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El ángel de 16 (4)

en Gays

Cuando desperté, me encontraba en la enfermería de la prisión. Sentado junto a mí estaba Roberto. Por un momento el verlo ahí, velando mi sueño, me recordó esos días de infancia en los que tu padre no se va de tu habitación hasta que te quedas dormido. Aunque sus rasgos no son parecidos, su cabello negro con algunas canas a la vista, su bigote grueso y recortado y su aspecto maduro y varonil me lo recordaron mucho. Calculo que tiene la misma edad que mi padre tendría de estar vivo. Le pregunté quien me había llevado a la enfermería, a lo que me respondió que había sido él con un gesto de entre vergüenza y culpabilidad en su rostro. Cuando intentó disculparse por no haberme ayudado le pedí que no dijera nada y apreté su mano como signo de agradecimiento, sabía que él no hubiera podido hacer gran cosa contra aquellos hombres, no tenía porque pedirme disculpas. Una enfermera entró al cuarto y le pidió a Roberto que nos dejara solos, este salió despidiéndose de mí con un beso en la frente, como lo hubiera hecho mi padre. La enfermera me dijo que no necesitaría estar mucho tiempo en cama, que lo más probable es que me darían de alta a la mañana siguiente. Creo que comprendió que esa no era una buena noticia para mí, porque me tomó del brazo como tratando de tranquilizarme. Le inyectó una sustancia al suero y pocos minutos después me volví a quedar dormido.

Creí que no podría levantarme del escritorio. Las piernas me temblaban y todo el cuerpo me dolía. Haciendo un gran esfuerzo caminé hasta las regaderas y tomé un largo baño, pero por más que limpiaba mi cuerpo no lograba limpiar mi alma, estaba totalmente decepcionado de la vida por tratarme de esa manera. No tenía ánimos de asistir a clases, ni tampoco quería ir a la enfermería para que me curaran las heridas provocadas por el Padre Ernesto. Me fui directo a mi dormitorio y ahí me encontré con Hugo. Instintivamente lo abracé y me puse a llorar como un niño. Trató de consolarme acariciando mi cabello y diciéndome cosas como "ya pasó" o "ya te acostumbrarás". Lejos de darme consuelo, sus palabras me produjeron rabia, no entendía porque soportó tanto tiempo los abusos del Padre y pretendía decirme que yo también lo tendría que hacer. Le dije que teníamos que denunciarlo, que no podía quedarse sin el castigo que se merecía, pero Hugo muy asustado se negó. El Padre lo había sometido a tal grado que le atemorizaba el denunciarlo, creía que este se vengaría de alguna u otra forma y resultaría peor. Me di cuenta, con tristeza, que no contaría con el apoyo de ninguna de las víctimas del Padre en caso de que hiciera algo contra él, pero eso no me detendría, no pensaba permitir que me pusiera otra mano encima. De alguna forma me tenía que librar de él.

A la mañana siguiente, tal y como dijo la enfermera, me dieron de alta. Roberto fue a recogerme y me ayudó a llegar hasta nuestra celda. Lo veía muy contento, como con muchas ganas de darme una buena noticia. Le pregunté que porque se encontraba tan feliz y me dijo que habían llegado dos nuevos reclusos, ambos acusados de violación, que no tendría que soportar más al "jefe" y a su banda. Sin duda era la mejor noticia que había recibido últimamente. Me paré de la cama y abracé a mi compañero de celda con todas mis fuerzas. A pesar de que lo conocía hace un par de días ya sentía un afecto muy especial por él, y este afecto era correspondido por Roberto, quien me comentó que le recordaba mucho a su único hijo, el cual había salido del país unos días antes de que él fuera a dar a la cárcel, ya que se había casado con una mujer extranjera. Ahí estábamos los dos, llenando un poco los vacíos del otro en una escena tanto conmovedora como patética.

