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Caldo de mariscos

en Sadomaso

"Gallina vieja hacer mejor caldo", alguna vez me dijo mi padre y muchas personas seguro están de acuerdo con esa frase. Para mí no puede haber palabras más equivocadas. A mí me gusta la carne joven, tierna, jugosa. Por eso es que mi lugar preferido para salir de cacería es el "Teen", un antro al que, como su nombre lo dice, asisten en su mayoría jovencitos entre los dieciocho y los veinte. Si la edad permitida para tener ingreso fuera menor, si pudiera encontrarme con niños de quince, ese sitio sería para mí el paraíso, pero me conformo con lo que me ofrece. Y vaya que es mucho lo que puede ofrecer.

Suelo acudir los sábados, que es el día, al no haber escuela o trabajo a la mañana siguiente, más concurrido. Antes de salir de mi casa me doy un baño, me perfumo de cuerpo entero y me visto con mis mejores galas. He comprobado qué es lo que les parece irresistible a esos chiquillos, ese algo por el que se atreverían a confiarte hasta su alma sin siquiera conocerte: un hombre impecablemente vestido, que transpire clase, poder y dinero por cada poro. Yo soy todo eso y además, tengo un físico envidiable y una muy buen arma entre las piernas. Por tal motivo no me es difícil conseguir quien satisfaga mis ganas de carne joven, tierna y jugosa. Por tal motivo me fue sencillo levantar a aquellos dos muchachitos, aquella noche en que uno ya no me resultaba suficiente.

Entré, como siempre, en medio de una rechifla de parte de quienes esperaban les permitieran el paso. Para molestar más a esa gente, para acentuar mi superioridad sobre ellos, saqué de mi cartera un billete de la más alta denominación y lo metí en el pantalón del guardia al mismo tiempo que, aprovechando la oportunidad, sobé su entrepierna y le di un beso en la mejilla. No se hicieron esperar los insultos hacia mi persona, esos que en lugar de ofenderme comenzaron a excitarme y a ponerme la verga como piedra. No era odio lo que sentían por mí esas personas, no podía ser si apenas me conocían, pero igual me agradaban sus palabras de desprecio y gozaba más la una que la anterior y así sucesivamente. Permanecí más de lo necesario en la entrada para que continuaran gritándome las más deliciosas obscenidades y finalmente cruce la puerta.

Ante mis ojos apareció una gran variedad de atractivos jovencitos, bailando con energía unos y bebiendo con alegría otros. Los había rubios, morenos, uno que otro pelirrojo, de piel blanca, bronceada, delgados, fibrosos, de lindo trasero y demás. Todos esos juveniles y vigorosos cuerpos, con sus tiernas y jugosas carnes, me atraían en demasía, pero fueron dos los que captaron mi atención.

Estaban en el segundo piso, bailando uno muy pegado al otro y besándose apasionadamente. Los dos debían de medir alrededor de uno setenta y ambos eran morenos, de cabello negro, y delgados. Se movían de una manera tan sensual que no pude quitarles la vista de encima. Desprendían tanto deseo y lujuria con su ritmo que parecían haberme hipnotizado. Como controlado por ellos, caminé hasta las escaleras y subí a donde se encontraban. Pasé justo a su lado, rozando sus traseros de una manera clara y directa que no dejara dudas acerca de mis intenciones, pero ni siquiera se inmutaron. Me senté entonces en una mesa que quedaba justo enfrente de ellos y los miré fijamente, esperando a que notaran mi presencia.

Eso sucedió cuando dejaron de besarse y uno de los dos, el de facciones más finas, volteó su rostro hacia mi mesa. Inmediatamente noté, por el gesto en su cara, que había quedado impresionado conmigo, ya fuera por mi atractiva personalidad, mi buen cuerpo o las prendas de marca que llevaba puestas. Susurró algo, que no pude escuchar por el volumen de la música pero supuse era sobre mí, al oído de su compañero y éste también giró su cabeza para verme. Ambos me sonrieron.

