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La casi orgásmica muerte del detective...

en Sexo Anal

Mi nombre es Josué, y en vida era detective. Lo había sido durante los últimos diez años, y hasta esta mañana creí que lo sería por otros veinte más, pero me equivoqué. Mientras ustedes leen estas líneas, mis restos son transportados en la cajuela de un automóvil hacia un lugar para mí desconocido. Y no es que el destino sea importante, ¿qué más da que me tiren a la orilla de un río que en una barranca? Es solo que me gustaría saberlo para poder comunicárselos, para que ningún punto de la historia quedara en el olvido, pero bueno… ¿qué le vamos a hacer? Será mejor aparentar que ese detalle no es tan importante como los hechos que me condujeron hasta aquí: a este oscuro cajón en el que no se puede ni respirar y… ¡un momento! ¡De verdad que soy un idiota! Si no puedo respirar, ¡es porque estoy muerto y no por otra cosa! ¡Que memoria la mía!, pero han de comprenderme, han de entender que no hace mucho que mi corazón dejó de latir y aún no me acostumbro, aún no me hago a la idea. ¡Sí!, para aquellos que estuvieran pensando lo contrario, para aquellos que necesitan que les hablen claro, ¡estoy muerto!

¡Ah, cómo me cuesta decirlo! ¡Cómo me cuesta admitirlo!, pero ya ni llorar es bueno pues mis ojos ya están secos, pues mi pies se caen de fríos y… ¿qué cómo ocurrieron las cosas? ¿Cómo terminó mi existencia? ¡Ah, pues eso mismito es lo que quiero yo contarles! No vayan a creer que soy un chismoso, ¡no, no, no!, nada más que me parece justo que uno pueda platicar la forma en que murió. Y eso he de hacer yo si ustedes me lo permiten, si sus ojos se siguen moviendo de letra en letra, de palabra en palabra hasta completar mi historia, esa que cómo ya les dije, no voy a describir por mitotero sino porque estoy en mi derecho, sino como última voluntad y… bueno, también para que no se me haga tan aburrido el camino, ¿por qué no? Empecemos pues, con ese cuento titulado: "La casi orgásmica muerte del detective, a manos de la esposa del villano". ¡Espero sea de su agrado!

En mi ciudad, igual que sucede en todas las grandes ciudades del mundo, el mercado de la droga ha alcanzado niveles insospechados. Antes tenías que buscar con lupa a los vendedores, pero ahora se pasean por las calles hasta en manadas, cómo las ratas que son. En lo que capturas a una, de las alcantarillas ya salieron otras diez. ¡Los cabrones se reproducen como conejos!, y la policía no se da abasto. Entre que unos pierden el tiempo dizque patrullando la ciudad, y otros están ocupados cobrando su mordida a prostitutas y maricones, somos muy pocos los que quedamos para combatir en contra de ese enorme e imparable monstruo. Y a esos pocos hay que restarle los corruptos y los adictos, por lo que prácticamente vengo siendo el único, ¡o venía!, ¡que se me olvida que ando muerto!

Pues bien, en ese intento por hacer algo en verdad significativo, algo que sacudiera la estructura desde la base, decidí enfocarme en la cabeza: en el prestigiado y respetado licenciado Ortiz, líder absoluto de los tres cárteles de la región. Se preguntarán cómo es que ese señor le hizo para llegar a manejar no sólo un grupo sino tres. La respuesta es sencilla, reside en ese término que en sus escasas tres sílabas gobierna y mueve al mundo: dinero. A unos los compró, a otros los vendió y a otros los mandó matar, el cómo varía de caso en caso, pero los resultados a fin de cuentas siempre han sido los mismos. Con cada millón que abandonaba sus bolsillos o sus cuentas de banco en países cuyos nombres ni siquiera puedo deletrear, su poder y su dominio se fueron incrementando hasta llevarlo a ser lo que hoy por hoy es: un Dios.

Ya han de estarse formando una idea de porque morí, han de estar pensando que con un simple tronar de dedos de ese tipejo acabé en esta cajuela, pero ¡no! A pesar de que ganas seguramente le sobraban, no fue él quien terminó con mi vida. Ni un solo centavo de sus arcas fue necesario para mandarme al otro mundo. Es más, tal vez ni siquiera está enterado de mi muerte, y eso sí que me molesta. Digo, habiéndole yo dado tanta lata los pasados dos años, me gustaría que al menos lo supiera, mas así son las cosas. ¡No se puede tener todo! No se puede tener todo, y yo ya no tengo nada. Ya no me queda ni madres, y todo por esa puta vieja. Todo por esa linda morenita de ricas tetas, ese portento de mujer que don Ortiz tiene por esposa. ¡Ah, pero que hermosa que es esa potranca! ¡Que linda que es!, y… ¿todavía no lo saben? ¿Todavía no lo deducen? Entonces permítanme sacarlos de la duda, permítanme confesarles que antes que detective soy hombre, y que como todo buen hombre que se jacte de serlo no pienso con la cabeza sino con la verga, y que por andar enterrando ésta me clavaron a mí de tres balazos, y que de no haberlo hecho ella segurito lo hubiera hecho él en cuanto se corriera la voz y supiera que sentada sobre mí se había corrido ella. Sí, ahora ya saben que fue la mujer de ese mafioso la que me mandó al hoyo, y sólo me falta narrarles el cómo. Y es esa, la parte más importante, la que a continuación les he de relatar.