El resto del día y el día siguiente me la pasé pensando como escapar de aquella prisión. El colegio no tenía mucha vigilancia, después de todo éramos muy pocos los que no queríamos estar ahí, y de esos pocos al parecer yo era el único que intentaría hacer algo. Hubiera sido muy fácil escapar, pero no tenía lugar a donde ir. José estaba en la cárcel y mi padre no me quería en casa, tampoco tenía un buen amigo que pudiera esconderme. Vamos, ni siquiera tenía un peso en la bolsa para irme a algún motel. El denunciarlo a la policía ya tampoco era una opción, seguramente todos los demás lo negarían y mi padre no me creería después de haberme encontrado en la cama con mi profesor. Me estaba volviendo loco, no sabía que hacer. Parecía que mi única opción era convertirme en la "mujer" del Padre mientras José salía del penal y venía por mí. Creo que finalmente me resigné a la idea y hasta pensé en disfrutarlo.

Los días siguientes no resultaron tan malos como yo creía. Entré al taller de carpintería, donde aprendía cosas nuevas a la vez que podía ganar algo de dinero; jugaba fútbol casi a diario y pronto me convertí en la "estrella" de la prisión; la comida era buena y no tenía que preocuparme por pagar mis cuentas; en resumen, sólo me faltaba salir para encontrarme de nuevo con mi Raúl. Pero lo que hacía mi estancia en aquel lugar más llevadera, era la compañía de Roberto. Con el pasar de los días nos hicimos muy buenos amigos a pesar de la gran diferencia de edades, ideologías y preferencias. Me atreví a confesarle que era homosexual y él me dijo que eso no afectaba en nada nuestra amistad, pero creo que estaba equivocado. Aunque yo amaba a Raúl, la cercanía con Roberto comenzó a despertar en mí un sentimiento que sobrepasaba el límite de la amistad. Cuando nos duchábamos no podía evitar ver su cuerpo, muy bien conservado a sus 47 años y con el aspecto tan masculino que le daba estar cubierto por completo de bello, pero sobre todo observaba su verga, de muy buen tamaño aún en estado de flacidez, algo que no hacía los primeros días. Lo peor del caso es que me daba la idea de que él lo empezó a notar y ya no tenía la misma confianza hacia mí. Quería luchar contra esos sentimientos, pero el deseo ya se había apoderado de mi mente.

El día de volver a ser el monaguillo y algo más llegó. La misa transcurrió lentamente y cuando finalizó todos salieron de la capilla y el Padre Ernesto me ordenó entrar con él al "cuarto de tortura". De inmediato se desnudó y me indicó que hiciera lo mismo. Le obedecí y me mostré mucho más complaciente que la vez anterior, lo cual le pareció muy inteligente, ya que así me lo hizo saber: "que bien que hayas decidido cooperar, así no tendré que tratarte tan mal como la vez anterior". Yo había pensado en que esa vez tomaría el control de la situación y así lo hice. Cuando se acercó a mí tratando de besarme lo detuve poniendo mi dedo en sus labios y llevándolo hacia el sofá. Lo acosté y comencé a pasar mi lengua por su pecho una y otra vez mientras mis manos subían por sus piernas hasta detenerse en sus ingles y bajar nuevamente. El Padre estaba desesperado por tocarme, pero cuando puso una de sus manos sobre mis nalgas dejé de acariciarlo y le di una fuerte bofetada. Me levanté y caminé hacia el escritorio para buscar las cuerdas con las que él me había atado hace dos días. Entendió a la perfección que ahora sería yo el que llevaría las riendas. Seguramente ninguno de sus otros alumnos había hecho algo similar, el experimentar algo nuevo le agradó porque no puso objeción cuando amarré sus muñecas y sus tobillos a los brazos del sillón.

En una noche como cualquier otra, estaba durmiendo cuando escuché algunos ruidos que me despertaron. Esos ruidos eran provocados por los resortes del colchón de Roberto, quien al parecer tampoco estaba durmiendo. De inmediato me imaginé lo que estaba haciendo. Traté de no moverme mucho para que no se diera cuenta de que me había despertado. Saqué un poco la cabeza y mire hacia abajo, Roberto tenía cerrados los ojos, por lo que no se percataría si miraba otra cosa. El corazón me latía rápidamente, por lo que estaba a punto de ver y por el miedo que me daba el que Roberto fuera a abrir los ojos. Muchas veces traté de adivinar como sería su pene erecto, pero sin duda la realidad resultó mucho mejor. Roberto había bajado sus pantalones y boxers hasta los tobillos y su miembro se encontraba libre, sólo su mano lo cubría en sus movimientos de arriba abajo. Era hermoso, grueso, grande como de unos 22 centímetros, circuncidado, con una cabeza gorda y ya color púrpura por el grado de excitación, las venas marcadas a lo largo del tronco y en la base de este una abundante mata de pelos negros. La imagen era tan tentadora que no pude resistirme y bajé de donde me encontraba dispuesto a todo.