Una vez atrapada su atención, di el segundo paso. Comencé a frotar mi paquete de manera suave pero firme, recuperando la erección que aquellos insultos de la entrada me habían provocado. Poco a poco, el bulto bajo mis pantalones fue creciendo y haciéndose más evidente. Los chamacos no podían apartar su vista de mi entrepierna, asombrados por lo que ésta prometía. Uno de ellos incluso se chupó los labios, como imaginando que ya tenía mi sexo dentro de su boca. Que lindas se veían sus caritas, embobadas con mis movimientos. Que hermosos eran.

Luego de un par de minutos, decidí revelarles lo que seguramente ya dibujaban en su mente. Con insultante lentitud, me libre del cinturón y desabotoné mis pantalones. Hice a un lado mi bóxer y saqué mi endurecida polla. Los dos jovencitos abrieron sus ojos como si hubieran visto un fantasma, pero lo que en realidad estaba frente a ellos, era la verga más grande y apetitosa que habían conocido en su vida.

Como animándolos a que se acercaran, empecé a masturbarme. Cerré mi puño sobre mi hinchado miembro e inicié un sube y baja lento. Acariciaba delicadamente mis veinte y dos centímetros de carne y ellos observaban extasiados. Lo hice una y otra vez por un buen tiempo y, cuando de la punta comenzó a brotar líquido preseminal, finalmente se atrevieron a dejar su pasividad.

Los dos se hincaron a mis costados y apartaron mi mano de mi pene. La sustituyeron con sus lenguas, que con desesperación empezaron a pasar a lo largo del tronco, una y otra vez hasta dejarlo completamente ensalivado. Tenía a dos muchachitos comiéndome la polla y a unos cuantos más atentos a la escena. Era un espectáculo perfectamente excitante y tal vez me habría gustado protagonizarlo por más tiempo, pero en mi mente había algo más, algo para lo que necesitaba estar en casa, a solas con ellos dos. Y es que lo hacían tan bien, con sus dos boquitas me daban tanto placer que me fue difícil decirles que pararan, pero debía hacerlo. Al principio se molestaron, pero bastó con que los invitara a mi casa para que sus sonrisas regresaran. Guardé eso de lo que con reclamos se habían apartado y salimos del lugar.

Cuando llegamos a donde había estacionado mi auto, su felicidad creció. No podían creer que alguien que condujera un vehículo importado que seguramente costaba más que las casas de ambos juntas, se hubiera fijado en ellos. Pude adivinar, en las miradas que se echaban el uno al otro, lo privilegiados que se sentían. Subimos al coche y arrancamos con dirección a mi residencia.

Durante el trayecto, los dos chicos se turnaron el asiento del copiloto para mamarme la verga mientras llegábamos a nuestro destino. Sería difícil decir quien lo hacía mejor. Uno movía su lengua de manera increíble, pero el otro usaba su garganta con maestría. Y que se molestaran cuando uno duraba más tiempo del acordado, aumentaba lo satisfactorio del momento. Era yo el que no podía creer que estuviera con esos dos bellos especimenes peleándose por chupar mi herramienta. Sin duda eran los mejores que había conseguido en toda mi vida.

Después de una corta y placentera hora, arribamos a mi mansión, ubicada en una de las colonias con más plusvalía de la ciudad. Mario y Jorge, como, con la dificultad que representaba tener llena la boca con mi miembro, dijeron se llamaban, por poco y se desmayaron. Era verdad que un hombre como yo o un automóvil como el que esa noche manejaba son dignos de asombro, pero mi casa...era algo más. Encontrarse en una finca tan bella y grande, fue para ellos como ganarse la lotería. No se lo que pensaron en esos momentos, pero cualquier idea que les hubiera pasado por la mente habría estado muy alejada de la realidad, de la verdadera razón para haberlos llevado hasta mi hogar.

Entramos a la construcción principal y los conduje hasta mi recámara, sin dejar de escuchar expresiones de admiración y sorpresa, más grandes conforme nos acercábamos al cuarto e iban descubriendo las obras de arte más impresionantes. Abrí la puerta de mis aposentos y los dos chamacos entraron como si fueran un par de niños en un parque de diversiones. Ya con más calma y a solas, pude observarlos detenidamente y de pies a cabeza mientras ellos miraban aquel palacio que parecía mi habitación.

