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Yo los declaro: violador y mujer

en No Consentido

Yo los declaro: violador y mujer.

Antes de llamar a la policía y denunciar su propio crimen, Amanda contempló una vez más el cuerpo sin vida de su esposo. Se aproximó a la cama, y como si se trataran de manzanas o naranjas se puso a contar el número de puñaladas que decoraba el pecho de quien en vida tuviera por nombre Rigoberto. Una, dos, tres, cuatro, y llegó hasta veinte antes de perder la cuenta, antes de comenzar a confundir unas con otras.

Sus dedos quedaron manchados de sangre luego de repasar aquellas heridas. Los llevó a su boca. Los chupó sintiendo una alegría que por poco la conduce a un orgasmo. En cada gota que en su lengua se depositaba para después mezclarse con saliva iba un año de maltratos, un año de abusos que nunca más habría de soportar. Cada gota que por su garganta resbalaba representaba un año menos de infelicidad, una razón para gozar. Era tanto el disfrute que le producía limpiar de las yemas de sus dedos aquel líquido vital, que volvió a bañarlos en rojo y repitió la operación una y otra vez hasta quedar satisfecha y entonces sí, coger el teléfono y marcar a la comisaría.

– Quiero confesar que acabo de matar a mi marido – comentó de lo más serena en cuanto escuchó que alguien le respondía al otro lado de la línea –. Vivo en el número treinta de la calle ocho – informó al oficial para inmediatamente después colgar.

Luego de colocar la bocina en su lugar, Amanda caminó de regresó a la cama, lentamente y desnudándose durante el trayecto. La escasa ropa que abrigaba su cuerpo cayó al suelo justo antes de ella alcanzar el borde del lecho. Se acostó al lado del cadáver. Con paciencia enfermiza y regocijándose con cada milímetro que de metal quedaba fuera, extrajo la navaja de aquel torso destrozado a puñaladas. Revisó el utensilio por un lado y por el otro para después olerlo y con placer saborear el plasma que lo cubría. Y una vez habiéndolo dejado limpio, una vez que su cara de satisfacción se reflejaba en la hoja, lo guardó en su estuche para enseguida utilizarlo como si fuera un pene.

Como si nada hubiera ahí ocurrido, como si junto a ella no yaciera el cuerpo sin vida de aquel hombre con el que mal que bien compartiera casi quince años, Amanda comenzó a masturbarse con el arma. Pronto sus gemidos llenaron el cuarto.

*****

– Hermosa dama: ¿me haría el honor de bailar conmigo esta pieza? – preguntó Rigoberto haciendo una reverencia.

Fue en el baile de graduación de la preparatoria que Amanda lo conoció. Jamás en la vida lo había visto, pero le bastó aquella petición para quedar de él prendada. Mitad el que nunca nadie la había invitado a bailar, mitad la galanura y el aire citadino del muchacho, la jovencita, sin pronunciar palabra, se puso de pie y se le entregó desde el mismísimo apretón de manos.

Rigoberto no era del pueblo, se le notaba a leguas. Había asistido a la fiesta acompañando a una prima al coincidir el festejo con un viaje de negocios. Su padre era dueño de una constructora, y le había encargado afinar ciertos detalles de la edificación de una clínica que su compañía dirigiría en el lugar. Fuera de ese objetivo, el muchacho no deseaba saber ni hacer nada más en aquel cuchitril, como solía llamar al pueblo en su carácter sobrado de soberbia, pero los asuntos que había ido a tratar se retrasaron y a fin de cuentas aceptó ir al baile. A fin de cuentas le pidió a Amanda le concediera una pieza.