Después de atarlo de brazos y piernas me paré enfrente de él e inicié un sensual baile que acompañé con auto caricias por todo mi cuerpo. Me daba vuelta y movía las caderas de un lado a otro al mismo tiempo que con un dedo hurgaba entre mis nalgas. El Padre estaba volviéndose loco del deseo, su falo parecía fuente de tanto líquido preseminal que brotaba de él. No había podido ver bien la herramienta del sacerdote la vez anterior, pero era algo monstruoso. Me resistía a creer que ese enorme pedazo de carne había estado dentro de mí, no me explicaba como pude resistirlo. Me olvidé por completo de mi baile y me puse a gatas sobre el Padre. Pasé mi lengua por todo su cuerpo, desde su oreja hasta sus pies, notando como se erizaba su piel al contacto de esta. Succionaba como un loco sus tetillas y arañaba sus brazos gritándole que me pidiera tragarme su verga. Estaba totalmente fuera de control, me había olvidado por completo de que hace unos días el hombre que estaba debajo de mí me había violado de la manera más humillante. El Padre apenas y pudo balbucear "trá..ga..te..la", pero no me gustó la forma en que me lo pidió y volví a abofetearlo. Así continuamos hasta que me gritaba una y otra vez "trágatela ya puta de mierda, trágatela ya". Inmediatamente después de esas palabras coloqué mi cara frente a su tranca y me preparé a darle y darme gusto.

Me hinqué a un lado de la cama de Roberto y sin pensarlo más puse mi mano encima de su polla. Él abrió los ojos y se quedó mudo al verme ahí, apretando su miembro. Antes de que intentara decir o hacer algo le puse la otra mano sobre la boca y le dije: "cierra los ojos". El placer de sentir una mano que no era la de él, masturbándolo, hizo que se olvidara por un momento de que esta le pertenecía a otro hombre, cerró los ojos y se dejó llevar. Comencé a acariciar suavemente su pene, pasando mis dedos de arriba abajo, reconociendo lo que muy pronto terminaría de llenar mi soledad. Con la mano que tenía libre acariciaba su velludo pecho deteniéndome en sus tetillas, que apretaba de manera suave. Así seguí por un rato para después menearle la verga con más velocidad. Cuando sus gemidos y los latidos de esta me anunciaron que se aproximaba el momento culminante, me detuve. Me arrodillé sobre el colchón dejando su cuerpo entre mis piernas y él abrió los ojos para ver que era lo que pensaba hacer. En ellos pude ver placer mezclado de confusión, vergüenza y hasta culpa, lo que estuvo a punto de detenerme; sin embargo el deseo que tenía de ser suyo pudo más. Bajé lentamente mi rostro y podía notar su nerviosismo por su agitada respiración, lo que me excitó aún más y terminé por besarlo en los labios.

Metí lo más que pude en mi boca y empecé a chupar como si de ello dependiera mi vida. El líquido que se deslizaba por el tronco de aquella "paleta" me parecía el más rico que jamás hubiera probado, tal vez porque no había probado el de ningún otro hombre. Me sentía una puta que sólo se satisface mamando como loca la verga de un hombre, y eso era en lo que me había convertido en esos momentos. El Padre levantaba la cadera para que metiera más de su monstruoso mástil en mi boca, lo que me hacía sentir más necesidad de él y me llevaba a hundirlo más hasta tenerlo en mi esófago, quitándome el aire, pero dándome lo que en ese instante necesitaba para estar vivo. El sacerdote me pidió que me diera la vuelta para que me la mamara el también. Sin dudarlo le hice caso y deje mi verga a merced de sus labios. Inhabilitado para usar sus manos se la metió torpemente en su boca, y aunque se le escapaba de vez en cuando comenzó a proporcionarme un enorme placer. La parte animal que todos tenemos se había apoderado de nosotros, no había nada de sentimiento en aquella escena, lo único que buscábamos era satisfacer nuestra necesidad de placer, de carne, de sexo.