Mario era el de las facciones más finas y el más delgado de los dos, pero también, sorpresivamente, el de mejor trasero. No lo tenía muy grande. Era proporcionado a su cuerpo, redondo y levantado. Una delicia. Jorge, si bien no era robusto, poseía un físico más desarrollado que el de su compañero. Se le notaban unos brazos más anchos y una espalda más amplia. Unas piernas de futbolista y, sustituyendo un buen par de nalgas, un notable bulto delantero. Ambos, como lo había mencionado anteriormente, eran de piel morena y cabello negro. Dos perfectos ejemplos de lo que es la belleza masculina, dos jovencitos apetecibles de carnes tiernas y jugosas.

Aún no salían de su asombro cuando les di una sorpresa más, una que a diferencia de las otras, no disfrutaron. Con un revólver, que saqué del buró, apuntándoles, les ordené que se desnudaran. Ninguno de los dos me hizo caso, estaban demasiado impactados con el arma como para reaccionar. En su cara podía ver nacer el miedo y esa preocupación y ese sufrimiento fueron mi primer premio. Disfruté en extremo esas expresiones de terror, las de saber que podían morir de un momento a otro en manos de quien pensaron sería el príncipe azul que resolvería sus vidas. Y solté una carcajada que los atormentó más y, como consecuencia, hizo que gozara más su pena.

- ¡Que se desnuden, putitos de mierda¡ - Grité para sacarlos de ese trance que significó el ver un arma apuntando a sus cerebros.

Pero esa orden tampoco fue obedecida. Los dos continuaron con la vista fija en la pistola e incapaces de mover uno sólo de sus músculos. No quedaba ni rastro de esa sensualidad que emanaban al bailar juntos. El miedo que llenaba sus cuerpos se había llevado todo ese encanto, reemplazándolo con algo mejor: dolor. Y eso lo disfrutaba como un loco, pero no me era suficiente el emocional o psicológico, ese provocado por la posibilidad de que una bala perfore tu frente y acabe con tu vida. Necesitaba algo físico, escucharlos gritando, llorando y cubiertos de sangre. Lo necesitaba y para eso debían empezar por quitarse la ropa.

- ¿No me escucharon? ¡Que se desnuden, les digo¡ - Insistí, dando un disparo al aire como advertencia de lo que podía pasarles si no me obedecían.

De inmediato, al escuchar el disparo, los dos se despojaron de sus ropas con increíble velocidad y quedaron ante mí como Dios los trajo al mundo. Otra vez me costó trabajo decidir quien de los dos era el mejor. Mario, a pesar de ser delgado, tenía los músculos bien marcados y un estómago con exquisitos cuadros dibujados. Fuera del pubis, no tenía un sólo pelo. Su piel se notaba suave y tersa. Su pene era de tamaño medio, un poco más oscuro que el resto de su cuerpo y cubierto hasta la punta por el prepucio. Y sus nalgas...simplemente perfectas, dignas de perderse en ellas para la eternidad. Jorge no tenía una musculatura tan marcada, pero sí más carne, extremidades más gruesas y una capa de fino vello en su torso. Y un hermoso miembro que dormido lucía descomunal, circuncidado, de sorpresivo tono claro y una cabeza gorda y rozada. Una delicia para la vista.

- Bésense. Acaríciense. - Ordené.

Sabiendo lo que podía pasarles en caso de que no hicieran lo que les pedía, en cuanto escucharon mi voz se sumergieron en una lucha de besos y caricias, pero ya no como lo hacían en el "Teen". El miedo y la presión a la que estaban sometidos, hacía que cada vez que las manos de uno tocaban el cuerpo del otro o cada vez que sus labios se juntaban, reflejaran una repulsión que en verdad no sentían y eso me agradaba, verlos intentando transmitir sensualidad y deseo como antes y no lograrlo. Notar sus inútiles esfuerzos por olvidarse de su temor y nerviosismo era mágico.

