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Padre mío, ¡no me dejes caer en tentación!

en Hetero: General

Lo primero que Omar hizo al llegar a casa, fue correr al baño a darse una ducha de agua fría. Era tan sofocante el calor que sentía por dentro, el ardor que aquella chiquilla le había provocado que ni siquiera se detuvo a quitarse la ropa. Con las gotas de sudor que le resbalaban por el rostro delatando su creciente desesperación, se apresuró a girar el grifo y pronto el agua lo tuvo empapado.

– ¿Por qué, Señor? – inquirió mirando al techo –. ¿Por qué a mí? ¿Por qué otra vez? ¿Por qué? ¿Por qué? – se repetía una y otra vez sumamente consternado –. ¡Te juro que… ¡Te juro que he luchado por no recaer!, pero luego vienes tú a ponerme en el camino eso de lo que precisamente yo más huyo. ¿Por qué me asignas estas pruebas? ¡¿Por qué, Señor, si es injusto?! – exclamó estrellando sus puños contra la pared, sangrándose los nudillos a causa del violento impacto –. ¿Por qué me torturas así? ¿Por qué, Señor? ¡¿Por qué?! – continuó preguntándose hasta caer derrotado y lleno de decepción, al darse cuenta que ni el agua fría ni el constante cuestionar a su creador lograban quitarle de la mente la inocente y perturbadora imagen de aquella linda niña motivo de sus tormentos.

Omar era un tipo común y corriente, sin alguna cualidad que lo hiciera sobresalir sobre el resto de la gente. Desde chico fue un ser apartado, solitario. Le desagradaba socializar y se perdía por horas en el piano. Su madre pensó que el rechazo que el niño mostraba iría disminuyendo con el transcurrir del tiempo, pero no fue así. Por el contrario, conforme los años fueron pasando, conforme Omar fue cambiando de grado escolar esa antipatía por el mundo aumentó a tal grado que aún al terminar sus estudios en música seguía sin poder llamar a alguien amigo. Y las cosas no mejoraron cuando comenzó a trabajar, cuando por su calidad fue requerido como concertista en las mejores salas y como profesor en las más prestigiadas academias. Tal vez es porque es un genio, pensó la ingenua doña Aurora antes de marcharse al otro mundo y dejar sólo a su hijo. ¡Vaya si se equivocó!

No era esa la razón por la que Omar se negaba a entablar cualquier tipo de relación por más trivial que fuera. Es verdad que era un genio, que sus capacidades como músico iban más allá de lo normal, que era casi sobrehumano, pero no fue ese el motivo por el que creció apartado de todos, ¡no! No fue la enormidad de su talento lo que lo orilló a autoexiliarse sino algo más complejo, algo más profundo y para la mayoría incomprensible. Un sentimiento tan horrible que con tal de contener decidió privarse de toda emoción. De toda alegría, de todo dolor. Un impulso de naturaleza hasta para él desconocida que sólo la música, que sólo la melodía de un piano podía un poco contrarrestar.

A Omar le gustaban las jovencitas. Más que gustarle le excitaban, y más que jovencitas eran niñas las que llamaban de sus ojos la atención. No era que desde siempre hubiera sentido esa atracción, pero sí que desde chico se supo diferente. Y conforme fue creciendo, conforme esa especie de maldad que desde niño lo atormentó fue tomando forma, decidió que vivir en soledad y tener el menor trato posible con la gente representaban su única opción. Sólo reprimiendo todos y cada uno de sus sentimientos sería capaz de controlar ese que hasta a él le provocaba repulsión. Fue por eso que nunca tuvo amigos y se volcó al mundo de la música pues era cuando tocaba la única ocasión en que dejarse llevar no le hacía perder el juicio. Fue así que un piano se convirtió en su único respiro y que después, precisamente sentado frente a uno, habría de finalmente ante el pecado sucumbir.