Al principio no correspondió a mi beso, pero poco a poco fue cediendo, hasta que nuestras lenguas se entrelazaban en una lucha por abrirse paso en la boca del otro. Sus manos fueron a dar a mi trasero, lo apretaban ansiosamente, como si nunca hubieran tocado algo así; y no lo habían hecho al menos en tres años, según lo que me había contado. Me desabroché la camisa y la tiré al suelo, mientras que él me quitaba el pantalón y los calzones. Nos acostamos uno al lado del otro. El seguía apretando mis nalgas y yo pasaba mi mano por su mejilla. El sentir nuestros miembros chocar y frotarse uno contra otro fue algo nuevo que seguramente le gustó, porque me pegó más a él para facilitar el roce de nuestros falos. Me encontraba en las nubes, moría por tener en mi boca aquella cosa deliciosa que luchaba contra mi pene, pero sabía que otro día podría saborearlo con más calma, en ese momento lo mejor era tenerlo en otra parte igual o más placentera. Bajé una de mis manos y apreté con fuerza la polla de Roberto. Me acerqué a su oído y le dije: "quiero que me penetres en este mismo instante". Estoy seguro que eso era lo que él deseaba, pero no se atrevía a pedirlo, ya que su verga saltó entre mis dedos ante mi casi exigencia. Me miró a los ojos, me puso boca arriba, subió mis piernas en sus hombros, puso la punta de su miembro en la entrada de mi culo y se preparó a darme lo que tanto había deseado los últimos días.

El Padre resultó todo un experto en eso de mamar penes, aún en la incómoda posición en que se encontraba me estaba haciendo ver estrellas. Me olvidé de satisfacerlo a él también y me concentré en disfrutar del éxtasis al que me estaban llevando sus labios y su lengua. Conforme mis testículos se preparaban para disparar su carga yo pellizcaba las piernas del Padre. El sentir mis dedos estirando y retorciendo su piel lo enloquecieron, parecía como si quisiera arrancarme la verga de tan rápido y profundo que la succionaba. Como pudo me dijo: "ya dame tu leche, lléname la boca con tus mecos". No necesitó pedirlo dos veces, acabé en su boca como creo nunca lo había hecho. No pudo tragar todo el semen y este caía hasta su barbilla. Con mi último espasmo también se fue la locura que me había invadido. De repente me di cuenta de donde y con quien estaba, me avergoncé de mí mismo por lo que estaba haciendo, disfrutando como nunca con el hombre que me había violado. Me levanté entre confundido y enrabietado dejando al Padre con un tremendo hinchazón entre sus piernas. "¿A dónde crees que vas?, esto apenas comienza", me decía mientras yo caminaba hacia el escritorio. No hice caso de sus gritos y abrí uno de los cajones. Dentro de este encontré unas tijeras. Las tomé y camine de regreso al sofá. Cuando el Padre Ernesto vio lo que cargaba en mi mano y la maldad reflejada en mis ojos se aterró y empezó a gritar y llorar como niña. "No me lastimes por favor, no cometas una locura", palabras que no se cansaba de repetir y que yo ignoré por completo.

Se notaba que Roberto nunca se había cogido a un hombre anteriormente, porque no se tomó la molestia de usar lubricante o al menos dilatarme un poco, pero no me importó. Me la ensartó de golpe y tuve que morderme el brazo para no gritar. Era enorme y me estaba rompiendo el culo con la bestialidad de sus movimientos, pero me gustaba. El rostro dulce que había visto siempre en él se perdió esa noche, en su cara sólo se veía una enorme satisfacción por desahogar todos los deseos reprimidos durante tres largos años. No paró en ningún momento y tampoco me penetró con más delicadeza, pero el dolor había desaparecido, su verga masajeando mi próstata me estaba haciendo gozar. Desafortunadamente, cuando más disfrutaba de sus embestidas, Roberto se vacío en mis intestinos. Sin duda no había eyaculado en bastante tiempo, porque no dejaba de disparar, su masculina leche escurría por mis nalgas. Cuando terminó se acostó sobre mi cuerpo, exhausto y complacido. Se dio cuenta de que yo no había acabado y pensó en devolverme el favor que le acababa de hacer con una cesión de sexo oral. Pude ver en su cara que no estaba muy convencido de querer mamarme la polla, por lo que le dije que no era necesario. Me empecé a masturbar y en pocos segundos me corrí manchando todo mi pecho de espermas. Roberto se acostó a mi lado y me dio las gracias. Yo simplemente lo besé.