- Quiero que se golpeen, arañen y muerdan mientras se besan. Quiero que se lastimen. Quiero que les duela, que griten y se retuerzan al sentir los dientes del otro clavarse en su piel hasta desgarrarla, hasta sangrarla. Háganlo ya, malditos maricones. - Exigí.

Y conforme las palabras salían de mi boca, ellos hacían exactamente lo que escuchaban. No pararon de besarse, pero las uñas de uno trazaron delgadas y rojizas líneas en la espalda del otro. Y con los puños cerrados, juntando todas las fuerzas que en momentos como ese les podían quedar, golpearon sus costillas mutuamente, dejándose sin aire, pero no gritaban. Esa parte vino cuando Mario, al recordar que también había mencionado mordidas, comenzó a presionar el labio inferior de Jorge con sus dientes. Éste último intentó librarse, pero no lo consiguió hasta que una parte de sí fue arrancada, produciendo un río de sangre que bajó desde su boca hasta su pecho y arrebatándole los primeros gritos y lágrimas.

Esa imagen fue pura poesía. El hermoso jovencito cubriendo la herida con sus manos, tratando de detener la hemorragia y sus lágrimas mezclándose con ese líquido carmesí que desde donde yo estaba se podía oler. Y sus gritos de dolor y rabia, entrando por mis oídos como la mejor de las sinfonías y viajando a través de mis venas, llevando hasta mi verga esa sangre necesaria para conseguir una potente erección que mis pantalones no pudieron ocultar.

Todo estaba saliendo mejor de lo planeado. El más delgado de los chicos comenzó a golpear de manera brutal al otro, probablemente pensando que así salvaría su vida. Olvidándose de aquella pasión que me mostrara en el antro, arremetió contra su compañero a puñetazos y patadas, tirándolo al piso con múltiples heridas que no hacían más que incrementar mi gozo. Pero no podía permitir que la situación se me escapara de las manos, así que con otro disparo al aire le indiqué a Mario que se detuviera. Luego le ordené que se acercara y me desnudara. Así lo hizo.

Mientras Jorge permanecía tendido en el suelo, sumamente lastimado por los golpes y sangrando de varias partes del cuerpo, el otro, por mandato mío, se arrodilló y empezó a mamármela. Utilizando esa lengua mágica que la naturaleza le había proporcionado, pronto me tuvo al borde del orgasmo. Así fuera de adelante hacia atrás o de atrás para adelante, no importaba, acariciaba de forma fenomenal todo el tronco de mi gozosa verga. Que manera de mamar de ese lindo muchachito. Nadie había conseguido que terminara con sexo oral y aunque él estaba a punto de conseguirlo, no podía permitírselo. Aún faltaba mucho como para correrme en ese momento. Le ordené que se detuviera y se pusiera en cuatro.

Cuando escuchó esa petición, sospechó lo que a continuación vendría y volvió a reflejar el miedo que por instantes había perdido. Aunque se había enamorado de mi polla desde el primer momento, la idea de tenerla dentro lo asustaba. Incluso el culo más acostumbrado sufriría con una herramienta como la mía, así que su inquietud era lógica.

Para que esas incómodas sensaciones crecieran dentro de él con la espera y para tomar los instrumentos que me ayudarían a darle la cogida de su vida, caminé con suma paciencia hacia mi armario. Tomé una caja de madera y regresé a donde el lindo jovencito aguardaba con su precioso trasero al aire. Sin darle tiempo siquiera para anticiparlo, lo penetré hasta el fondo y de un sólo golpe, con tal fuerza que incluso a mí me lastimó.

Expresiones de dolor escaparon de su boca al sentirse atravesado por semejante monstruo. No podía ver su cara, pero me imaginaba ese rictus de sufrimiento y esas lágrimas brotando de sus ojos casi de manera involuntaria. Y con esa fotografía fija en la mente, di inicio a un violentísimo mete y saca que lo hizo gritar como si estuvieran matándolo. Y sin dejar que se acostumbrara a mi furiosa follada y para que esos gritos tuvieran más fundamentos, saqué una aguja de la caja de madera y se la clave en la espalda. Todos sus músculos se tensaron cuando el metal perforó su piel y su esfínter, que también reaccionó ante el castigo, apretó deliciosamente mi despiadado miembro. Y después de la primera, vinieron la segunda, la tercera y así hasta que tomó la apariencia de una cama de clavos.

