piso.

No te vayas, no aún. Ignora a mi madre, sólo nos tiene envidia porque ella ya no puede hacer nada, porque a ella ya no se la pueden coger sin que le de un infarto y se vaya al infierno, de donde salió en un principio para hacerme la vida miserable, para oponerse y condenar todas y cada una de las cosas que hago. No te vayas y sigamos con lo que teníamos. Pude sentir que tú también lo deseas. Hazme tuya, padrecito, aquí y ahora. Lava todos mis pecados con tu sagrada leche. - Me pidió, al mismo tiempo que sobaba mi entrepierna con su mano derecha.

Me habría gustado hacer caso a esas sus perversas y sacrílegas palabras. Me habría gustado no ser un sacerdote y poseerla con todas esas ganas acumuladas a lo largo de los años, pero, afortunadamente, pude resistirme a sus inmorales peticiones y la rechacé para salir inmediatamente de la habitación y correr, con ella detrás de mí, hacia la salida. Era tal mi nerviosismo que incluso olvidé la copa y el tazón, pero pensé que esas eran cosas que podían reemplazarse fácilmente, al contrario de las promesas que le había hecho a mi Dios.

Esa noche, ya en la soledad de mi cuarto, la que creí me protegería contra esa mujer, no pude sacármela de la mente. Su anatomía dueña de provocativas curvas, su piel morena, esos labios derramando pecado y sobre todo, esos ojos perdidamente negros que desde un principio entraron en mi cuerpo para vaciarlo de fe y llenarlo de lujuria, de deseos, me bombardeaban el cerebro con eróticas imágenes que no me permitían dormir ni a mí, ni a mi miembro, que bajo mis pantalones se levantaba orgulloso y reclamando atención. Me masturbé pensando en ella y me corrí como nunca en mis días de adolescente. Recé un Padre nuestro y dos ave María antes de finalmente conciliar el sueño.

**********

El padrecito Guillermo había olvidado sus cosas en mi casa y yo, como una buena cristiana, caminé hasta la iglesia, ubicada a unas diez cuadras de mi casa, para devolvérselas y, con un poco de suerte, terminar lo que frente a mi madre quedó inconcluso. Para eso llevaba puesto un conjunto casi obsceno que me ganaba las miradas de todos los hombres y las críticas y maldiciones de las mujeres, envidiosas como mi madre de que yo sí gozara de la vida y no me dedicara a cuidar al marido y a los niños. Usaba una blusa que apenas tapaba mis senos, libres de sostén, una falda a medio muslo y tacones altos. Más sensual no habría podido estar. Estaba decidida a que el sacerdote fuera mío.

Entré al templo y de inmediato, los pocos que hincados y con las manos en el pecho rezaban por favores que luego, cuando en verdad se necesitaba de su fe, se negaban a pagar, notaron mi presencia, por el sonido que producían mis tacones sobre el piso de mármol. Como si hubiera sido un demonio lo que había entrado, en lugar de una bella y atractiva mujer, el lugar se quedó solo a los pocos segundos, algo que agradecí, pues mi padrecito era algo tímido y no quería que esa vez también se rajara. Me dirigí al confesionario y me preparé para escupir mis pecados, ese mi deseo por él.

Ave María purísima. - Dijo, empezando con la confesión y sin saber quien estaba del otro lado.

Sin pecado concebida. - Respondí, siguiendo con el, para mi parecer, más ridículo de los rituales católicos.

Dime tus pecados, hija mía. - Pidió, aún sin reconocerme.

Acúseme padre de ser una soberana puta. Sí, se que estamos en la casa de Dios y ese tipo de palabras no se deben pronunciar aquí, pero no hay otra que me describa con más exactitud. En lo único que pienso es en el sexo, en tener la verga de un hombre en mi interior, taladrando mis adentros hasta que, en medio de gritos, consiga que me venga. No hay otra cosa para mí más importante que eso padrecito. Y tal vez no sería tan grave, pero desde hace unos meses, tengo ganas de enredarme con un hombre prohibido. Desde que llegó al pueblo, me cautivó con ese aire de inocencia que le da un toque infantil a sus toscas facciones y a su cuerpo musculoso y bien desarrollado. Desde que llegó al pueblo no hago más que pensar en él, en nosotros, en que como los dos animales que al fin y al cabo somos, nos perdemos entre nuestras más bajas pasiones. Lo deseo con todas mis fuerzas. Quiero que acaricie mis senos y se meta a la boca mis pezones, que los mame hasta que de estos brote leche. Que hunda su lengua en mi entrepierna, que mojada esperará con ansias el que sustituya a ésta con su endurecido pene, para, fundidos en nuestros instintos, movernos al compás de nuestras agitadas respiraciones y nuestros intensos gemidos, hasta que se derrame dentro de mí y me haga hacer lo mismo. No puedo dejar de pensar en él padrecito, lo pienso día y noche. Me masturbo imaginando la forma que tendrá su polla y me corro nada más de pensar que conmigo desquita tantos años de celibato, tantos años de desconocer el placer de la carne, mundano si usted lo quiere, pero placer a fin de cuentas. Lo deseo con todas mis ganas y a pesar de que es un hombre prohibido, padre. - Confesé, esperando que no saliera corriendo al descubrir quien era.

No te tortures tanto, hija, todos podemos tener esa clase de deseos. Lo importante es que reconoces que son malos y que quieres alejarlos de tu pensamiento. - Exclamó, todavía sin la mínima idea acerca de mi identidad, lo que me hizo pensar que aparte de mojigato, era estúpido.

Yo jamás dije que quería alejarlos de mi mente. - Aclaré, un tanto indignada por su equivocada suposición.

Bueno, si no estás arrepentida de tener esa clase de pensamientos, ¿a qué has venido entonces? - Preguntó, con un tono de voz en el que se notaba cierto temor.