Doña Gabriela me recibió con la misma amabilidad de siempre, y me invitó a pasar, a sentarme en su finísima sala de sillones importados de la India. Era mediodía, y el calor se reflejaba en las numerosas gotas de sudor que me escurrían desde la frente hasta la abertura de mi camisa. Ella lo notó y, cómo la dama educada que pretende ser, me ofreció un pañuelo y me invitó un refresco. El primero se lo acepté, pero el segundo le pedí me lo cambiara por un vinito, que para gaseosas están los niños. Con su melodiosa voz de claxon descompuesto, le ordenó a uno de sus tantos criados nos sirviera una copita de coñac. De inmediato, el mozo cumplió su mandato, y ya con alcoholito en mano nos pusimos a charlar.

Hace calor, ¿verdad? – Comentó aflojando dos botones de su blusa, cosa que acostumbraba hacer y que a mí me calentaba más que lo alto de la temperatura.

¡Sí, bastante! – Acordé mientras sobaba descaradamente el bulto que su anterior movimiento había formado bajo mis pantalones.

No era la primera vez que la visitaba, y esos coqueteos eran como nuestra marca personal, aunque nunca habían pasado de ahí, nunca hasta esa tarde. A la mujer se le veía a leguas lo ganosa, en sus carnosos labios, sus generosos senos y sus jugosas piernas se le podían oler las ganas. Cada que me sentaba frente a ella, se me insinuaba sin pudor, y ¿cómo no?, si don Ortiz es un vejete que ha de tener años sin comprar paraguas, y ella una mulata impresionante que a cualquiera se levanta. ¡Ah, pero que chula que es! Casi estoy convencido que por unos minutos dentro de ella, bien valió la pena morir. Pero bueno, sigamos con la historia, que de recordar me frustro, que en el estado en que me encuentro a su diabólica belleza ya ni siquiera respondo.

Y… cuénteme, detective: ¿a qué debo el honor de su visita? – Preguntó antes de darle un trago a su copa, antes de que una gota de coñac se le escapara de la boca y se perdiera entre sus senos, esos entre los que, literalmente, habría yo de morir.

Pues a lo de siempre, señora: a su marido – respondí al tiempo que separaba más las piernas para lucir con mayor claridad mi paquete –. Cómo ya se lo he comentado en ocasiones anteriores, lo único que me hace falta para refundir a su esposo en la cárcel es un testigo que declare en su contra, una persona que se atreva a revelar todas sus fechorías ante un juez, y por eso he venido: porque aún tengo la esperanza de que sea usted quién acepté esa responsabilidad. Sé que muchas veces se ha negado, pero tal vez haya cambiado de opinión desde mi última visita. Quizá se haya dado cuenta de todo el mal que su marido le causa al mundo, y se haya decidido a ponerle fin, a hacer lo correcto y no permitir que continúe destruyendo más vidas con su veneno. Por eso estoy aquí: porque algo me dice que es usted una buena persona, que hoy no me iré con las manos vacías.

Es usted muy valiente, detective – mencionó abriendo sus piernas, permitiendo que su diminuta falda dejara al descubierto gran parte de sus muslos, de esos gruesos y bien torneados muslos que me habrían de aprisionar –. Mire que volver a poner un pie en esta casa, luego de tantas veces de no obtener nada y existiendo la posibilidad de que le haya contado todo a Jaime y él lo quiera muerto. ¡Eso es tener bolas! – Exclamó dirigiendo su mirada a mi entrepierna.

Gracias por el cumplido – me rasqué los huevos –, pero no es por eso que sigo viniendo, ya se lo dije, sino porque en verdad creo que usted puede ayudarme, porque tengo el presentimiento que tarde que temprano aceptará declarar en contra de su esposo.

Y… ¿qué le hace pensar eso? – Inquirió apoyando su pie derecho sobre la mesa, exponiendo ante mis excitados ojos su falta de bragas.

Pues… – chupé instintivamente mis labios –, no sé, a la mejor el hecho de que ustedes no se llevan bien.