El pobre jovencito ya ni siquiera emitía sonido alguno, el dolor era tan intenso que entró en una especie de letargo. Y yo continué penetrándolo sin compasión alguna. La sangre que escurría de su ano o de las heridas provocadas por las agujas en su espalda, lejos de detenerme, era un motivo para imprimirle más rabia a mis embestidas. Y entre cada dos estocadas, me dejaba caer encima de él, enterrándole más las agujas.

Así estuvimos durante casi media hora, tiempo después de cual me vine en su interior. Y me salí de él, con el miembro manchado de semen, sangre y excremento. Me paré frente a su cara y sin que yo le dijera nada, me limpió con su lengua, haciendo un gran esfuerzo por no vomitar. Luego me olvidé de él por un rato pata ocuparme de su amigo, que continuaba tirado a unos cuantos pasos.

Levanté a Jorge y lo deposité en mi cama. Una vez que amarré sus brazos y piernas a cada uno de los extremos del colchón, haciendo uso de las sogas que en éste había cocido, me di a la tarea de lavar esa sangre seca que cubría gran parte de su cara, pecho y estómago, pasando mi lengua por cada una de sus heridas. Y cuando quedó otra vez libre de manchas, me dirigí a ese precioso pene que de cerca se veía aún más grande. Me lo metí entero en la boca y comencé a chuparlo, intentando que despertara. No tardé mucho en conseguirlo, a los pocos segundos sentí como empezó a crecer entre mis labios y como, poco a poco, fue obteniendo su máximo tamaño.

Ya erecto era aún más bello, casi tan largo y grueso como el mío. Se me hacía agua la boca nada más de verlo, pero decidí que sería mejor sentirlo dentro, en mi culo. Sin recurrir a lubricante alguno y con la misma violencia que usara al follar a Mario, con la intención de que ambos experimentáramos ese dolor que haría más placentera la ocasión, me dejé caer con todo mi peso sobre ese monumento a la masculinidad. Sentí que me quemaba las entrañas y noté que a él también le lastimó lo tosco de mi maniobra, pues aunque no tenía fuerzas para gritar, apretó los dientes y cerró los ojos.

Ya con esa rica polla alojada en mis adentros, comencé a moverme de manera delicada, para hacerlo disfrutar y arrancarle al menos un gemido de placer. Con mis dedos apretaba suavemente sus tetillas, las cuales de inmediato se pusieron como rocas. Lo estaba consiguiendo, casi podía ver ese gozo volando alrededor de nosotros. Fue hermoso escucharlo suspirar y jadear con su verga en mi interior. Pero más hermoso, fue presenciar la transformación de esos sonidos de satisfacción en unos que delataban dolor, cuando repentinamente perforé una de sus tetillas y luego la otra, utilizando dos de las agujas de esa caja de madera que de mi armario había tomado. Y giré esas cilíndricas estructuras de metal para torturarlo más, sin dejar de auto cogerme para que su erección no se bajara. Y podría jurar que aquello le gustaba tanto o más que a mí, porque su polla en lugar de achicarse ganó dureza y longitud y sus caderas comenzaron a menearse para darle más sabor al encuentro, algo que habría sido imposible si el dolor hubiera sido superior al placer.

Permanecimos en aquella posición por varios minutos y con el paso del tiempo, mis sentones y los giros a las agujas en sus pezones fueron más y más rudos. La punta de su espada se clavaba contra mi próstata y mi propia vaina era ya un mar de presemen. Y seguí moviéndome de manera frenética, hasta que con una profunda arremetida que me llegó hasta la garganta, me vacié por segunda vez en la noche, en esa ocasión bañando el torso de Jorge con mi leche. Mi esfínter se cerró con cada chorro de semen que yo disparé y noté que con cada espasmo el miembro de mi muchachito se hinchaba más, anunciando que él también estaba por venirse. Eso no podía permitirlo, así que de un tirón arranqué una de las agujas, deteniendo su orgasmo y provocando, además de un abundante sangrado, que gritara, se retorciera y pataleara del dolor con tal fuerza, que estuvo a punto de liberarse de sus ataduras.