No era ella la única sentada y sin pareja y mucho menos de todas ellas la más guapa. Vamos, que ni siquiera había en ella ese no se qué que compensa la falta de gracia y de belleza. Era una chica común y corriente a la que se le notaba la falta de ambición, a quien el destino de sumisa ama de casa le brillaba en la frente como un signo. Ese detalle precisamente hizo que Rigoberto se acercara. A él, en su afán de alimentar su ego, le agradaba convivir con personas que consideraba inferiores y Amanda era sin duda ese tipo de persona. No necesitó más que dirigirle la palabra para hacerla suya. El futuro de la chica estaba por cambiar. Para mal.

– ¿Qué hacía una muchacha tan linda como tú sentada en el rincón? – inquirió Rigoberto una vez los dos en medio de la pista.

– Es que nadie me invitó a bailar – respondió Amanda, ruborizada por lo de linda –. No tengo mucha suerte con los chicos – señaló mostrando su falta de autoestima más que por las palabras por el tono y por la forma –, ellos las prefieren más… ¡bonitas! – remató su auto rechazo.

– Pero si tú eres muy bonita – aseveró él provocándole una risa –. Te juro que lo eres – continuó adulándola –, tanto que… Me gustaría que aceptaras ser mi novia – le soltó causándole un sobresalto que la obligó a detener el paso.

El padre de Rigoberto había estado insistiéndole a éste con que ya era tiempo de formar una familia, que tenía ya casi veinticinco años y que él a esa edad ya llevaba tres años de casado. El joven lo ignoraba o le daba largas aún cuando sabía que la vida loca de bebidas, mujeres y parrandas podría costarle la futura presidencia de la empresa familiar. Consideraba al matrimonio como unan carga, una cadena, y quería retrasar al máximo el fatídico momento, pero al estar bailando con Amanda, al ver en sus ojos la debilidad y la inocencia, sintió que ella era la adecuada, que no podía dejar pasar esa oportunidad. ¿Quién mejor para su esposa que una muchacha humilde y obediente a la que pudiera manejar a su antojo? ¿Quién mejor para darle gusto a su padre que una chica educada prácticamente con el único propósito de algún día servir a su marido y, todavía mejor, nacida en el mismo pueblo que el viejo? ¿Quién mejor que ella? Sin duda era la indicada.

– ¿Qué me dices – insistió Rigoberto –, aceptas ser mi novia?

– Pero… – titubeó Amanda, no por falta de ganas sino por creer que aquello podría tratarse de una fantasía. Aquel hombre tan guapo y fino no podía pedirle en serio que fuera su novia –. ¡Ni siquiera sé cómo te llamas! Acabamos de conocernos y…

– ¡Y nada! – la interrumpió él apretándola contra su pecho –. Yo tampoco sé tu nombre, ¡pero qué importa eso ahora si hay amor! ¡Di que sí, preciosa! – sugirió frotándole los labios –. Di que sí – recalcó dándole un beso, el primero para ella por más increíble que parezca.

La lengua de aquel apuesto sujeto hurgando entre sus labios hizo temblar a Amanda. Tanto tiempo soñando con aquel ansiado primer beso, y éste finalmente llegaba de la boca de un príncipe azul. La razón dejó de intervenir, las hormonas y el halago de que se lo pidiera un caballero como aquel le alborotaron el cerebro y sin pensar dijo que sí. Sellaron el pacto con un segundo beso, y el camino hacia el altar dio comienzo. Primer y grave error.

*****

El Paradero era el sugestivo nombre con que en el pueblo se conocía aquel monte a donde los novios llevaban a las novias cuando querían de éstas obtener aquello. Luego de tres, cuatro meses de mano sudada, los muchachos, hartos de retirarse a casa con un piquete en la entrepierna, se montaban en sus autos y conducían hasta la colina para ahí montarse a su chica. Algunos lo conseguían algunos no, pero todos sin excepción trataban, a la luz de la luna y con una bella panorámica del pueblo entero como escenario, desahogar su excitación con algo más que una solitaria paja, encerrados en el baño o la recámara.