Me detuve a un lado del sofá, lo miré a los ojos y tomando su verga ya flácida por el miedo, le dije: "no volverás a humillar a nadie más con esto". La cara del Padre no era más que un gesto de enorme pánico ante lo que insinuaban mis palabras. Dudé un poco antes de hacerlo, pero finalmente atrapé su pene entre las tijeras y lo apreté con todas mis fuerzas. El Padre lanzó un grito horrible al sentir como aquella parte tan preciada de su cuerpo se desprendía y quedaba en mi mano. Lo tiré al suelo como si fuera un simple trapo viejo mientras el Padre seguía gritando de dolor y del sitio donde antes surgía orgulloso su enorme mástil ahora brotaban chorros de sangre que manchaban todo el sofá de rojo. Quien hace unos días fue mi verdugo estaba sufriendo como nunca antes había visto sufrir a una persona, pero para mí no era suficiente. La lujuria que me había transformado hace unos minutos se marchó para darle paso a una sádica sed de venganza que me había enloquecido y no pararía hasta ver al Padre muerto. No quería esperar a que se desangrara, así que tomé las tijeras con ambas manos y las levanté por encima de su pecho para después dejarlas caer sobre él. Una y otra vez apuñalé al ahora indefenso sacerdote. Sentir el filo de las tijeras atravesar su piel, haciéndolo gritar cada vez con menos fuerza y quitándole poco a poco la vida, fue una experiencia terriblemente placentera. Aún cuando el Padre había dejado de moverse, continué apuñalándolo hasta que todo el rencor, el odio y la furia que guardaba parecieron desaparecer. La cordura regresó a mi cuerpo y estaba ahí parado, frente al cadáver del sacerdote más querido de la región, con las manos y el cuerpo manchados de sangre y con mi sed de venganza saciada. Una malévola sonrisa se dibujo en mis labios.

Cuando mi nuevo amante se quedó dormido me levanté, limpié los restos de semen y me fui a dormir a mi propio colchón. Me encontraba feliz, como hace mucho tiempo no lo había estado. No podía creer que en un lugar como ese me encontraría con alguien tan maravilloso y por el cual sentiría tanto cariño, y menos que ese cariño sería correspondido hasta cierto punto. Sabía que lo que acababa de pasar entre Roberto y yo no significó lo mismo para ambos, que él lo vio como una manera de sacar toda la tensión sexual acumulada en su cuerpo, pero eso era lo de menos en ese momento. Creí que esa noche, por primera vez desde que estaba en prisión, dormiría tranquilo, pero no fue así. Cuando me acosté metí la mano bajo mi almohada y me topé con la foto de Raúl, la saqué y la vi. Un enorme sentimiento de culpa me invadió. "Yo cogiendo con otro hombre y él esperando por mí", pensé. Me acordé de la promesa que me hizo la última vez que nos vimos, del anillo que llevaba en su mano y del que me obligaron a despojarme al entrar a la cárcel, de todos los momentos que pasamos juntos y de sus hermosos ojos mirándome. Los ojos se me llenaron de lágrimas; amaba a Raúl, de eso estaba seguro, pero en ese momento necesitaba de algo que me hiciera más fácil la espera. Me sentí el peor de los hombres por haberlo traicionando y repetí hasta dormirme: "por favor mi amor, perdóname".

La felicidad que sentía de ver al Padre con el pene mutilado, con el pecho destrozado por las puñaladas, e inmóvil y bañado en sangre pronto desapareció. Entendí que había matado a una persona y que sin importar mis razones tendría que recibir un castigo. La idea de ir a parar a un reclusorio para menores no me agradaba en lo absoluto, tenía que escapar de ahí antes de que alguien se diera cuenta de lo que había sucedido, pero ¿a dónde iba a ir? ¿de qué iba a vivir? Mil preguntas me vinieron a la cabeza, pero no tuve tiempo de contestarlas. Alguien estaba afuera de la oficina tratando de abrir la puerta. Estaba a punto de ser descubierto. Me quedé paralizado, esperando a que entraran y me descubrieran. De repente se me ocurrió otra salida. Empuñé las tijeras y me dispuse a enterrarlas en mi corazón para así terminar con mi miserable vida.

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