Me levanté y tomé su polla por la base, para atravesarlo con la varilla antes de que perdiera la excitación por completo. Nada más de ver lo que me proponía, el chico se olvidó del sufrimiento y los gritos para suplicarme que no lo hiciera. Obviamente, esas suplicas y la angustia en sus ojos fueron una razón más para hacerlo. Sin piedad y mirándolo directo a los ojos, para que se diera cuenta de lo mucho que disfrutaba todo aquello, le enterré ese pequeño trozo de acero de un extremo de su falo al otro. Su reacción fue lógicamente terrible. Se contorsionó y gritó con más intensidad. Su rostro se tornó rojo y no pudo contener el llanto. Y para no darle descanso, tomé dos agujas más e hice lo mismo que con la primera. Creo que en ese instante pensó que habría sido mejor que le hubiera dado un tiro desde el principio, en lugar de haber estado pasando por toda esa tortura. Tal vez para él sí lo habría sido, pero no para mí. Mi imponente herramienta estaba de nuevo a tono, a pesar de haber eyaculado ya dos veces y no haber pasado ni cinco minutos desde la última.

Para darle tiempo de que se acostumbrara a esa punzada que se siente cuando perforan una parte de tu cuerpo, una que seguramente es más aguda tratándose de un lugar tan sensible como lo es el pene, volví con Mario. Retiré todas las varillas que minutos antes había enterrado en su espalda y, cargándolo en brazos, lo llevé hasta la cama, junto a ese con quien a la mejor, de no haber tenido la desgracia de conocerme, habría sido muy feliz.

- Comienza a mamar, hijo de puta. Quiero que se la pongas pero si bien tiesa. - Le dije.

Y así mismo lo hizo. Con esa lengua maestra que se cargaba, pronto logró que Jorge recobrara la calentura perdida. Recorriendo su blanca y deliciosa verga de manera constante, consiguió que ésta volviera a estar firme y lista para el ataque. De haber sabido que él sería la siguiente víctima, quizá no habría hecho tan buen trabajo ayudando a su compañero para tener nuevamente una erección, pero dadas las circunstancias, ya no existía para aquellos dos chamacos algo que no fueran mis órdenes.

- Ahora siéntate sobre ella, déjate caer sobre esa linda verga. - Le pedí apuntándole a la frente con el revólver, para recordarle lo que le esperaba en caso de negarse.

Sus negros ojos parecieron hasta perder el color cuando escuchó mi último mandato. Comenzó a llorar amarga y desconsoladamente, sabiendo que no tenía otra opción. No quería ser penetrado por esa polla con agujas de lado a lado, pero tampoco quería morir. Resignado a su fatal destino, se desplomó sobre aquel enorme miembro de letal armamento y lo que sucedió después fue la pintura más bella jamás pintada. Con esas delgadas pero filosas varillas destrozando sus intestinos en cada una de sus sentadillas, Mario continuó moviéndose de arriba abajo y de abajo arriba hasta que perdió el sentido y cayó a un costado de Jorge, quien se veía claramente horrorizado por lo que les había obligado a hacer.

Tomé al inconsciente jovencito por los tobillos y abrí sus piernas para colocarme entre ellas y cogerlo por segunda vez. Que delicia fue sentir como mi pene se abría paso entre carne suelta y desgarrada. Ver como la sangre y el excremento escurrían cual si de orina se tratara. Habría sido mucho más placentero si él se hubiera encontrado despierto, pero no se puede tener todo en la vida. De cualquier manera, fue tan placentero que no duré ni tres minutos. Me corrí de manera abundante y escandalosa, metiéndole a Mario una bala en el cerebro cuando expulsé la última gota de semen y logrando lo que creí imposible: que Jorge se aterrorizara aún más.