Rigoberto no esperó tanto tiempo, ya que aparte de todo no contaba con mucho antes de volver a la ciudad y deseaba asegurarse a Amanda primero que marcharse, y qué mejor manera de asegurársela que metiéndosela. El joven sabía que a una chica recatada de pueblo como ella no podía hacerle la grosería de llevársela a la cama o a la montaña con la intención de hacerle cochinadas la primera noche como con sus ligues citadinos estaba acostumbrado, así que aguardó hasta la segunda. Veinticuatro horas le parecieron justas para firmar el noviazgo con semen. La recogió a la puerta de su hogar, saludó a los orgullosos padres, arrancó la camioneta en dirección al monte y una vez en el lugar empezó a echarle mano. Comenzó a besarla y a tocarla por todos lados hasta tenerla casi desnuda y algo asustada.

– Esto no está bien – murmuró ella al sentir una mano encima de sus pantaletas –, el padrecito no lo dijo en una de sus pláticas.

– Así como también ha dicho que un día Dios vendrá a juzgarnos y ya ves, nada que se aparece. No hagas caso a tonterías, mi pequeña – la incitó a dejarse llevar –. ¿A poco no te gusta? ¿A poco no sientes bonito?

– Pues… ¡Sí! – exclamó emocionada y ya con un par de dedos dentro –, pero…

– ¡Pero nada! – mencionó él apoderándose del clítoris y callándole el gemido con un beso –. Tú flojita que ya verás como te gusta, como hasta vas a gritar.

Amanda encontraba todo aquello indebido, así se lo dictaban sus principios y su educación, pero también estaba el placer que le recorría el cuerpo contradiciendo sus ideas y el consejo de su madre de hacer cualquier cosa para complacer y retener al novio retumbándole la oreja. Debatiéndose entre ambas posiciones, incapaz de tomar una decisión por cuenta propia, se puso en manos del destino, y Rigoberto habría conseguido de ella todo de no haberse precipitado, de la calentura no haberle ganado.

Antes de llevar a Amanda al clímax, el muchacho se bajó los pantalones y le colocó su verga erecta en pleno rostro, pretendiendo que se la mamara. La jovencita, siendo aquella la primera polla en desarrollo que veía, y encontrándose dudosa de la situación, se espantó y le pidió se detuviera, le sacara los dedos de la entrepierna.

– ¡¿Qué te pasa?! – la interrogó él, molesto por la actitud de rechazo que había mostrado hacia su miembro –. ¿No me digas que te desagrada? ¿No me digas que no se te antoja cuando cualquier otra moriría por chuparla? ¿Sabes cuántas mujeres han gozado con mi verga? ¿Tienes idea de la suerte que tuviste al yo fijarme en ti siendo tan ordinaria? ¡¿La tienes?! No me vengas ahora con que no te gusto, ¡por favor! – exigió tomándola del pelo y empujándola hacia su erección –. ¡No pongas esa cara de angustia, y dedícate a mamar! – le ordenó metiéndosela a fuerzas.

Amanda batalló para no vomitar. El falo de Rigoberto entró y salió de su boca sin detenerse hasta llenársela de semen, hasta corredse en su interior y entonces, siguiendo la primera indicación del manual de los cobardes, él pidiéndole perdón al verla a ella llorar.

– ¡No llores, pequeña! – le pidió limpiándole de los labios su venida –. Perdón por haberte obligado. Te juro que yo no quería, pero tú no me dejaste más opción. ¿Sabes lo mal que se siente un hombre cuando una mujer mira su pene en la forma en que tú me lo miraste? ¿Lo sabes? Es… ¡Es horrible! Se siento uno que no vale nada, ¡que no sirve! A sí me hiciste sentir con tu rechazo, pero te prometo no guardarte rencor – comentó volteándole las cosas en una jugada de lo más baja y vil –. Nada más que no vuelvas a despreciarme, porque…

– ¡Pero es que yo… – quiso explicar Amanda el motivo de su espanto pero él se lo impidió.