Para que Omar aceptara integrarse a la plantilla de profesores de cualquier escuela sólo existía una condición: no niños. Argumentando que no podía desperdiciar su talento en escuincles mal educados que sólo asistían a clases porque sus padres no los soportaban, cada vez que un instituto requería de sus servicios él se negaba rotundamente a enseñarles a infantes. Y era tal la fama que apenas a mitad de sus veintes el muchacho había alcanzado, que ni siquiera en la escuela más costosa y exclusiva del país le negaron sus deseos. Luego de firmar un contrato por demás jugoso, el virtuoso músico empezó a trabajar en el lugar que habría de ser su perdición.

Al principio todo marchó a la perfección, tal y como él lo había pedido. Todos sus alumnos pasaban de los dieciséis y nunca ninguno de ellos había intentado establecer una relación extra escolar. Todo marchaba sobre ruedas. Todo parecía mandado a hacer hasta que ella apareció.

Desobedeciendo la única condición que Omar le había puesto, la directora del colegio se tomó la libertad de incluirle en su clase a una alumna más, a una niña de enorme talento llamada Marta. Según palabras que la misma directora utilizó para explicar por qué había roto su promesa, la chamaquita en cuestión era uno de esos raros casos en que el virtuosismo es natural y no adquirido, y era por eso que necesitaba que alguien en las mismas condiciones la guiara para lograr desarrollarse al máximo. A Omar la capacidad de la chiquilla le tenía sin cuidado, pero luego de arduas discusiones con su jefa no tuvo más remedio que aceptar ser su maestro, a pesar del riesgo que eso implicaba para ambos.

El primer día fue difícil. Contener el impulso de tocarla cada vez que estaba cerca de ella le costó varias idas al baño para auto flagelarse, para tratar de dominar sus pasiones recurriendo al dolor. Se golpeó la cara, se cortó los brazos y rezó mil Padres nuestros, pero luego de un par de semanas todo intento por sacarla de su mente resultaba ya inútil. Las ganas de tenerla entre sus brazos y estar él entre sus piernas terminaron por vencerlo y… Sucedió lo que desde el momento en que la vio cruzar la puerta, supo sería inevitable.

– Marta: ¿podrías quedarte unos minutos después de clase? – le pidió a la niña antes de iniciar con su lección –. Me gustaría que practicáramos tu solo para el concierto de exhibición.

– ¡Por supuesto, Omar! – le respondió la chamaca llamándolo por su nombre, justo como acostumbraba llamar a todos en ese sentirse a su nivel.

– ¡Perfecto! – exclamó él, delatando su emoción y comenzando enseguida la sesión.

Los cincuenta minutos que duró la clase fueron para Omar todo un suplicio. Las manos le temblaban y también los dientes de la urgencia con que quería que todos se marcharan. Fue tan notorio el grado de excitación en el que estaba, que un par de alumnos lo cuestionaron al respecto ganándose una buena reprimenda. Pero no hay plazo que no se cumpla, y el reloj marcó por fin diez para las cuatro. Todos los muchachos abandonaron el aula dejándolo a solas con Marta, quien en uno de esos gestos que la hacían parecer más grande de lo que era golpeó ligeramente el banco invitándolo a sentarse a su lado.

Ya que el piano tras el cual el objeto de sus deseos se alistaba a practicar estaba ubicado en una de las esquinas posteriores del cuarto, para alcanzarla Omar tuvo que atravesarlo y esa decena de pasos le sirvió a su conciencia para tratar de persuadirlo, mas todo fue inútil. El joven se acomodó junto a la niña con la intención de devorarla, o mejor dicho, de que ella se la devorara.

– ¿Qué parte quiere que practiquemos primero? – cuestionó la chiquilla con una sonrisa que mostraba algo más que simpatía.

– No lo sé – respondió él poniéndole la mano sobre el hombro –, la que tú quieras.

– ¡Está bien! – exclamó la pequeña Marta besándole la mano a su maestro con algo más que admiración –. Tocaré entonces la parte final, es la que a mí más me gusta.

