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Después de la tormenta...

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Sus pasos eran torpes, como si fueran los primeros. Cansados, como si después de cuarenta años ya no quisiera dar uno más. Y es que para Rafael, como para todos los que se encontraban en la misma situación, era difícil caminar entre ramas caídas, cristales rotos y muebles destrozados. Le resultaba sumamente duro y complicado moverse entre los escombros, más cuando debajo de estos se encontraban sus sueños y los esfuerzos de una vida.

Por encontrarse ubicado en una parte alta de la ciudad, las inundaciones provocadas por el huracán no habían llegado hasta su restaurante, pero sí las implacables ráfagas de viento. Sí esos aires endemoniados que arrasaron con todo a su paso, incluyendo ese lugar que para él significaba todo: sus historias, su pasado, su futuro incierto. Ese lugar que antes fuera punto obligado para los turistas y del cual sólo quedaban restos regados sobre más restos y recuerdos flotando en el, todavía húmedo, ambiente.

Los pasos de Rafael eran lentos, como si dentro de sus zapatos cargara más que las propias penas, como si llevara en ellos las preocupaciones de un pueblo entero. Era como si no quisiera ver de cerca los destrozos que, sobre su patrimonio, el meteoro había causado, como si quisiera ganar tiempo para respirar sus memorias, las más posibles. Tiempo para reunir esas fuerzas que no tenía, esas energías que le dieran las ganas de seguir, las mismas que, cuando finalmente estuvo frente a la que fuera la entrada de su todo, parecieron escaparse de su cuerpo, tirándolo de rodillas y provocándole un llanto callado, casi tan silencioso y desolador como su alrededor.

Quería ser fuerte, pero aquel panorama se lo hacía imposible. Sabía muy bien que de nada sirve llorar, pero en esos momentos era lo único que podía hacer, lo único para lo que le quedaban ánimos. Los estruendos de las fuertes lluvias, el furioso soplar de los vientos y los gritos de los niños se habían ido, pero fue entonces que frente a él, como frente a todos los que en aquella ciudad vivían, apareció la verdadera tragedia, esa que ninguna cifra y ninguna historia podían reflejar en su totalidad.

Su mirada estaba fija, perdida en el letrero que antes colgaba de la fachada de su negocio y se encontraba tirado, ahí, a unos cuantos metros de él, recordándole que sí, que efectivamente eran su vida y sus ilusiones los que yacían destrozados a sus pies, que aquello no era un sueño, sino una pesadilla que apenas comenzaba a mostrarse y de la que tardaría mucho en despertar, tanto que sintió ganas de quedarse dormido para siempre, de sumergirse en otro mundo que no fuera el que con dolor miraba para así, no tener que comenzar de cero.

Como si su mano fuera movida por su pena, por su angustia, por su desesperación, por su hambre, por su incertidumbre, por su miedo y su cansancio, tomó uno de los trozos de cristal que antes formaran parte de las ventanas de su restaurante. Lentamente, al mismo tiempo que las lágrimas seguían deslizándose por sus mejillas y su corazón se hacía cada vez más pequeño, levantó el pedazo de vidrio al nivel de su cuello y se preparó para acabar con la poca vida que no se había ido con la corriente, con esa parte física que el aire no había borrado.

Cerró los ojos y recordó aquellos días en que todo era perfecto, aquellos días en que todo era felicidad. Cerró los ojos y su puño sintiendo como el cristal cortaba la palma de su mano y su sangre se convertía en parte de los escombros. Nunca había pensado en suicidarse, pero aquel mar de sentimientos que se agitaba en su interior era insoportable, mucho peor que el huracán que los había provocado llevándose todo. Nunca había pensado en quitarse la vida, pero en ese instante no veía otro camino, no veía otra opción. La destrucción y la desgracia se extendían infinitamente ante sus ojos y no lo soportaba más. No se sentía con las fuerzas necesarias para sobreponerse de ese duro golpe. Nunca había pensado en suicidarse, pero para todo hay una primera vez. Cerró los ojos, listo para decir adiós.