– ¡Shh! – sopló cubriéndole los labios –. No digas nada que ya lo he olvidado, y mejor ven a darme un beso – demandó atrayéndola a sus labios.

Amanda correspondió a aquel sucio beso como si nada él le hubiera hecho y sintiendo incluso algo de culpa. Creyó que así debían de ser las cosas con los hombres, y se alegró de que Rigoberto la hubiera perdonado. Se dispuso a continuar la relación dejando todo en el pasado. Segundo y gravísimo error.

*****

Justo antes de entrar al cuarto, Rigoberto dejó caer al suelo a quien a partir de esa noche era su esposa. Traía unas cuantas copas encima, y no logró sostenerla y abrir la puerta al mismo tiempo. Ella creyó que él se disculparía a pesar de no haberlo hecho a propósito, pero lo que hizo fue reírse y pedirle que se pusiera de pie y lo siguiera adentro. Ella obedeció. Luego de sobarse la parte golpeada y recoger la cola del vestido, penetró la habitación y se quedó parada e inmóvil observando como su marido empezaba a desnudarse. Aquellos firmes pectorales, aquellos brazos musculosos y aquel vientre plano y ligeramente marcado la convencieron de que su decisión había sido la correcta. En ningún otro lado y siendo ella tan poca cosa habría encontrado a alguien mejor. Las dudas se esfumaron. Sin duda era el indicado.

Dos días después del incidente en El Paradero, Rigoberto abandonó el pueblo no sin antes prometerle a Amanda que volvería en un mes o dos para casarse. Explicó que le pediría a su padre lo pusiera al frente del proyecto de la clínica para así tener tiempo de planear la boda, y exacto de esa forma todo aconteció. Con las familias de ambos novios volando entre nubes, la de ella porque su hija habría encontrado un partido inmejorable y la de él porque su hijo finalmente había decidido sentar cabeza con una muchacha decente que seguro sería la mejor compañera, se llevó a cabo la misa y luego el banquete, y al terminar ambas reuniones los protagonistas se marcharon rumbo al hotel donde habrían de pasar la noche de bodas, cada uno con una idea distinta de cómo ésta habría de ser. Él la tumbó a ella, y ella ahora lo miraba desvestirse. Hasta ahí nada parecía fuera de lo normal.

– ¡Me siento tan feliz de ser tu esposa! – exclamó Amanda emocionada, sin moverse de su lugar y esperando una reacción similar por parte de él.

– Sí, yo también estoy feliz – dijo Rigoberto no con mucho ánimo, al tiempo que se deshacía del pantalón –. Y más lo estaré si vienes aquí y me das un beso, chiquita – sugirió abriéndole los brazos.

Amanda, segura de que la falta de emoción en su marido se debía al alcohol, se acercó a él y tal como se lo pidiera lo besó. Él de inmediato comenzó a meterle mano e intentar sacarla del vestido.

– ¡De verdad que estoy muy feliz! – insistió ella como no poniéndole mucha atención a la evidente excitación de su pareja –. Te juro que…

– ¡Ya, por favor! – gritó él para callarla –. Ya sé que estás muy feliz, amor. Por favor, ya no lo repitas y ayúdame con este cierre que muero por cogerte – señaló en un tono de lo más frío y descarado, delatando sus verdaderas intenciones.

– Pero… ¡Mi amor! ¿Por qué me dices eso? – reclamó Amanda ya vestida solamente con sostén y bragas –. ¿Por qué no eres más dulce y tierno?

– ¡Ay, Amanda! ¡Por favor ya no seas cursi y ponte a mamar! – ordenó Rigoberto quitándose el calzón y meneándose la verga ya inflamada.

– ¡Pero Rigoberto! ¿Por qué no me tratas con cariño?