Los dedos de la escuincla de apenas diez años se deslizaron por el teclado creando hermosos sonidos que acabaron por sumergir a Omar en una especie de trance en la que ya nada importaba fuera de tenerla. Mientras sus orejas capturaban cada nota, su mano fue bajando por el talle de la niña hasta llegar a posarse en su muslo y apretarlo con malicia por encima del vestido. Marta iba vestida como muñequita de porcelana, con sus caireles y sus moños, y eso le daba un toque extra de inocencia que a su profesor le fascinó. Mirándola de una manera que hasta daba miedo, continuó el sujeto acariciándole la pierna.

– ¡Eres tan hermosa! – le soltó de pronto al tiempo que le plantaba un beso en la mejilla –. ¡Eres tan hermosa, mi pequeña Marta! – reiteró lamiéndole el lóbulo mientras ella sonreía y seguía tocando –. ¡Tanto que no puedo contenerme! ¡Tanto que me haces tan feliz! – aseveró quitándole las manos del teclado –. ¡Mira!, siente tú misma lo contento que me pones – sugirió frotándose con aquellos deditos el bulto entre sus piernas, ese que para susto de la niña no tardó en sacar de su prisión.

Es verdad que Marta fue precoz en todos los aspectos de su vida y que al principio encontró divertido y halagador que alguien como Omar se portara así con ella, pero también es cierto que en cuanto sintió la dureza de aquello cuyo los mayores llamaban pene o verga ya no quiso continuar con aquel que en sus inicios pareciera un simple juego. Cuando su maestro se desabotonó los pantalones para mostrarle lo que había debajo, la chiquilla sintió miedo e intentó zafarse.

– ¡Suélteme, por favor! – suplicó en contadas ocasiones sin que su atacante la liberara.

– ¡Cállate! – le gritó él sin parar de masturbarse con ayuda de sus manos –. ¡Cállate que tú también lo estás queriendo! – argumentó para excusarse –. ¡Vi cómo me mirabas! ¡Vi como me mirabas, no trates de negarlo! No trates de negarlo que se muy bien que esto te gusta, ¿no es verdad? Te gusta sentir la dureza de un hombre entre tus dedos, ¿no es así? ¡Sí, claro que te gusta! ¡Claro que te gusta, no puedes negarlo!

– ¡Déjeme, por favor! – rogaba ella deshaciéndose en llanto.

– ¡No! No hasta que le des unos besitos – señaló tomándola por los caireles y empujándola hacia su temible erección –. ¡Anda! ¿No quieres probar lo que le sale de la punta? ¿No te morías por ser mujer, maldita zorra? ¡Yo creo que sí! – aseguró completamente enloquecido y forzándola a tragarse el glande –. ¡Ah! – suspiró al sentir la regordeta cabeza de su falo arropada por la calidez de aquellos infantiles labios, y a punto estuvo de follarle la boca a la pequeña dueña cuando la directora entró al salón interrumpiéndole los planes.

– Pero… ¡¿Qué significa esto?! – aulló la mujer antes de llamar a la policía y Omar ser encerrado por abuso de menores.

De aquel evento han transcurrido ya diez años. Omar ha visto su sentencia reducida por buena conducta, se ha entregado a la palabra del Señor para buscar no cometer el mismo error y todo aparentaba ir caminando, pero el diablo o el destino vienen a arruinarle la tranquilidad. Al mismo edificio en el que ahora vive, en ese en que se supone sólo habitan personas mayores dedicadas a disfrutar de sus pensiones, se ha mudado una familia, un par de esposos y una niña. Una preciosa niña que tanto le recuerda a Marta, una hermosa niña que no por inocente se le antoja menos y cuya imagen no pueden quitarle de la mente ni una simple ducha de agua fría ni una herida en los nudillos. Una niña por la que sus plegarias al cielo eleva esperando sus pasiones sean calmadas, pero Dios ya no lo escucha. Dios ya no lo escucha, pues él no es más que una bestia que no tarda en caer en tentación, su mirada así lo anuncia. La verga se le pone dura. Las intenciones se le tornan negras, es sólo cuestión de tiempo. ¡Que alguien cuide de esa niña!

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