El trozo de vidrio, con manchas de tierra y sangre escurriendo por sus orillas, se abalanzó contra su garganta, pero algo lo detuvo. Se trataba de otra mano, que apretaba la suya en señal de solidaridad, como diciéndole "no estás solo". Rafael abrió los ojos y levantó la mirada. Se encontró con un rostro conocido, uno que en otras circunstancias habría significado problemas, pero que en ese momento representaba la esperanza.

Soltó el arma con que pretendía terminar con su angustia, con su desesperación. Se puso de pie y se tiró sobre los brazos de Julio, ese a quien considerara su peor enemigo, ese que, para su sorpresa, le había salvado la vida. Ambos lloraron, uno sobre el hombro del otro, pero por distintas razones. Lloraron porque ese odio que se tenían ya no estaba, porque al parecer se había marchado junto con el viento y las aguas. Lloraron porque, en efecto, no estaban solos, había muchos que compartían sus penas, muchos que, olvidándose de sus diferencias, unirían esfuerzos para reconstruir sus vidas, sus presentes, sus futuros.

A pesar de los problemas, de que no sería fácil, Rafael volvió a tener fe. Bastó con que una mano tomara la suya para volver a creer. Creer que siempre hay una salida, que los seres humanos seguimos siéndolo, que en las desgracias, a pesar de que algunos hacen lo contrario, la mayoría saca su lado bueno.

Y a esa mano se le sumó otra, otra y una más, hasta ser las suficientes para comenzar a levantar los restos del desastre. Juntos, juntos y esperando que nosotros también nos unamos a su causa, dieron inicio a la reconstrucción, con el objetivo de rescatar sus sueños e ilusiones de debajo de los escombros. Con la idea de que ninguna loza, por más pesada que sea, es capaz de aplastarlos. Con la seguridad de que podrían lograrlo.

 

 

*¿Las líneas que acabas de leer provocaron algún sentimiento en ti? Tal vez sí, quizá no, no es relevante. Lo importante es que hay muchos como Rafael que necesitan nuestra ayuda. Miles que están viviendo en una desgracia que nosotros, los que no estamos en medio ella, no podríamos describir, una desgracia que sobrepasa cualquier imagen que vemos por televisión. Una desgracia que puede no afectarnos directamente, pero que es nuestra y debe importarnos.

Si eres mexicano, te pido, por favor, que en la medida de tus posibilidades, te sumes a esa cadena de manos que se necesita para que aquellos que lo perdieron todo no pierdan también la esperanzas. Seguramente, sea cual sea el estado o la ciudad donde te encuentres, hay una forma en que puedes hacerlo, un centro de acopio de alimentos, ropa y medicina o alguna sucursal bancaria donde hacer un donativo.

Lo que te gastas en un cartón de cervezas los fines de semana con tus amigos, el dinero de esa blusa nueva que tanto quieres y sin la que puedes vivir, el suéter que te regalo tu abuela en navidad y arrumbaste en tu clóset, nunca es suficiente, pero nada es poco. Lo que a nosotros puede parecernos insignificante, para quienes ahora no tienen ni lo básico será muy importante.

Siempre que en otros lugares del mundo suceden desgracias, estamos ahí para ayudar. Ahora que son nuestros compatriotas los que necesitan de una mano, creo que con mayor razón debemos dársela. Como dije, nunca es suficiente, pero nada es poco. Ten la seguridad de que, sea lo que sea, desde una botella de agua hasta una cobija, ellos te lo agradecerán.

Se que ésta no es una página a la que entramos en busca de mensajes como el que, bien o mal, ahora escribo y que tal vez pueden no hacerle mucho caso, pero si al menos uno de ustedes, uno solo decide al leer estas líneas ayudar, habrá valido la pena. Cualquier esfuerzo, por más pequeño que sea, nunca es inútil. Si te gustó el texto o lo odiaste, como mencioné antes, no es relevante. Lo importante es que nos necesitan. Lo importante es que les demos la mano.

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