– ¡¿Cariño?! ¡Por Dios, Amanda! ¿Quién te dijo que te quiero? ¿De verdad creíste que alguien como yo podría enamorarse de… alguien como tú? ¡Por favor! Si tú sólo eres… ¡Un requisito más para obtener el puesto de mi padre! Sí, eso es lo que eres y nada más. Bueno, eso y… ¡Una chica a la que finalmente me podré tronar! ¡Ponte de rodillas y a mamar, maldita perra!

– ¡Rigoberto! ¿Por qué me dices todo eso? ¿Es verdad? ¿Es verdad que…

– ¡De rodillas, te digo! – chilló él soltándole una bofetada que la mandó al piso –. Ya te hiciste del rogar por mucho tiempo, y hoy sí no te me escapas. Hoy te voy a follar como a una puta aunque no quieras, que para eso eres mi esposa. ¡Empieza por darme unos besitos en la verga, pendeja! – mandó agarrándola de los cabellos y metiéndosela a fuerzas, justo como aquella noche en la colina.

Amanda no tuvo de otra que satisfacer con lengua y garganta al dueño de aquel grueso y tibio trozo de carne que le llenaba la boca y le quitaba el aire. Lo repasó una y otra vez y de mil formas hasta que Rigoberto la obligó a ponerse de pie, para enseguida empujarla contra la cama y acostársele entre las piernas dispuesto a penetrarla, dispuesto a desvirgarla.

– No. ¡Por favor, no! ¡No así! – suplicó la jovencita al percibir sus bragas deslizarse muslo abajo.

– ¡Yo te lo hago como se me antoje que para eso soy tu dueño, zorra mojigata! – apuntó alistándose para la primera estocada, sin lubricante, besos, caricias ni palabras bonitas de antesala –. ¡Y hoy se me antoja a la fuerza! – indicó finalmente atravesándola.

Amanda sintió que aquel duro y largo intruso la desgarraba por dentro, y gritos y lágrimas no faltaron durante la follada. Sus sueños se esfumaron junto con su virginidad y la chispa de sus ojos, ese brillo especial que no habría de volver hasta dentro de casi quince largos y tortuosos años.

*****

– ¿Cómo es que nunca lo denunció? – preguntó la abogada luego de escuchar la historia completa de boca de su cliente –. ¿Por qué soportó sus abusos durante casi quince años? ¿Cómo es posible que lo haya soportado? De verdad que no la entiendo. ¡Si ni siquiera existían hijos!

– ¡Gracias a Dios! – exclamó Amanda –. No habría sido justo traer a una criatura a vivir en mi mundo… Me pregunta cómo pude soportarlo, por qué nunca lo denuncié. Bueno… ¡Ni yo misma lo sé con seguridad! Creo que al principio pensé que era mi obligación aguantarlo. A una nunca le dicen que tu esposo puede violarte. Al menos en mi pueblo, te meten en la cabeza que debes ser una buena mujer, complacerlo en todo y… Pensé que ese era mi papel. Él era tan guapo y yo tan afortunada de tenerlo que… No sé, creo que me educaron para sentirme menos y terminé aceptando que en verdad lo era, que lo que el destino me asignara era a lo único que podía aspirar pues alguien como yo no merecía algo mejor. No siendo tan poca cosa. O por miedo, puede ser. A que no me creyeran. A que se rieran de mí. A que sólo consiguiera empeorar las cosas. Y es que… ¡Seamos honestas! ¿De verdad cree que la policía me habría hecho caso, que lo habrían castigado? ¡Claro que no! ¡Si hasta yo estaba segura de que él estaba en su derecho, que podía hacerme lo que se le viniera en gana pues para eso era su esposa! ¡Tonterías! De haberlo denunciado, sólo me habría ganado una golpiza, y eso habría sido peor. Por lo menos lo que me hacía no se notaba. ¡Imagínese salir a la calle con un ojo morado! ¡No, eso si habría sido demasiado! ¡Me hubiera muerto de vergüenza! No habría podido ni… Además, él era el poderoso, el del dinero. El que lo podía todo y yo… Y yo terminé por acostumbrarme.

