Su imagen reflejada en el espejo fue como un orgasmo para sus ojos. Con esa peluca de rubios caireles, ese negro y escotado vestido y esos zapatos de tacón, en realidad le pareció que tenía frente a él a una mujer, a una hermosa mujer, tal vez la más hermosa que había visto en su vida, aún por arriba de su madre, esa cuarentona con aspecto e ideología de adolescente que conquistaba a cuanto hombre se le cruzaba en el camino. ¡Vaya que Javier estaba linda¡ Su delgada figura y sus facciones en extremo refinadas, cubiertas por ese sensual atuendo robado del clóset de Adriana, como en su poca educación y respeto hacia ella llamaba a su progenitora, habían sepultado la poca masculinidad que habitaba en él y, al menos por unos segundos, su sueño se cumplió. Al menos por un breve lapso, se pensó y fue una hembra de verdad.
Eso hasta que, a causa del goce que le proporcionaba el admirarse tan femenino, la única parte de su cuerpo que se negaba a dejar de creerse hombre comenzó a crecer debajo del vestido, levantando éste y desvirtuando así la bella imagen, convirtiéndola en una grotesca fotografía que le provocó un ataque de ira. Con rabia desesperada, de jirones que denotaban un odio incontrolable e inhumano, Javier desgarró el vestido reduciéndolo a hilachos, quitó la peluca de su cabeza y la destrozó utilizando los tacones como arma. Volvió a mirarse al espejo y se encontró con ese cuerpo al que no pertenecía, con ese cuerpo que durante trece años lo había mantenido prisionero.
Se contempló desnudo y con una potente erección entre sus piernas, ahí dónde debería de estar una vulva y no esa verga que se empeñaba en contradecirlo, que se alzaba altiva para desafiarlo cada que se pensaba mujer, cada que a escondidas entraba al cuarto de su madre y se probaba la ropa de ésta. Sin dejar de mirar sus ojos en el espejo, y al tiempo que insultaba y maldecía a su reflejo, tomó su enhiesto pene y comenzó a masturbarse, imaginando que no era él a quién tocaba sino a un desconocido, a un macho con olor a cerveza cómo esos que Adriana acostumbraba llevar a casa.
Su mano se deslizaba a lo largo de su endurecido miembro, y de su boca no paraban de brotar blasfemias. Le reprochaba al creador el haberse equivocado con él, el haberle asignado un sexo equivocado y encima, en un perverso toque de ironía, haberlo dotado con un falo que a su corta edad rozaba los veintes, con una herramienta que le recordaba a cada instante que, sin importar las confusiones que se arremolinaban en su interior, sin importar si quiera un poco sus deseos, seguía siendo hombre, seguía siendo hombre y eso que quería por detrás estaba por delante y no podía hacer nada para cambiarlo, nada que no le trajera a la mente tortuosos pensamientos y culpas dolorosas que de inmediato lo alentaban al suicidio.
¡Vaya que Javier era desdichado¡ Y con ese mismo infortunio que corroía su alma, con esa misma desventura que lo llenaba de amargura y le impedía salir al sol a jugar con otros chicos, se masturbaba en el más satisfactorio de los castigos, en el más lastimero de los placeres. Sus dedos volaban alrededor de su impresionante polla, agitándola furiosos y frenéticos cómo si pretendieran arrancarla, cómo si buscaran que de tanta fricción se cayera a trozos y finalmente se transformara en mujer. Su expresión poco a poco se distorsionaba del más agrio de los rencores al más insípido de los deleites y, luego de unos minutos, terminó volviéndose un gutural sonido que anunció la copiosa y escandalosa corrida, esa que se estrelló contra el vidrio cómo deseando que el semen fuera plomo y el espejo no existiera, cómo queriendo que con cada espasmo saliera disparada una bala que acabara con sus frustraciones y rencores, con sus problemas y sus miedos.
El esperma, luego de chocar contra el cristal, se escurrió formando líneas que, en su desvarío, Javier leyó como palabras de burla venidas desde otra dimensión. Sumamente enfurecido y con algo de dificultad por estar arriba de esos tacones de aguja, corrió hasta la cómoda y cogió la lámpara que prendía de ésta. Regresó frente al espejo y arrojó contra éste la araña. Sintiéndose victorioso, creyéndose vencedor de ese duelo contra sí mismo, sus labios dibujaron una sonrisa, pero su felicidad, como siempre, fue efímera, pues lo único que había logrado era multiplicar su imagen, reproducir su desencanto y aumentar su cólera. Enrabietado, recogió la lámpara y aparentó volver a lanzarla, pero antes de hacerlo se detuvo. Cansado de luchar por un imposible, harto de querer ser algo que jamás podría, se derrumbó y de sus ojos empezaron a escapar lágrimas de autocompasión, sollozos de lástima que lo hicieron sucumbir ante los coqueteos de la muerte. Decidido a terminar con su calvario, empuñó un fragmento de vidrio, cerró los ojos, y con certeza perforó su cuello. En forma de ríos de sangre, su alma abandonó su cuerpo, esperando que, en la siguiente vida, le tocara ser mujer.