Ya faltaba poco para terminar con ellos y no quise esperar más. Caminé hacia el armario y tomé un serrucho con el que de inmediato empecé a destazar al que yacía muerto con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo en el piso. Corté primero la cabeza, seguí con los brazos, las piernas y así hasta transformar lo que alguna vez fuera un atractivo jovencito, en pequeños trozos de hueso y carne joven, tierna y jugosa como a mi me gustaba. Habiendo acabado con el primero, me dispuse a hacer lo mismo con el segundo, quien era ya una mezcla de vómito y orines. Levanté el instrumento de corte por encima de mi cabeza y su mirada se clavó en él, regalándome otra bella imagen. Empezó a suplicarme por su vida, pero ni siquiera escuché sus palabras. En lo único que pensaba era en el exquisito caldo que con esos ingredientes podría preparar. Comencé por su brazo derecho y terminé por su pierna izquierda, pasando por el resto de su cuerpo y con un delirante concierto de sangre y sufrimiento que me valió mi cuarto orgasmo sin siquiera haberme tocado como fondo.

Cuando finalizó mi tarea de partir aquellos dos lindos y juveniles cuerpecitos, guardé la carne en el refrigerador y a la mañana siguiente preparé un delicioso cocido, sin saber que las familias de ambos chicos, a diferencia de mis anteriores víctimas, acudirían a la policía para reportar su desaparición y la investigación días después llevaría hasta mi casa a un detective, también de muy buen ver.

Se presentó una tarde como a las cuatro, justo antes de que comenzara a comer. Me mostró su placa y me pidió pasar, para hacerme unas preguntas sobre el caso. Sin dar muestra de nerviosismo para que no sospechara de mí, le permití la entrada y yo mismo le mostré hasta el último rincón de la mansión. Convencido de que ahí no se encontraban los muchachos, el detective se dispuso a abandonar el lugar, pero lo detuve ofreciéndole se sentara a la mesa y me acompañara con los alimentos. Aceptó y le serví un plato de ese caldo que acostumbraba siempre comer. Después le serví un trozo de pastel de chocolate con lo que él ni siquiera sospecho era sangre humana. Todo le pareció delicioso y no se cansó de agradecerme las atenciones desde la mesa hasta la puerta.

- Ese caldo estuvo exquisito, la carne tenía un sabor muy peculiar. ¿Cómo se llama tan rico platillo? - Me preguntó.

- Caldo de mariscos. - Le respondí.

- ¿Caldo de mariscos? Pero si no tenía mariscos. - Dijo el oficial, dudando que ese fuera el verdadero nombre.

- Sí, es cierto. No tiene mariscos, pero así se llama. Es una receta que ha pasado de generación en generación. La tradición dice que podemos invitar a personas que no pertenezcan a la familia a probarla, más no decirles la manera de prepararla. Pero si usted quiere, puede venir otro día y...haciendo una excepción a la regla, le digo como se hace. - Le propuse.

- Tal vez le tome la palabra, en caso de que necesite regresar para hacerle más preguntas. Hasta luego, señor Villa. - Se despidió.

- Hasta luego, detective. - Contesté, mirándolo hasta que salió de la finca.

No se si va a regresar o el motivo que tendrá en caso de que lo haga, si tendrá más preguntas que hacerme o la receta de ese caldo lo empujará a tocar a mi puerta. No lo se, pero estoy seguro de que si así sucede, por primera vez haré caso de aquella frase que mi papá me dijera años atrás. El oficial estaba más que bien y no tengo porque discriminarlo nada más por tener unos cuantos años por encima de los veinte. No se que rumbo tomará la investigación y tampoco me preocupa, porque hay algo me queda claro: no debo tener miedo de que puedan acusarme de algo. Después de todo, los cuerpos del delito ya no existen, se fueron en ese delicioso caldo de mariscos.

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El ángel de 16 (2)

Por mi culpa

El ángel de 16

Triste despedida que no quiero repetir

Un día en mi vida

Utopía

El pequeño Julio (la primera vez)

El amor llegó por correo

El mejor año

Mi primer amor... una mujer

My female side