– ¿Cómo es posible que pensara así? – inquirió la licenciada –. ¡No lo puedo creer! ¿Cómo quiere que los delincuentes sean castigados si no existe primero una denuncia de los afectados? ¡Debió acusarlo con las autoridades, señora! ¡Debió hacerlo para que recibiera su merecido!

– ¿Y por qué dice que no lo recibió? ¡Si yo misma se lo di!

– Sí, ya supe que se declaró culpable y confesó detalle a detalle la manera en que cometió el crimen.

– ¡Así es!

– ¡¿Y lo dice tan tranquila?! ¡Por Dios, señora! Uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario. ¿Cómo quiere que la salve si no pone de su parte? ¿Cómo quiere no ser condenada si no se muestra como la víctima de todo esto, si no…

– ¡Un momento! ¿Quién le dijo que quiero que me salve? ¿Quién le dijo que quiero parecer la víctima? ¡Yo no soy la víctima! ¡Yo lo maté! Yo lo maté, y gocé como no tiene idea cada puñalada. ¡Su cara de terror! ¡Sus ojos suplicándome clemencia! Yo soy la culpable, y quiero pagar por ello.

– De verdad que ha perdido la razón. ¡¿Que no entiende?! Tiene que lucir vulnerable y destrozada y dejar de gritar a los cuatro vientos que usted lo mató o de lo contrario, de seguir con esa actitud, seguro la condenarán a muerte.

– ¿Y cree que eso me importa?

– ¡¿Cómo no ha de importarle si es su vida?! ¡De verdad que no la entiendo!

– ¡Por supuesto que no me entiende! Se nota que a usted nunca la han humillado. Se nota que no sabe cómo se siente creerse una basura, pensar que no mereces ser feliz. ¿Tiene idea de lo que significa mirarse al espejo y no ver nada? ¿Lo sabe? ¡Seguro que no! Si lo supiera entendería que estoy harta de ser la víctima, de que todos me miren con lástima. De ser la oprimida, la pisoteada. Por primera vez en mi vida me atreví a luchar contra el destino y no pienso mostrarme como la débil mujercita que siempre fui sólo para conmover al jurado. Lo que quiero es que me odien, que se aterroricen al saber que disfruté el haberlo asesinado. No recibir el castigo que me toca sería como nunca haberlo hecho, y no quiero perder ese momento por miedo a una condena dura. ¿Sabe una cosa? Cualquiera que ésta sea me da igual, después de haber vivido quince años en constante abuso ya nada es importante.

– Pero… ¡Debe de luchar! Todavía tiene una vida, y todavía puede reconstruirla. No puede abandonarse así nada más. ¡No es justo!

– ¿Para quién? ¿Para mí? ¿O para usted? ¿Cree que no sé que lo único que le importa es su trabajo, el reconocimiento que obtendría de ganar mi caso y los beneficios que ello le traería? ¿Por qué más habría venido a ofrecerme sus servicios sin cobrarme un solo centavo? No pretenda que le importo. No quiera verme la cara de estúpida porque… Ya sabe cómo acabó mi marido.

– Si trata de asustarme para que desista de llevar su caso, permítame decirle que…

– ¡No! ¡Permítame usted a mí! – pronunció Amanda golpeando la mesa –. Ya le dije que yo maté a Rigoberto y que quiero que el mundo entero así lo sepa porque ese ha sido el único momento en que me he sentido capaz de manejar mi vida. Aunque le parezca difícil de creer, aquí, encerrada entre estas cuatro paredes y al borde de la silla eléctrica, por primera vez me siento libre. Feliz. No me arrepiento de nada, y quiero recibir mi castigo porque eso confirmará el único logro de mi vida. Si de verdad piensa que la necesito, que me interesa que me represente… Déjeme darle un consejito: búsquese otro caso. Es inútil defender a alguien que no quiere ser defendido.