He venido a cumplir todos esos deseos. He venido a que terminemos lo que no pudimos en mi casa, padrecito. Le prometo que ésta vez, nada ni nadie se interpondrá entre nosotros, entre nuestras ganas de entregarnos mutuamente. - Amenacé, saliendo del cubículo de los pecadores para entrar al de los sacerdotes.

En cuanto me vio, el padre Guillermo abrió los ojos como platos, señal de lo sorprendido y aterrado que ante mi presencia estaba. Haciendo cado omiso de esa expresión y de cualquier otra cosa que no fueran mis ganas de ser atravesada por su verga, empecé a besarlo de la misma apasionada manera que lo hizo ceder la primera vez y, tal y como lo suponía, sus labios no tardaron mucho en responderles a los míos. Nos fundimos en un mojado beso de lo que creí, sería un salvaje encuentro en el que me quedaría con su virginidad como premio.

Sus manos salieron de ese estado de estática y se posaron sobre mis pechos, estrujándolos con la desesperación característica de los primerizos, esa que tan excitante me resultaba. Los apretaba como si quisiera hacerme daño, como si quisiera desquitar contra ellos las dudas y las culpas que estar conmigo le producía. Jalaba, habiéndose desecho de mi blusa, mis pezones con una fuerza que parecía terminaría por arrancármelos y eso me gustaba, me agradaba su violenta forma de amarme, su ruda manera de satisfacer mis fantasías y entregarse a ellas junto conmigo.

Y mientras él cambiaba el tono de mis tetas de moreno a rojo, yo le subí la sotana y desabroché sus pantalones para sacar ese tan ansiado miembro. No resultó tener las exageradas dimensiones que en mi mente le había puesto, pero de todas maneras era hermoso, muy grueso, con las venas marcadas y una cabeza prieta y regordeta. Comencé a masturbarlo lentamente, pues no quería que se vaciara en menos de un minuto.

Al sentir que mi mano rodeaba su pene y lo masajeaba con aquella paciencia, el padre Guillermo enloqueció por completo y me levantó en brazos para después azotarme contra la silla y lanzarse directo a mi entrepierna. Me bajó la falda y rasgó mis bragas, quedando frente a frente con mi húmedo y tibio coño, el cual primero recorrió con su nariz, aspirando esos fuertes aromas a los que ni siquiera él, en su condición de sacerdote, podía resistirse. Se preparó para darle el primer lengüetazo a mi mojado sexo, pero, justo cuando bajaba su cabeza, se escuchó la voz de un muchacho que lo vino a fastidiar todo.

Padre Guillermo, una pareja de novios lo busca en la sacristía. - Gritó Alfonso, el puberto monaguillo.

Lógicamente, al escuchar la voz del chamaco y temeroso de ser descubierto en aquella comprometedora situación, el maldito párroco se olvidó de mi vulva y, luego de guardar dentro de sus calzoncillos su enhiesta verga, salió del confesionario para atender a aquella inoportuna futura pareja de esposos. Sin más remedio, me marché, llevando conmigo la copa y el tazón que antes de entrar al confesionario había dejado sobre una de las bancas. Llegué a mi casa a masturbarme frenéticamente, pensando en él, pensando en que ya se me presentaría otra oportunidad para robarle esa su vergonzosa virginidad y su preciada fe.

**********

Al darse cuenta de que María había entrado al templo, el padre Guillermo se puso de pie y caminó a su encuentro. Tomándola del brazo, con una actitud que no supe si era enojo o deseo, prácticamente la arrastró hasta la sacristía, sin hacer caso a los reclamos de la muchacha, lastimada por la brusquedad del sacerdote. Entraron a ese lugar donde se guardan los archivos y los objetos de más valor y se encerraron bajo llave, dejándome fuera, ajeno a lo que hacían y con una enorme curiosidad de saberlo.

Transcurrió un largo tiempo antes de que las puertas volvieran a abrirse, tiempo en el que mi lujuriosa mente, alimentada por aquella escena que alcancé a ver en el confesionario y los rumores que de boca en boca circulaban sobre el supuesto amorío entre aquella hermosa mulata y el padrecito, los imaginó en las más provocativas y sensuales posiciones, ideas que no me resultaban del todo descabelladas, pues detrás de la puerta se escuchaban débiles sonidos que, sin bien podrían se simples murmullos o expresiones de dolor, también podían tratarse de gemidos provocados por el placer de entregarse a la tentación de la carne.

Mi cerebro se daba vuelo dibujándolos en las mismas posiciones que alguna vez, en una película para adultos que le robara a mi padre, había visto. Y con tales pensamientos, mi verga de adolescente alcanzó el máximo nivel que a mi corta edad podía obtener. Estaba a punto de hacerme una paja, cuando el padre Guillermo salió de la sacristía hecho un mar de lágrimas y se dirigió apresuradamente a su cuarto.

Movido por la curiosidad de saber lo que ahí dentro había sucedido, entré y me encontré con María, quien estaba desnuda, sentada sobre el escritorio, con sus hermosas tetas al aire y las piernas abiertas, mostrándome su mojado y negro sexo. Quise preguntarle que habían hecho, pero ella tenía otros planes. "Ven, mi niño. Mete esa tu polla en ésta mi concha", me dijo, señalando la erección que mostraba bajo mi sotana de monaguillo. No dudé ni un segundo en aceptar su proposición y, con los gritos del padre Guillermo, quien en su habitación se auto flagelaba dándose de latigazos en la espalda, como música de fondo, perdí mi virginidad esa misma tarde, en brazos de aquella hermosa y caliente mulata, bajo el techo de la casa de Dios. De lo que sucedió entre ellos, nunca se supo la verdad.

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