¿Cómo sabe que no nos llevamos bien, si nunca nos ha visto juntos? – Interrogó subiendo el otro pie, enseñándome sin reparos el depilado de su vulva.

Aquello estaba saliéndose de control. Era verdad que nos coqueteábamos mutuamente cada que me presentaba en su casa, pero nunca al grado de mostrarme su sexo, nunca hasta conseguir que la polla se me pusiera como piedra y me saltara en los calzoncillos, ansiosa de jugar con la amiga de enfrente. Debí intuir que algo andaba mal, pero la sangre nunca es suficiente para que cerebro y pene funcionen al mismo tiempo. Sinceramente, el que doña Gabriela accediera o no a cooperar conmigo dejó de importarme. El deseo de hundirme entre esos deliciosos pliegues era lo único que ocupaba mi mente, manejada en ese momento por mis instintos. El sudor se evaporizaba de lo encendida que estaba mi piel, y hasta una pequeña pero reveladora mancha apareció en mis delgados pantalones. Estaba completamente atontado.

Le hice una pregunta. – Insistió sacándome de mi embeleso.

Eh… bueno, por eso mismo: porque nunca los he visto juntos, y estoy seguro que una mujer como usted ha de necesitar mucha compañía. – Afirmé bebiendo de mi copa, esperando estúpidamente bajarme la calentura con alcohol.

¡Eso es cierto! – Expresó desabrochando los demás botones de su blusa – Pero también es cierto que mi soledad tiene remedio, ¿no lo cree? – Se puso de pie y dio media vuelta para desprenderse de la falda, revelándome sus abultadas nalgas – Si está de acuerdo conmigo, si piensa poder saciar mi sed de compañía, sígame. – Sugirió antes de emprender el camino hacia la alcoba.

De lo sorprendido que me encontraba, tardé en reaccionar a su invitación. Era difícil asimilar lo que en ese lugar estaba aconteciendo: la esposa del hombre más poderoso y despiadado del mundo de la droga me proponía acostarme con ella, y mentiría al decir que no tuve algo de miedo. Pero atemorizado o no, las ganas son las ganas y, luego de permanecer inmóvil por un buen rato, finalmente me levanté y me dirigí adónde ella aguardaba, adónde esas ricas tetas habrían de ser mi fin.

El pasillo era muy largo, tanto como eso que desde mis calzones clamaba libertad. Hermosos cuadros de los más talentosos pintores colgaban de los muros, y las huellas de Gabriela aún marcadas en la alfombra de terciopelo rojo me iban señalando el camino. Un paso tras otro, y ni rastros de una puerta. Era tal la desesperación que en ese instante me invadía, que me fui desnudando por el trayecto. Y acorde mis ropas caían al suelo, me alegraba de ser un obsesionado del ejercicio, de mantener, a mis más de cuarenta, un cuerpo firme de músculos definidos, y prácticamente libre de grasa. Conforme iba quitándole máscaras a mi anatomía, sintiendo el escaso aire acariciar mis fuertes brazos, mi ancha espalda, mi vientre plano y mi imponente falo, el que aquella hermosa mujer deseara tenerme dentro me iba pareciendo cada vez más coherente, y las posibilidades de salir con vida de aquel lugar, sin yo siquiera sospecharlo, se esfumaban poco a poco.

Después de recorrer el infinito pasaje, por fin encontré la habitación. Crucé el umbral, y ahí: en medio de aquel cuarto de estilo minimalista, tendida sobre una enorme cama, con las piernas abiertas, y completamente desnuda, estaba ella. Con sus lindas tetas desparramándose a sus costados y el rojo de sus labios contrastando con el negro de su piel, lucía en verdad espectacular. En cuanto la miré, un escalofrío viajó por mi columna impulsándome a acortar la distancia que nos separaba. Y una vez más cerca, una vez a sus pies y sin necesidad de pronunciar palabra, me sumergí en su sexo y comencé a lamerlo con dedicación, provocándole gemidos que pronto se apoderaron del ambiente y de mi mente.

Habían transcurrido quince minutos de alternar mi lengua entre sus surcos y su clítoris, cuando le llegó el primer orgasmo, cuando explotó empapándome la cara y dándome la señal para penetrarla. Mientras ella continuaba retorciéndose por culpa del clímax, gateé cuerpo arriba hasta posar mi boca en su pezón izquierdo. La urgencia por estar en su interior era bastante, pero no tanta como para no ocuparme unos minutos de sus bellos senos, los cuales envolví enteros en saliva, y entonces sí me dispuse a atravesarla. Separé sus piernas, me hinqué entre ellas y coloqué la punta de mi hinchada polla en su entrada. Me paseé varias veces por su raja, y justo en el momento en que me proponía introducirle todo el poder de mi herramienta, me pidió me detuviera.