Amanda se levantó de la silla y caminó hacia la puerta que comunicaba la sala de visitas con el resto del penal. La golpeó tres veces y en cuanto la celadora la abrió se perdió de vista. La abogada, entre molesta, sorprendida y admirada, tomó sus cosas y se marchó también. Ninguna de las dos sabía cuál sería la sentencia, y al parecer, por la expresión de la licenciada, ya tampoco a ninguna le importaba.

*****

– ¡¿Dónde estás, Amanda?! – gritó Rigoberto al entrar a la casa, sumamente molesto porque su mujer no había salido a recibirlo –. ¡¿Por qué diablos no saliste a recibirme?! ¡¿Qué chingados haces?! – preguntó furioso al buscarla en la cocina –. ¡¿Dónde rayos estás, cabrona?! ¿Dónde te metiste? – subió las escaleras y caminó directo al cuarto.

– ¡Tú puedes hacerlo! – se animaba por lo pronto Amanda, acostada encima de la cama y vestida únicamente con una diminuta y casi transparente bata –. ¡No tengas miedo! – se dijo al escuchar los pasos de su esposo acercándose –. ¡No tengas miedo! ¡Tú puedes! ¡Tú puedes!

– ¡¿Qué chingados… – Rigoberto no pudo terminar la frase. Al entrar a la recámara y encontrar a su esposa casi desnuda y tendida sobre la cama, la sangre le subió a la cabeza trabándole la lengua –. ¿Qué… ¿Por… – incapaz de articular palabra, se limitó a aproximarse a su dama mientras que sus pantalones se abultaban durante el trayecto de la puerta al colchón.

– ¿Sorprendido? – inquirió ella abriéndose de piernas y mostrándole su sexo rasurado –. ¿Te sorprende que te reciba de esta forma? – introdujo un par de dedos entre sus labios bajos –. Es lógico, pero es sólo que… – se puso de rodillas y lo atrajo hacia sí para besarlo –. ¡Te amo!, y he decidido complacerte – apuntó sobándole el paquete –. He decidido que será mejor para ambos el que yo no me resista a darte lo que por derecho te corresponde, lo que por ser tu mujer debo darte – expresó desabrochándole el pantalón y tirándolo a la cama –. Hoy… ¡Hoy quiero pedirte que me cojas!

– ¿De verdad quieres que te coja, perra? – la cuestionó luego de recuperar el habla –. ¿Finalmente reconoces que te encanta que te la meta, que gozas como una loca con mi verga dentro?

– ¡Sí, amor! – exclamó ella sacando el grueso y endurecido miembro –. ¡Me encanta tu verga! ¡Tenerla dentro! – aseveró acariciándosela con fingida devoción –. ¡Quiero que me folles, Rigoberto! ¡Quiero que me folles, ahora!

– Tranquila, que no pienso negarte tu vicio – sugirió el equivocadamente inflado sujeto –. Pero… ¿Por qué no primero le das unos besitos, eh? ¿Por qué no me la mamas un ratito? Mámamela – le pidió en un sorpresivo y nuevo tono amable –, mi putita.

Amanda cerró los ojos y agachó la cabeza hasta sus labios tocar el baboso glande de aquel hinchado falo que con sus manos sostenía, y entonces abrir la boca y engullirlo entero, hasta sentir el lubricante resbalar por su garganta. Conteniendo el asco y esforzándose por satisfacer a su marido, se dedicó unos minutos a chupárselo como si estuviera ella disfrutando. Con ganas, subió y bajó a lo largo del tronco al tiempo que su lengua jugueteaba con la punta arrebatándole constantes suspiros al soñado dueño, ignorante de la verdadera razón de aquella estupenda mamada.

– ¡Ah, qué bien lo haces! – gimió Rigoberto acariciando la mejilla de su esposa –. ¡Me vuelves loco, chiquita! ¡Me vuelves loco!

– ¡Y más loco te pondrás con lo que sigue! – prometió Amanda sacándose la polla de la boca para después sentarse sobre de ella de un solo intento y empezar a mover las caderas como nunca.

– ¡Ah! ¡Ah! – chillaba él ante la alucinante forma en que ella brincaba y bailaba con su inflamado pene dentro –. ¡Sí! ¡Sigue así, preciosa! ¡No te detengas! ¡Muévete más! ¡Muévete más! ¡Ah, qué rico! ¡Cómo me pones! ¡Cómo me pones, maldita perra!

Sin parar de menearse, Amanda se acostó sobre Rigoberto para besarle el cuello y, sin él siquiera sospecharlo, sacar de debajo de la almohada una navaja. Y una vez el arma en sus manos, regresó a la posición anterior y, después de desenfundarla, la levantó por encima de su cabeza bombardeándole la mente mil imágenes de abusos que le dieron la determinación para hacer lo que por años había deseado sin atreverse a concretar. Mientras que su marido jadeaba con los ojos cerrados a causa del enorme placer que le proporcionaba el creerla disfrutando por primera vez del tener sexo con él, ella concentró toda su energía en sus puños y, con la furia acumulada a lo largo de quince años de maltratos y humillaciones, precipitó la navaja en contra de aquel sudoroso y peludo pecho. Con una primera y certera puñalada en el corazón, le puso fin a lo que inició con aquel primer y grave error.

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Cien rosas en la nieve

Wendy, un ramo de rosas para ti...

Gloria

Juntos... para siempre

El apartamento

Mentiras piadosas

Pecado

Vivir una vez más

Julia, ¿quieres casarte conmigo?

Para cambiar al mundo...

Dos más para el olvido

Ya no me saben tus besos

Embotellamiento

Húmedos sueños

Por mis tripas

Ximena y el amante perfecto

Inexplicablemente

Quiero decirte algo mamá

Entrevistándome

Recuerdos de una perra vida (4)

Recuerdos de una perra vida (3)

Recuerdos de una perra vida (2)

Recuerdos de una perra vida (1)

Una vela en el pastel

Zonas erógenas

Frente al altar

Ojos rosas

Abuelo no te cases

Mala suerte

Kilómetro 495

Mi primer orgasmo

El plomero, mi esposo y yo

En medio del desierto

El otro lado de mi corazón

Medias de fútbol

Examen oral

El entrenamiento de Anakin

Un extraño en el parque

Tres cuentos de hadas

No podía esperar

La fiesta de graduación

Ni las sobras quedan

La bella chica sin voz

Feliz aniversario

Dejando de fumar (la otra versión)

Una noche en la oficina, con mi compañera

La última esperanza

Pedro, mi amigo de la infancia

Sustituyendo el follar

Dejando de fumar

Buscándolo

La abuela

Tan lejos y tan cerca

Entre sueños con mi perra

Tu partida me dolió

Ni una palabra

Mis hermanos estuvieron entre mis piernas.

Compañera de colegio

La venganza

Tras un seudónimo

Valor

La vecina, mis padres, y yo

La última lágrima

Sueños imposibles

Espiando a mis padres

La amante de mi esposo

Al ras del sofá

La última cogida de una puta

Confesiones de un adolescente

Esplendores y penumbras colapsadas

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Celular

El caliente chico del cyber

Friends

La última vez

Laura y Francisco

El cliente y el mesero (3-Fin)

El cliente y el mesero (2)

El cliente y el mesero (1)

El ángel de 16 (6 - Fin)

El ángel de 16 (5)

El ángel de 16 (4)

Asesino frustrado

El ángel de 16 (3)

El ángel de 16 (2)

Por mi culpa

El ángel de 16

Triste despedida que no quiero repetir

Un día en mi vida

Utopía

El pequeño Julio (la primera vez)

El amor llegó por correo

El mejor año

Mi primer amor... una mujer

My female side