Sumamente desconcertado y pensando que me dejaría a medio palo, le reclamé su actitud, pero ella me calmó argumentando que lo único que quería era cambiar de posición. Habiendo escuchado su explicación, me acosté con la espalda hacia el colchón, y ella empezó a besar cada rincón de mi cuerpo sin detenerse por más de cinco segundos en algún sitio en especial, eso hasta llegar a mi pene, el cual, luego de hacer un gesto de impresión, alojó en su boca y mamó por un prolongado lapso que a mí me pareció un suspiro. Era tan buena en eso del sexo oral, que por poco me corro, siendo yo de lo más aguantador. Sentí un poco de pena cuando sus labios se apartaron de mi agradecido miembro, pero me reconfortó la idea de lo que vendría, la idea de invadir ese su exquisito coño.

Cómo queriendo torturarme, se puso de pie e inició un sensual baile que, al ritmo de sus caderas, la fue llevando muy, pero muy lentamente hacia abajo. Y cuando con la humedad de su concha tocaba la dureza de mi verga, se volvía a incorporar para repetir el numerito desde el principio, logrando enloquecerme. Lo hizo no se cuántas veces, hasta que por fin se quedó en cuclillas. Entonces sujetó mi miembro por la base y lo dirigió a su orificio, pero no a ese que yo me esperaba sino al trasero, a ese prohibido para algunos, lo que al principio me decepcionó un poco y después terminó por agregarle sabor al encuentro.

Con delicadeza y paciencia, se fue metiendo de mi pene la cabeza. Su ano se fue dilatando para abrirle paso, y pronto habría de tragársela para comenzar ligeros movimientos circulares que me arrebataron un profundo suspiro. Así nos quedamos por un tiempo, hasta que, repentina y salvajemente, se dejó caer enterrándose el resto de mi hombría, chocando sus glúteos contra mis huevos y gritando ambos al sabernos unidos. Lo estrecha que era, la forma tan placentera en que me apretaba, no me permitió permanecer quieto. Sin darle oportunidad de acostumbrarse a mi tamaño, la tomé de la cintura y la impulsé a empezar el sube y baja. Ella, lejos de quejarse, apoyó sus manos sobre mi torso y me ayudó con el vaivén. Y ya habiendo entrado en ritmo, acompañé la penetración con leves pellizquitos en sus pezones y su clítoris, detalle que me agradeció cerrando y abriendo sus esfínteres a diferentes tiempos e intensidades, causando que satisfactorias oleadas se regaran por mi cuerpo. Mi polla abandonaba por completo su oscuro y tibio agujero, y ella enseguida volvía a acogerla entera regalándome chispazos de verdadero placer que paso a paso me iban conduciendo, sin yo temerlo y además de hacia al orgasmo, a mi inevitable muerte.

Mi verga iba ganando en grosor y dureza. El clímax se acercaba, pero nunca habría de llegar. En parte por mi ingente miembro taladrando sus intestinos, en parte por mis dedos estrujando su inflamado botoncito, ella se me adelantó en la carrera hacia el éxtasis estallando en escandalosísimos espasmos y alaridos que la derrumbaron sobre mi rostro, el cual quedó convenientemente atrapado entre sus enormes pechos, impidiendo así que me percatara del momento en que, de debajo de la almohada, sacó un arma con la que, antes de yo venirme, antes de yo alcanzar la que seguramente, estando mi virilidad cubierta por aquel maravilloso guante, habría sido la mejor y más intensa corrida de mi vida, me disparó tres veces quitándome la vida. En lugar de semen, sangre fue lo que aquella tarde derramé, sangre que formó ríos que me transportaron hasta aquí: hasta esta cajuela dentro de la cual viajo a sabrá Dios dónde. Acerté al pensar que don Ortiz y su esposa no se llevaban bien. No me equivoqué al creer que el ver tras las rejas a su marido, sería para mi asesina el más grande de los placeres, pero se me pasó un punto, me olvidé de un detalle. La caída de su esposo también habría significado su pobreza, y el contribuir a mejorar la vida de miles de personas, no era suficiente recompensa para vivir sin vestidos de marca, autos de lujo, viajes alrededor del mundo y… ahí termina mi relato.

¡Qué ironía! Yo hablando del dinero unos párrafos arriba, y que no lo tomo en cuenta. Yo queriendo cambiar el mundo, y ya no soy más que un cadáver. Yo creyéndome irresistible, y que no sé ni dónde han de enterrarme. Yo jugando a ser el héroe, y ahí les dejo mis errores: para que con ellos se tropiecen, y mi tumba adornen.

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